Autoras/es: Dolors Reig
Pensé en ello en el caso de Aaron Swartz,
en que es triste observar cómo personas brillantes, que deberían haber
tenido una autoestima excelente a juzgar por lo excelente de su obra, no
suelen reconocerlo, mostrándose más inseguros que personas mucho más
mediocres. Responden a una conocida cita de Bertrand Russell: “uno de
los dramas de nuestros tiempos está en que aquellos que sienten que
tienen la razón son estúpidos y que la gente con imaginación y que
comprende la realidad es la que más duda y más insegura se siente….”
(Fecha original del artículo: Enero 2013)
Pues
bien… no se trata solamente de la idea filosófica que conocemos casi
como aforismo desde Sócrates (“solo sé que no sé nada”), sino que existe
investigación que la apoya.
Se denomina el efecto de Dunning-Kruger, que podríamos añadir a los sesgos cognitivos que
tratábamos hace pocos días y consiste en la demostración de que la
gente más incompetente es la menos consciente de ello. Se ha replicado
entre estudiantes realizando exámenes, estudiantes de medicina ante
entrevistas con pacientes, técnicos de laboratorio evaluando su
ejecución laboral, etc. y el efecto se reproduce.
La explicación es simple y deriva de carencias en aprendizaje que obviamente manifiestan los menos preparados: los que peores resultados obtienen en todos los tipos de pruebas realizadas, tienen auténticos problemas para aprender de sus errores.
Como solución se propone algo drástico pero evidente: hay que hacer saber a los incompetentes que lo son, aunque lógicamente, dado que no son demasiado receptivos a las críticas, haya que repetirlo infinitas veces.
Parece, además, que existen otros motivos por los que la gente que de verdad tiene talento tiende a subestimarse. En este caso el sesgo consiste en creerse peor que la media: la gente inteligente tiende a asumir que los demás solucionan las cosas tan fácilmente como ellos mismos, resultando una cuestión de proyección, de reflejo de la propia valía.
Ocurre algo más curioso todavía… que tendemos a creernos peores de lo que realmente somos en tareas complejas que dominamos, como jugar al ajedrez, contar chistes o programar ordenadores (Kruger (1999) mientras que en el caso de tareas simples ocurre todo lo contrario, que sobrestimamos nuestras habilidades.
La causa parece estar en la atención: cuando nos comparamos con los demás nos centramos en nuestras habilidades y no tenemos lo suficientemente en cuenta las de los demás. Olvidamos, por ejemplo, que todos somos bastante buenos cuando vamos en bicicleta y bastante malos cuando contamos chistes o programamos. Incluso ocurre cuando se trata de valorarnos a nosotros mismos, que normalmente asumimos que somos menos atractivos y atléticos que otra gente de nuestra edad. (Zell & Alicke, 2011).
También influye la motivación, el ánimo… ante tareas difíciles tendemos a sentirnos sobrepasados, obteniendo después, en general, mejores resultados de lo que pensábamos.
La explicación es simple y deriva de carencias en aprendizaje que obviamente manifiestan los menos preparados: los que peores resultados obtienen en todos los tipos de pruebas realizadas, tienen auténticos problemas para aprender de sus errores.
Como solución se propone algo drástico pero evidente: hay que hacer saber a los incompetentes que lo son, aunque lógicamente, dado que no son demasiado receptivos a las críticas, haya que repetirlo infinitas veces.
Parece, además, que existen otros motivos por los que la gente que de verdad tiene talento tiende a subestimarse. En este caso el sesgo consiste en creerse peor que la media: la gente inteligente tiende a asumir que los demás solucionan las cosas tan fácilmente como ellos mismos, resultando una cuestión de proyección, de reflejo de la propia valía.
Ocurre algo más curioso todavía… que tendemos a creernos peores de lo que realmente somos en tareas complejas que dominamos, como jugar al ajedrez, contar chistes o programar ordenadores (Kruger (1999) mientras que en el caso de tareas simples ocurre todo lo contrario, que sobrestimamos nuestras habilidades.
La causa parece estar en la atención: cuando nos comparamos con los demás nos centramos en nuestras habilidades y no tenemos lo suficientemente en cuenta las de los demás. Olvidamos, por ejemplo, que todos somos bastante buenos cuando vamos en bicicleta y bastante malos cuando contamos chistes o programamos. Incluso ocurre cuando se trata de valorarnos a nosotros mismos, que normalmente asumimos que somos menos atractivos y atléticos que otra gente de nuestra edad. (Zell & Alicke, 2011).
También influye la motivación, el ánimo… ante tareas difíciles tendemos a sentirnos sobrepasados, obteniendo después, en general, mejores resultados de lo que pensábamos.
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