No hay acuerdo entre los
académicos sobre el concepto de cultura popular. Según algunos autores
dicha cultura, propia del popolino, del common people, de les petits
gens, abreva en las mismas fuentes que la cultura folklórica -hoy
convertida en folclórica por gracia de una españolización de la vieja
voz inglesa- y tiene que ver con las supervivencias de pautas y rasgos
pertenecientes a los distintos acarreos sociales, de superficie o de
fondo, que forman los sedimentos del estrato folk.
A dicho estrato se le reconoce una
radicación eminentemente rural, aunque su gran megáfono en la edad
premaquinista europea fuera la plaza pública de la polis, de
la civitas o del bourg, convertida semanalmente en la tumultuosa y
colorida sede del mercado al que acudían los campesinos a vender sus
productos.
Ya que ha entrado en escena el término
"campesino", conviene expresar que el sector campesino de una sociedad
global se define en función del mundo urbano. La existencia de la ciudad
determina la de un campo circundante que la abastece y cuyos pobladores
en la mayoría de los casos un status inferior al de los ciudadanos. Los
"salvajes", en cambio, están al margen de ambas categorías
socioeconómicas, según lo explicaba R. Redfield en una tesis que en su
época conoció una amplia difusión, aunque más de una vez fuera
enérgicamente controvertida (1). En
efecto, el "salvaje" prealfabeto, o ágrafo, como también se dice, no
tiene relaciones con los sectores analfabetos del campo ni con las
gentes alfabetizadas -más o menos ilustradas, más o menos cultivadas-
que integran los núcleos ciudadanos -o citadinos, como especifica un
servicial galicismo- donde se concentran las instituciones del Estado.
Los pocos "salvajes" o "primitivos contemporáneos" - un discutible
término, por cierto- aún subsistentes, al ser embestidos armas en mano
por los buscadores de materias primas, se extinguen, destribalizan y
deculturan a velocidad creciente. De tal modo, arrinconados en el fondo
de sus marsupias selváticas o contratados como mano de obra por los
capataces del mercado mundial, desaparecen o se proletarizan,
convirtiéndose así en los miserables despojos de un antiguo santuario
arcaizante.
En efecto, estos últimos relictos de
humanidades en armonía con los ecosistemas- y no enfrentadas a los
mismos como sucede con los habitantes del hemisferio urbano- hasta
principios del siglo XX se hallaban de espaldas a la civilización
maquinista y su cortejo de signos y símbolos.
La civilización, en tanto que cultura de
las ciudades, surgió hace algo más de seis mil años en la "Medialuna de
las tierras fértiles", aquella región de Afrasia cuyos oasis fluviales
se extienden desde el Nilo hasta el Eufrates. Los rasgos históricos
propios de dicha zona fueron instaurados por los géneros de vida y
concepciones de la vida que impulsaron un tipo especial de saber. Este
tipo de saber, posteriormente, halló su más acabada expresión en
la Universitas. La sapiencia y la docencia universitarias estuvieron
precedidas por el hermetismo cognitivo de una élite -hechiceros,
chamanes, sacerdotes, ocultistas - especializada en el manejo y defensa
de la Tradición. Dicho conocimiento esotérico, acaparado inicialmente
por las minorías privilegiadas, fue anegado y trastocado por la
secularización del poder, cuyas instituciones clásicas interrelacionadas
-gobierno, iglesia, milicia, escuela- se expresan en y caracterizan a los
sistemas urbanos. La universalización y racionalización del
conocimiento logrado en las ciudades se obtuvo al precio de un triple
vaciamiento del espíritu popular: la desacralización de lo divino y
misterioso, la desmitificación de las creencias en maravillas y
prodigios, la banalización de las ceremonias "de paso" que pautan el
transcurso de la vida.
