Autoras/es: Marcia Collazo
Así como el péndulo de
Foucault puede oscilar libremente en cualquier plano vertical, así
también la historia es un doloroso movimiento continuo.
«El mundo se desarrolla únicamente en función de las herejías,
en función de los que rechazan el presente, aparentemente inmóvil e infalible.
Sólo los herejes descubren los horizontes nuevos en las ciencias,
en el arte, en la vida social; sólo los herejes,
rechazando el presente en nombre del futuro,
son el eterno fermento de la vida y aseguran el infinito movimiento
hacia delante de la vida».
Eugenio Zamiatin. “Nosotros”.
en función de los que rechazan el presente, aparentemente inmóvil e infalible.
Sólo los herejes descubren los horizontes nuevos en las ciencias,
en el arte, en la vida social; sólo los herejes,
rechazando el presente en nombre del futuro,
son el eterno fermento de la vida y aseguran el infinito movimiento
hacia delante de la vida».
Bien
vale, para el caso, la comparación con el derrotero vital e ideológico
de nuestro prócer. Si la figura de José Artigas es polémica; si fue
objeto de una leyenda negra acaso sin precedentes en el Río de la Plata;
si se le acusó (y aún se le acusa) de haber tenido poca cintura
política, franca intolerancia, escasísima paciencia y la imperdonable
virtud cívica de proclamar frases como “mi autoridad emana de vosotros y
ella cesa ante vuestra presencia soberana”, no debe haber existido en
su ideario pecado mayor que el de concebir un sistema político que iba a
contrapelo del pretendido destino natural de Buenos Aires como heredera
del poder colonial y cabeza de la nueva estructura histórica a
forjarse.
Y sin embargo, esa cuasi herejía del caudillo montonero
constituyó en su momento, y sigue constituyendo hasta el día de hoy (y
seguramente por los días que vendrán) el indeleble surco estrellado que
el péndulo de Foucault sigue trazando, incansablemente, en el hemisferio
sur.
Las Instrucciones del año XIII: ¿obediencia o pacto?
Veamos
los antecedentes, que contribuyen a echar luz sobre el intrincado
proceso de la formación de las ideas en función de las circunstancias o a
despecho de éstas: cuando en 1813 se organizó la Asamblea General
Constituyente, que fuera convocada por el Segundo Triunvirato con sede
en Buenos Aires, a fin de dotar de una organización política a las
Provincias Unidas del Río de la Plata, Rondeau se dirigió a Artigas a
fin de solicitarle que prestara el reconocimiento y la jura de la
mencionada Asamblea; ante lo cual el caudillo oriental decidió convocar a
los pueblos de la Banda para analizar y resolver dicha cuestión.
Esa
convocatoria constituyó el Congreso de Abril; y en ese congreso se
realizaron varias precisiones; la más importante de ellas fue la de
dilucidar si había de reconocerse a la Asamblea por simple obediencia
(que era lo que Buenos Aires pretendía) o por pacto. En cuanto al
reconocimiento por pacto, “esto, ni por asomo se acerca a una separación
nacional; garantir las consecuencias del reconocimiento no es negar el
reconocimiento” (J. Artigas).
Lógica impecable, diría nuestro
gran filósofo Carlos Vaz Ferreira, puesto que el razonamiento contrario
equivale, en el mejor de los casos, a un paralogismo de falsa oposición.
Pero en el sentimiento y en el cálculo de la Asamblea Constituyente, la
pretensión de los diputados orientales tenía visos de herejía; porque
al imponer condiciones de reconocimiento, no solamente ponía en jaque
los planes centralistas, sino que sembraba un pernicioso ejemplo.
Se
refrendaba, además, en las mentadas instrucciones, el principio de la
soberanía inalienable de los pueblos, cuyo origen se remontaba en
realidad al más rancio derecho hispánico; recordemos (aunque no
estábamos ante el caso de reconocer ninguna monarquía) la fórmula
mediante la cual se juraba el reconocimiento y la obediencia a los reyes
en Aragón: "Nos, que cada uno de nosotros somos igual a Vos, y que
todos juntos somos más que Vos, te hacemos Rey si cumples nuestros
fueros y los haces cumplir, y si no, no".
Y aún debería ser
recordada la larga tradición de las Cortes, instalada en ciudades y
pueblos de España desde siglos atrás, según las cuales cada
jurisdicción, pueblo o villa, debía contar con un representante que se
hiciera vocero de sus aspiraciones y demandas (hoy mismo los españoles
celebran el bicentenario de las Cortes de Cádiz y de la Constitución de
1812, cuyas raíces populares son innegables, por cuanto fue el pueblo en
armas el que consideró en 1808 que, en ausencia del rey, el poder
volvía a sí mismo, como detentador originario de la soberanía).
