Fuente: Página/12
Pocos se acuerdan ya del horario. Añaden horas a su jornada, pero no es fácil averigua por qué. Muchas veces se lo impone el patrón o el jefe, y no se sienten en aptitud de negarse. Pero antes de admitirlo prefieren sostener que les gusta trabajar de más, aunque no se lo paguen. Que en casa se sienten inútiles. O se aburren, o se pelean. El fetiche del trabajo los consuela.
¿Por qué será que la gente sólo considera productivo lo que hace fuera del hogar a cambio de una retribución? Lo que se hace fuera del trabajo, y aún peor en casa, es fatalmente improductivo. Así es como lo siente Norma, una enfermera de 45 años: “Si estoy en mi casa no hago nada útil, pero en el trabajo siento que ayudo a la gente. Allí las cosas no andan lo mismo sin mí. En casa me pongo nerviosa, se me hace aburrido y largo”. Y también Luis, de 61 años: “Si no trabajara me sentiría un inútil”. “En casa puedo estar cómoda, ¿pero si no hago nada para qué vivo?", se pregunta Daniela, de 21 años. “Prefiero estar en el trabajo antes que en mi casa, sin nada qué hacer porque odio aburrirme”, declara Pablo de 28 años. Para todos ellos solo lo productivo es útil, pero nada lo será si no genera ingresos. Lo creativo, y aún lo recreativo, tiene poco valor. Para escaparle a esta desvalorización la gente busca refugio en la oficina, la fábrica, el negocio o en el teléfono celular.
Claro que no siempre es esta la razón. Lo cuenta un laburante. “El dueño me dice: 'Che, Ramón, hoy hay que quedarse más tiempo', y yo me tengo que quedar porque si no me rajan. Me rajan, ¿viste?". Este abuso lo padecen hoy muchos trabajadores, que sólo se atreven a quejarse en voz baja.
Las causas externas, estructurales, como la desocupación, a menudo quedan ocultas en el discurso sobre el trabajo. La gente reconoce que se queda después de hora, pero se justifica declarando que lo hace con gusto, por propia voluntad. El temor al desempleo está bien escondido en las palabras de Daniela: "Mi horario es hasta las 17,15 horas, pero suelo quedarme entre una y dos horas más. Me gusta dejar terminado el trabajo, así al día siguiente empiezo de cero. Ese tiempo no me lo pagan, pero es mejor para mí. Además, no me dan ganas de volver a mi casa, ¿para hacer qué?"
Mario de 25 años cuenta que todos los días se quedaba trabajando mas allá de su horario. Primero porque la empresa lo necesitaba y con ello mejoraba la remuneración y el trato. “Me gustaba tanto que no era una obligación era un placer” asegura ¿Un placer? Mas bien una “cobertura ideológica” según Bialakowsky, que encubre la necesidad de defender su puesto. La mayoría de los entrevistados esconde las causas sociales, ajenas a su control, bajo la invocación de motivaciones personales.
Sin embargo la psicóloga Graciela Zucchi opina que la disposición a adicionar horas es mayor en trabajos más creativos y donde impere un buen clima psicológico: “En un lugar con normas muy estrictas, uno cumple y se va. Si hay un ambiente de camaradería, se tejen relaciones más inmediatas y afectivas entre los miembros de la organización".
Julio Testa explica que a los asalariados no les es dable elegir cuánto tiempo destinan al trabajo y cuánto a su familia. Inmersos en una situación de “miseria y exclusión, están obligados a hacer lo que les impone la sociedad”. Para Testa es el trabajador de clase media el que suma horas voluntariamente: “Pone en el trabajo más de lo normal. Sufre de esa patología llamada fetichismo del trabajo. El trabajo se le impone como modo de vida. Es su mujer, su amante. Deja de ser un medio y se convierte en un fin en sí mismo".
Graciela Zucchi explica que el trabajo es algo más que una fuente de ingresos. Hay gente que encuentra en él seguridad, protección, amistad, solidaridad, relaciones sociales. Coincide con ella Mario, quien “iba al trabajo a conocer nueva gente, a aprender cosas nuevas”. También está de acuerdo Juan, dueño de una librería: “Me gusta porque estoy en contacto con la gente, en relación directa. Es lindo tratar con gente. Te charlan, te cuentan su vida. A veces cansa, pero generalmente no tengo ganas de volver a mi casa”.
Ernesto Aguirre trata de entender por qué: el punto está en cómo se organiza el hogar frente a la crisis.
Explica Marta Panaia: “La familia puede plantear situaciones desfavorables, incluso violentas. En cambio, el trabajo es organizado, monótono. Allí es más fácil ubicarse. En casa hay que enfrentarse con roles, conflictos. Falta plata, falta espacio, se superpone el tiempo de los chicos con el de los adultos. Es común que los jóvenes, que prefieran vivir solos pero no pueden mantenerse, se vayan al trabajo o a la universidad con tal de no estar enfrentándose con los padres o con la abuela”. Lo confirma Ana, una entrevistada: “Llego a mi casa y ya me quiero ir. Es un lío, está lleno de gente, no se puede estar”. Ella convive con su madre, su hermano, dos de sus hermanas, el marido de una de ellas y su sobrina. Ramón, padre de tres hijos , cuenta lo suyo: “Cuando llego a mi casa, a las diez o las once de la noche, mi señora me lo echa en cara, porque mi horario es hasta las seis, supuestamente. Un poco de razón tiene, porque a veces llego y los pibes ya están dormidos. No los veo nunca. Pero ¿yo que puedo hacer? Además, ojo, yo la paso bien en el laburo. Dentro de todo la paso bien. El trato es bueno, no hay tantas presiones. Y llego a casa cansado y mi señora me grita o, peor, no me habla. Entonces menos ganas de volver a casa me agarran. Es un círculo vicioso ¿viste? Como estoy mucho tiempo en la fábrica, la paso mal en casa. Por mi señora, ¿viste? Y como la paso mal en casa, a veces prefiero quedarme en el trabajo”.
Para las mujeres, volver a casa después del trabajo puede ser aún peor porque la casa está llena de obligaciones. No representa el placer frente a la penuria del trabajo. No les da dinero, ni prestigio social ni identidad. Por algo tantas mujeres se pregunta por qué salir del trabajo para ir a meterse en un lugar peor.
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