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martes, 24 de mayo de 2011

Los caminos que llevan a la revolución cubana

Autoras/es: Laura Verónica Sterpin (con breve introducción por Stella Maris Torre)
Según nos explicó un profe de la secundaria, una revolución es -según la Física- un giro de 360º, o sea... ¿la vuelta al mismo lugar?
Según nos explicó una profe de Filosofía: "nadie se baña dos veces en el mismo río", nos dijo que dicen que dijo Heráclito hace muchos siglos... O sea, aunque volvamos al mismo lugar después de tanta vuelta, nunca seremos los mismos, porque durante el camino ("exitoso" o "fracasado", depende desde donde se mire) nos hemos transformado.
Lo cierto cierto -creo- es que algo de seguro hemos apre(he)ndido en este viaje a Itaca...
Pareciera entonces que la Física en verdad no es una teoría del todo aplicable a las sociedades humanas.
Después de esta cháchara, pasemos a lo concreto ¿les parece?
(Fecha original del artículo: Mayo 2006)

Uno de los autores que se han ocupado de la problemática de la revolución es Eric Hobsbawm. En este trabajo intentaré aplicar algunos de los conceptos propuestos por dicho historiador al caso cubano, concentrándome en particular en la dualidad “acción planificada” - “fuerzas incontrolables”. Para ello, trabajaré sobre la etapa de la revolución que comienza en el marco de la dictadura de Batista y, más específicamente, sobre un aspecto de dicha etapa: la actuación del Movimiento 26 de Julio desde los antecedentes inmediatos a su conformación hasta la toma del poder. Como trataré de demostrar, considero que la dualidad mencionada puede verse en acto en el proceso revolucionario cubano a partir de la estrategia del M26J para acabar con la dictadura, por un lado, y del accionar de las masas, por otro. Al mismo tiempo, complementaré el análisis con los conceptos de “situación revolucionaria” y “población revolucionaria”.
Cabe referirnos entonces, en primer lugar, al contexto de surgimiento del M26J. Si bien el movimiento como tal se conforma luego del asalto al cuartel Moncada, encuentra ciertos antecedentes en la fracción Ortodoxa que se desprende del Partido Revolucionario Cubano en 1947, es decir, durante la era de los gobiernos democráticos de Grau San Martín y Prío Socarrás. Por esos años tenía lugar en Cuba un proceso de modernización de las relaciones de dependencia externa, que habían girado hasta el momento en torno a los enclaves azucareros y la exportación agropecuaria. Las crecientes presiones de Estados Unidos, tendientes a desplazar las inversiones hacia el área industrial, desarticular al sector oligárquico tradicional y crear una burguesía nacional predispuesta al capitalismo, implicaban una redefinición de fuerzas en el bloque social dominante generando contradicciones entre estas dos fracciones de las clases propietarias -las cuales coincidían, sin embargo, en un punto: la dependencia respecto a EEUU. Grau San Martín y Prío Socarrás comenzaron a operar entonces a modo de mediadores entre las diversas fracciones del bloque de dominación, procurando a la vez mantener la adhesión de los sectores medios y los trabajadores. La incapacidad de satisfacer las demandas de los distintos grupos, sumada al clientelismo establecido con las capas económicamente poderosas, tiñó sus gobiernos con un halo de ingobernabilidad y corrupción.
En este marco, la fracción Ortodoxa del PRC surgió como una alternativa democrática que encarnaba las reivindicaciones provenientes, sobre todo, del movimiento universitario, postulando la regeneración política del sistema vigente. Las altas probabilidades de ganar las elecciones de 1952 se vieron truncadas por el golpe de Estado de Batista -apoyado por EEUU- quien llegaba esta vez al poder en contra de un gobierno legítimo. Debido a esta razón se fue conformando en contra de la dictadura un amplio conglomerado político y social que reclamaba la restitución de la democracia y las libertades políticas.
