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martes, 3 de mayo de 2011

Los yaquis en la revolución mexicana

Autoras/es: Laura Verónica Sterpin
(Fecha original del artículo: Julio 2006)
En la presente monografía me propongo trabajar sobre un grupo indígena que, a través de su permanente resistencia frente a los avances del Estado y los hacendados sobre sus territorios ancestrales, dejó su impronta en la revolución mexicana: los yaquis. Las luchas y reivindicaciones de dicho grupo, originadas desde mucho antes de 1910, no sólo marcaron influencias que fueron recogidas por los revolucionarios más renombrados de la época, sino que también permitieron a los yaquis tener su propio lugar en la revolución.


Para ello se hace necesario rastrear previamente, a través de la obra de distintos autores que se han ocupado de la revolución mexicana, el tratamiento que se ha hecho de la participación de los indígenas yaquis. Se consideran para ello sus distintas rebeliones, así como las influencias que éstas tuvieron sobre la revolución propiamente dicha y la actuación de este colectivo indígena durante la misma.[i]
En “México, un carrusel de rebeliones”, Fernando Mires otorga un importante rol a la rebelión de los yaquis de 1875 en tanto antecedente de la revolución mexicana. Si bien este autor se ocupa de la revolución en general, a lo largo del capítulo va marcando el papel jugado por los yaquis tanto antes como durante la misma.
Antes de tratar la cuestión yaqui en particular, el autor contextualiza la situación de indígenas y campesinos para principios del siglo XX, marcando que la política agraria de Díaz se caracterizó por la expropiación de comunidades y pequeños propietarios en favor de hacendados nacionales y capitalistas extranjeros, así como por la extrema concentración de la propiedad de la tierra. Los indígenas perdieron de este modo rápidamente sus títulos ante terceras personas, y la gran mayoría de las propiedades comunales fueron integradas a las haciendas o cayeron en manos de las compañías especuladoras. Teniendo esto en cuenta, dice el autor, se explica que los indígenas hayan librado en el marco de la revolución mexicana una lucha propia marcada por un carácter recuperacionista, siendo la comunidad originaria el símbolo de sus luchas.
Pero Mires resalta el hecho de que la lucha por la defensa de la tierra había sido comenzada por los indígenas mucho antes de la revolución. En su apartado “La resistencia indígena” ejemplifica este punto a través de la rebelión de los yaquis, que se remota a 1875, planteándola como la más pertinaz y heroica de las rebeliones indígenas. Su jefe fue José María Leyva, “Cajeme”, que un tiempo atrás había sido nombrado gobernante de todas las tribus de la zona del río Yaqui, logrando cierta autonomía para las mismas. Pero los grandes hacendados comenzaron muy pronto a intentar, sucesivamente, expropiar a los yaquis sus tierras. Al finalizar 1875 éstos se declararon en estado de guerra, rehusando obedecer al gobierno. “Cajeme nombró gobernadores, alcaldes y temastianes, estos últimos encargados de la administración del culto religioso. Sobre la base de un sistema democrático, el caudillo indio adoptaba resoluciones de trascendencia general, convocando a asambleas populares que decidían en definitiva y cuyo mandato obedecía el propio gobernante” (Mires 1988: 168). Según Mires, pronto otros poblados indígenas comenzaron a unirse a los yaquis, y éstos pasaron a convertirse en un “mal ejemplo” para la mayoría de las tribus del país, sobre todo porque en sus territorios establecían relaciones sociales basadas en una suerte de comunitarismo agrario. Debido a esas razones, el gobierno decidió aplastar la rebelión declarando la guerra a los yaquis en 1885, a la cual Mires califica de “genocidio plagado de espeluznantes crueldades” (Mires 1988: 168). Pese a eso, continúa el autor, los yaquis no se entregaron al porfiriato. “De esta manera, mucho antes de que la ‘gente decente’, esto es, ‘las personas que vestían bien, que eran ricas y no demasiado morenas’, manifestara algunos desacuerdos con el porfiriato, los yaquis habían comenzado su propia rebelión luchando por la causa que iba a ser la columna vertebral de la revolución: la defensa de la tierra” (Mires 1988: 168, comillas en el original). La postura de Mires aquí es muy clara: le otorga un lugar, y central por cierto, a los indígenas, que comenzaron a sufrir (y a rebelarse contra) las consecuencias de las políticas de esta “segunda conquista” mucho antes que otros sectores sociales.
Después de haber sido vencidos, las tierras de los yaquis fueron incautadas por Ramón Corral y sus socios Torres e Izábal quienes las negociaron con la Richardson Construction Company, empresa que adquiríó 400.000 hectáreas de las tierras expropiadas a 60 centavos cada una. En 1908 los yaquis fueron deportados a Yucatán y repartidos como esclavos entre los grandes hacendados. Tal como sostiene Mires, esto no le causó horror a la opinión pública. En el marco de una sociedad abiertamente racista, “para la mayoría de los políticos, aún para algunos de oposición, era natural que esas ‘hordas salvajes’, como las llamó el periódico El Imparcial, fueran masacradas en nombre de ‘la civilización’” (Mires 1988: 169, cursiva y comillas en el original).[ii]  Sólo en el primer decenio del siglo XX algunos políticos de oposición comenzaron a “descubrir” al indio y a la cuestión agraria, pero del planteo de Mires se desprende que tal “descubrimiento” respondería meramente a cuestiones estratégicas: para derrocar a Díaz se necesitaba del apoyo de las masas indígenas y campesinas, y ello sería imposible a menos que se consideraran sus reivindicaciones de propiedad comunal.
Otra influencia importante que Mires encuentra a partir de la rebelión de los yaquis se relaciona con los hermanos Flores Magón y su “Programa del Partido Liberal” de 1906. Según plantea el autor, el punto 12 de dicho plan, que enuncia “la raza indígena será protegida”, es una consecuencia directa de la rebelión de los yaquis. De este modo, la misma habría influido en al menos una de las vertientes de oposición política a Díaz: aquella que se constituyó en torno a los sectores sociales intermedios, que intentaban alcanzar un nivel nacional interpelando al resto de las clases subalternas y particularmente a campesinos e indígenas.
Por otro lado, los yaquis tuvieron, de acuerdo con Mires, un rol particular en la revolución que comienza en 1910, plegándose a las filas de Madero en un intento por recuperar aquello que se les había quitado. Los yaquis “aprovecharon la ‘otra’ revolución en función de sus reivindicaciones particulares” (Mires 1988: 444, cursivas en el original).[iii] Mires plantea en primer término una continuidad entre la rebelión de los yaquis y el levantamiento de Madero de 1910, quien pretendía articularse con las rebeliones por la tierra que existían desde tiempo atrás con el fin de incorporar a las masas agrarias a la revolución. En este sentido, el Plan de San Luis en su artículo 3 denuncia las expropiaciones de tierras a campesinos e indígenas planteando la restitución de los territorios despojados a sus antiguos poseedores. A su vez, los yaquis, al recibir la promesa de devolución de las comunidades usurpadas, rápidamente se plegaron a las tropas de Madero. Según Mires, “ningún campesino estaba dispuesto a mover un dedo por Madero sin recibir la promesa de la restitución de sus tierras” (Mires 1988: 184). En el caso de los yaquis, esta promesa les fue específicamente hecha por Madero durante el interinato de León de la Barra mediante la firma de un tratado en el cual el gobierno se comprometía a restituirles los terrenos usurpados, ayudarlos financieramente y construir escuelas y servicios.
Sin embargo, durante la presidencia de Madero -signada por sus vacilaciones e intentos de compromiso con casi todos los sectores sociales que terminaban por no dejar satisfecho a ninguno- frente a la tardanza para repartir las tierras, los yaquis transportados a Yucatán se declararon en estado de rebelión y cerca de 20.000 indígenas procedieron a ocupar haciendas, repartiendo cosechas y ganado entre peones y aparceros.

