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martes, 15 de enero de 2013

Los discursos del cuerpo

Autoras/es: Marcos Mayer para Revista Ñ
Preguntas esenciales como “¿quién soy?” parecen encontrar respuestas hoy en la cirugía estética o en la ilusión médico-tecnológica de que se puede ser joven hasta la muerte. Esa batalla se da en los cuerpos, escamoteados o exhibidos con diversos sentidos. Aquí, un análisis del arte a la psicología, la opinión de especialistas y una entrevista con el sociólogo Nikolas Rose, experto en biopolítica.
(Fecha original del artículo: Enero 2013)

La llegada del verano es escenario propicio para el ritual de los discursos más banales sobre el cuerpo. Aquellos que apuntan al lucimiento de virtudes, a la disimulación de defectos, a la corrección más o menos drástica de imperfecciones reales o imaginarias, a la elección de la ropa y los paisajes que mejor se adecuen a esta imagen de estación.
Esto que parece ser sólo una impresión queda refrendado por los datos que aporta el doctor Ricardo Losardo, presidente de la Sociedad de Cirugía Plástica de la Ciudad de Buenos Aires. En la segunda mitad del año, y sobre todo luego de comenzada la primavera, las operaciones estéticas suben alrededor de un 50%, con preeminencia de mujeres jóvenes que solicitan implantes mamarios y lipoaspiraciones. Hay una exigencia de que el cuerpo se sume a una media de belleza, determinada más por la atención especial a ciertas zonas que por el equilibrio general.
Sin embargo, hay otros discursos que atraviesan la problemática del cuerpo, que proponen distintas representaciones, formas de represión que lo escatiman o exhiben, obsesiones médicas, prácticas donde se juega ese raro borde entre la salud y la enfermedad. El cuerpo que en principio debería ser un espacio mudo termina por ser una superficie donde se pueden leer distintos significados y sobre el cual se pueden inscribir una variedad de sentidos.

La rebelión al desnudo

La desnudez se va transformando en una estrategia cada vez más utilizada para defender alguna causa. No hay semana en que no aparezca la noticia de una actriz, modelo o simple particular que se quita la ropa para abogar a favor de la ecología, para protestar por un acto de gobierno o para llamar la atención sobre ciertas cuestiones desatendidas por la sociedad. La hija de Mick Jagger, el vocalista de los Rolling Stones, se desnudó para oponerse a la extinción de ciertas especies marinas. Otra cantante, Madonna, para defender la causa de una niña paquistaní perseguida; una modelo se sacó fotos sin nada encima en el monumento a la Bandera de Rosario para manifestar de esta forma su rechazo a la cosificación de la mujer. En general estos actos se reciben con beneplácito porque de algún modo establecen un vínculo entre un cuerpo al que se considera bello –o al menos tan en principio inaccesible como el de una celebridad– y una causa que se presenta como noble, pero en otros casos, generan un intenso rechazo. Recientemente, la Iglesia hizo saber su repudio por una obra estrenada en el Teatro Argentino de La Plata en la cual la Virgen María era representada por una actriz que permanecía veinte minutos desnuda sobre el escenario. El arzobispo de la ciudad dijo que esa elección sólo se podía explicar por la profesión anticatólica del director de la puesta de Pepita Jiménez con libro de Juan Valera y música de Isaac Albéniz. El problema, según se deduce de un texto publicado por Héctor Aguier, es que la desnudez implicaba poner en cuestión el carácter inmaculado del cuerpo de María.
Una primera conclusión sería que los cuerpos pertenecen a dos categorías: una que permite su uso a través de la exhibición pública y otra en la que la desnudez queda bajo el signo de la blasfemia. Sostiene el filósofo italiano Giorgio Agamben, refiriéndose a las representaciones del paraíso en un artículo titulado “Desnudez”, incluido en el libro del mismo título, publicado por Adriana Hidalgo: “El problema de la desnudez es el problema de la naturaleza humana en relación con la gracia”. Y recuerda unas páginas más adelante que a principios del siglo XX los movimientos que predicaban el nudismo como nuevo ideal social lo hacían oponiendo “a la desnudez obscena de la pornografía y la prostitución la desnudez como ‘vestido de luz’”. Esa que parecía una diferenciación clara basada en la intencionalidad –en un caso se trata de exhibirse, en el otro de que los demás prescindan que están ante un cuerpo sin ropas– parece estar perdiendo claridad. En Punta del Este, se pretende reducir el espacio de las playas nudistas; en San Francisco, California, los legisladores prohibieron la habitual práctica del nudismo callejero. Si se quiere asistir a una representación un tanto patética de esta tensión entre el desnudo inocente y la provocación, pueden verse las infaltables notas televisivas sobre playas nudistas, que concluyen irremediablemente en que la cronista se quite la malla y se sumerja en el mar, mientras varias partes de su cuerpo aparecen blurreadas. La inocencia y la provocación en una única toma.
John Berger, escritor, crítico y artista plástico británico, establecía una distinción difícil en castellano: entre “ nude ” –el desnudo como forma de retrato– y “ naked ”, estar desnudo. Al respecto plantea: “La desnudez se revela a sí misma. El desnudo está condenado a nunca quedar desnudo, es una forma de estar vestido”. El cuerpo que se muestra en su supuesta plenitud para emitir un mensaje de alguna manera escapa a esta doble tensión. Se identifica con la causa que defiende. No se propone ser visto ni en su inocencia ni en su gesto de pura exhibición. Probablemente porque el cuerpo va adquiriendo otras significaciones.