Ahora en un contexto dictatorial, la Ortodoxia siguió operando y resistiendo. Pero esta vez, con nuevas metas. Entre ellas, se incluía “la urgencia de recurrir a las armas a fin de secundar un eventual movimiento de masas” (Mires 1988: 301, la cursiva es mía). El Partido Ortodoxo, antecedente inmediato del M26J y en el que ya militaba Fidel Castro, se planteaba entonces un tipo de vínculo específico con las masas: de acuerdo a su plan, serían ellas las protagonistas de la insurrección; el partido simplemente las respaldaría.
El mismo objetivo se mantiene en el primer acto del plano insurreccional naciente: el asalto al cuartel Moncada del 26 de julio de 1953 -liderado por Fidel Castro, seguido por jóvenes de clase media, estudiantes y obreros- el cual sería supuestamente complementado con ciertas acciones en la ciudad de Bayamo. La idea era tomar las armas y llamar al pueblo; nuevamente, “el plan formaba parte de una estrategia que debería culminar en una insurrección popular” (Mires 1988: 303, la cursiva es mía). Vemos entonces que la estrategia del incipiente movimiento no incluía simplemente las acciones que sus miembros llevarían a cabo, sino también el modo en que el resto de la población (o, mejor dicho, el “pueblo”, al que me referiré más adelante) reaccionaría frente a dichas acciones. Una vez más, serían las masas las protagonistas en el derrocamiento de Batista. “Lo fundamental en la acción del Moncada era que los actores mismos se consideraban como una simple fuerza auxiliar, no como una vanguardia ni mucho menos como un ‘partido de la revolución’. Creían, en efecto, ser los ejecutores de la voluntad popular…” (Mires 1988: 303, la cursiva es mía, comillas en el original).
Si bien el intento fracasó, había ciertos factores que, según Mires, autorizaban a pensar en las acciones de masa como algo factible: la debilidad de la dictadura, las manifestaciones de la Iglesia a favor de los derechos humanos, el activismo de los estudiantes, las dudas de EEUU respecto a Batista, los antecedentes exitosos de asalto a cuarteles y de deserción de soldados… Sin embargo, dichas acciones no tuvieron lugar, truncándose así por el momento la estrategia del futuro M26J.
Podemos comenzar ahora a pensar la actuación del naciente movimiento en relación con el análisis de Hobsbawm. Este historiador plantea que “con independencia de su carácter general como fenómenos de ruptura histórica, las revoluciones son también episodios en los que grupos de individuos persiguen una serie de objetivos (…) Al realizar el análisis no es posible olvidar el elemento de acción consciente y de decisión, aunque los estrategas de la revolución (…) tienden a sobreestimar su importancia (…) La historia la hacen las acciones de los hombres y sus elecciones son conscientes y pueden ser significativas. Sin embargo, el más destacado de todos los estrategas revolucionarios, Lenin, era perfectamente consciente de que, durante las revoluciones, las acciones planificadas se desarrollan en un contexto de fuerzas incontrolables” (Hobsbawm 1990: 26 y 27, la cursiva es mía).
En el marco de la revolución se genera entonces una dualidad entre las acciones planificadas por un grupo o movimiento y aquellos factores que no pueden incluirse en dicha estrategia por estar fuera del control de quienes la planifican. En el caso cubano, en los planteos tanto de la Ortodoxia al llegar Batista al poder como del movimiento que se estaba gestando al momento de la toma del Moncada, vemos una estrategia que concebía al accionar de los propios planificadores como secundario, y al de las masas como primordial. Sin embargo, con el Moncada se puso de manifiesto el hecho de que las acciones del pueblo no eran algo sencillo de prever y mucho menos de planificar, pudiendo ser consideradas como “fuerzas incontrolables” –aunque, y esto es crucial, los hombres que prepararon el asalto al cuartel todavía no las veían como tales. En efecto, parece en este caso que “los estrategas de la revolución” sobreestimaban el “elemento de acción consciente y de decisión”. El plan del grupo que asaltó el Moncada, además de contar con aquello que era hasta cierto punto planificable (la acción del propio grupo), incluía -y en gran medida se basaba en- un elemento que no lo era: la acción de las masas.