En “Las rebeliones rurales a partir de 1810”, Friedrich Katz toma un marco temporal más amplio que Mires para analizar una temática particular: las revueltas campesinas. A tal efecto, propone dos grandes bloques temporales: el período 1810-1884 y el 1884-1920 (en adelante, “primer período” y “segundo período”), diferenciado en su análisis las regiones norte, centro y sureste de México.
En términos generales, el autor plantea que hasta la independencia se habían producido en el México colonial pocos conflictos violentos. En el siglo que media entre las dos grandes revoluciones (1810-1920), en cambio, las revueltas rurales afectaron a México mucho más de lo que lo habían hecho antes. Pero el modelo de levantamientos rurales no fue uniforme a lo largo del siglo, ya que se observa un punto de inflexión en 1884, año en que Díaz empezó su segundo mandato. Hasta ese momento, el Estado había sido débil, con un crecimiento lento de la economía, mientras que en el segundo período Díaz estableció un Estado fuerte y centralizado, así como propició un rápido crecimiento económico. Según el autor, los levantamientos rurales se vieron afectados por estos cambios, ya que de estar definidos en el primer período por un carácter regional a gran escala pasaron en el segundo a estarlo por un carácter local y limitado a uno o dos pueblos.
A partir de esas definiciones, Katz se concentra en las particularidades regionales. Dedica un apartado especial a las revueltas del norte de México durante el primer período, proponiendo que a principios del siglo XIX prevalecía allí el mismo modelo general de relaciones entre las “clases sociales” (tal es el término que utiliza el autor) que había caracterizado a la época colonial tardía. Este modelo no era el de conflicto de clases, sino la paz y comunidad de intereses, cuya base eran las continuas guerras apaches. Debido a la debilidad del Estado para controlar a los apaches, los conflictos emergentes entre hacendados y campesinos (tanto indios como mestizos, aclara el autor) se dejaban de lado a favor de la acción común contra ellos. Mientras duraran las guerras apaches, dice Katz, los hacendados tenían escasos incentivos para expropiar las tierras de los pueblos; en cambio, armaban y protegían a los campesinos ya que podían proporcionarles fuerzas militares para defenderse de los asaltantes.
En cuanto a las relaciones entre los indígenas sedentarios y el Estado durante este período, Katz marca que “como en la época colonial, los indios yaquis de Sonora constituyeron la única excepción significativa” (Katz 1990: 179). Durante los siglos XVI y XVII, mientras otros grupos indígenas se enfrentaban con los españoles, los yaquis se habían sometido a los misioneros. En el siglo XVIII, cuando la resistencia de las tribus del norte (excepto apaches y comanches) ya había sido vencida, los yaquis fueron los únicos que se sublevaron. En el siglo XIX se convirtieron en el único grupo de indígenas sedentarios que no sólo resistía el dominio mexicano sino que lo hacía eficazmente. Las razones que brinda Katz son dos: por un lado, las tierras del Valle del Yaqui eran muy fértiles, lo cual atraía ya desde esa época a colonos y especuladores, de los cuales los yaquis intentaban defenderse. Por otro, en el marco de la lucha frecuente entre las élites por el control del país, los grupos mexicanos rebeldes intentaban movilizar a los yaquis contra las facciones enemigas. Una vez armados y movilizados, los yaquis no devolvían sus armas a su patrocinador original, sino que las utilizaban para expulsar a los intrusos que se habían establecido en ellas.[iv]
Así, para el caso de los yaquis se observaría una continuidad entre este período y la época colonial: seguían sublevándose y siempre se habían opuesto al gobierno central. Katz plantea que “los levantamientos yaquis de Sonora [estaban dirigidos] a la vez contra el Estado y contra la población no india, y tuvo lugar en regiones donde ya se habían producido revueltas en la época colonial” (Katz 1990: 185).[v] Para el resto de los campesinos del norte, que no se habían levantado en el último siglo de la colonia, los levantamientos del período 1810-1884 marcaron, en cambio, una ruptura con el pasado en su actitud frente al gobierno central.[vi]
En el segundo período, la mayoría de los pueblos que habían logrado conservar su tierra la perdieron ante el avance de los hacendados, especuladores o miembros ricos de sus comunidades. A nivel general (para este período Katz no diferencia por regiones), las revueltas rurales cambiaron profundamente, haciéndose locales y limitadas, debido a distintos factores: el poder de las fuerzas militares de Díaz, el alcance de los ferrocarriles que permitía al gobierno controlar nuevas regiones, las nuevas oportunidades económicas que se abrían para algunos campesinos expropiados como resultado del auge porfiriano, la pérdida de la autonomía y organización tradicionales de los pueblos, y la ruptura de la alianza con los hacendados, quienes avanzaron mucho más que antes sobre las tierras comunales. Pero en el norte, plantea Katz, esta situación cambió a partir de 1907. En ese año, frente a una recesión que golpeó al suroeste de Estados Unidos y a México, los campesinos del norte volvieron a constituir alianzas con los hacendados.
Antes de profundizar en este punto, Katz caracteriza al “triángulo norteño” de Sonora, Chihuahua y Coahuila como una región mucho menos tradicional que Morelos y con una población rural muy heterogénea en vísperas de la revolución de 1910. Básicamente, ésta se dividía en dos grupos: campesinos tradicionales (la minoría) y una amplia población en las haciendas. Dentro del primer grupo ubica, en Sonora, a los yaquis y mayos, que conservaban una lengua común, rasgos religiosos comunes, los rudimentos de una organización tribal y un fuerte sentido de la lealtad étnica. Sin embargo, Katz plantea que estos grupos, especialmente el yaqui, habían sufrido una profunda diferenciación en términos de etnicidad y condición económica desde el siglo XIX. Con la derrota del levantamiento dirigido por Cajeme en 1887, los yaquis perdieron finalmente casi toda su tierra en el valle. En consecuencia, la tribu se dividió profundamente. Este autor detalla más que los otros el modo en que se produjo esta división: algunos yaquis se quedaron en el valle; de ellos, unos pocos conservaban porciones de sus tierras mientras que otros trabajaban como jornaleros en fincas vecinas. Otro grupo se desperdigó por Sonora, trabajando en minas y fincas distantes. Algunos emigraron a Arizona, mientras que una minoría se fue a las montañas de la sierra de Bacatete y continuó la lucha guerrillera contra el ejército mexicano. A Katz le falta agregar aquí que un grupo importante de yaquis fue deportado en 1908 -si bien hace una referencia pasajera a esto más adelante. Esta dispersión no acabó según el autor con la nación yaqui, pero le impidió convertirse en una fuerza homogénea tanto antes como durante la revolución mexicana. Los yaquis participarían en un lugar destacado en esa lucha, pero lo harían en diferentes facciones revolucionarias. Por otro lado, sumando a estas divisiones aquellas existentes entre los trabajadores de las haciendas, el autor explica por qué no pudo surgir un movimiento revolucionario unitario en el norte.
Pero a partir de 1907 se creó un denominador común: la dependencia del desarrollo capitalista, surgiendo una comunidad de intereses entre los distintos sectores de la sociedad rural norteña. La crisis económica originada en EEUU creaba una disposición común a la revuelta; sin embargo, estos grupos nunca lograron crear movimientos autónomos de campesinos o trabajadores agrícolas más allá del nivel del pueblo sino que, en Sonora por ejemplo, casi todos los movimientos revolucionarios estarían encabezados por hacendados. Una de las hipótesis que explicarían por qué los campesinos aceptaron el liderazgo de los hacendados en el norte es la vieja tradición de lucha común contra los apaches. “A diferencia de otras regiones de México, los conflictos entre hacendados y campesinos no fueron endémicos en el Norte sino hasta el fin de las guerras apaches” (Katz 1990: 199) que continuaron hasta después de 1920. Cuando en la década de 1880 un gran número de hacendados empezó a apoderarse de las tierras campesinas, no todos los terratenientes participaron en estas invasiones. Dice Katz que los que no lo hicieron siguieron siendo considerados hacendados “buenos”, quienes establecían una relación patrón-cliente con los trabajadores de sus fincas. De este modo, Katz marca que las relaciones entre hacendados y campesinos no siempre tenían un tono de lucha, sino también de alianza. En Sonora, por ejemplo, el hacendado revolucionario más destacado –Maytorena- protegía a los trabajadores yaquis que trabajaban sus tierras de la deportación. Dado que nunca había tomado tierras yaquis, los hombres de la tribu lo consideraron su protector y muchos de ellos aceptaron su dirección durante la revolución.[vii]

El objetivo común de los distintos autores que aportaron sus capítulos a la compilación de Brading “Caudillos y campesinos en la revolución mexicana” es explorar las bases del poder de los caudillos en México durante el período 1910-1940. Teniendo en cuenta que la mayoría de los jefes revolucionarios de este período provenían del medio rural, el interrogante común apunta a determinar cuál fue la naturaleza de su relación con los campesinos. Con este foco en mente, entonces, distintos autores abordan en sus capítulos la cuestión yaqui.
Uno de ellos es Alan Knight, quien en “Caudillos y campesinos en el México revolucionario, 1910-1917” se ocupa del proceso de desarrollo económico y centralización política atravesado por México durante el siglo pasado analizando el papel de campesinos y caudillos en la revolución.
Knight presenta en primer término un panorama general del gobierno de Porfirio Díaz, marcando como los otros autores que los incentivos y las oportunidades para dividir las tierras comunales aumentaron en gran medida, pasando las tierras de las aldeas a las haciendas, elevándose su valor y aumentándose con las expropiaciones la mano de obra disponible.
Plantea que el movimiento popular de la revolución mexicana fue un fenómeno esencialmente rural, y distingue dos grupos principales en función de sus demandas, metas y tácticas: el “campesino medio” y el “campesino periférico”. Caracteriza al primer tipo como aquellos campesinos que, a pesar de su posición subordinada en la sociedad rural, conservaban en gran medida el control sobre sus tierras, y cuya rebelión partía de un motivo agrario: recuperar aquellas que habían pasado o estaban pasando a las manos de los grandes terratenientes. Knight plantea que al evaluar los orígenes de la revolución, es esencial tener en cuenta este factor causal común en los “campesinos medios”, ya que ha sido compartido por algunos movimientos locales en apariencia distintos. En este sentido, discute la idea de que el zapatismo haya sido el único movimiento agrario genuino de la revolución. Como ejemplo, se refiere a los yaquis en estos términos: “En Sonora (…) los yaquis hicieron una importante contribución a la revolución, sirviendo como reclutas en los ejércitos maderista y constitucionalista, y como revolucionarios más o menos sin afiliación definida. De cualquier manera, su participación fue otro episodio en la prolongada lucha por retener y conservar las tierras de la tribu.” (Knight en Brading 1995: 39) Rebate también, en este sentido, a aquellos comentaristas que han ignorado a las quejas agrarias en el norte, planteando que allí éstas ofrecieron un importante estímulo para la revolución.
Según el autor, donde las quejas agrarias eran graves y numerosas era probable que estallara un movimiento revolucionario prolongado y con una amplia base. Por ejemplo, en Morelos, Tlaxcala, La Laguna, y entre los yaquis. Ahora bien, aclara que para que el movimiento fuera exitoso era necesaria la supervivencia de las aldeas libres; allí donde las haciendas eran poderosas los movimientos agrarios eran destruidos o debían mantenerse en la clandestinidad. Así, si bien Knight recalca la ubicuidad y la importancia de los movimientos agrarios, también reconoce aquellas regiones donde las haciendas eran demasiado fuertes y las aldeas demasiado débiles para que hubiera un conflicto importante. Como ejemplo, cita la situación del sur de México (mencionando a los deportados yaquis en Yucatán), donde plantea que, si bien la explotación era especialmente dura, no se produjeron movimientos rebeldes eficaces ya que por ser deportados, disidentes políticos, vagabundos, etc. los peones no tenían una identidad corporativa o tradición de protesta común para guiar su lucha. Posiblemente Mires o Aguilar Camín podrían retrucarle que para el caso de los yaquis esto no era necesariamente así, ya que a pesar de ser deportados seguían contando con una tradición identitaria y un sentido de lucha fuertes –aunque, ciertamente, no compartidos con el resto de los esclavos del sur.
Knight se refiere luego al segundo tipo de campesinos mencionado: los periféricos, aquellos establecidos en un área fuera del control de los terratenientes y poco familiarizados con el poder de la autoridad política. A las rebeliones de este tipo las denomina “serranas”, y propone que éstas no apuntaban a la cuestión agraria sino a la autonomía: verse libres del agobio del gobierno, el cobrador de impuestos, el ejército, la policía. Este autor no ubica dentro de este grupo a los yaquis, quizás por el hecho de que a diferencia de Katz no analiza el proceso de diferenciación que estaban sufriendo. Articulando a ambos autores, quizás podría, en términos de Knight, considerarse “campesinos periféricos” a aquellos yaquis que, como recalca Katz, abandonaron su lugar de origen para resistir al ejército desde las sierras.