Campesinos y aldeanos
Otra precisión apunta a los aspectos
económicos del mundo campesino propiamente dicho, anclado aún en la
rutina productiva del arcaísmo rural. Según los especialistas en la
materia, la economía de estilo campesino es aquella en la cual los
trabajadores del agro comercializan en la ciudad no más de un 25% de sus
productos alimenticios, reservando los otros al mantenimiento de la
familia y la comunidad. Por último, en lo que se refiere al tipo
de hábitat, se consideran campesinos propiamente dichos los trabajadores
del agro que residen en sus fundos, relativamente aislados los unos de
los otros. En cambio se denominan aldeanos a quienes viven en un núcleo
poblado, homogéneo desde el punto de vista de los "roles" sociales, al
que circundan las tierras de labor. El bocage francés y el open
field inglés ofician, desde el punto de la geografía agraria, como
telones de fondo de esas dos especies de establecimientos humanos, al
par que constituyen los marcos espaciales de los paisajes agrarios
cerrados o abiertos.
Considerada desde el punto de vista
sociológico y antropológico esta última distinción tiene cierta
importancia. Conviene señalarla, aunque sin extenderse en ella, pues al
referirnos a los campesinos en sentido lato, generalmente estamos
incluyendo en dicha categoría a los aldeanos, es decir, a una suerte de
pobladores rurales cuya concentración residencial genera fenómenos
sociales y culturales con características propias.
De vuelta a los dos bandos
En la posición que sostiene la
existencia de hondas raíces temporales, que retrotraen a muy lejanas
épocas la gestación de los arquetipos populares, figuran los ejemplares
estudios de Mijail Bajtin, quien atribuye a la cultura de la gente
humilde y trabajadora, del pueblo llano, del campesinado y del
aldeanato, "una evolución milenaria" (2). Otros
tratadistas, entre los cuales se encuentra C.W.E. Bigsby, distinguen la
cultura campesina de la cultura popular al tiempo que relacionan la
génesis de ésta con los procesos modernos derivados de "la urbanización y
la industrialización" (3).
Tenemos así dos bandos que discrepan en
cuanto al origen y desarrollo de la cultura popular. Uno es el de
aquellos que ponderan su espontaneidad y frescura, su jocundo aire
festivo, francamente carnavalesco, nacido en el suelo fértil de la
cazurrería del rusticus y el villanus (o sea el aldeano), y otro el de
quienes anotan que "la cultura popular, hija de la tecnología, se ha
visto frecuentemente como símbolo de un nuevo embrutecimiento" (4).
¿Dónde está la verdad o, por lo menos,
cuáles son las concepciones que revelan mejor puntería conceptual?
¿Aquéllas que ahondan en los fundamentos agrarios de una cultura popular
cuyos rasgos empalman los modales del rusticus con los del civis de
medio pelo y cuya trayectoria hace subir por ascensión capilar los
productos de la ruralia a las plazas de la ciudad y de ahí al repertorio
costumbrista y al acervo mental de las gentes urbanas? ¿Aquellas que la
convierten en un producto fabricado por los amanuenses culturales de la
industrialización o, mutantis mutandi, por los industriales de la
cultura, al margen del trasfondo tradicional de las clases populares y
sus repertorios de "larga duración", y digo así parafraseando a Braudel?
Pero en este último caso ¿no estaremos metiendo la cultura popular en
la misma bolsa donde se hacinan los productos, que algunos califican
como espurios, de la cultura de masas? O, en definitiva, ¿se trata de un
manejo equívoco del término pueblo, elusivo de por sí, dado que ha
recibido a lo largo de su trayectoria histórica una serie de cargas
semánticas, afectadas por el prejuicio clasista y una ideologizada
refracción en el espectro de las diversas "mentalidades"? Vistas las
anteriores corrientes, las cuales adjudican distintas valencias a los
contenidos y alcances de la cultura popular, sometiéndola, de paso, al
manejo político, o politizado, del término, creo que conviene echar una
mirada diacrónica hacia los orígenes de sus componentes significativos
y, paralelamente, emprender una excursión sincrónica hacia las comarcas
de las sociedades coetáneas, lo que no implica necesariamente que sus
tecnologías sean "contemporáneas". Así lo demuestran, por ejemplo, la
coexistencia del camello y el jet en Arabia Saudita.
A lo largo de este viaje intentaré
arrojar alguna claridad -a partir de los datos que nos facilitan la
historia y la etnología- sobre un neblinoso territorio que la polisemia
oscurece y la subjetividad trascendental, o "la conciencia de clase", o
los idola fori, o el parti pris, o los intereses creados, para decirlo
sin ambages, colman de espejismos.
