(Fecha original del artículo: 1987)
Me firmo Galeano, que es mi apellido materno, desde
los tiempos en que comencé a escribir. Esto
ocurrió cuando yo tenía diecinueve años, o quizá apenas unos días, porque llamarme así fue una manera de nacer de
nuevo.
Antes, cuando era un chiquilín y
publicaba dibujos, los firmaba Glus, por la dificil pronunciación española de mi apellido paterno.
(Hughes se llamaba mi tatarabuelo
galés, que a los quince años se echó a la mar en el puerto de Liverpool
y llegó al Caribe, a Santo Domingo, y tiempo después a Río de
Janeiro, y finalmente a Montevideo. Allí arrojó su anillo de
masón al arroyo Miguelete, y en los campos de Paysandú clavó las
primeras alambradas y se hizo dueño de tierras y de gentes, y hace más de un siglo murió, mientras traducía al inglés el Martín Fierro).
A lo largo de los años he escuchado las más diversas versiones sobre este asuntito de mi nombre elegido. La
versión más necia, que ofende a la inteligencia, me atribuye
una intención anti-imperialista.
La versión más cómica supone fines de
conspiración o contrabando.
Y la versión más jodida me convierte en
la oveja roja de mi familia: me inventa un padre enemigo y
oligárquico, en lugar del padre real que tengo, que es un tipo macanudo que
siempre se ha ganado la vida con su trabajo o con la buena
suerte que tiene en la quiniela.
El pintor japonés Hokusal cambió de
nombre sesenta veces para celebrar sus sesenta nacimientos. En el
Uruguay, país formal, lo hubieran enjaulado por loco o alevoso
simulador de identidad.
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