Anatomías de la barbarie
Algunas de esas significaciones resultan trágicas. Una de las zonas del horror argentino fue la imposibilidad de los familiares de reencontrarse con los cuerpos de las víctimas de la represión. En la siniestra definición del dictador Videla, “los desaparecidos, son eso, desaparecidos. No están”. Se escamoteaba el cuerpo, se lo convertía en ausencia como una forma de eliminar toda forma de identidad, pasada o presente. Algo de esa estrategia sigue usándose entre nosotros para romper la relación entre voz y cuerpo, como ha sucedido con Julio López, ex militante de una unidad básica peronista barrial, y desde 1985 afiliado al Partido Socialista, desaparecido desde octubre de 1976 hasta junio de 1979 durante la dictadura militar y por segunda vez, en septiembre de 2006.
Esta forma de represión no fue sólo nacional. Se aplicó en Argelia, y se usó con mayor o menor intensidad en distintos países americanos en la década de 1970.
Hoy aparecen nuevas formas del uso represivo del cuerpo del otro, del escamoteo se pasa a la exhibición de los cuerpos. Es lo que sucede con las fotos de la cárcel de Abu Ghraib. Sobre esas imágenes de las torturas sufridas por prisioneros encarcelados allí tras la invasión de Irak por parte de los Estados Unidos, el pintor colombiano Fernando Botero realizó una serie de cuadros, destinados a “visualizar lo que allí ocurrió”, según declaró. Una exposición que desde 2005 viene dando vueltas por el mundo. Los cuadros amplían el límite de lo que ya se ve en las fotos, por lo menos en las que son accesibles. La humillación aparece en los cuadros aún más subrayada que en esos retratos de prisioneros desnudos y encapuchados atados como perros junto a alguna mujer sonriente y portando un uniforme militar del cual parece sentirse orgullosa. Las fotos fueron deliberadamente exhibidas, un gesto que puede leerse más como una política que como una trasgresión. Es una forma más de aniquilar al enemigo, degradar su condición humana a la vista de los demás, hacerlo cuerpo de una derrota irreversible.
Dice Estela Schindel, socióloga y autora del libro La desaparición a diario. Sociedad, prensa y dictadura (1975-1978) : “En el caso de las fotos de tormentos a prisioneros por fuerzas estadounidenses, éstas presentan la novedad de que llegan a incluir a los mismos victimarios en la imagen (un nuevo paso en la pérdida de la vergüenza o, mejor dicho, de todo límite ético-moral) y hablan de una confianza en la impunidad total por parte de quienes detentan el poder. Las fotos son también entonces señal de advertencia sobre esa dominación, donde poder ‘legal’ y ‘de facto’ se imbrican y entremezclan. Es lo que ocurre también con la exhibición de las marcas obscenas de la violencia en los cadáveres por parte de los grupos que ejercen el poder de hecho en México. En el caso de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, brillantemente analizados por la antropóloga Rita Segato, el poder escribe en sus cuerpos un mensaje dirigido a otros sectores como reafirmación de su dominación. El cuerpo femenino deviene allí mero instrumento, vehículo de un texto dirigido a otros (hombres), que han de saberlo “decodificar”. Segato sostuvo en una ponencia en Brasil: ‘La víctima sacrificial, parte de un territorio dominado, es forzada a entregar el tributo de su cuerpo a la cohesión y vitalidad del grupo y la mancha de su sangre define la esotérica pertenencia al mismo por parte de sus asesinos. En otras palabras, más que una causa, la impunidad puede ser entendida como un producto, el resultado de estos crímenes, y los crímenes como un modo de producción y reproducción de la impunidad: un pacto de sangre en la sangre de las víctimas’.” Pareciera, en este sentido, haber un retorno a formas pasadas del uso del cuerpo de las víctimas como exhibición de poder por parte de los victimarios. Al respecto, agrega Schindel: “Más que ‘avances’ o ‘retrocesos’ en la aplicación de la violencia, lo