Para entrar en materia
La construcción del concepto de lo que
es (y no es) la cultura, considerada desde el ángulo científico, se
desarrolló en derredor del esquema descriptivo diseñado por Edward B.
Tylor a fines del siglo XIX (5). Fue
a lo largo de los cinco primeros decenios del siglo XX, que las
ciencias sociales y las ciencias "del hombre", como gustaban decir los
franceses al referirse a las disciplinas etnológicas, se abocaron a la
obra, llena de sobresaltos y controversias, de elaborar una noción
unitaria acerca del ser y el menester de lo que científicamente
significa la voz cultura. No hubo pacífico acuerdo. En vez de una
definición, simple y escueta como las que emplea la física, brotó una
bandada de nociones -hoy superan el medio millar- que, si bien pueden
agruparse en cuatro o cinco categorías básicas, han impedido acuñar un
concepto ínter e intradisciplinario, válido a la vez para los
antropólogos, los sociólogos y los psicólogos sociales, amén del
científico que trabaja en otros campos y el representante de las
minorías dirigentes -ya políticas, ya artísticas, ya literarias- que muy
a menudo confunde los juicios de valor con los juicios de realidad, y a
la viceversa. Para resumir drásticamente lo que es y significa la
cultura digamos que es el constructo artificial de la mente y la labor
humanas levantado, en consenso o en disenso con la Naturaleza, sobre la
base de lo dado por la materia cósmica, nuestra madre omnipresente.El
hoimbre es aquella parte de la Naturaleza en la que la Naturaleza
adquiere conciencia de sí misma", escribió Engels.
Campanilismo, prejuicios, meritocracia
De todos modos es bueno adelantar desde
ahora que los especialistas en las diferentes ciencias y disciplinas
sociales (¿cuándo sonará la hora de la ansiada unificación sistémica?)
se vieron envueltos, desde muy temprano, en la danza de los celos
campanilistas. Dichos celos, empujados por más o menos solapados afanes
de principalía, desembocaron en la puja de las meritocracias. Dichas
meritocracias, cuyo secreto fundamento fue advertido por una observación
de Unamuno -el título es "el asa" que se le agrega al recipiente de la
persona para escanciar con más prestancia su contenido existencial- se
orientaron desde siempre, antes que al perfeccionamiento del nivel
académico, a la caza de fuentes financieras y altavoces
propagandísticos. Y fue tan grande el ardimiento de las luchas
particularistas, ajenas a la asepsia mental y a la prescindencia
afectiva exigidas por la ciencia, que esa demanda de espacio vital, al
acotar los territorios comunes, provocó la parcelación caprichosa de la
realidad, dando así nacimiento a forzadas subdivisiones. No hay
necesidad de buscar ejemplos. Están muy cerca, al alcance de la mano, y
quienes entre nosotros caminan por las sendas de la investigación y/o la
docencia, en alguna medida han practicado o padecido, a la uruguaya,
ese azote que a partir de las universidades europeas del Renacimiento
inficionó el desarrollo académico de la ciencia occidental.
Así planteadas las cosas sobrevino la
puja imperialista entre las provincias del saber, artificialmente
creadas para medrar a la sombra de las "especialidades", y a su calor
empollaron los irreconciliables -e inexplicables- divorcios o las
extrañas alianzas coyunturales, llevadas a cabo entre disciplinas
brotadas como los hongos después de las lluvias para invadir territorios
proclamados ajenos, con razón o sin ella.
Debe advertirse, al correr, que la
ciencia como un todo, como una forma peculiar de crear conocimientos,
como un ejercicio de esa actividad racional y racionalizadora que es
"hacer ciencia" (6), ya
cosmológica, ya noológica, según la distinción de André Ampère, no
reconoce compartimentos estancos, como tampoco lo tiene su objeto,
el continuum de la naturaleza, que insensiblemente pasa de lo que
crudamente llamamos "materia inanimada" a la "materia viviente" y de
allí a la "materia pensante".