En “Los jefes sonorenses de la revolución mexicana”, Héctor Aguilar Camín realiza un estudio regional, identificando algunas tradiciones propias de Sonora que, según considera, se ven reflejadas en la actuación de los gobernantes de México que surgen con la revolución. Intenta darle una vuelta a la hipótesis que plantea que el movimiento armado de 1910-1917 tuvo una carga esencialmente agraria centrada en el zapatismo, proponiendo que conviene tener en cuenta que al fin y al cabo los hombres que llegaron al poder con la revolución eran norteños y contaban por ello con una idea muy remota de lo que podía ser la realidad de las otras regiones del país. En este sentido es que se propone mostrar algunas de las experiencias de la fracción norteña sonorense y el modo como esas experiencias anticipan mejor que las del México campesino las prioridades de la sociedad mexicana posrevolucionaria.
El autor identifica entonces seis tradiciones sonorenses disponibles para responder a la situación mexicana de 1910. La primera de ellas refiere justamente a la experiencia regional de la guerra del Yaqui, en relación con el desafío nacional de la cuestión indígena. Dedica entonces un apartado de su capítulo a este tema, en el cual comienza planteando que probablemente la historia yaqui de 1876 hasta 1930 debiera escribirse como si la revolución mexicana no hubiera existido, ya que la represión contra el yaqui, sea porfiriana o revolucionaria, obedeció al mismo impulso histórico: un proceso unitario en el que la civilización expropia a la tribu sus tierras y vence su resistencia mediante una guerra sin piedad que busca en ciertos momentos exterminarlos[viii]. Como otros autores, plantea que los yaquis fueron el único grupo indígena de Sonora que pudo mantener relativamente su independencia frente a los blancos, cristalizándose su autonomía desde 1876 en la figura de Cajeme. La campaña abierta en 1885 contra este líder, si bien desarticuló a la nación yaqui, marcó según el autor el inicio de “la modalidad insurreccional yaqui que no podría ser controlada ni por la deportación ni por el exterminio en los siguientes cuarenta años” (Aguilar Camín en Brading 1995: 128). A partir de la derrota de Cajeme, la guerra yaqui se volvió una verdadera guerra popular, posibilitada tanto por la intensa identidad étnica y cultural de la tribu como por la escasez de mano de obra. En efecto, frente al auge minero y ganadero que pagaba altos salarios en el norte de Sonora, los hacendados del centro y del sur necesitaban trabajadores, por lo cual retenían y protegían a los yaquis alzados cuando entraban perseguidos en sus haciendas.[ix] A diferencia de lo planteado por Katz, entonces, el apoyo de los hacendados a los yaquis no estaría originado por las guerras apaches sino simplemente por la necesidad de mano de obra.
En este marco, el Valle del Yaqui se abrió a la explotación agrícola a través de un gran proyecto de fraccionamiento e irrigación iniciado en 1890, el cual dio origen, al quebrar, a la primera generación de grandes hacendados de la región. El segundo intento fue aquel realizado por la Richardson Construction Company, que en 1911 ya tenía a la venta una extensión lotificada de 30.000 hectáreas a la vera del río. Los yaquis, mientras tanto, seguían resistiendo. En 1913 escribieron: “nuestra lucha se reduce únicamente a conquistar nuestros derechos y nuestras tierras arrebatadas por la fuerza bruta y para ello cooperamos con los demás hermanos de la República que están haciendo el mismo esfuerzo…” (Aguilar Camín en Brading 1995: 131).
Aguilar Camín, de modo similar a Mires, explica los enfrentamientos entre yaquis y hacendados como “lucha racial”. Los primeros eran para los segundos “sinónimo de salvajismo y crimen, vandalismo, odio e interminables tropelías” (Aguilar Camín en Brading 1995: 131). Según el autor, no faltaban razones para esta sensibilidad, ya que desde la expulsión de los jesuitas en el siglo XVIII los indígenas sonorenses (apaches, pimas, ópatas, seris, mayos, yaquis) se habían rebelado en numerosas ocasiones, atacando a los blancos. Esta experiencia de lucha racial se prolongó hasta bien entrado el siglo XX; según el autor el gobernador Maytorena perseguía a los yaquis que robaban grano o reses de sus haciendas. Vemos aquí que, a diferencia de lo planteado por Katz, el autor no analiza los enfrentamientos entre los yaquis y los apaches sino que ubica a ambos grupos como enfrentados a los blancos. Tampoco se ocupa de la tradición de alianzas entre hacendados y yaquis frente a los apaches de la que habla Katz, y presenta a Maytorena como un hacendado “malo” y no “bueno”, aunque ambos autores coinciden en el rol de protectores de los hacendados respecto a los yaquis frente a las persecuciones del Estado.
Aguilar Camín sostiene que las consecuencias de esta experiencia regional en el modo como los sonorenses percibieron más tarde el mundo indígena de todo México son innegables, mencionando como ejemplo que la actitud ante el zapatismo repitió muchos de los clichés aplicados a los yaquis, y que las aspiraciones comunales que trajo la revolución no fueron atendidas por los gobernantes sino hasta el fin de la era sonorense. Pero aparte de la experiencia indígena de la gente de Sonora que identificaba tales aspiraciones con la barbarie, el autor plantea que la tradición de la agricultura en el Noroeste contribuyó a dicho vacío.
Esta es entonces la segunda tradición: la ausencia de presión agraria, o el hecho de que la única presión agraria culminara con la guerra yaqui. Según Aguilar Camín, en Sonora la restitución de tierras a los pueblos amparados por la ley agraria carrancista de 1915 no tuvo tanto el efecto de devolver sus medios de subsistencia a un campesinado numeroso y tradicional, sino el de regularizar las condiciones jurisdiccionales de pueblos y ciudades que habían crecido como simple “excrecencia” de negocios privados. Una vez desplazado el mundo indígena, los instauradores de la tradición agrícola sonorense fueron los agricultores modernos y comerciales, de modo que frente a la cuestión agraria los sonorenses aportaron una experiencia en la que ni la restitución de las tierras a las comunidades indígenas ni el problema agrario eran fundamentales.
Los yaquis fueron el único sector de la sociedad sonorense que exigió tierras y restituciones básicas a los dirigentes revolucionarios. Por ejemplo, accedieron a integrar el bando revolucionario bajo la promesa de que al triunfar el constitucionalismo les serían reconocidas sus exigencias, pero en numerosas ocasiones el ejército ocupó sus tierras y los reprimió, mediando Obregón con nuevas promesas de devolverles lo que les había sido usurpado en cuanto el gobierno central se estabilizara. De este modo, plantea el autor, si bien desempeñaron un rol en la revolución, los yaquis no se subordinaban ideológicamente a los ejércitos revolucionarios y a menudo chocaron con ellos por sus traiciones. El modelo insurreccional sonorense es otra de las tendencias esbozadas por el autor: los jefes trataban de contener la avalancha insurreccional dentro del control gubernamental, intentando prevenir iniciativas guerrilleras independientes que luego sería difícil someter.[x]
En la guerra del yaqui y la agricultura comercial porfiriana el autor ve un antecedente de la ceguera sonorense frente al México indígena y comunal; en la neutralidad social del ejército y la relativa independencia de su liderato, la impunidad con que fueron pospuestas las demandas sociales de los combatientes. En el largo plazo de la sociedad mexicana, esas tradiciones sonorenses le parecen a Aguilar Camín más decisivas que las del zapatismo o el villismo.

En “Álvaro Obregón y el movimiento agrario: 1912-1920”, Linda Hall realiza un examen de las relaciones entre Obregón y el movimiento agrario para comprender la manera como la revolución se desarrolló así como la dirección que tomó después de concluir su fase militar. La autora sostiene que las topas de Obregón no siempre le fueron personalmente leales. Como ejemplo, plantea que si bien en toda su campaña recibió el apoyo de contingentes indios de Sonora -en su mayoría yaquis- éstos eran directamente leales a sus propios jefes, por lo general también yaquis. Además, los yaquis que se unían a Obregón lo hacían sobre todo porque creían que era más probable que él les devolviera las tierras que otros comandantes, algo que Obregón sabía.
Hall plantea que Obregón, si bien consideraba que el sistema ideal de tenencia de la tierra era la pequeña propiedad, comprendía la importancia del deseo de tener tierras comunales que motivaba la actividad revolucionaria de una parte de sus tropas. La autora marca una relación especial entre Obregón y los yaquis, quienes lucharon bajo su mando en la División del Noroeste y durante la campaña contra Huerta. Esta autora plantea, como Katz, que la tribu estaba dividida: algunos vivían pacíficamente en las granjas y en los pueblos, trabajaban la tierra, mientras que otros, los llamados broncos o salvajes, vivían en la sierra y atacaban a la población blanca que vivía cerca del río Yaqui. Ilustra la influencia de Obregón sobre los yaquis rebeldes con un incidente ocurrido en 1913, cuando luego de un ataque a lo largo del río por parte de los yaquis serranos Obregón se reunió personalmente con ellos y les prometió que tan pronto como la constitución se reestableciera en el país les serían devueltas sus tierras. Los guerreros yaquis, satisfechos, regresaron a la sierra, y poco tiempo después algunos de ellos se unieron a las fuerzas constitucionalistas.
Inversamente, la influencia de los yaquis en Obregón puede verse en la presión sobre Carranza para que formulara una declaración de principios sobre el problema agrario haciendo hincapié en la urgencia de distribuir las tierras, lo cual se materializó en la ley de 1915. Según Hall, Obregón se sintió particularmente interesado en otorgarles tierras a los dos grupos indígenas que lo habían apoyado: los mayos y los yaquis. Estos últimos recibieron una enorme dotación de tierras en 1919, autorizada por Carranza: 500.000 hectáreas al norte del río Yaqui en calidad de bienes comunales. Carranza se arrepintió más tarde y le negó toda ayuda material a la tribu, pero los yaquis permanecieron en paz por el momento y luego se unieron al resto del estado que se opuso a Carranza en 1920. Una vez en el poder, Obregón cumplió sus promesas. De acuerdo a la autora, los yaquis se beneficiaron de su gratitud recibiendo obras de irrigación, obras públicas, escuelas, y más de 5 millones de pesos para comestibles, así como la ratificación de la dotación de las tierras que Carranza les había otorgado y luego negado. A cambio, los yaquis continuaron apoyando a Obregón ofreciéndole hombres para cuidar a sus oficiales.
A diferencia de otros autores, esta autora enfatiza la intimidad de la relación entre Obregón y los yaquis así como plantea un interés genuino por parte del primero en devolverles las tierras a los segundos. Agrega que su idea de la reforma agraria tenía un lugar reservado para la restitución de tierras, y su idea de nación mexicana incluía a los indígenas.