A pesar del fracaso del intento, luego del Moncada nace el Movimiento 26 de Julio, “combinación muy específica de movimiento social, partido político y frente popular, [que] sería una suerte de punto de cristalización histórica de la ideología nacionalista de José Martí, de las tradiciones democráticas guiterianas, de la radicalización política juvenil ocurrida durante los gobiernos democrático-parlamentarios y de demandas muy dispersas provenientes de distintos sectores subalternos de la sociedad” (Mires 1988: 329). Se trataba de un movimiento que llamaba a todos los cubanos que ansiaran la democracia y la justicia social a unírsele, y al que adhirieron otras organizaciones, amplitud que contrastaba con el alto grado de centralización de su dirección política. Era también un movimiento que no se planteaba a sí mismo como el protagonista de la revolución, sino tan sólo como un actor secundario. El protagonista sería, en cambio, el “pueblo”, que abarcaba en términos de Fidel Castro a todas las clases subalternas de la sociedad: los pobres del campo y de la ciudad, el campesinado pequeño propietario y el sin tierras, el subproletariado agrícola, el proletariado industrial, fracciones de las capas medias y de la pequeña burguesía. “El sentido democrático de la revolución debería ser condicionado por su carácter popular. Los supuestos de la lucha armada residían, pues, en la restauración de la democracia por medio del cumplimiento de las reivindicaciones de los más pobres del país” (Mires 1988: 305).
El desembarco del Granma del 2 de diciembre de 1956 también se basaba en la creencia de que un movimiento popular urbano se levantaría contra Batista, lo cual significaría la culminación de la lucha. Una vez más, ese levantamiento no se produjo. Y, sin embargo, también una vez más las condiciones eran aparentemente propicias para que sí se produjera. En principio, distintos sectores habían manifestado su apoyo a Fidel Castro durante su detención, razón por la cual había sido liberado. Además, la idea del desembarco contaba con ciertos antecedentes exitosos. Por otra parte, la dictadura seguía debilitándose. Dentro del ejército se generaban conspiraciones y hasta sublevaciones, algo que encajaba perfectamente con la insistencia del M26J en incitar a las fuerzas armadas a la división. Una nueva organización política surgida del movimiento estudiantil, El Directorio, llevaba adelante activamente su lucha antidictatorial. El movimiento obrero también estaba reactivándose, habiendo ocurrido en 1955 una huelga de obreros en Las Villas, lo cual daba a pensar que la huelga insurreccional de masas era posible. Además, el gobierno estaba siendo seriamente cuestionado a raíz de la crisis en las exportaciones de azúcar y de la altísima desocupación. “Sin embargo, lo que la dirigencia del 26 todavía no captaba era que, entre las protestas económicas y la insurrección de masas, había un espacio muy grande. Los obreros estaban dispuestos a paralizar el país si sus propias organizaciones lo decidían, pero sin duda alguna no estaban dispuestos a hacerlo si la convocatoria provenía de afuera” (Mires, 1988: 308, la cursiva es mía). Las explicaciones que el M26J se dio a sí mismo luego del desembarco focalizaban en cuestiones técnicas; según Mires, a los rebeldes les faltaba entender que la insurrección de masas sólo se produciría luego del logro de la unidad social y política. “Lograr esa unidad era imperativo para el 26 si no quería permanecer aislado en las montañas esperando el estallido de la soñada insurrección de masas” (Mires 1988: 309).