La departamentalización de la ciencia ha
sido propiciada por las limitaciones del entendimiento humano, incapaz
de captar, como a la luz de un relámpago, el paisaje global de dos
mundos -el exterior al cuerpo y el interior a la conciencia- en tanto
que megaobjetos o microobjetos epistémicos unitarios. O, también, como
vimos, merced a la desmesura de la volición que a la brava, a puro
codazo, procura obtener un lugar bajo el sol para que allí medren los
catacúmenos reclutados por un predicador oportunista o surgidos al
resplandor carismático de un talento memorable.¿Cuáles son, en este
mundanal entrevero, los límites entre el ingenio y el genio, entre el
embaucador diligente y el sabio apocado?
De tal modo los conceptos que delimitan
las áreas de las relaciones humanas y sus respectivas temáticas
(sociedad, personalidad y cultura; cultura y civilización; cultura
"superior" -ilustrada, cortesana, burguesa, elitista, intelectual,
universitaria, etc.- y cultura tradicional o folklórica; cultura popular
y cultura de masas; cultura letrada y cultura oral de los pueblos
analfabetos y "prealfabetos") se convirtieron, en tanto que designata
-las designaciones- muchas veces desencontradas con los denotata -las
denotaciones- en los caballitos de batalla de interminables
controversias entre instituciones y/o personas.
Estos conflictos, mirados desde el
anverso dialéctico de su puja histórica, en más de un sentido fueron
fecundos, pues evitaron el estancamiento y provocaron la emulación. De
tal modo dieron origen a corrientes y tendencias que se prolongaron a lo
largo de varias generaciones o que volaron como una hojarasca banal al
soplo de los nuevos paradigmas. Las comunidades del saber reunidas en
derredor de sus capitanes proporcionaron materia e insuflaron energía a
enjundiosos tratados o a modestos textos de estudio, a solemnes
congresos o a erráticos seminarios, y, como no podía ser de otro modo
-así lo exigía la preservación de la virtus- a incontables artículos
científicos o de divulgación que transitaron, lustro tras lustro, por la
senda donde los cautelosos pasos de la cauta razón procuran avanzar
entre los matorrales de la desaprensiva opinión.
Entre el collage y el revival
Mientras estas instancias se cumplían
aumentaba el número de las definiciones de cultura y se multiplicaban
las especies de la misma, al tiempo que el fantasma de la reificación
del concepto se cernía como una nube negra sobre las distintas parcelas
del conocimiento, ya que no del saber verdadero, donde cada colonia de
acólitos, acaudillada por un maestro de renombre, plantaba su huerto y
defendía su cosecha.
En las postrimerías de este siglo XX la
discusión de otrora perdió su virulencia. Lo hard ha cedido el paso a
lo soft. Y no porque se haya arribado a pacíficos acuerdos entre los
contendientes sino porque el acento ha recaído sobre nuevas temáticas, a
veces noveleras y otras francamente novedosas, sometidas a los modos de
pensar y de decir impuestos por la componenda posmoderna, oscilante
entre el collage y el revival. De todas maneras, hoy se sigue trabajando
con nociones y conceptos que todavía no están lo suficientemente
elaborados. Y nunca lo estarán. Porque cada época adviene con una
renovada carga de ideas bajo cuyo peso rechinan los ejes de los antiguos
vehículos idiomáticos. Por eso conviene ventilar de tanto en tanto los
contenidos, alcances y falencias del lenguaje científico para curarlo de
las inercias del pasado y adaptarlo a los moldes mentales del presente.
Un asunto siempre atractivo
La cultura popular ha sido, por lo menos
para mi, un asunto siempre atractivo. He rondado en torno suyo desde
hace muchos años, a tal punto que uno de mis libros versa sobre la
etnología sudamericana del carnaval (7), esta
fiesta del medioevo cristiano desembarcada en nuestra América a partir
del proceso conquista-colonización, cuyas modalidades fueron
enriquecidas por las aportaciones de los indios terrígenos, de los
esclavos africanos y de los inmigrantes decimonónicos y sus progenies
criollas.