Intentaré ahora realizar un aporte a estas cuestiones tratadas por la historiografía, situándome en una perspectiva histórico-antropológica.

A la llegada de los españoles, los yaquis poseían “casi todo ese vasto territorio que se extiende al sur de Arizona y que hoy comprende el Estado de Sonora” (Turner 1985 [1911]: 28). Constituían una tribu sedentaria y agricultora organizada en ocho pueblos ubicados a ambas márgenes del río Yaqui: Belem, Huirivis, Nahum, Potam, Vilcam, Torim, Bacum y Cócorit. La región del valle del Yaqui contaba con tierras sumamente fértiles; por esta razón, los yaquis comenzaron a sufrir el avance de los terratenientes desde épocas tempranas. A través de su experiencia puede verse cómo, tal como sostiene Mires, la lucha por la defensa de la tierra fue comenzada por los indígenas mucho antes de la revolución de 1910.
En efecto, ya desde principios del siglo XIX algunos colonos y especuladores intentaban ocupar las ricas tierras de la región del Yaqui. Los yaquis, sin embargo, estaban en condiciones de hacer frente a tales intromisiones con cierto grado de eficacia debido a que, en el marco de la lucha entre las distintas élites por el control del país, los grupos mexicanos rebeldes intentaban movilizarlos contra las facciones enemigas, dotándolos de armas a tal efecto. En lugar de devolver las armas a su patrocinador original, los yaquis las utilizaban para su propia causa; así fue como se levantaron en numerosas ocasiones para defender sus tierras logrando durante algunos años expulsar a los forasteros y volver a controlar su valle. Este patrón de levantamientos, que se repitió hasta fines del siglo XIX, se veía atravesado por la llegada de las fuerzas del gobierno, quienes al derrotar a los yaquis permitían a los colonos reinstalarse. Frente a dichas usurpaciones algunos yaquis se sometían, otros abandonaban sus tierras en busca de trabajo en las minas o haciendas de otros lugares de Sonora, y un tercer grupo seguía luchando contra las tropas mexicanas en las montañas circundantes[xi].
Por estar los colonos y especuladores amparados por gobernantes que no se esforzaban por limitar la usurpación de los territorios indígenas, los levantamientos yaquis se dirigían no sólo contra la población no india sino también contra el Estado como tal. Según autores como Katz y Aguilar Camín, por ejemplo, la continua y efectiva resistencia de las tribus yaquis hizo que, en el siglo XIX, fueran el único grupo indígena norteño que pudo mantener relativamente su autonomía frente al dominio mexicano.
Sin embargo, debe agregarse que las relaciones entre los yaquis y los blancos no se basaban solamente en la lucha, sino también en la alianza. Y es que no todos los hacendados tenían las mismas intenciones respecto a las tierras del valle del Yaqui. A grandes rasgos, podrían distinguirse dos grupos de terratenientes en Sonora: aquellos forasteros que llegaban a la región con el fin de establecerse allí usurpando las tierras de los indígenas, y aquellos que ya vivían en la zona y que no veían motivo alguno para enfrentarse a los yaquis porque consideraban más beneficioso aliarse con ellos frente a un “enemigo” común: los apaches. De este modo, según sostiene Katz, a principios del siglo XIX el modelo general de relaciones entre yaquis y hacendados locales no se basaba en el conflicto, sino en la paz y comunidad de intereses. Debido a la debilidad del Estado para controlar a los apaches (cuyas incursiones estallaron alrededor de 1830 y se perpetuaron hasta 1920), los conflictos emergentes entre hacendados e indígenas se dejaban de lado a favor de la acción común contra ellos. Mientras duraran las guerras apaches los hacendados tenían escasos incentivos para expropiar las tierras de los pueblos; en cambio, los armaban y protegían ya que éstos podían proporcionarles fuerzas militares para defenderse de los asaltantes.
La relación de los yaquis con los blancos contaba, entonces, con estas dos facetas. Pero mientras que los hacendados locales no avanzaban sobre las tierras indígenas, los colonos forasteros, por su parte, seguían llegando a la región del Yaqui, y los yaquis seguían enfrentándose a ellos. En la década de 1870, el deseo de estos indígenas de mantener su autonomía y sus tierras comenzó a cristalizarse en torno a la figura de José María Leyva, “Cajeme”, quien fue nombrado gobernante de todas las tribus de la zona del río Yaqui. Frente a los reiterados intentos de algunos hacendados de expropiar a los yaquis sus tierras, a fines de 1875 éstos se declararon en estado de guerra, desconociendo al gobierno y dando origen así a una rebelión que ha sido descripta como “la más pertinaz y heroica” de las rebeliones indígenas (Mires 1988: 167). Cajeme nombró para su gente gobernadores, alcaldes y temastianes (encargados del culto religioso) y convocó asambleas populares con poder de decisión y cuyos mandatos debían ser obedecidos por él mismo. Estableció además en la zona relaciones sociales basadas en una especie de comunitarismo agrario que comenzaron a ser imitadas por otros poblados indígenas, convirtiéndose de este modo los yaquis, a los ojos del gobierno, en un “mal ejemplo” para la mayoría de las tribus del país.
Al gobierno le llevó más de diez años sofocar la rebelión. En ese lapso, llegó al poder y se estableció firmemente en él el hombre que sería derrocado por la revolución de 1910: Porfirio Díaz, con quien los incentivos y las oportunidades para usurpar y dividir las tierras de los pueblos aumentaron en gran medida. Su política agraria estaba basada en la expropiación de comunidades y pequeños propietarios así como en la extrema concentración de la propiedad de la tierra, lo que llevó a que los indígenas de todo el país perdieran rápidamente sus títulos ante terceras personas, siendo la gran mayoría de las propiedades comunales integradas a las haciendas o puestas en manos de las compañías especuladoras extranjeras. Estos procesos implicaron, a la vez, el incremento de la mano de obra disponible y la pérdida de la autonomía y organización tradicionales de los pueblos.
Con esta política, no era de extrañar que Díaz se dedicara a aplastar a los yaquis. El gobierno les declaró la guerra en 1885, a la cual Silva Herzog calificó de “lucha sangrienta y cruel en que los bravos indígenas pelearon siempre con valentía en defensa legítima de sus terrenos, que trataban de arrebatarles terratenientes poderosos apoyados por las bayonetas y los cañones de Don Porfirio” (Silva Herzog 1973: 70). Por su parte, Mires da cuenta de la trascendencia de la rebelión en estos términos: “de esta manera, mucho antes de que la ‘gente decente’, esto es, ‘las personas que vestían bien, que eran ricas y no demasiado morenas’, manifestara algunos desacuerdos con el porfiriato, los yaquis habían comenzado su propia rebelión luchando por la causa que iba a ser la columna vertebral de la revolución: la defensa de la tierra” (Mires 1988: 168, la cursiva es mía, comillas en el original).
Cajeme fue asesinado en 1887; a partir de este momento, los yaquis comenzaron a perder aceleradamente sus tierras. Turner sostiene que esta pérdida podría ser atribuida a un plan elaborado de antemano por algunos políticos locales, entre los cuales destaca específicamente a Ramón Corral, Rafael Izábal y Luis Torres, quienes alternaron en el gobierno de Sonora desde 1885 a 1910 aproximadamente. Estos políticos contaron en ese período con el respaldo permanente del gobierno de México, el cual ocupó militarmente el territorio yaqui con un ejército de entre 2.000 y 6.000 hombres. El Valle del Yaqui se abrió a la explotación agrícola a través de un gran proyecto de fraccionamiento e irrigación iniciado en 1890; unos años más tarde, Corral, Torres e Izábal negociaron las tierras de los indígenas con la Richardson Construction Company desconociendo los títulos otorgados a los yaquis por el rey de España a fines del siglo XVIII.
En consecuencia, según plantea Katz, la tribu se dividió profundamente: algunos yaquis se quedaron en el valle; de ellos, unos pocos conservaban porciones de sus tierras mientras que otros trabajaban como jornaleros en fincas vecinas. Otro grupo se desperdigó por Sonora, trabajando en minas y fincas distantes. Algunos emigraron a Arizona, mientras que otros huyeron a las montañas de la sierra de Bacatete y continuaron desde allí la lucha guerrillera contra el ejército mexicano.
Pese a la desarticulación de la tribu, los yaquis no se entregaron al porfiriato, sino que la derrota de Cajeme marcó, como señala Aguilar Camín, el inicio de “la modalidad insurreccional yaqui que no podría ser controlada ni por la deportación ni por el exterminio en los siguientes cuarenta años” (Aguilar Camín en Brading 1995: 128). Los yaquis siguieron resistiendo luego de la muerte de su líder, unidos por un intenso sentimiento de identidad étnica y cultural y favorecidos a la vez, paradójicamente, por la protección de un grupo de hacendados. En efecto, no todos los terratenientes locales estaban participando en la usurpación de las tierras indígenas impulsada por Porfirio Díaz. Según Katz, los que no lo hacían siguieron siendo considerados hacendados “buenos”, quienes establecían una relación patrón-cliente con los trabajadores de sus fincas. Asimismo, a raíz del auge minero y ganadero que pagaba altos salarios en el norte de Sonora, los hacendados del centro y del sur intentaban enfrentar la escasez de mano de obra reteniendo y protegiendo a los yaquis alzados cuando entraban perseguidos en sus haciendas.