Quizás se trataba de que la dirigencia del M26J –a diferencia de Lenin, diría Hobsbawm- no podía concebir como “fuerzas incontrolables” a la actividad de las masas, es decir, seguía basando su estrategia en algo que no podía planificar ni controlar. Evidentemente, el deseo del pueblo de derrocar a la dictadura se entrecruzaba con cuestiones organizativas y políticas (por ejemplo, las estructuras sindicales, cooptadas algunas de ellas por Batista) que hacían que el llamado del M26J a levantarse no fuera suficiente. Al respecto nos dice Hobsbawm: “incluso cuando existen movimientos revolucionarios organizados importantes (…), su capacidad, como afirmó Lenin, raras veces permite dictar el curso de los acontecimientos; su logro consiste en aprovechar en beneficio propio una situación cambiante.” (Hobsbawm 1990: 28)
En este sentido, para evitar el peligro de quedar aislado y para consolidarse en el terreno político más allá del militar, el M26J tiende a articularse con otras organizaciones opositoras a través del “Manifiesto de la Sierra” del 12 de julio de 1957. Es éste un cambio de estrategia con cierta ambigüedad, ya que si bien por un lado el M26J intentaba fortalecer la unidad con otras agrupaciones por medio de la “formación de un frente cívico revolucionario con una estrategia común de lucha” (Mires, 1988: 309), por el otro buscaba configurarse como un movimiento con identidad política propia y reivindicaciones distintivas. Parece tratarse entonces de un paso hacia una nueva situación en la cual el M26J asume que no está parado “solo” frente a las masas, y acepta la “compañía” de otras organizaciones políticas que podrían darle más fuerza al interpelar sectores de la población a los cuales el M26J no podía llegar. De este modo, puede pensarse que, para los estrategas, la “incontrolabilidad de la revolución” (Hobsbawm 1990: 27) se vería reducida. A la vez, el contexto imperante permitía al M26J resaltar sus propios principios más allá de la “solución de compromiso” (Mires 1988: 310): gracias a la incorporación de campesinos, la guerrilla estaba consolidándose en la sierra; la Marina, junto con algunos sectores populares, se había sublevado en Cienfuegos; en Santiago de Cuba, a raíz del asesinato de uno de los miembros del M26J, se había producido una protesta de masas en la que habían tomado parte los trabajadores…
Por todo esto, el movimiento seguía creyendo e insistiendo en la necesidad de una huelga insurreccional de masas, a la que veía próxima. Sin embargo, por tercera vez, el 9 de abril de 1958 las masas no se plegaron a la consigna del M26J y la huelga no prosperó.
Cabe reflexionar entonces por un momento acerca de los tres fracasos del M26J. En los tres casos parecían estar dadas las condiciones para el “estallido revolucionario”; en ninguno se produjo. ¿Pero podía hablarse igualmente de “situación revolucionaria”? Recurriendo nuevamente a Hobsbawm, “una ‘situación revolucionaria’ puede ser definida como una crisis a corto plazo dentro de un sistema con tensiones internas a largo plazo, que ofrece posibilidades de un estallido revolucionario (…) El análisis clásico de esas situaciones es el de Lenin, que comprende: 1) ‘crisis en la política de las clases dirigentes, que produce fisuras a través de las cuales aparece el descontento y la indignación de las clases reprimidas’; 2) la agudización del descontento de las clases inferiores; y 3) un ‘incremento considerable de la actividad de las masas’” (Hobsbawm 1990: 36, comillas en el original). La conjugación de la crisis de las clases dirigentes con la rebelión de las masas es, por un lado, indispensable para que pueda hablarse de “situación revolucionaria”; y, por otro, “independiente no sólo de la voluntad de grupos y facciones separados, sino incluso de las distintas clases” (Lenin en Hobsbawm 1990: 38). En el caso cubano, como ya he mencionado, el proceso de modernización dependiente que tenía lugar en el país, acelerado en esos años por la dictadura de Batista, estaba generando serias contradicciones entre dos sectores dominantes –el “tradicional” y el “modernizante”-, lo cual redundaba en una crisis política. Por otra parte, el descontento de las clases subalternas no pasaba solamente por el rechazo a la dictadura, sino que se veía además agudizado por factores como la desocupación, la precariedad de los empleos y los bajos salarios. Y la actividad de las masas estaba ciertamente incrementándose, lo cual se manifestaba en huelgas, sublevaciones, protestas… Considero que podía hablarse entonces de “situación revolucionaria”, aunque quizás sea necesario destacar que la “rebelión de las masas” no tenía lugar de modo unificado sino que se manifestaba a través de episodios aislados (que incluían, por supuesto, aquellos protagonizados por grupos distintos al M26J), no habiéndose logrado aún una insurrección masiva. Los tres fracasos mencionados son asimismo prueba del hecho que marca Lenin de que la “situación revolucionaria” no desemboca necesariamente en un “estallido revolucionario”.