El carnaval europeo recibió en el Nuevo
Mundo las aportaciones de las etnias locales y transatlánticas,
convirtiéndose de tal modo en un crisol de culturas festivas de eminente
carácter popular. Pero el citado estudio apunta más allá de "el ser
ahí" de las carnestolendas. En vez de describir un fenómeno de la
conducta lúdicra procura teorizar genéricamente sobre los orígenes, los
elementos y las variedades de la cultura popular. Para llevar a cabo
este propósito los desarrollos que siguen harán especial hincapié,
sucesivamente, en las dispares nociones de pueblo, cultura y cultura
popular, tales como ellas transitan en el lenguaje cotidiano y en las
jergas de los "entendidos". También se intenta mostrar cómo, y con qué
acentos, el saber académico depura, o reelabora, o resignifica -como
ahora se dice- dichas nociones a los efectos de convertirlas en
conceptos. Cumplida esta faena de desbroce treparé finalmente al mirador
filosófico para realizar una síntesis comprensiva, inspirada en
la Verständnis, -la "comprensión" germánica que tendrá, sin duda alguna,
mi personal y por ello controvertible estilo de ver y entender las
cosas- a los efectos de ubicar en el reino de las categorías, si no es
demasiado pedir al reino de los desairados conceptos, los mentefactos
nacidos al socaire de una meditación que ya lleva muchos años, a partir
de mi juventud de "curioso impertinente".
En el arduo caminar que conduce desde la
apariencia de los fenómenos a la construcción de los hechos y desde la
práctica a la teoría, es decir, desde la experiencia de la realidad a la
contemplación estimativa de la misma, hay antecedentes tranquilizadores
que permiten, para no desbarrar, atenerse a una metodología compartida
por el cuerpo científico. Al adoptar este temperamento lo que importa,
entonces, es la correcta orientación en el camino y no el ansiado
descanso en la posada. Buena ciencia es la que bien pregunta y no
aquella que pretende ofrecer las definitivas respuestas.
Pueblo: fuentes etimológicas e históricas
La voz pueblo deriva del término populus, que en latín poseía un sentido restringido.
En efecto, según expresaba Cicerón "el
pueblo (populus) no es cualquier conglomerado de hombres reunidos de
cualquier modo, sino un conjunto de gentes (gens) asociadas por el
consentimiento de un mismo derecho y por una idéntica comunión de
intereses" (8). De
tal modo el pueblo estaba constituido por el conjunto de los ciudadanos
romanos (civis) que en un principio eran solamente los descendientes
del patriciado (patres) al par que los plebeyos formaban la masa
desposeída de la plebs, es decir, del común, del pueblo a pie. Las
luchas emprendidas por estos últimos para emparejar su condición con los
patricios, integrantes de la nobleza (nobilitas), quienes junto con los
miembros de su clientela formaban el populus, lograron, luego de la ley
Hortensia, que aquellos accedieran a la plena ciudadanía, tal como lo
cuentan las entusiastas páginas de León Bloch (9). A
partir de entonces la plebs pudo sentar plaza en el ejército de Roma
pero sin participar en las ceremonias del culto ni en las asambleas
cívicas. La plebs está emparentada, desde el punto de vista etimológico,
con el plenus latino y el plethos griego, voces que aluden a lo más
numeroso, a la multitud. Aquella denotación despectiva, traducida al
español, significa gentuza, populacho, canalla, vulgo de baja estofa.
Por encima del populus y la plebs estaba
el Senado (Senatus), integrado por los Mayores, los Ancianos (senex,
senis), o sea los miembros de la nobleza hereditaria cuya experiencia de
la vida y de los hombres los hacía duchos en las artes de aconsejar y
gobernar. La fórmula Senatus populus que romanus tiene sus trampas: en
ella la voz que, conjunción copulativa enclítica, arma la famosa frase
"el Senado y el pueblo romanos". Dicho Senado era la autoridad superior
permanente, puesto que el mandato de los cónsules, encargados del pleno
gobierno ejecutivo, fue reducido en la era republicana a un año de
duración. Más tarde, durante el Imperio, la figura del endiosado
emperador opaca, sin borrarla, a la del antes prestigioso Senatus, al
par que el populus y la plebs se convierten en la misma cosa. La plebe
será amansada y contentada con el pan y el circo (panem et circenses)
aunque la alienante realidad social fue más arisca que lo translucido
por el pensamiento inspirador de esta expresión. En la época imperial
los ciudadanos romanos se dividían en dos grupos: el uno estaba
integrado por los decuriones, caballeros y senadores (honestiores); el
otro por las clases bajas (humiliores, plebeii). El sector gobernante y
dominante, constituido por una minoría hegemónica, condecoraba a sus
miembros con los calificativos de boni y optimi; los dominados, en
cambio, formaban parte de esa barredura innumerable de la sociedad
agolpada en la multitudo. Su despreciable caterva, por consiguiente,
estaba conformada por los improbi, es decir, por los perversos, los
malos, los impíos. Siempre los pobres cargan con el sambenito de lo bajo
y torcido..
