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martes, 31 de mayo de 2011

Privatización de lo público en Brasil: microescenas. Guillermo O'Donnell

Autoras/es: Guillermo O'Donnell(*)
En base a la descripción de situaciones cotidianas vividas en Sao Paulo, el autor va desarrollando una percepción de la incapacidad de delimitar lo público y lo privado en nuestros países y, derivado de lo anterior, la dificultad enorme de construir instituciones y elaborar reglas a través de las cuales llegar a una verdadera democracia. Un cierto estilo patrimonialista y prebendalista de hacer política penetra todas las instancias sociales, a cuyo ejemplo los intereses privilegiados «asaltan» el espacio público del Estado, privatizándolo y pulverizándolo. (**)
(Fecha original del artículo: Octubre 1988)


Primera situación

Una de esas mañanas iba desde mi casa a la Universidad de Sao Paulo, la USP. Lle­gué a la Plaza Panamericana por el carril de la izquierda. Me encontré con una si­tuación insólita en esta bendita ciudad: en tanto que en los otros carriles los autos estaban parados, en el que yo venía tenía unos 30 metros libres para continuar avanzando. Lo hice, pero un auto que estaba en el carril del centro salió hacia el iz­quierdo, por el cual yo avanzaba, súbitamente y sin hacer señal con la mano o la luz de giro. Tuve que frenar violentamente y, atrás mío, tuvieron que hacerlo, con los consiguientes chirridos y gritos de protesta, varios otros autos. Acabé con el pa­ragolpes del mío a pocos centímetros de la puerta del auto del invasor de carriles. Acostumbrado a tomarme con calma este tipo de incidente, me sorprendió la furia del invasor, quien a gritos me hizo saber que debería haber sido obvio para mí que, ya que había un espacio en el carril por el cual yo avanzaba, él iba a ocuparlo. No intenté argumentarle que en principio le correspondía mantenerse en su carril (so­bre todo porque cuando salió del mismo mí auto ya estaba muy cerca del suyo) y que, si iba a salir de su carril, debía al menos señalizar su intención. No lo hice por­que, aparte de las condiciones tan poco propicias para un diálogo fecundo en la que nos hallábamos, era ampliamente evidente que para esta persona tal argumen­to hubiera sido, lisa y llanamente, incomprensible. Para él, el asunto empezaba y terminaba en que había un espacio disponible y que por supuesto, aún a riesgo de un choque, él iba a ocuparlo y que yo, más allá de intrascendentes formalidades que reglan el tránsito, tendría que saber eso. Enseguida, el invasor logró sorpren­derme nuevamente: resulta que unos 100 metros después debía doblar... ¡a la dere­cha! De manera que, luego de haber ocupado su espacio en la extrema izquierda partió en diagonal hacia la extrema derecha, haciendo otra pequeña pero no intras­cendente contribución a esta inmensa bagunza que es el tránsito de Sao Paulo. Continué hacia la USP, pensando en el asunto de la ocupación de espacio y en la irracionalidad que, incluso para su devoto practicante, implicaba que inmediata­mente después de conquistarlo con tanto costo emocional, tuviera que doblar exac­tamente hacia el otro lado. Pero en la USP recibí otra lección, ahora altamente ra­cional, pero no menos perversa, sobre - en el fondo - el mismo tema.


Segunda situación

La USP ha tenido la buena idea de colocar, cerca de la entrada de algunos edificios, espacios reservados para que personas con dificultades físicas estacionemos nues­tros autos. Llovía. Me dije que, como ya aprendí, esto garantizaba que esos espa­cios no estuvieran libres. Así fue. Horas después, al salir, coincidí con una persona en envidiable estado atlético, que estaba subiendo a uno de los autos estacionados en aquellos espacios. No resistí la tentación de decirle que me parecía mal que, de esa forma, impidiera el uso de aquellos por parte de quienes realmente los necesi­tan. Con irreprochable lógica me respondió que, efectivamente, le parecía mal, pero que eso en nada ayudaba porque si él dejaba de hacerlo, con seguridad otros lo harían. Lo cual sin duda es verdad y, desde el punto de vista del ilustre colega o el aventajado estudiante que consigue ocupar el espacio, altamente racional ya que -en contraste con el malhumorado motorista y su ineficiente desplazamiento en diagonal -aquél minimiza eficientemente la distancia entre su auto y el edificio donde se dedica a cuestiones mucho más elevadas que las referidas a autos y esta­cionamientos. Atrás de ellas, sin embargo, está la apropiación privada de un espa­cio público sometido a reglas que, como las de manejo y, muy ostensivamente, las de estacionamiento para lisiados, pretenden crear ese espacio y someterlo a ciertas pautas universalmente válidas.