La antropóloga Jane Holden Kelley recopiló entre 1968 y 1972 relatos de varias mujeres yaquis que habían nacido a fines del siglo XIX, escribiendo basada en ellos sus biografías (las cuales fueron sucesivamente chequeadas por las entrevistadas).[xii] En estos relatos, las mujeres cuentan que, una vez derrotado Cajeme, el gobierno mexicano siguió emprendiendo campañas militares contra estos indígenas, intentando particularmente “limpiar de yaquis las montañas de Bacatete” (Holden Kelley 1982: 108), que desde mucho tiempo antes les servían de base de operaciones y refugio. Como se mencionó más arriba, a raíz de las usurpaciones de tierras muchos yaquis habían abandonado el valle para seguir resistiendo desde Bacatete. “Vivir en la sierra durante la década de 1890 significaba caminar muchas millas a través de las escarpadas montañas, dormir a la intemperie y sufrir continuamente hambre y enfermedades. Vicente [padre de una de las mujeres entrevistadas] muy pronto llegó a ser cabo, y estaba al mando de unos cien soldados yaquis y de sus familias” (Holden Kelley 1982: 122).
Muchos de los yaquis que permanecían en el valle ayudaban a los insurrectos de las sierras con víveres; a su vez, la protección brindada por los hacendados se ve reflejada en el siguiente relato recogido por la antropóloga: “En 1900, los mexicanos hicieron una batida militar en gran escala en las montañas de Bacatete, que culminó en la terrible matanza de Mazocoba (…) Pocos días después, cerca de Hermosillo, el padre y varios hermanos y cuñados de Vicente cayeron prisioneros. Sus esposas acudieron a pedir ayuda a sus antiguos patrones, quienes lograron que pusieran en libertad a los yaquis más jóvenes, pero al padre lo fusilaron” (Holden Kelley, 1982: 123).
A diferencia de Katz (quien, como vimos, plantea que el proceso de diferenciación de los yaquis se originó con la derrota de Cajeme), Turner ubica a este punto de inflexión en la matanza de Mazocoba. Después de la misma ya no hubo grandes batallas, sino que a los yaquis “simplemente se les cazaba y millares de ellos optaron por rendirse” (Turner 1985 [1911]: 31). Muchos de los rendidos se trasladaron a otros lugares de Sonora convirtiéndose en obreros de las minas, empleados de los ferrocarriles y peones agrícolas. Éstos engrosaron el conjunto de yaquis “pacíficos”, quienes contrastaban con muchos pequeños grupos de los llamados “renegados” de las sierras, los cuales según Turner “se niegan a rendirse, están fuera de la ley, no tienen comunicación con el mundo, no tienen relación con el elemento pacífico de su raza que está disperso por todo el estado de Sonora” (Turner 1985 [1911]: 32).
En 1903, de acuerdo a los relatos recogidos por Holden Kelley, por orden del gobernador Rafael Izábal los yaquis comenzaron a ser deportados de Sonora. Turner, por su parte, plantea que hacia 1905 dicha deportación comenzó a tomar grandes proporciones, llegando a su punto cúlmine en 1908, cuando Díaz ordenó que todos los yaquis debían ser deportados a Yucatán y repartidos como esclavos entre los grandes hacendados. El general porfiriano Lorenzo Torres explicitaba la extensión de esta orden a los otros pueblos indígenas de la región: “deben sacarse de Sonora todos los indios… Sin distinción de ninguna clase sacaré alzados y pacíficos” (Aguilar Camín en Brading 1995: 127 y 128, comillas en el original). En tal sentido, Turner afirma que en la práctica no se deportaba solamente a los yaquis, sino también a indígenas de otros pueblos que eran “fichados” como tales. Pero ¿qué necesidad tenía el gobierno de deportar a indígenas “pacíficos”, si supuestamente el único peligro lo constituían los “renegados”? La respuesta para Turner es sencilla: “las tierras, casas, vacas, burros, en fin, todo lo que dejan los yaquis abandonado cuando son aprehendidos por los soldados, pasa a ser propiedad privada de algunas autoridades del estado de Sonora(Turner 1985 [1911]: 33, la cursiva es mía). Además, el gobierno percibía otra ventaja económica, ya que obtenía dinero con la venta de los yaquis: los hacendados yucatecos le pagaban $65 por cada uno.
Por su parte, los hacendados sonorenses se resistían a dejar ir a sus trabajadores, intentando protegerlos en la medida de lo posible. “A los patrones les imponían multas elevadas si no entregaban a sus trabajadores yaquis, pero ellos no querían hacerlo, porque eran buenos empleados. Muchas cosechas se arruinaron en los campos, porque les quitaron sus peones yaquis a los patrones” (Holden Kelley 1982: 191). Un capataz minero le dijo a Turner: “el gobierno nos está quitando a nuestros mejores trabajadores y destruyendo la prosperidad del estado” (Turner 1985 [1911]: 28).
Los yaquis llegaban a Yucatán de a 500 por mes. Las familias eran desintegradas -“los maridos son separados de las mujeres y los niños arrancados de los pechos de sus madres” (Turner 1985 [1911]: 25 y 26)- y diezmadas; miles de yaquis perecían en el arduo camino a Yucatán y, de los que llegaban con vida, dos tercios morían en el primer año de estancia en las haciendas henequeneras allí establecidas.
Las condiciones de vida de los esclavos yaquis fueron sacadas a la luz por un texto contemporáneo a las deportaciones escrito por el estadounidense John Kenneth Turner, quien buscaba “informar al pueblo norteamericano acerca de los hechos ocurridos en México con el fin de que pueda prepararse para impedir la intervención norteamericana contra una revolución cuya justicia es indiscutible” (Turner 1985 [1911]: 8). México bárbaro, publicado en 1911, es una suerte de diario de viaje en el que conviven descripciones de lugares y situaciones, reproducciones de diálogos mantenidos entre el autor y distintos actores y reflexiones personales tendientes a llamar la atención del lector sobre las tremendas injusticias que sufrían los indígenas esclavizados durante la dictadura de Porfirio Díaz.
A raíz del contacto con cuatro revolucionarios mexicanos detenidos en la cárcel municipal de Los Ángeles, Turner había entrado en conocimiento de la situación de esclavitud imperante en algunas regiones de México. “¿Seres humanos comprados y vendidos como mulas en América? ¡En el siglo XX! Bueno –me dije- si esto es verdad, tengo que verlo” (Turner 1985 [1911]: 10). Así fue como en septiembre de 1908 Turner emprendió un viaje hacia la península de Yucatán, con el propósito específico de “averiguar qué sucedía con los indios yaquis de Sonora” (Turner 1985 [1911]: 27) ya que, por ser habitante del sudoeste norteamericano, estaba en cierta medida familiarizado con las desventuras de esta tribu en su Estado nativo. Haciéndose pasar por un rico inversionista con intenciones colocar su dinero en propiedades henequeneras, tuvo acceso a las haciendas y pudo observar directamente cómo vivían sus habitantes.
Turner cuenta que en la ciudad de Mérida, por ejemplo, abundaban las plantaciones de henequén. “Las haciendas son tan grandes que en cada una de ellas hay una pequeña ciudad propia, de 500 a 2.500 habitantes según el tamaño de la finca, y los dueños de estas grandes extensiones son los principales propietarios de los esclavos, ya que los habitantes de esos poblados son todos ellos esclavos. (…) La población del Estado [de Yucatán] es de alrededor de 300.000 habitantes, 250 de los cuales forman el grupo de esclavistas; pero la mayor extensión y la mayoría de los esclavos se concentra en las manos de 50 reyes del henequén. Los esclavos son más de 100 mil” (Turner 1985 [1911]: 11). Turner sostiene que toda la península de Yucatán dependía de estos 50 “reyes”, quienes dominaban la política de su Estado en beneficio propio. Las cifras ofrecidas por Turner respecto de los esclavos son las siguientes: 8 mil yaquis, importados de Sonora; 3 mil chinos (coreanos) y entre 100 y 125 mil indígenas mayas, que antes poseían las tierras que ahora estaban en manos de los “reyes”.
Los hacendados yucatecos llamaban a su sistema “servicio forzoso por deudas” en lugar de “esclavitud”, aunque a Turner le confesaron que los trabajadores eran esclavos. De todos modos, Turner marca que en México el servicio por deudas era tan inconstitucional como la esclavitud, por lo que el eufemismo utilizado por los hacendados no los excusaba de estar llevando a cabo una actividad expresamente prohibida en la Constitución. Frente a su impunidad, Turner explica que “la policía, los agentes del ministerio público y los jueces saben exactamente lo que se espera de ellos, pues son nombrados en sus puestos por los mismos propietarios” (Turner 1985 [1911]: 18).
En cuanto a las condiciones de vida de los yaquis, dice Turner: “se les trata como muebles, son comprados y vendidos, no reciben jornales, se los alimenta con frijoles, tortillas y pescado podrido. A veces, son azotados hasta morir. Se les obliga a trabajar desde la madrugada hasta el anochecer bajo un sol abrasador (…) A las familias desintegradas al salir de Sonora, o en el camino, no se les permite que vuelvan a reunirse. Una vez que pasan a manos del amo, el gobierno no se preocupa por ellos ni los toma ya en cuenta; el gobierno recibe su dinero y la suerte de los yaquis queda en manos del henequenero” (Turner 1985 [1911]: 39).
Todas estas novedades no tuvieron gran repercusión a nivel nacional. Como muestra de la indiferencia con que fueron recibidas por la opinión pública de la época, Mires plantea que, “para la mayoría de los políticos, aún para algunos de oposición, era natural que esas ‘hordas salvajes’, como las llamó el periódico El Imparcial, fueran masacradas en nombre de ‘la civilización’” (Mires 1988: 169, cursiva y comillas en el original). Díaz aportaba lo propio en una carta de felicitación al general Victoriano Huerta: “El Ejecutivo no desmaya en sus esfuerzos para facilitar este movimiento civilizador” (Mires 1988: 169, comillas en el original).