La advertencia de un enciclopedista
Antes de entrar en el terreno polisémico
de la voz del pueblo, es bueno informar acerca de las dudas
conceptuales que tenía el Caballero de Jaucourt, autor del
artículo Peuple en la Enciclopedia Francesa, aquel gran monumento
intelectual del siglo XVIII. Como se sabe, L'Encyclopedie, ou
Dictionnaire raisonée des sciences, des arts et des métiers, cuyos 17
tomos fueron publicados entre 1751 y 1765 en París, gracias al empuje de
Diderot y D'Alambert, fue, en más de un sentido, la antesala teórica de
la Revolución Francesa. La societé des gens de lettres que la redactó
estaba integrada por lo más esclarecido del pensamiento francés, cuyos
portadores ya presentían el arribo de la Revolución Industrial al
continente europeo a partir de su cuna británica. Pero esa no era la
única preocupación de aquellos avisados intelectuales y científicos.
Entre las más importantes figuraban las de orden social y político, y en
tal sentido los philosophes- así se autodenominaba la pléyade de gente
ilustrada e informada- procuraban que el pueblo conociera sus derechos y
rompiera las cadenas de la ignorancia y el servilismo, remachadas por
los gobiernos monárquicos y las autoritarias aristocracias campagnardes.
Pues bien, el citado caballero a cuyo
cargo quedó la redacción del artículo dedicado al significado de la
voz peuple expresó, al iniciarlo, que "se trataba de un nombre colectivo
de difícil definición, puesto que de él se han tenido ideas distintas
en los diversos lugares, en las distintas épocas y según la naturaleza
de los gobiernos."
Aquella lejana advertencia debe ser
recordada por quienes procuran precisar, aquí y ahora, los contenidos de
la voz pueblo sin tener en cuenta la perspectiva temporal ni reparar en
el entorno espacial. Y, sobre todo, lo subrayo expresamente, sin
considerar la circunstancia política. Tras los fenómenos culturales "de
punta" se esconde la catapulta del mando, el artefacto del poder. Este
factor determinante es olvidado a menudo por aquellos antropólogos que
contemplan las instituciones culturales agolpadas en un primer plano,
sin reparar en los acentos jerárquicos impuestos por la ley del picotazo
y "la obediencia debida".La cultura no cae de las nubes, Es construida y
manejada por los hombres, según se organicen las escalas jerárquicas,
siempre en manos de los Pocos absolutistas o el Uno tiránico
El Occidente, que entre los siglos XVI y
principios del XX fue amo del mundo, se convierte, al ser así
considerado, en la indiscutible cuna de la civilización, entidad cuyos
valores artísticos, científicos, morales y religiosos representan "los
más altos logros del género humano". A partir de este concepto
centrípeto es comprensible que en los lejanos arrabales de los países
privilegiados, cuyas copiosas bibliotecas estaban corroboradas por el
lenguaje aún más persuasivo de los cañones, sean ubicadas las tierras de
los bárbaros, los "salvajes", los portadores de extrañas y aberrantes
costumbres. Esas regiones periféricas son el hogar de los infieles, de
los ignorantes, de los enemigos en suma, cuya conquista es aprobada y
cuya extinción, la más de las veces, es recomendada: "el buen indio es
el indio muerto". Dentro de cada país, por su parte, la clases
dominantes despreciaron al proletariado interno, al refugo social, a la
horda analfabeta que en definitiva constituía un hato de minusválidos
mentales, cuando no una lastimosa morralla subhumana.
De tal modo, aunque sin decirlo
expresamente, procedieron los folklorólogos ingleses de primera hora y
sus seguidores del continente europeo. Aquellos señorones desocupados,
para entretener sus ocios con las "antiguallas sobrevivientes en el seno
de la gente analfabeta", al par que clasificaban las leyendas, los
refranes y las costumbres del vulgo, consideraron al folk, o al volk, o
al popolino, o al castizo populacho, como el (menospreciado)
representante de una cultura "subalterna".