que la historia muestra es que ésta se desplaza y condensa, seleccionando en cada caso cuánto dejar entrever y cuánto esconder y sin que por ello su virulencia y efectos sean menores. Asistimos más bien a nuevas reconfiguraciones en su exhibición y ocultamiento. El desafío consiste en aprender a interpretar y desmontar sus mecanismos, como primer paso para resistir y conjurar sus efectos.” “Nuestro cuerpo es ya sólo un estorbo para nuestro cerebro”, provoca en una entrevista Kevin Warnick, académico de la universidad de Reading, experto en cibernética. Y agrega: “Nuestras neuronas se conectan mejor en red que nuestras células. Por eso nuestro cuerpo hoy se engorda y degrada: la obesidad, la diabetes... Pronto nuestros cerebros se librarán de ellos”. Warnick habla de un experimento que le permitió mover desde Inglaterra un brazo electrónico que se hallaba en Nueva York, valiéndose sólo de sus neuronas. Se trata de una forma de optimismo que para otros asume el rostro de una pesadilla: cuerpos a medida, libres de defectos, condenados a la perfección. En ese sentido, el libro Políticas de la vida , del inglés Nikolas Rose (ver entrevista con el autor , página 8), ofrece algunas cuestiones a considerar. Allí se señala la existencia de un proceso creciente de la posibilidad de intervenir en el cuerpo, tanto en su funcionamiento como en su aspecto, lo cual de alguna manera se va constituyendo en una especie de ingeniería de la vida. Eso implica, por un lado, la posibilidad de separar y reformular el camino de los distintos componentes del cuerpo, como sucede por ejemplo, con óvulos y espermatozoides que pueden cumplir su función fuera del ámbito de una relación sexual de a dos. Lo que todavía no sabemos es si toda esta nueva ingeniería biológica tanto en sus realizaciones concretas como en sus promesas más o menos factibles o fantásticas producen cambios en la relación que se mantiene con el propio cuerpo, que pasa de ser un destino (el cuerpo que nos tocó en suerte) a una posibilidad, el cuerpo que alguien puede diseñarnos.
Sostiene Patricia Faur, psicóloga, docente en la Universidad Favaloro: “La tecnología contribuye a sostener la ilusión de que es posible ser joven hasta la muerte. Quizás por eso, algunos investigadores han demostrado que las personas tienen una representación de sí mismas de 10 años menos que su edad cronológica. La ilusión de cambiar el cuerpo a través de la tecnología permite también jugar a crear nuevas identidades. ‘Transformarse en otro’ empieza a ser un experimento casi genómico para renunciar a un aspecto que no quiere hundir sus raíces en la herencia. Vivimos tiempos en los que se puede cambiar el color de la piel, se modifican rasgos característicos de ciertas comunidades, se ven caras uniformadas por criterios estéticos que se ponen de moda. La respuesta a categorías ontológicas como ¿quién soy? parece encontrar respuesta en los quirófanos. El cuerpo dice lo que queremos callar. Los consultorios de los terapeutas están poblados de pacientes que traen a sus cuerpos malheridos: cefaleas, trastornos del sueño, gastrointestinales y cardiovasculares, enfermedades autoinmunes y endócrinas y, obviamente depresión y ansiedad.
El estrés crónico muestra una respuesta desajustada de un organismo que fue exigido hasta el punto del desborde. Una respuesta sabia de nuestro sistema para adaptarnos exitosamente frente a las demandas externa e interna terminó por fracasar. El cuerpo elevado a la categoría de ídolo, el cuerpo de la estética, el de la imagen, el de la tecnología, es un cuerpo olvidado”.
Hay actividades que giran en torno del uso del cuerpo, la danza y el deporte. “Los bailarines hablamos un lenguaje físico y podemos conversar con ustedes. Intentamos hablar un lenguaje sin acentos, reducir la marca individual y lograr un tipo de armonía”, sostiene el coreógrafo Edward Villela, fundador del Miami City Ballet. Este cuerpo construido desde el modelo del ballet clásico es, desde la perspectiva de Andrea Servera, fundadora del grupo El combinado argentino de danza, requiere de cierta represión del proceso creativo porque implica seguir un modelo preestablecido. “Esos cuerpos esbeltos no siempre son, como se pretende, caminos hacia la salud. Hay anorexia en el mundo del ballet, así como la hay entre las modelos”, dice.
