Autoras/es: Guillermina Tiramonti | Para LA NACION
Tradicionalmente, la educación adoptó los valores del primer capitalismo y privilegió el sacrificio presente a costa de una gratificación siempre futura. Hoy, en una cultura que habilita la satisfacción del deseo, los alumnos esperan otra cosa.
(Fecha original del artículo: Enero 2013)
Desde hace ya muchos años los analistas culturales y sociólogos nos ilustran acerca de las modificaciones que en la cultura y las subjetividades de jóvenes y no tan jóvenes produce el desarrollo de las comunicaciones y del consumo. Según concluyen estos autores, hemos abandonado el conjunto de valores que caracterizaron a la primera etapa del capitalismo para adoptar otros más adecuados a la reproducción de la contemporaneidad. De la sociedad que hizo del deber un dogma y de la gratificación una promesa siempre postergada para el futuro, hemos pasado a otra que habilita la satisfacción del deseo y hace de lo placentero una exigencia de la cotidianeidad. Buena parte de los adultos, y aún más de los adultos educados, encuentran en este cambio un motivo de alarma y hasta de escándalo. No me propongo intervenir en esa disputa, y mucho menos tomar partido, sino describir una realidad. Estoy convencida de que no volveremos al pasado y de que es conveniente tratar de entender qué aguas dejamos atrás y a qué costas estamos arribando.
La escuela, institución estrella de la modernidad,
moldeó la mente y los cuerpos de sus alumnos en el imperativo ilimitado de los
deberes, las obligaciones y el sacrificio en el altar de la patria, la familia,
la historia y el trabajo. Para ser coherentes con este patrón socializador,
orientó su trabajo pedagógico al objetivo disciplinador: sólo se aprende con
esfuerzo y sacrificio. Sobre la base de eso procedió a ignorar la curiosidad
que en los niños despierta todo aquello que los rodea y organiza el mundo en
que viven, para, una vez acallados, proporcionarles los saberes y conocimientos
que dan respuesta a sus preguntas, ordenados en forma de disciplinas abstractas
cuyos contenidos difícilmente puedan ser conectados con las curiosidades
originales.
Por las mismas razones, la escuela antepuso las
reglas y los complejos análisis gramaticales a la gratificación de hacer de la
escritura un modo de expresión y comunicación de ideas, sentimientos y
emociones. Este objetivo explica, además, el empecinamiento de transformar el
estudio de la historia en una sucesión de fechas y acontecimientos incapaces de
encarnar las pasiones y las luchas que han atravesado a la humanidad en todos
los tiempos. ¿Cómo olvidar el aburrimiento infinito de la enumeración de
accidentes geográficos o la imposibilidad de establecer algún vínculo entre la
abstracción matemática y su aplicación cotidiana?
Así, la escuela transformó el aprendizaje en un
ejercicio de disciplina y de obediencia a los mandatos escolares y familiares,
y asoció el éxito del alumno a su capacidad de aceptar una trayectoria escolar
despojada de curiosidades, pasiones, emociones, placeres y alegrías en la que
sólo secundariamente se atiende a su comprensión del mundo y al desarrollo de
las habilidades que se requieren para actuar en él.
La fábula infantil de la cigarra y las hormigas
sintetizó magistralmente este mensaje: las hormiguitas trabajan todo el verano
y el otoño para almacenar provisiones, mientras la cigarra se divierte cantando
sin hacer ninguna previsión para el futuro. Llegado el invierno, las hormigas
tienen su premio, ya que disponen de abundantes alimentos, mientras que la
cigarra sufre el castigo de la privación por su irresponsable abandono al
placer del canto.
La fábula construía una disociación insuperable
entre placer y trabajo, entre satisfacción del deseo y posibilidades futuras.
En definitiva, hacía suya la promesa religiosa del infierno (en este caso,
consistente en el hambre y la necesidad que sufrirían las cigarras en el
invierno) para quienes cometieran la osadía de optar por un presente
placentero.
Quien suscribe, que aprendió tempranamente el papel
de la hormiguita, ha visto que las cigarras cantan todo el año y no por eso
deben mendigar y que sus hermanitas, al igual que ellas, están condenadas a un
mandato que las obliga a una permanente postergación de la gratificación en el
futuro y, lo que es aún peor, a la comprobación de cierta tendencia a asociar
la satisfacción con el sacrificio.
Quienes investigamos la realidad escolar
encontramos que, desde hace ya unos años, éste es un espacio en el que
confluyen las enseñanzas de La Fontaine y el consiguiente culto sacrificial con
prácticas destinadas a promover la gratificación y la satisfacción del deseo.
Las que predican el sacrificio están asociadas, en
general, al dictado de las disciplinas del currículum establecido, a los
docentes que han perdido, o nunca tuvieron, la pasión por enseñar o, lo que es
peor, al discurso redentor que suele proyectarse sobre los chicos pobres, a los
que sólo el sacrificio salvará de un destino delictivo. Las que habilitan el
placer están presentes en múltiples actividades que se desarrollan en la
escuela en forma de talleres y/o tareas extraprogramáticas. En ellas, los
chicos se entusiasman con las más variadas propuestas: por ejemplo, la de
escribir un guión, para el que deben realizar una investigación, imaginar una
escena, redactar un texto e inventar personajes y diálogos.
Es difícil dar una explicación acabada a este
fenómeno. Los docentes dicen que el secreto es que los talleres son una opción
para los alumnos y que el currículum, en cambio, es una obligación. Y debe ser
justamente esa habilitación al placer y el deseo de alumnos y docentes lo que
construye la diferencia. Las notas de investigación no dan cuenta de
invocaciones al sacrificio o al deber en este espacio alternativo. A diferencia
de lo que sucede con la rutina curricular, allí se rompieron las disociaciones
modernas, el aprender abandonó su ligazón con la obligación del programa, la
exigencia de la prueba y el aprendizaje sin sentido, y se asoció al placer de
construir un producto culturalmente valorado por los alumnos, en el que
investigar y escribir adquiere el sentido de integrarse al diálogo de la
cultura contemporánea.
Por supuesto, se trata de observaciones de
investigación que ilustran sobre una situación frecuente en las escuelas, en
las que es posible también identificar docentes que aun en el marco de una
clase tradicional han logrado construir una relación placentera con el saber y
la transmiten a sus alumnos, o instituciones que cultivan la reproducción
virtuosa de una alianza entre deseo, esfuerzo, gratificación y logro.
En esta última lógica, creo que habrá que volver a
pensar que es posible vincular esfuerzo y placer. Pero en otra ecuación, el
esfuerzo tiene sentido en tanto lo que hago me resulta placentero. Es decir, es
otro modo de vivir el esfuerzo. En los talleres, los chicos pueden pasar días
trabajando, y con poco descanso, antes de una muestra o el armado de un video.
Creo que lo importante aquí es el sentido de la tarea, y que no es necesario
postergar la gratificación.
La cultura contemporánea no sólo ofrece nuevos
lenguajes y soportes que desafían los modos tradicionales de enseñar y
aprender, sino que está fabricando sujetos (alumnos y docentes) que exigen ser
interpelados desde el deseo de enseñar y aprender. Ha llegado la hora de dar de
baja a La Fontaine, y con él a las hormiguitas sacrificadas y a las cigarras
que cantan sin sentido, para intentar recrear un espacio escolar donde se
concilie el deseo con el aprendizaje y la pasión con la enseñanza.
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