El término "subalterno", que entraña
inevitablemente un despectivo juicio de valor, míreselo como se le mire,
pertenece a Antonio Gramsci quien, al calificar así al sector sumergido
y dominado de la sociedad, se pliega miméticamente al imaginario de la
mentalidad del poder. El pensador italiano, encarcelado por el fascismo,
que al cabo no le negó ni el lápiz ni el papel, procuraba, no obstante,
criticar la conducta histórica de las clases dominantes en tanto
poseedoras, promotoras y defensoras de una "cultura oficial", o sea
aquella expresión de las mentes cultivadas o refinadas, y a veces ni
eso, que miran por encima del hombro a las manifestaciones mentales y
morales, y siempre orales, del "bajo" pueblo, representado por
el lore tradicionalista de las clases "inferiores" y las costumbres
"pintorescas" de la piccola gente. (10)
Tres épocas, tres opiniones
El Caballero de Jaucourt hizo una sabia
advertencia que es preciso tener en cuenta. Cuando se procure
caracterizar el elusivo y cambiante significado de la voz pueblo es
preciso ubicarlo en el nicho político que le concede "según la
naturaleza de los gobiernos" su correlativo matiz semántico.
En este sentido conviene efectuar una
breve excursión histórica y para ello recurriré a tres ejemplos. El
primero nos trasladará al Lejano Oriente antiguo y los otros dos,
respectivamente, a la Europa monárquica de los siglos XVII y XVIII.
El filósofo chino Mencio, Meng Ke
(¿371-289? a.J.C.) dijo lo siguiente acerca del pueblo, en el mediodía
del despotismo oriental: "el pueblo es lo que más importa. Después
vienen el espíritu de la tierra [o los altares del suelo, según otras
tradiciones] y los cereales [o las cosechas, menciones simbólicas que,
al entender de algunos intérpretes, equivalen al Estado.] Y el Emperador
es lo que importa menos. En consecuencia, para ser soberano hay que
ganar la buena voluntad del pueblo".
Fuera de contexto este pensamiento
resulta admirable. Pero el mismo Mencio se encarga de poner las cosas en
su lugar. El pueblo es el conjunto de los siao jen, las gentes de baja
estofa. Estas gentes no ponen su corazón en el trabajo sino que recurren
a la fuerza muscular. Es preciso que un buen gobernante, merced a su
duro paternalismo, mantenga al pueblo en la senda virtuosa. "Sin tener
bienes estables, solo el discípulo de la sabiduría (tche) puede
permanecer constante en la virtud. El hombre del pueblo no es constante
en la virtud cuando no tiene bienes estables. Si no es constante en la
virtud se toma toda clase de licencias, se permite injusticias y cae en
excesos." En consecuencia, solo los gobernantes pueden meter en vereda a
los integrantes del pueblo y solo los sabios pueden aconsejar a los
gobernantes. No es el pueblo sino el filósofo áulico, consejero y guía
del Emperador, quien verdaderamente importa.
Al igual que Platón, quien exaltaba en
Grecia las bondades del gobernante -filósofo, Mencio, un siglo más
tarde, daba a luz pensamientos semejantes en la China Imperial. Y
remachaba así su visión de las relaciones entre gobernantes y
gobernados: "Los que se entregan al trabajo del espíritu, gobiernan; los
que se consagran a los trabajos manuales son gobernados. Los que son
gobernados proveen el mantenimiento de sus gobernantes. Los que
gobiernan son mantenidos por sus subordinados. Tal es la ley que rige la
totalidad del Universo". (11)
Volvamos ahora la mirada hacia el
Occidente. En la porción planetaria del Viejo Mundo ocupada por el
continente europeo, los representantes de las clases dominantes del
siglo XVII, o sea la nobleza y el clero, juzgaban al pueblo con mucha
dureza. El pueblo, con sus apetitos e incontinencias, representaba,
según la opinión de los señores y la cúpula eclesiástica, el bajo
vientre de la humanidad. Era el portador de la ignorancia, de los malos
modales, de la vulgaridad, de la malevolencia, del resentimiento, del
desenfreno.
Quand le peuple est maître on n'agit au'en tumulte / la voix de la raison jamais on se consulte.