El baile que tenía su expresión elitista en el ballet y una dimensión privada en fiestas y reuniones, hoy ocupa un lugar de privilegio en la televisión a través del Bailando por un sueño que conduce Marcelo Tinelli. Al respecto, plantea Servera. “Es algo dominado por lo que podría llamarse el ‘efecto asado’, no importa cómo se baile sino la carne que se exhiba. No hay menor ligazón con ninguna forma del arte de bailar.” Se podría agregar que, en cualquier forma de danza, hay una especie de juego por el cual la imagen del cuerpo se muestra y se retacea. La lógica de estos concursos es que el cuerpo (segmentado) debe entregarse por completo a la mirada y al comentario del otro que suele presentarse bajo la forma de un jurado, ejecutor de una ley de la adecuación de los cuerpos.
El mexicano Juan Villoro cuenta en una de sus crónicas de fútbol haber encontrado a Ronaldinho jugando a la play station en la concentración del Barcelona. El crack brasileño había elegido como su jugador representativo al propio Ronaldinho. Una sorprendente circularidad entre el cuerpo real y esa especie de holograma en tres dimensiones que es la característica del jueguito. De todos modos, para Fernando Signorini, preparador de futbolistas como le gusta definirse y que trabajó con Diego Maradona, no es por medio de la mirada que se aprende a usar el cuerpo, sino a través de la práctica permanente, la forma en que se aprenden los movimientos. “Hay alguna técnica que se puede adquirir de esa manera, pero lo que hace la diferencia no es el cuerpo sino la inteligencia, de hecho no conozco a ningún Premio Nobel que haya sido físicoculturista”. Desde esta perspectiva, Signorini cuestiona la obsesión por modelar el cuerpo, “una especie de manía asociada a la idea de éxito, hasta se hace cierto tipo de ropa que destaca los músculos que son aparentemente el gran símbolo de la belleza corporal”.
Lo cierto es que si consideramos a la pintura (y en menor medida a la fotografía) como el lugar de representación de las imágenes posibles del cuerpo, la exposición sobre Caravaggio que se presentó recientemente en el Museo Nacional de Bellas Artes permite otro acercamiento pues rompe el automatismo del ideal del cuerpo perfecto al cual debiera tenderse. Si se compara esos modelos de pies sucios, de ropas arrugadas, rostros vencidos por el tiempo, la carne en su mortalidad más evidente, con la perfección de esas figuras de Miguel Angel, con sus músculos plenos, destinados a la eternidad, la contradicción es evidente. No se trata de la cuestión de la belleza –de hecho, algunos célebres cuadros de Caravaggio, como Tañedor de laúd es de una extrema delicadeza– sino de rechazar la idea de un cuerpo sin marcas destinado a reflejar la gloria de Dios en términos de armonía, de equilibrio y, si puede decirse así, de eternidad. En realidad, sus cuadros inscriben el tiempo y la experiencia en los cuerpos. Tiempo y experiencias que se dicen de otro modo que a través del discurso. Al final de La voluntad de saber , el primer tomo de su Historia de la sexualidad , Michel Foucault sostiene que lo único que puede escaparse a la cárcel del discurso (que es el mecanismo de reproducción del poder) son los cuerpos y los placeres. Para que los placeres puedan ser posibles no puede pensarse un cuerpo en solitario, siempre es más de uno. En su último libro, esa maravilla de la sensibilidad que es El cuaderno de Bento , John Berger cita a Baruch Spinoza: “El cuerpo humano se compone de muchísimos individuos (de diversa naturaleza), cada uno de los cuales es muy compuesto.”


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