No pude dejar de preguntarme: ¿Estas microescenas tienen algo que ver con el gran tema de la privatización o colonización del aparato estatal, y con el patrimo­nialismo y el prebendalismo como modos prevalecientes de gobernar y de hacer política? ¿Dice algo que ellas también ocurran en la USP?


Tercera situación

Volví a casa rumiando estas cuestiones. Recordé entonces una situación de un par de semanas atrás, cuando unos amigos -a quienes pido disculpas por recordarlos en este contexto -nos invitaron a pasar un agradable fin de semana en una playa sobre la ruta Río-Santos. Bello lugar, playa limpia. Forma de conseguirlo: ingenio­sas y elaboradas construcciones y desvíos apoyados por hostiles cancerberos, desti­nados a impedir el acceso a los temidos farofeiros. Playa pública apropiada por un pequeño grupo de cuidadosos propietarios, amantes de una naturaleza bella y lim­pia. Igual que en la escena de la USP, el argumento que sustenta esa apropiación es tan racional como eficiente: como otras playas de la región muestran patéticamen­te, sin esos sistemas de exclusión de los «otros» suele ocurrir una tan rápida como brutal contaminación. Resultado: por un lado, es racional para los privilegiados propietarios tratar de excluir «su» playa del uso público; por el otro, los innumera­bles excluidos no van a sentir que esa es también (por pública) su playa y, por lo tanto, es mucho más improbable que adopten comportamientos menos predato­rios... lo cual a su vez refuerza la motivación de excluirlos.


Cuarta situación

Ese era, decididamente, mi día de espacios, en parte porque realmente lo era y ­por supuesto - también porque la pedagogía práctica que había recibido en la Plaza Panamericana me llevó a re -conocer otros lados del tema de la ocupación privada de espacios públicos. Mi hija había sido invitada a jugar después de la escuela a la casa de una amiguita. Fui a buscarla, anticipando unos minutos de agradable con­versación con sus padres -ella, psicóloga exitosa, él empresario medio. Con mi ha­bitual talento para perderme en Sao Paulo, descubrí con preocupación que el tra­yecto que conocía, poco antes de llegar a la casa de aquéllos, había sido interrumpi­do por esa formidable barrera de obstáculos con que el ingenio de los barrios de clase alta paulista impide el paso de vehículos. Luego de algunas vueltas llegué a la casa. Ya obsesivamente atento a nuestro tema, cometí (mea culpa) la hipocresía de comentar, con el aire más casual posible, la colocación de esos obstáculos. La respuesta fue, nuevamente, perfectamente racional: esas calles se habían vuelto su­mamente peligrosas, debido a la criminal velocidad con que algunos motoristas transitaban por ellas; por lo tanto, en una decisión cuya legalidad o ilegalidad no fue mencionada (aparentemente, porque para mis interlocutores, igual que para mis amigos de la playa, de alguna manera era irrelevante), ellos y sus vecinos habí­an decidido cerrar la calle. Igual que en la playa, en este caso los peligros provoca­dos por alocados motoristas habían sido eficientemente eliminados mediante la apropiación privada, ahora, de aquello que tal vez más tiene de público, la vida ur­bana, la calle [1].

