La fiesta
Estaba suave el sol, el aire limpio y el cielo sin nubes. Hundida en la arena, humeaba la olla de barro. En el camino de la mar a la boca, los camarones pasaban por las manos de Zé Fernando, maestro de ceremonias, que los bañaba en agua bendita de sal y cebollas y ajo.
Había buen vino. Sentados en rueda, los amigos compartíamos el vino y los camarones y la mar que se abría, libre y luminosa, a nuestros pies.
Mientras ocurría, esa alegría estaba siendo ya recordada por la memoria y soñada por el sueño. Ella no iba a terminarse nunca, y nosotros tampoco, porque somos todos mortales hasta el primer beso y el segundo vaso, y eso lo sabe cualquiera, por poco que sepa.
Había buen vino. Sentados en rueda, los amigos compartíamos el vino y los camarones y la mar que se abría, libre y luminosa, a nuestros pies.
Mientras ocurría, esa alegría estaba siendo ya recordada por la memoria y soñada por el sueño. Ella no iba a terminarse nunca, y nosotros tampoco, porque somos todos mortales hasta el primer beso y el segundo vaso, y eso lo sabe cualquiera, por poco que sepa.
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