Así se despachaba Corneille (1606-1684)
en su tragedia Cinna, negando al pueblo la capacidad para pensar
razonablemente y actuar con orden. Este es solamente un botón de la
muestra: los políticos, literatos y filósofos del "siglo de hierro" (12), casi
abarcado por la larga vida del dramaturgo francés, opinaban del mismo
modo en cuanto que tributarios de los modos de ser y de obrar de una
sociedad cortesana, profundamente hostil a las gentes menesterosas por
ella expoliadas.
Pero en el siglo XVIII, luego del
movimiento enciclopedista y en pleno proceso de la Revolución Francesa,
el manifiesto desprecio de Emmanuel Kant por el pueblo iletrado parece
nutrirse en las doctrinas del absolutismo prusiano antes que en el
pensamiento de la Ilustración, aquella Aufklärung a la cual el profesor
de la Universidad de Königsberg celebraba ("atrévete a pensar por ti
mismo") a contramano con el embotamiento intelectual y moral que reinaba
en su patria. En efecto, el filósofo de la razón no tiene empacho
alguno en opinar lo siguiente sobre el "bajo pueblo", la plebecula,
identificándose así con la diatriba horaciana, espejo de la Roma
imperial: "Por la palabra pueblo (populus) entiéndese el conjunto de
seres humanos unidos en un territorio, en cuanto que constituye un todo.
Aquel conjunto, o parte de él, que se reconoce unido en un todo civil
por un origen común, dícese nación (gens); la parte que se exceptúa de
estas leyes (el conjunto no cultivado dentro de este pueblo) dícese
plebe (vulgus), cuya unión contra la ley es amotinamiento (agere per
turbas), una conducta que le excluye de la calidad de ciudadano del
Estado." (13)
Kant parece pensar con la cabeza de
Cicerón. Sus definiciones anacrónicas de populus y plebs son calcadas de
los conceptos del tratadista romano, cuya existencia es muy anterior a
los hechos históricos revolucionarios y a las ideas de los
enciclopedistas y philosophes del siglo XVIII.
En la nota que coloca al pie de página
Kant se ensaña con la chusma (que en alemán se denomina das gemeine
volk o das niedere volk), aunque, para estar a los dictados del espíritu
del tiempo, recurre a la lengua francesa y no a la suya para referirse
al populacho: "El nombre denigrante canaille du peuple tiene
probablemente su origen en canalícola, un tropel de haraganes que en la
antigua Roma iban y venían junto al canal y se burlaban de las gentes
atareadas." El traductor español de la versión alemana, José Gaos, se
permite corregir, y con buen fundamento, al viejo maestro: "La
etimología de Kant es inexacta. Canaille, italiano canaglia, significa
propiamente pueblo de perros (de canis.) (14)
Populus y folk
La voz populus al pasar a los idiomas
europeos engendra el popolo italiano, el francés peuple y el
inglés people. Este último término se aplica a la gente y a la población
en tanto que entidad contable. Si se analiza el nombre latino vulgus se
descubrirá de inmediato su parentesco con Fojlos - que así se escribía
en el griego arcaico, antes que perdiera la F, o sea la digamma- podrá
comprobarse que este término, transformado en ojlos, se refería a la
multitud, a la reunión de muchos individuos, a lo cuantitativo en suma,
mientras que vulgus se aplica a lo ordinario, lo mostrenco, lo del mal
gusto, lo vulgar en suma, sin distinguir entre las clases sociales. Un
aristócrata puede ser un ser vulgar y cultivar vulgaridades antes que
atinados pensamientos. No obstante hay en ello implícito un juicio de
valor. Lo in repudia lo out según una axiología que se considera la
correcta, y esta no es otra que la elaborada por el sector refinado,
ilustrado, letrado, perteneciente, según su parecer, a las clases
"superiores".
Luego de las anteriores precisiones
conviene ahora pasar revista a las distintas acepciones que tiene la voz
pueblo, para desechar la cáscara y quedarnos con el grano. Es decir, el
grano que realmente interesa a esta indagatoria de carácter semántico y
no la mazorca entera de eso que llamamos "realidad".
Continuará mañana...
(*) Daniel Vidart. Antropólogo, docente, investigador, ensayista y poeta.
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