Aunque he viajado mucho, no conozco otro país donde se haya llegado hasta este extremo -excepto para hacer las calles aún más públicas, reservándolas exclusiva­mente para peatones. Por otro lado, mis pobres conocimientos de las consecuencias de la estructura de clases brasileñas me hacen presentar como hipótesis muy tenta­tiva lo siguiente: los barrios de clase alta tienen la posibilidad de, simplemente, ce­rrar las calles (siempre que no exageren demasiado y no se pueda llegar a ellos, lo que pone un premio en los vecinos que consiguen hacerlo primero); los barrios de clase media, sobre todo aquéllos en los que han ocurrido «demasiados» accidentes, pueden recurrir a los (literales) quebra-molas que -salvo a los hijos-de-papá a los que no les importa mucho que sus autos queden destrozados por seguir andando a sus impunes velocidades -obligan al resto de los mortales a disminuir hasta casi cero la velocidad de su auto frente a esos agresivos obstáculos.

¿Consecuencias? Algunos -cerrando las calles -logran escudarse de las veloces in­cursiones de los motoristas, mortales farofeiros, que pasan por ahí. Otros, colocan­do los quebra-molas, logran chances razonables de supervivencia, al hacer que casi todos los autos disminuyan la velocidad en «sus» calles. Queda, es cierto, buena parte de la ciudad protegida de la locura veloz de tantos motoristas por el hecho de que están casi siempre embotelladas. El resto, las otras calles y casi todas ellas de noche, son el espacio que queda «libre» para ocupar, de cualquier forma que sea, todos los espacios posibles -y en las cuales si alguien, idiota certificado, se detiene frente a una luz roja tiene 49% de probabilidad de ser atropellado desde atrás por mi adversario de la Plaza Panamericana (a quien por supuesto no se le puede ocu­rrir que alguien vaya a hacer algo tan desatinado), 49% de probabilidad de ser asal­tado y un magro 2% de continuar tranquilamente su travesía.

Si, entonces, tantos espacios quedan excluidos por cierre de calles o, parcialmente, por poderosos quebra-molas o, buena parte del día, por embotellamientos, parece inevitable que el resto de ese primordial espacio público que es la calle quede abierto para otro tipo, diferente y conflictivo pero complementario, de apropiación privada: la supremacía de los que no respetan ninguna regla para dirigir sus autos. Más que los autos abollados que componen ese supremo kitsch con que Janio Qua­dros decorara Sao Paulo, las víctimas favoritas de estos bárbaros son los bípedos humanos (y diversos cuadrúpedos) que se aventuran por esos laberintos urbanos sin la coraza metálica de su propio auto. Esto, por cierto, refuerza la racionalidad, si uno tiene las conexiones «necesarias» con las autoridades «pertinentes», de se­guir cerrando calles o colocando quebra-molas. Tales apropiaciones (privadas) de la calle hacen más probable, y subjetivamente legítimo, que los otros se apropien privadamente, a su manera, de lo que resta; es decir, conduciendo sus vehículos de una manera que hace aún más entendible cerrar otras calles y colocando más que­bra-molas.