La no adhesión a la huelga del ‘58 marcaría un punto de inflexión en la estrategia del movimiento, que había cometido dos graves errores: creer que las masas se levantarían en todo el país tal como lo habían hecho en Santiago, y pasar por encima de las organizaciones que tenían más influencia entre los obreros. En efecto, la esencia del problema era, según plantea Mires, que el M26J, si bien contaba con cierto apoyo obrero, “no era ni el partido ni la conducción política de los trabajadores cubanos” (Mires 1988:312). A la falta de movilización obrera comenzaba a sumarse, además, la ofensiva de Batista. De este modo, las opciones que se presentaban eran dos: “a) intentar convertir al 26 en un partido de los trabajadores, lo que habría significado una reorientación total del conjunto del movimiento, lo que a estas alturas ya no era posible; b) crear, a partir del desarrollo de la propia insurrección, un lugar para la participación de los trabajadores, lo que significaba, en otros términos, ganar primero la guerra (Mires 1988: 312, la cursiva es mía). Cabe recordar aquí las palabras de Hobsbawm al relativizar el peso del elemento voluntarista en las revoluciones: “la situación puede estar tan estructurada que el marco de elección sea muy limitado, que se reduzca simplemente a tomar o no tomar la decisión ‘correcta’. A veces, ni siquiera queda esa elección” (Hobsbawm 1990: 27, comillas en el original).
Se opera así un cambio en la estrategia del movimiento, pasándose de la premisa de la huelga de masas con apoyo militar a la de la guerra militar con apoyo de masas. Hay entonces también un cambio de “protagonista”: el M26J, auto-concebido como mero actor secundario, se adjudica el papel central en el drama revolucionario. En palabras de Mires, “concebido originariamente como un movimiento armado al servicio de la insurrección, el 26 tuvo rápidamente que convertirse en el sujeto mismo de la lucha” (Mires, 1988: 313, la cursiva es mía).
En este punto, podemos decir que las “fuerzas incontrolables” retroalimentaron a la “acción planificada”, fijándole otros rumbos. A partir del fracaso de la huelga, puede aventurarse que el M26J repara en el hecho de que debía dejar de basar su estrategia en lo no planificable para concentrarse en aquello que podía controlar en mayor grado: su propia acción. El eje central de la lucha sería, ahora, la transformación de la guerrilla en un ejército popular. A partir de este punto de inflexión, tiene lugar entonces un doble proceso de centralización y militarización en el M26J que hará posible enfrentar a Batista y posteriormente derrocarlo.
El movimiento, con Fidel Castro como cabeza política y militar, llevó a cabo nuevamente una política de alianzas con las otras organizaciones opositoras, plasmada en el Pacto de Caracas. Cabe destacar que en este documento se manifiesta el hecho de que la huelga de masas había dejado de ser el elemento central de la estrategia del movimiento, así como la lucha armada había dejado de ser un mero respaldo de la acción de masas. Específicamente, se buscaba concertar “una ‘estrategia común para derrocar a la tiranía mediante la insurrección armada’, lo que en el fondo significaba una convención para apoyar al 26…” (Mires 1988: 313, la cursiva es mía, comillas en el original). A la vez, el M26J concertaba de forma independiente acuerdos con un sector excluido de la coalición antibatistiana: los comunistas, que contaban con gran presencia en los sindicatos y el apoyo de la URSS.