En vísperas de la revolución de 1910, entonces, los yaquis habían sido fuertemente fragmentados. A rasgos generales, Hall delinea, tal como lo había hecho Turner, dos grandes grupos de yaquis: los que vivían pacíficamente en las granjas y en los pueblos trabajando la tierra, y los llamados broncos o salvajes, que vivían en la sierra y atacaban a la población blanca que vivía cerca del río Yaqui (ambos grupos mermados ahora, claro está, por el exterminio y la deportación emprendidos por Díaz). Holden Kelley, a su vez, profundiza la diferenciación entre los yaquis “pacíficos” en estos términos: “vivían más yaquis en los ranchos de Sonora, en los pueblos mineros y en las ciudades, como Hermosillo, que en los ocho pueblos tradicionales” (Holden Kelley 1982: 107), idea que es reforzada por Katz al proponer que los campesinos tradicionales eran una minoría.
Podemos complementar estos planteos con la categorización propuesta por Knight respecto al movimiento rural de la revolución mexicana. Este autor distingue dos grupos principales en función de sus demandas, metas y tácticas: el “campesino medio” y el “campesino periférico”. Caracteriza al primer tipo como aquellos campesinos que, a pesar de su posición subordinada en la sociedad rural, conservaban en gran medida el control sobre sus tierras, y cuya rebelión partía de un motivo agrario: recuperar aquellas que habían pasado o estaban pasando a las manos de los grandes terratenientes. Knight plantea que al evaluar los orígenes de la revolución, es esencial tener en cuenta este factor causal común en los “campesinos medios”, ya que ha sido compartido por algunos movimientos locales en apariencia distintos. En este sentido, discute la idea de que el zapatismo haya sido el único movimiento agrario genuino de la revolución, citando a los yaquis como ejemplo y ubicándolos dentro de este grupo. El segundo tipo es aquel constituido por los “campesinos periféricos”, aquellos establecidos en un área fuera del control de los terratenientes y poco familiarizados con el poder de la autoridad política. A las rebeliones de este tipo las denomina “serranas”, y propone que éstas no apuntaban a la cuestión agraria sino a la autonomía: verse libres del agobio del gobierno, el cobrador de impuestos, el ejército, la policía. Si bien Knight no ubica dentro de este grupo a los yaquis, quizás por el hecho de que a diferencia de los otros autores no analiza el proceso de diferenciación que estaban sufriendo, creo que podría considerarse “campesinos periféricos” a aquellos yaquis que abandonaron su lugar de origen para resistir al ejército desde las sierras. Es decir, que un mismo pueblo, a consecuencia de la diferenciación sufrida, podría ser ubicado dentro de las dos categorías.
Knight hace también un planteo que se vincula con la situación de los yaquis deportados a Yucatán. Según el autor, donde las quejas agrarias eran graves y numerosas era probable que estallara un movimiento revolucionario prolongado y con una amplia base. Por ejemplo, entre los yaquis del valle. Ahora bien, aclara que para que el movimiento fuera exitoso era necesaria la supervivencia de las aldeas libres; allí donde las haciendas eran poderosas los movimientos agrarios eran destruidos o debían mantenerse en la clandestinidad. Como ejemplo, cita la situación del sur de México (mencionando a los deportados yaquis en Yucatán), donde plantea que, si bien la explotación era especialmente dura, no se produjeron movimientos rebeldes eficaces ya que por ser deportados, disidentes políticos, vagabundos, etc. los peones no tenían una identidad corporativa o tradición de protesta común para guiar su lucha.
Posiblemente a este respecto otros autores podrían retrucarle que para el caso de los yaquis esto no era necesariamente así, ya que a pesar de ser deportados seguían contando con una tradición identitaria y un sentido de lucha fuertes –aunque, ciertamente, no compartidos con el resto de los esclavos del sur. Holden Kelley marca respecto a este sentimiento: “la ruptura de los vínculos familiares y de parentesco en Sonora a fines del siglo pasado [XIX], y a principios de este siglo [XX], separó a algunos individuos de sus parientes cercanos (…) pero las relaciones del parentesco ritual contrarrestaron esta situación desafortunada, y en los momentos difíciles era suficiente apoyarse en el parentesco básico de ser yaqui. Un yaqui afirmó: ‘todos los yaquis somos parientes. Si supiéramos suficiente sobre nuestros padres y sus padres, sabríamos que todos somos parientes’” (Holden Kelley 1982: 53 y 54, la cursiva es mía, comillas en el original.) Pero también es cierto que, como plantea Katz, si bien la  dispersión de los yaquis no acabó con la nación yaqui, le impidió convertirse en una fuerza homogénea tanto antes como durante la revolución mexicana. Como veremos, los yaquis participarían en un lugar destacado en esa lucha, pero lo harían en diferentes facciones revolucionarias.
En principio, los yaquis marcaron algunas influencias en el movimiento revolucionario antiporfiriano que empezaba a organizarse en las ciudades en el primer decenio del siglo XX. En este contexto, algunos políticos de oposición comenzaron a “descubrir” al indio y a la cuestión agraria, partiendo del hecho básico de que para derrocar a Díaz sería necesario contar con el apoyo de las masas indígenas y campesinas, lo cual no se lograría a menos que se tuvieran en cuenta sus reivindicaciones de propiedad comunal. Los hermanos Flores Magón, por ejemplo, proclamaron su “Programa del Partido Liberal” en 1906 enunciando en su punto 12: “la raza indígena será protegida” (Silva Herzog 1973: 69). Según Mires, este punto es una consecuencia directa de la rebelión de los yaquis; es decir que la misma habría influido en al menos una de las vertientes de oposición política a Díaz: aquella que se constituyó en torno a los sectores sociales intermedios, que intentaban alcanzar un nivel nacional interpelando al resto de las clases subalternas y particularmente a campesinos e indígenas.
Otro político opositor que pretendía articularse con las rebeliones por la tierra que existían desde tiempo atrás con el fin de incorporar a las masas agrarias a la revolución fue Francisco Madero. En este sentido, el programa de gobierno presentado por él y Vázquez Gómez el 20 de abril de 1910, luego de que la Asamblea Nacional Antirreeleccionista los designara candidatos a presidente y vicepresidente respectivamente, enuncia como uno de sus propósitos en su artículo 6º: “mejorar la condición material, intelectual y moral del obrero, creando escuelas talleres, procurando la expedición de leyes sobre pensiones o indemnizaciones por accidentes de trabajo, y combatiendo el alcoholismo y el juego. Igual solicitud se tendrá respecto a la raza indígena en general, especialmente de los indios mayos y yaquis, repatriando a los deportados y fundando colonias agrícolas en los terrenos nacionales, o los que puedan adquirirse con tal objeto…” (Silva Herzog 1973: 86, la cursiva es mía). A la vez, el Plan de San Luis del 5 de octubre de 1910 en su artículo 3 denuncia las expropiaciones de tierras a campesinos e indígenas planteando la restitución de los territorios despojados a sus antiguos poseedores en estos términos: “abusando de la ley de terrenos baldíos, numerosos pequeños propietarios, en su mayoría indígenas, han sido despojados de sus terrenos, por acuerdo de la Secretaría de Fomento; o por fallos de los Tribunales de la República. Siendo de toda justicia restituir a sus antiguos poseedores los terrenos de que se les despojó de un modo tan arbitrario, se declaran sujetas a revisión tales disposiciones y fallos y se les exigirá a los que los adquirieron de un modo tan inmoral o a sus herederos, que los restituyan a sus primitivos propietarios, a quienes pagarán también una indemnización por los prejuicios sufridos…” (Silva Herzog 1973: 152 y 153).
Frente a estas declaraciones, muchos yaquis se plegaron rápidamente a las tropas de Madero, aprovechando “la ‘otra’ revolución en función de sus reivindicaciones particulares” (Mires 1988: 444, comillas en el original).[xiii] Según Knight, “en Sonora (…) los yaquis hicieron una importante contribución a la revolución, sirviendo (…) como revolucionarios más o menos sin afiliación definida. De cualquier manera, su participación fue otro episodio en la prolongada lucha por retener y conservar las tierras de la tribu” (Knight en Brading 1995: 39, la cursiva es mía). La decisión de los yaquis se vio fomentada además por la firma de un tratado con el futuro presidente durante el interinato de León de la Barra. En palabras de Silva Herzog, “la tribu yaqui en el Estado de Sonora había dado la nota discordante al turbar la paz porfiriana. Había sido víctima, como muchos otros grupos indígenas, de la codicia del terrateniente y de los abusos de la autoridad; nada más que los yaquis habían defendido el derecho a sus tierras con las armas en la mano y habían dado mucho que hacer a los batallones que el general Díaz enviaba para someterlos sin que nunca lo hubiera logrado por completo. Esto se logró, transitoriamente, por medios pacíficos el 1º de septiembre de 1911” (Silva Herzog 1973: 227 y 228). En esa fecha, Madero, en representación del gobierno federal, firmó en la ciudad de México un convenio con los jefes de la tribu para su total rendición. El gobierno se comprometió a restituirles sus terrenos, pagar a cada trabajador un peso diario mientras se consumaba la restitución, prestarles ayuda financiera para la explotación agrícola, establecer escuelas, construir una iglesia en cada ejido y no cobrarles impuestos por 30 años.