En la Plaza Panamericana vimos un caso de compulsiva apropiación del espacio que era irracional (por ineficiente, ya que pronto mi adversario debía doblar a la derecha) para el propio actor. Subiendo velozmente en la escala educacional, en la USP vimos un caso de apropiación de un espacio públicamente regulado, por moti­vos tan racionales como cínicos y autoconscientes. Probablemente el empleo y sala­rio de mi interlocutor en esa situación no lo califiquen como miembro de las clases altas, aunque su curriculum vitae y el de los otros ocupantes de esos espacios los debieran hacer los más probables candidatos a tener una avanzada conciencia cívi­ca. Pero la situación de la playa y, sobre todo, de la calle cerrada, nos condujeron hacía segmentos de muy altos ingresos y expresiones altamente ilustradas de la burguesía (burguesía media, es cierto, pues la alta -de nuevo, por subjetivamente entendible temor a ser asaltada o secuestrada -en lugar o además de cerrar calles, vive adentro del equivalente contemporáneo de las fortificaciones medievales). Allí también la misma lógica apareció: las condiciones imperantes son tales que es lógi­co que el que puede privatice los espacios públicos a su alcance. Al hacerlo no pa­recen tener sentimientos de culpa; después de todo, para tales sentimientos habría que tener alguna perspectiva cívico/republicana; es decir, que la separación entre lo público y lo privado es relevante y que, por lo tanto, incluso a costa de algunos sacrificios individuales, vale la pena mantenerla. Esa perspectiva, a pesar de la vi­sión en muchos aspectos moderna y, en los niveles macropolíticos, democrática de esas personas, no la encontré. Pero, si ellos no tienen sentimientos de culpa, la que realizan no es una apropiación triunfante y segura de los respectivos espacios pú­blicos. Es, claramente, una privatización defensiva de lo público, motivada por la percepción -certera -de que si no lo hacen, como en la USP, otros lo harán y nada habrá cambiado o, como en la playa y en la calle, que no sólo otros lo harán, sino que su comportamiento predatorio no dejará para nadie nada que valga la pena. Todo lo cual empuja para que cada uno siga haciendo lo mismo, con consecuencias perversas para todos.


Quinta situación

A esta altura de mis reflexiones comencé a reconciliarme con el invasor de la Plaza Panamericana. Dentro de la sesgada muestra constituida por ese día de espacios públicos privatizados, aquél, sin duda estaba en lo más bajo de la escala social. Al menos había reivindicado con potente agresividad su derecho a cierto espacio, aunque fuera el que sólo momentáneamente le ofrecía una coyuntura del tránsito. Probablemente una larga experiencia de exclusión había alimentado la evidente voracidad con que se lanzó a conquistar un espacio mucho más evanescente y, so­bre todo, más vicario que el de los otros «privatizadores» que encontré o recordé ese día. Pero cuando, a partir de ese razonamiento, me lanzaba a (ideológicamente) reconfortantes consideraciones, se me cruzó -perversidades de un inconsciente más reaccionario que mi super-ego -la memoria de un episodio que sugiere que esas características están repartidas, al menos en Sao Paulo, con notable ecuanimi­dad a lo largo de las diversas clases y sectores sociales.

Hace dos veranos (¿o tres?, el timing alucinante de los últimos tiempos brasileños confunde mi memoria) hubo una gran sequía en Sao Paulo. El gobierno estadual hizo una campaña pidiendo que restringiéramos el consumo de agua, avisando que si ello no ocurriera sería necesario recurrir a cortes de la misma. Claramente, una moderada restricción en el consumo de cada uno sería mejor para todos que pasar algunos días sin una gota de agua. El resultado de esa campaña fue realmen­te espectacular; ¡parece que el consumo global de agua aumentó un 5%! La conse­cuencia fue el racionamiento, con lo cual terminamos peor que si hubiéramos mo­derado el uso de agua; terminamos aún peor los que en un comienzo nos perjudi­camos ahorrando agua, debiendo después, porque otros aparentemente hicieron todo lo contrario, sufrir junto con éstos las consecuencias del racionamiento.


¿Y todo esto qué quiere decir?

Me apresuro a declarar que no estoy nada seguro qué significado tiene. Por un lado, como lectores/as avisados habrán advertido, mis experiencias, memorias y razonamientos han ido escalando hasta el punto de sugerir que Brasil enfrenta un gigantesco dilema del prisionero [2]. Este dilema parece particularmente severo si lo vemos aparecer en prácticas de actores sociales que se supone deberían hallarse en­tre los mejores candidatos para desarrollar, y para contagiar a otros, prácticas cívi­cas y republicanas de clara delimitación entre lo público y lo privado y, por lo tan­to, de obediencia y reafirmación de las reglas e instituciones que sustentan esa deli­mitación.