La política de alianzas apuntaba también al establecimiento de acuerdos con sectores disidentes del ejército, en un marco en el que el M26J venía ganando importantes batallas. Fue justamente la traición del general Cantillo, quien intentó realizar un golpe de Estado, lo que disparó la realización de la tan ansiada huelga general convocada por Fidel Castro bajo la consigna “revolución sí, golpe de Estado no”. En este punto se produjo, finalmente, el elemento que faltaba: la movilización de las masas. La nueva estrategia del M26J, centrada ahora en su propio accionar -que descansaba fuertemente en la participación de otras organizaciones en la lucha, más que en la movilización de masas per se-, había logrado así que el pueblo se fuera plegando. “El proceso que culminó en la toma del poder fue una combinación de fuerza militar y extrema delicadeza política” (Mires 1988: 315); el dejar de intentar controlar lo incontrolable resultó en el éxito de la revolución. A pesar de todo, Fidel, lejos de atribuirse el triunfo, dirá: “esta guerra no la ganó nadie más que el pueblo. Y lo digo por si alguien cree que la ganó él, o si alguna tropa cree que la ganó ella” (Castro en Mires 1988: 315).
Si bien la revolución había tenido siempre un carácter popular, habría que esperar hasta después del derrocamiento de Batista para que se convirtiera en campesina y obrera, a través por ejemplo de la reforma agraria y la Ley de Alquileres. Esto se vincula con el hecho de que, para el M26J, “la noción de pueblo predominaba por sobre la noción de clase” (Mires 1988: 304). En el primer caso, dice Mires, “sólo después de la toma del poder fueron incorporadas al programa de gobierno las reivindicaciones agrarias (…) Parece estar claro que más que eliminar a la ‘burguesía agraria’ (…) aquello que interesaba al gobierno revolucionario era ganar el apoyo de las grandes masas campesinas” (Mires 1988: 318, comillas en el original). En el segundo, distintos factores hicieron que los trabajadores urbanos, si bien debilitaron a la dictadura con sus huelgas, se sumaran “a la revolución en forma masiva después de que el Ejército Rebelde hubo ganado la guerra” (Mires 1988: 321).
Reflexionemos por un momento acerca de dichos factores. Desde un punto de vista cuantitativo, se observaba en el país una tendencia hacia la pauperización más que hacia un proceso de “proletarización ascendente”; en otras palabras, había casi el doble de desocupados urbanos que de obreros urbanos. Por otra parte, ni los comunistas eran “el” partido de la clase obrera, ni el M26J era un movimiento obrero. De acuerdo a Fidel Castro, a su vez, el sindicalismo mujalista comprometido con Batista había sido el responsable de la poca adhesión obrera a la huelga del ’58. “En fin –plantea Mires- no vacilamos al afirmar que los trabajadores, a la hora de la llegada del Ejército Rebelde a La Habana, no se habían dado ninguna organización de carácter revolucionario que sobrepasara el marco de las acciones reivindicativas o que ligara a éstas con acciones políticas. Fue precisamente esa situación la que llevó a decir a Castro en 1960 (quizá todavía desilusionado por el fiasco de abril de 1958) que ‘los obreros no pensaban como clase’. Lo que seguramente quería decir el caudillo era que los obreros no pensaban como clase revolucionaria…” (Mires 1988: 321, comillas en el original).
Esto nos permite considerar, finalmente, el tema de la clase revolucionaria per se. Al respecto dice Hobsbawm: “el estudio de las llamadas ‘poblaciones revolucionarias’ tiene una significación (…) limitada (…) El punto en cuestión es el supuesto (…) de que la actitud política de cualquier clase o grupo, determinada por su carácter y su lugar en la sociedad, puede situarse dentro de los límites de una escala que va desde la ‘sólidamente revolucionaria’ hasta la ‘perfectamente conservadora’ (…) De hecho, estos procedimientos sustituyen el problema específico de la revolución por el análisis macrosocial, exagerando la estructura y minimizando la situación. La cuestión general de qué tipo de orden socioeconómico es deseado por un grupo social y compatible con esos intereses y de cuál es el que se corresponde, a largo plazo, con esos intereses, no es la misma que la cuestión de cómo se comportará ese grupo social en una situación histórica determinada o cuál será su actitud subjetiva. (…) La estructura y la situación interactúan y determinan los límites de la decisión y de la acción, pero es la situación la que delimita fundamentalmente las posibilidades de acción. En este punto adquiere significación el análisis de las fuerzas capaces de movilizar, organizar e inducir a la acción a grupos de individuos en un nivel decisivo desde el punto de vista político, aunque ese análisis no debe ser aislado…” (Hobsbawm 1990: 28, 29 y 30, comillas y cursivas en el original). En el caso cubano, la “situación” implicaba, entre otras cosas, que la clase obrera no se movilizaría a menos que sus propias organizaciones se lo pidieran. Pero la revolución no era liderada por una organización obrera; además, la “significación estructural” de la clase obrera no era demasiado alta, varias organizaciones sindicales habían sido cooptadas por el Estado batistiano... El hecho de que las condiciones objetivas implicaran una contradicción entre los intereses de los obreros y los de la dictadura no implicó automáticamente que éstos actuaran como revolucionarios. Al referirse a los primeros años luego del derrocamiento, Mires dice: “es cierto que en su desarrollo la revolución ganaba a muchos trabajadores, pero no en cuanto clase sino en cuanto miembros del pueblo. La toma del poder de la clase obrera por parte del Estado –tal era en efecto la paradoja que estaba ocurriendo- se realizaba fundamentalmente mediante golpes de autoridad” (Mires 1988: 323, la cursiva es mía).