Sin embargo, Madero no cumplió su promesa, lo que llevó a que durante su presidencia los yaquis transportados a Yucatán se declararan en estado de rebelión y cerca de 20.000 indígenas ocuparan haciendas, repartiendo cosechas y ganado entre peones y aparceros.
En 1913, algunos yaquis comenzaron a unirse a Obregón basados en la misma lógica con la cual se habían unido a Madero: creyendo que él les devolvería las tierras. Si bien apoyaron a Obregón en toda su campaña, no le eran personalmente leales sino que respondían a sus propios jefes, por lo general también yaquis. Aguilar Camín sostiene que los yaquis fueron el único sector de la sociedad sonorense que exigió tierras y restituciones básicas a los dirigentes revolucionarios, y plantea que accedieron a integrar el bando revolucionario sólo bajo la promesa de que al triunfar el constitucionalismo les serían reconocidas sus exigencias. Los propios yaquis escribieron en 1913: “nuestra lucha se reduce únicamente a conquistar nuestros derechos y nuestras tierras arrebatadas por la fuerza bruta y para ello cooperamos con los demás hermanos de la República que están haciendo el mismo esfuerzo…” (Aguilar Camín en Brading 1995: 131).
Según Hall, Obregón estaba al tanto de esta situación y, si bien consideraba que el sistema ideal de tenencia de la tierra era la pequeña propiedad, comprendía también la importancia del deseo de recuperar las tierras comunales que motivaba la actividad revolucionaria de una parte de sus tropas. Aguilar Camín relativiza este compromiso genuino de Obregón con las reivindicaciones de tierras planteando que en numerosas ocasiones el ejército constitucionalista ocupó los territorios yaquis y reprimió a los indígenas, operando el futuro presidente como una suerte de mediador que seguía repitiendo a los yaquis que se les devolvería lo que les había sido usurpado en cuanto el gobierno central se estabilizara. De este modo, plantea el autor, si bien desempeñaron un rol en la revolución, los yaquis no se subordinaban ideológicamente a los ejércitos revolucionarios y a menudo chocaron con ellos por sus traiciones.
Los yaquis lucharon bajo el mando de Obregón en la División del Noroeste, enfrentàndose, por ejemplo, con los zapatistas. Un veterano incorporado al ejército de Zapata en 1913, relata al respecto: “Primero peleábamos atacando plazas, ya después cuando cayeron los yaquis acá en el estado (de Puebla) y que mataron primero a Agustín Cortés en San José Teruel, de ahí pasaron para el estado de Morelos y tuvimos el primer encuentro con ellos en Tetelilla (municipio de Jonacatepec). Allí estábamos con Marcelino Rodríguez; no recuerdo la fecha. Ya de ahí se retiraron de nuevo para el estado de Puebla. A su regreso se nos cerraron muy duro acá en el estado de Morelos. Cuando nosotros intentábamos atacar alguna plaza, nos caían antes y ya no podíamos hacerles frente. Ya entonces ordenó el general Emiliano Zapata atacarlos en emboscadas, y así fue como pudimos ganarles…” Según este mismo testimonio, los yaquis estaban dirigidos por Joaquín Amaro “… mandado por el general Álvaro Obregón, porque Joaquín Amaro estaba al mando de Obregón.  Los yaquis serían como unos tres mil. Nos empezaron a atacar duro. No podíamos hacerles frente, porque se nos cargaban muy duro. Apenas sabían que íbamos a tener una reunión, pues se nos cargaban a fin de dispersarnos, y ya podíamos menos con ellos. Así que ordenó el general Zapata no atacar plazas, sino atacarlos en emboscadas, de ese modo pudimos ir desvaneciéndolos hasta lograr derrotarlos. La última pérdida de ellos fue entre Yautepec y el Cañón de Lobos, allí fue donde terminó Joaquín Amaro y se retiraron del estado de Morelos.” (Testimonio de Don Victorino Jiménez Sánchez (1898-1981) en Plutarco García Jiménez, 2000: págínas 28 y 29).
 Los yaquis también participaron de la campaña contra Huerta. Un militar huertista que conocía a la población de Sonora por haber participado en las campañas contra los yaquis, escribía en 1913: “En Sonora hay sobre las armas no menos de 7000 hombres, entre los cuales se encuentran los yaquis en número más o menos de 2000 que son unos magníficos guerrilleros…” A través de este relato también puede verse que, como se mencionara anteriormente, lo que los indígenas querían era recuperar sus tierras. “Varias personas de los ríos Yaqui y Mayo, especialmente del río Yaqui, me han expresado. que los indios alzados les exigen ya la desocupación de sus terrenos y que van a empezar a cobrar renta de ellos a los que no los desocupen en el término de dos meses. No obstante eso y lo perjudicados que están o estarán estos vecinos, no se ha dado el caso, como dije antes, de que vengan esos hombres a darnos el menor informe en su provecho contra los rebeldes…” (Informe del general Luis Medina Barrón al Ministro de gobernación Aureliano Urrutia, Guaymas, 1 de agosto de 1913, citado en Ignacio Almada Bay,  sin fecha,  páginas 4 a 6).
Obregón parece haber logrado el apoyo no sólo de los yaquis “pacíficos”, sino también de los “rebeldes”. Hall ilustra este punto con un incidente ocurrido en 1913, cuando luego de un ataque a lo largo del río por parte de los yaquis serranos Obregón se reunió personalmente con ellos y les prometió, una vez más, que tan pronto como la constitución se reestableciera en el país les serían devueltas sus tierras. Los guerreros yaquis, satisfechos según Hall, regresaron a la sierra y poco tiempo después algunos de ellos se unieron a las fuerzas constitucionalistas.
Inversamente, la influencia de los yaquis en Obregón puede verse en la presión sobre Carranza para que formulara una declaración de principios sobre el problema agrario haciendo hincapié en la urgencia de distribuir las tierras, lo cual se materializó en la ley agraria de 1915. Según Aguilar Camín, en Sonora la restitución de tierras a los pueblos amparados por dicha ley no tuvo tanto el efecto de devolver sus medios de subsistencia a un campesinado numeroso y tradicional, sino el de regularizar las condiciones jurisdiccionales de pueblos y ciudades que habían crecido como simple “excrecencia” de negocios privados. Para Hall, en cambio, los yaquis realmente se beneficiaron no sólo con la ley, sino también con el interés específico de Obregón en otorgar tierras a los dos grupos indígenas que lo habían apoyado: los mayos y los yaquis. Estos últimos recibieron una enorme dotación de tierras en 1919, autorizada por Carranza: 500.000 hectáreas al norte del río Yaqui en calidad de bienes comunales. Carranza se arrepintió más tarde y le negó toda ayuda material a la tribu, pero los yaquis permanecieron en paz por el momento y luego se unieron al resto del estado que se opuso a Carranza en 1920.
Carranza, en efecto, había tenido una actitud ambigua respecto a la situación de los yaquis. Si bien firmó la ley agraria en 1915, impulsó también, ayudado por Calles, “una campaña enérgica, definitiva y si es preciso terrible” contra aquel “grupo relativamente insignificante de individuos refractarios a toda influencia civilizadora”. El congreso local apoyó su decisión y convino en que el único remedio “pronto y eficaz” para acabar con el problema yaqui era “el total exterminio de la tribu…” (Aguilar Camín en Brading 1995: 127 y 128, comillas en el original). Es por eso que Aguilar Camín sostiene que probablemente la historia yaqui de 1876 hasta 1930 debiera escribirse como si la revolución mexicana no hubiera existido, ya que la represión contra el yaqui fue tanto porfiriana como revolucionaria, y obedeció al mismo impulso histórico: un proceso unitario en el que la civilización expropia a la tribu sus tierras y vence su resistencia mediante una guerra despiadada que busca en ciertos momentos exterminarlos.
Al igual que lo sucedido años antes, el ejército se encontró con la resistencia de algunos hacendados. Calles planteaba a Carranza que su campaña contra el yaqui no daba los resultados esperados por el “refugio que encuentran los indios rebeldes entre los mansos que viven en las haciendas y poblados” y porque “algunos hacendados e industriales de la región del Yaqui han protegido a los rebeldes con el objeto de utilizarlos en trabajos y ocultarlos de la acción del gobierno” (Aguilar Camín en Brading 1995: 129).
En 1920 Obregón ocupó la presidencia y, según Hall, comenzó a cumplir sus promesas. De acuerdo a esta autora, los yaquis se beneficiaron de su gratitud recibiendo obras de irrigación, obras públicas, escuelas, y más de 5 millones de pesos para comestibles, así como la ratificación de la dotación de las tierras que Carranza les había otorgado y luego negado. A cambio, los yaquis continuaron apoyando a Obregón ofreciéndole hombres para cuidar a sus oficiales.
Después de la revolución, según los relatos recogidos por Holden Kelley, los yaquis que se habían ido del valle poco a poco fueron regresando a él. Los soldados lo hicieron cuando les dieron de baja en el ejército, y también regresaron muchos de los que habían emigrado a Arizona. Así empezó, según la autora, la reconstrucción de la vida yaqui en los ocho pueblos tradicionales.