En este contexto vale la pena recordar otro episodio. Hace un par de años un dipu­tado estadual entró al palacio de gobierno en apoyo de un grupo de huelguistas. El gobernador Hélio Gueiros hizo expulsar con violencia a los incursores, incluso al diputado. Criticado por esto, el gobernador se despachó por TV con una bella de­fensa: cualquiera tiene el derecho de expulsar de su propia casa a alguien indesea­do -el palacio de gobierno era metaforizado como igual a la casa de cada uno. Igual que a mi airado interlocutor de la Plaza Panamericana, era evidente que al gobernador su argumento le parecía enteramente obvio. La idea que hay algunas diferencias fundamentales entre lo público y lo privado, y que hay, o sería urgente implantar, reglas que delimiten esas esferas, le era tan ajena como las reglas de tránsito a aquel motorista.

Los problemas derivados de la predominancia de un estilo patrimonialista y pre­bendalista de hacer política y de gobernar los he comentado en un trabajo reciente 3 . Su lado principal consiste, precisamente, en la incapacidad de delimitar lo público y lo privado y, a partir de eso, en la enorme dificultad de construir las instituciones y elaborar las reglas a partir de las cuales se puede construir la dimensión cívica y republicana sin la cual jamás llegaremos a un régimen democrático. La resultante es una política sin mediaciones institucionales; en su práctica convergen, al interior del aparato estatal -desde una esfera seudopública aquel estilo patrimonialista y ­desde la sociedad -el asalto de intereses privilegiados que, como los de nuestras microescenas, privatizan, pulverizándolo, el espacio público del Estado.

Tal vez lo más grave de esos comportamientos sea que, probablemente, buena par­te de ellos no sea corrupta, en el sentido de estar motivados por la intención de lo­grar beneficios materiales para los que los realizan. Acabo de sugerir el término «seudopúblico» para indicar que los actores patrimonialistas de la política brasile­ña ejercen, por cierto, el derecho de mandar y rara vez recusan las mordomias que les confieren sus posiciones gubernamentales. Pero, demasiadas veces, da la impre­sión que, como en el caso de nuestros motoristas, las reglas son olímpicamente ig­noradas, hasta el punto que si alguien las invoca esos actores reaccionan con, para ellos, justificado enojo («¿cómo no puedo hacer esto yo?») [4]; desde el presidente Sar­ney para abajo uno podría hacer un riquísimo inventario de estas reacciones. De nuevo, igual que con el motorista, dudo que sea útil tratar de convencerlos: parece tratarse de personas que no pueden concebir que sus conductas deben regularse por ciertas reglas e instituciones. Estas, en todo caso, como ya vimos en las otras micro-escenas, cuando no pueden ser prepotentemente ignoradas, son un enojoso obstáculo respecto del cual, tanto más cuanto más poder uno tiene, es siempre po­sible -y necesario -dar um jeito. Aquí viene una observación importante: frente a esto, los excluidos son, inevitablemente, farofeiros.

Por eso es que los gobernantes patrimonialistas y los intereses a los cuales facilitan colonizar el aparato estatal tienen terror de las elecciones - ese día tan especial en el que ellos pesan igual que los farofeiros de un sistema político que aquéllos querrí­an tan bien resguardado como sus playas y barrios. Es por esto mismo que esas «élites» son, si no necesariamente anti-democráticas, claramente no-democráticas. Convengamos que con tales personajes ocupando buena parte de las posiciones principales en el sistema político y en el aparato estatal, no es tarea fácil -ni proba­ble - avanzar en la construcción de un régimen democrático.

Las analogías entre las micro-escenas y las referencias que acabo de hacer a los grandes dramas de la política me parecen significativas. Pero sería por lo menos apresurado - y metodológicamente sacrílego - argumentar que micro-escenas y ma­cro-dramas se relacionan directamente o se reflejan mutuamente. Pero, como dice el refrán castellano, «yo no creo en las brujas, pero de haberlas, las hay» -entre es­tas microescenas y aquellos macro-problemas, algunas relaciones no triviales tam­bién debe haber -. Declaro mi incompetencia para establecer cuáles serían esas rela­ciones, pero afirmo enfáticamente la necesidad de no dejarlas de lado, si es que queremos entender y comenzar a resolver aquellas grandes y cruciales cuestiones.