Este autor plantea también que el proceso revolucionario cubano –al igual que los otros que analiza en su libro- fue “el resultado de múltiples intereses condensados. El término físico condensación es pertinente, pues con su uso se quiere precisar que las revoluciones han surgido como una unidad resultante de la fusión de muchas rebeliones y movimientos sociales que se influyen y determinan recíprocamente” (Mires 1988: 441, cursiva en el original). De ahí su conclusión: “no me ha sido posible inferir la existencia de una clase subalterna que sea, de por sí, intrínsecamente revolucionaria, o más revolucionaria que otras” (Mires 1988: 441). Como ejemplo, “en la revolución cubana fue la clase obrera la que hizo imposible una salida insurreccional (abril de 1958) obligando a Fidel Castro a buscar una salida a través de la guerra” (Mires 1988: 442). Al igual que Hobsbawm, entonces, Mires –a través del estudio de procesos revolucionarios concretos- plantea que el hecho de que una clase se comporte como revolucionaria o no depende de la situación histórica particular.
A modo de conclusión, considero que en el caso cubano podemos relacionar con la idea de “acción planificada” el planteo de una primera estrategia por parte del Movimiento 26 de Julio basada en la creencia en una pronta huelga insurreccional de masas que haría que la guerra, y con ella el M26J, fueran tan sólo elementos secundarios. Esta “acción planificada” descansaba, entonces, justamente sobre aquello que resultó ser “incontrolable”: la actividad de las masas, que si bien se oponían a la dictadura, en varias oportunidades no respondieron al llamado del movimiento. Esta “incontrolabilidad de la revolución”, que tal como plantea Hobsbawm relegaba a un plano secundario a “las fuerzas organizadas de los revolucionarios y sus estrategias”, fue tenida en cuenta eventualmente por el M26J provocando un cambio en su estrategia, logrando esta vez el objetivo de acabar con la dictadura. A la luz del caso cubano, entonces, vemos no sólo que “durante las revoluciones, las acciones planificadas se desarrollan en un contexto de fuerzas incontrolables”, sino también que las segundas pueden retroalimentar y fijar nuevos rumbos a las primeras. La capacidad de reparar en el hecho de que algo es incontrolable puede terminar siendo productiva, tal como da cuenta la experiencia del M26J. A través del estudio de este caso podemos ver también en acto los planteos teóricos que postulan que la existencia de una “situación revolucionaria” no lleva mecánicamente a un “estallido revolucionario”, así como que no puede hablarse apriorísticamente de la existencia de una clase revolucionaria per se cuyo comportamiento puede ser predicho en función de su ubicación estructural.




Bibliografía


  • Hobsbawm, Eric. “La revolución”, en Roy Porter (ed.), La revolución en la historia, Crítica, Barcelona, 1990.

  • Mires, Fernando. La rebelión permanente, Siglo XXI, México, 1988. Capítulos 5 y 8.
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