Palabras finales

Pareciera quedar claro que, como marcan los distintos autores consultados, los yaquis participaron de la revolución mexicana desde una perspectiva y un interés propios bien definidos. Su actuación en los distintos ejércitos revolucionarios obedeció siempre a su deseo y su necesidad de recuperar los territorios que habían poseído desde antes de la llegada de los españoles y que les habían sido sucesivamente usurpados desde muchos años antes del porfiriato, el cual sin duda aceleró estos procesos de expropiación. Los yaquis no parecen haberse subordinado ideológicamente a ninguno de los grandes jefes revolucionarios, lo cual sería una muestra más de su anhelada, y ejercida, autonomía.
La experiencia de los yaquis da cuenta también del modo en que el Estado puede poner todos sus esfuerzos en fraccionar e inmovilizar a un pueblo cuando éste se manifiesta contrario a sus órdenes e intereses. Como se vio, la desarticulación del pueblo yaqui tuvo orígenes muy tempranos a raíz de las incursiones de colonos sobre sus territorios, lo cual en muchos casos los obligaba a dispersarse. Pero, aún más, a través de la deportación de este pueblo a Yucatán el gobierno ejerció intencional y explícitamente una política de fragmentación, llevándola a un punto extremo al no permitir ni siquiera que las familias deportadas permanecieran juntas.
Por otra parte, acuerdo parcialmente con Mires y Aguilar Camín en su percepción de la guerra del yaqui como lucha racial. Sin ir más lejos, del propio Turner -quien se manifiesta tan sensiblemente frente a las crueldades de los yaquis- se desprende cierta cuota de racismo cuando aclara que “se llama indios a los yaquis, pero éstos como los mayas de Yucatán no son ‘indios’ en el concepto norteamericano. En los Estados Unidos no los llamaríamos indios, porque son trabajadores. Desde los tiempos más lejanos que se conocen de su historia, no han sido nunca salvajes; siempre fueron un pueblo agrícola; cultivan el suelo; descubrieron y explotaron minas; construyeron sistemas de regadío; edificaron ciudades de adobe; sostenían escuelas públicas; un gobierno organizado y una fábrica de moneda” (Turner 1985 [1911]: 27 y 28, la cursiva es mía). El racismo de Turner no sería en este caso hacia los yaquis sino hacia los “salvajes” o “no trabajadores”, de modo que pareciera ser que, para Turner, por ser “civilizados” y “trabajadores” éstos indígenas no se merecían lo que les pasó. Entonces, ¿el genocidio a los yaquis es más grave para Turner porque este pueblo era, en términos del autor, “civilizado” y no “salvaje”? ¿Hubiera estado justificado para él si se hubiera dirigido contra “salvajes”?
A este racismo “positivo” hacia los yaquis se oponía, claro está, el “negativo”, sustentado por los políticos y el cual fue en definitiva el que se impuso. Sin embargo, considero en este sentido que la catalogación de “salvajes” y las políticas de “civilización” llevadas a cabo por el gobierno no han sido otra cosa que intentos de favorecer a un sector social específico, los terratenientes y especuladores nacionales y extranjeros, por medio de la expropiación de territorios indígenas, no sólo yaquis sino de todo México -tal como he intentado dar cuenta en este trabajo.


Bibliografía citada y consultada

  • Aguilar Camín, H. “Los jefes sonorenses de la Revolución Mexicana” en Brading, D. A. (comp.) Caudillos y campesinos en la Revolución Mexicana. Fondo de Cultura Económica, México, 1995.
  • Hall, L. B. “Álvaro Obregón y el movimiento agrario: 1912-1920” en Brading, D. A. (comp.) Caudillos y campesinos en la Revolución Mexicana. Fondo de Cultura Económica, México, 1995.
  • Katz, F. “Las rebeliones rurales a partir de 1810” en Katz, F. (comp.) Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo XVI al siglo XX. Colección Problemas de México, Ediciones Era, México DF, 1990.
  • Knight, A. “Caudillos y campesinos en el México revolucionario, 1910-1917” en Brading, D. A. (comp.) Caudillos y campesinos en la Revolución Mexicana. Fondo de Cultura Económica, México, 1995.
  • Mires, F. “México: un carrusel de rebeliones” y “Conclusiones finales” en La rebelión permanente, Siglo XXI, México, 1988.
  • Silva Herzog, J. Breve historia de la revolución mexicana, tomo I. México, Fondo de Cultura Económica, 1973.


Fuentes

·         Turner, J. K. “Los esclavos del Yucatán”, “El exterminio de los yaquis” y “En la ruta del exilio” en México bárbaro, Hyspamerica, Buenos Aires, 1985 [1911].


Fuentes de segunda mano

  • Holden Kelley, J. Mujeres yaquis. Cuatro biografías contemporáneas. Fondo de Cultura Económica, México, 1982.



[i] Quisiera aclarar que si bien existen algunos trabajos específicos sobre los yaquis (por ejemplo, de Alfonso Fabila, Las tribus yaquis de Sonora, su cultura y su anhelada autodeterminación, y de Evelyn Hu-Dehart, Development and Rural Rebellion: Pacification of the Yaquis in the late Porfiriato, Yaqui Resistance and Survival: the struggle for land and autonomy, 1821-1910, “Rebelión campesina en el noroeste: los indios yaquis de Sonora, 1740-1976” -capítulo incluido en la compilación de Friedrich Katz Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo XVI al siglo XX), la imposibilidad de acceder a los mismos ha redundado en que deba basar este estado de la cuestión en aquellos autores que no han focalizado su obra en la cuestión yaqui, aunque le han dedicado apartados. De todos modos, encuentro como positivo en ello el hecho de que al trabajar con estos autores puede verse el lugar que han otorgado a los yaquis en diferentes facetas de la revolución, como se verá más adelante.
[ii] Mires incluye también las palabras del propio Díaz al respecto, en una carta de felicitación al general Victoriano Huerta: “El Ejecutivo no desmaya en sus esfuerzos para facilitar este movimiento civilizador” (Mires 1988: 169, comillas en el original). A la vez, el político e intelectual porfirista Francisco Bulnes decía: “la raza indígena podría haber progresado y hasta haber reclamado un primer sitio entre las naciones del mundo, si no hubiera sido una raza inferior” (Mires 1988: 169, comillas en el original).
[iii] En este sentido, Mires marca una diferencia entre los yaquis y los otros habitantes del norte del país: en esa región gran parte de la población vivía dispersa dentro de las haciendas o trabajaba en la minería o la industria, de modo que las principales reivindicaciones no eran de propiedad sino que se dirigían a la obtención de mejores condiciones de trabajo. Aún más, en muchos casos estos trabajadores no peleaban según Mires por un objetivo determinado sino como simple medio de subsistencia, siendo en este contexto los yaquis una excepción.
[iv] Estos levantamientos siguieron presentando el mismo patrón hasta fines del siglo XIX: los yaquis lograban éxitos iniciales y en ocasiones llegaban a controlar el Valle del Yaqui durante algunos años, a menudo expulsando a los forasteros allí establecidos. Luego llegaban las fuerzas del gobierno, los derrotaban y permitían a los colonos volver. Algunos yaquis se sometían, mientras otros se iban a trabajar en las minas o haciendas de otros lugares de Sonora o seguían luchando en las montañas circundantes. Pocos años más tarde, se producía un nuevo levantamiento cuyo desarrollo sería similar al anterior.
[v] Lo que no queda claro aquí es si este enfrentamiento con la población no india incluía también como foco, en algunos casos al menos, a los hacendados con los que se aliaban los yaquis para defenderse de los apaches, o se reducía sólo a los “forasteros” que venían a establecerse en sus tierras. Del texto considerado en su conjunto se desprendería que Katz postula la segunda alternativa.
[vi] Esta ruptura se debía a que, a diferencia de su predecesor español, el recién constituido Estado mexicano, en el que los terratenientes ocupaban un papel decisivo, no hacía intento alguno por limitar la usurpación de tierras indias, con lo cual gozaba de una legitimidad mucho menor que su antecesor.
[vii] Según Katz, esta relación es la que explica a la vez por qué los hacendados del norte fueron los únicos de México que llamaron a los campesinos a sublevarse, pensando que podrían controlarlos. Las revueltas que siguieron resultaron una sorpresa desagradable para ellos, quienes a partir de la revolución se les volvieron en contra.
[viii] El autor ejemplifica su punto de vista de este modo: “En 1908, el general porfiriano Lorenzo Torres sintetiza: ‘Según indicaciones del general Luis Torres, del vicepresidente Ramón Corral y de la Secretaría de Guerra, deben sacarse de Sonora todos los indios… Sin distinción de ninguna clase sacaré alzados y pacíficos’. En 1917, el general revolucionario Plutarco Elías Calles decide emprender ‘una campaña enérgica, definitiva y si es preciso terrible’ contra aquel ‘grupo relativamente insignificante de individuos refractarios a toda influencia civilizadora’. El congreso local apoya su decisión y conviene en que el único remedio ‘pronto y eficaz’ para acabar con el problema yaqui es ‘el total exterminio de la tribu…’” (Aguilar Camín en Brading 1995: 127 y 128, la cursiva es mía, comillas en el original).
[ix] Esta situación se expresa ya en documentos oficiales de 1891; veinticinco años más tarde, Calles planteaba el mismo problema a Carranza. Su campaña contra el yaqui no daba los resultados esperados por el “refugio que encuentran los indios rebeldes entre los mansos que viven en las haciendas y poblados” y porque “algunos hacendados e industriales de la región del Yaqui han protegido a los rebeldes con el objeto de utilizarlos en trabajos y ocultarlos de la acción del gobierno” (Aguilar Camín en Brading 1995: 129).
[x] El programa político del ejército sonorense se veía reducido al argumento de vencer al enemigo: huertista, convencionalista, villista, no tenía un contenido social intrínseco más allá de la expulsión de la vieja oligarquía y se caracterizaba por la relativa independencia de su liderato. Era un ejército controlado “desde arriba”.
[xi] Puede verse así que el fraccionamiento de la tribu yaqui causado por la interferencia del Estado y los terratenientes -que sería llevado al extremo con las deportaciones de la última época del porfiriato (como se verá más adelante)- ya tenía lugar en esta época.
[xii] La autora aclara que no pretende que los datos por ella recabados sean “típicos” o que representen a todas las mujeres yaquis o a toda la sociedad yaqui, sino que lo que se propone es simplemente ofrecer un punto de vista sobre algunos aspectos de la vida de los yaquis que no se encuentran en otros trabajos académicos.
[xiii] En este sentido, Mires marca una diferencia entre los yaquis y los otros habitantes del norte del país: en esa región gran parte de la población vivía dispersa dentro de las haciendas o trabajaba en la minería o la industria, de modo que las principales reivindicaciones no eran de propiedad sino que se dirigían a la obtención de mejores condiciones de trabajo. Aún más, en muchos casos estos trabajadores no peleaban según Mires por un objetivo determinado sino como simple medio de subsistencia, siendo en este contexto los yaquis una excepción.

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