Notas

(*) Cientista político argentino. Es director académico del He­len Kellog Institute for International Studies, Universidad de Notre Dame, EEUU. Investigador del CEBRAP, Sao Paulo. Autor de numerosas publicaciones, en dis­tintos idiomas.

(**) Esta es la primera vez que se publican en español ambos artículos, que aparecie­ron en portugués en el N° 22 de la revista del CEBRAP, Novos Estudos, p. 45 y ss.

[1] Por supuesto, la referencia obligada en relación con estos temas son las reflexiones de Roberto Da-Matta; de este autor ver, esp., A casa e a rua (Editora Brasiliense, Sao Paulo, 1985); O que faz o Bra ­sil, Brasil? (Editora Rocco, Río de Janeiro, 2º edición, 1986); y «The Quest for Citizenship in a Rela­tional Universe », en John Wirth et al., (eds.): State and Society in Brazil. Continuity and Change (Westview Press, Boulder, 1987).
[2] Sin entrar en tecnicidades, el tema del dilema del prisionero alude a una familia de situaciones donde la agregación de micro-racionalidades produce efectos perversos para el conjunto social e, incluso, menos favorables para cada actor que las que éstos hubieran conseguido siguiendo una es­trategia cooperativa. Dentro de esa «familia», una especificidad del dilema del prisionero es que un egoísta racional seguiría siéndolo aunque sepa que los demás han adoptado una estrategia coopera­tiva. En nuestro caso, este tipo de actor siguió usando tanta o más agua que antes; si los otros aho­rraban agua y por lo tanto se evitaban los cortes de la misma, aquel quedaba en el mejor de los mundos; si los otros no ahorraban, de todas formas iba a haber corte de agua, por lo que no valía la pena, hasta que eso ocurriera, dejar de usar toda el agua que quería. Los que en este tipo de situa­ción cooperamos, restringiendo el consumo de agua y de todas formas sufrimos los cortes, en la lite­ratura de teoría de juegos recibimos, merecidamente, el nombre de suckers. La extensión -más o menos rigurosa - de este tipo de situación a las otras presentadas en este texto es, espero, razonable­mente obvia. 

[3] O'Donnell, Guillermo: «Transiçoes, continuidades e alguns paradoxos», en Fábio Wanderley Reis y Guillermo O'Donnell (orgs.): Democracia no Brasil: Dilemas e Oportunidades (Ediçoes Vértices, Sao Paulo, 1988).

[4] Nuevamente remito aquí a las obras de Roberto DaMatta. Ver, además de las ya citadas, Carnavais, Malandros e Heróis (Zahar Editores, Río de Janeiro, 1979).


Referencias

*DaMatta, Roberto, A CASA E A RUA. -Sao Paulo, Brasil, Editora Brasiliense. 1985; Wirth, John -­The Quest for Citizenship in a Relational Universe.

*DaMatta, Roberto, CARNAVAIS, MALANDROS E HEROIS. -Río de Janeiro, Brasil, Zahar Edito­res. 1979;

*DaMatta, Roberto, O QUE FAZ O BRASIL, BRASIL?. -Río de Janeiro, Editora Rocco. 1986; Wan­derley-Reis, Fábio; O'Donnell, Guillermo -- Transiçoes, continuidades e alguns paradoxos.

*DaMatta, Roberto, STATE AND SOCIETY IN BRAZIL. CONTINUITY AND CHANGE. -Boulder, Westview Press. 1987;

*O'Donnell, Guillermo, DEMOCRACIA NO BRASIL: DILEMAS E OPORTUNIDADES. -Sao Paulo, Brasil, Ediçoes Vértices. 1988;


Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad Nº 104 No­viembre- Diciembre 1989, ISSN: 0251-3552, <www.nuso.org>.

1 comentario:

Mario dijo...

Debido a que tengo Pasajes a rio
de janeiro
para ir próximamente, estoy averiguando acerca de la situación y la política de Brasil para saber a donde voy a ir cuando este de vacaciones en dicho lugar