La gran herida abierta
Pero
en el Río de la Plata la historia obró de muy distinto modo, y Buenos
Aires pretendió ignorar esas largas tradiciones populares que no podían
ser dejadas de lado con un simple decreto. Como muy acertadamente
expresa Waldemar Sarli en su libro “La Argentina que no fue”, “tampoco
Buenos Aires tenía la prerrogativa de imponer el centralismo unitario
“como si” hubiera sido admitido por todos”. Y agrega: “en la medida en
que no se resolvió la participación del territorio en un proyecto de
desarrollo integrador quedó como una gran herida abierta, aún en la
Argentina de dos siglos después”.
Herida que, evidentemente, no
puede ser cerrada, puesto que los canales de la sangre siguen manando,
impertérritos, desde el propio territorio de las provincias, tan
desgajadas de su legítima pretensión de participación en la fragua de la
tierra naciente.
En cuanto a los antecedentes de las
Instrucciones del año XIII, ¿fueron éstas un hecho aislado protagonizado
por un puñado de rebeldes orientales, o por el contrario, existían en
las actuales provincias argentinas algunos proyectos similares? La
respuesta es afirmativa. Se conocen cuatro proyectos de Constitución a
tales efectos.
Estos eran: el proyecto de la Comisión Especial de
1812, que establece que “las Provincias del Río de la Plata forman una
república libre e independiente”; el proyecto de la Sociedad Patriótica
(creada en acto solemne el 13 de enero de 1812), que refiere a “la
libertad de las Provincias Unidas”; el proyecto del 27 de enero de 1813
(manuscrito que obraba en poder del Dr. Diego Luis Molinari), donde se
expresa que “las Provincias Unidas del Río de la Plata se constituyen en
Estado libre e independiente”, y el proyecto de Constitución de
carácter federal para las Provincias Unidas de la América del Sud, del
año 1813, antecedente inmediato y prácticamente literal de las
Instrucciones artiguistas del año XIII.
Se trataba este último de
un plan de constitución liberal federativa cuya terminología no
distinguía estrictamente entre Confederación y Federación. El artículo
10º de las Instrucciones del año XIII dice: “Que esta Provincia por la
presente entra separadamente en una firme liga de amistad con cada una
de las otras, para su defensa común, seguridad de su libertad, y para su
mutua y general felicidad, obligándose a asistir a cada una de ellas
contra toda violencia o ataques hechos sobre ellas o sobre cada una de
ellas, por motivo de religión, soberanía, tráfico, o algún otro pretexto
cualquiera que sea”.
El artículo 11º expresa que: “Esta
Provincia retiene su soberanía, libertad e independencia, todo poder,
jurisdicción y derecho que no es delegado expresamente por la
Confederación a las Provincias Unidas juntas en Congreso”.
Cabe
señalar, además, que la Provincia Oriental, lejos de fijar sus límites
dentro de los muy imprecisos y cada vez más exiguos deslindes
territoriales en los que luego devino, señalaba en las Instrucciones
(art. 9) que “Los siete pueblos de Misiones, los de Batoví, Santa Tecla,
San Rafael y Tacuarembó, que hoy ocupan injustamente los portugueses, y
a su tiempo deben reclamarse, serán en todo tiempo territorio de esta
Provincia”.
Con ello se estaban reclamando cosas que eran,
también, producto de un hilo conductor histórico perfectamente
razonable, puesto que se correspondían con los límites del Tratado de
San Ildefonso, suscrito el 1º de octubre de 1777 entre España y
Portugal, con todas las de la ley, como quien dice; porque ya no era la
Provincia oriental la que reclamaba el respeto de los tales límites,
sino la propia corona española la que, jurídicamente, siempre los había
defendido. Y si de reclamar herencias coloniales se trataba (en la
concepción porteña, ya analizada), ¿no era acaso natural que en esa
misma línea, se pretendiera el respeto de aquel antiguo tratado, en lo
atinente a nuestro territorio?
Entre el temor y el cálculo
El
problema era que los términos de las Instrucciones sobrepasaban las
otras instrucciones (las impartidas a Rondeau por el gobierno porteño) y
por lo mismo resultaron rechazados los diputados orientales,
representantes de nuestra provincia.
Como si todo esto fuera
poco, a pesar de la abundancia de proyectos (de los cuales, como se ha
visto, el oriental era uno más), subsistía un clima de profunda
vacilación y ambivalencia entre los dirigentes porteños, actitud que
continuó por lo menos hasta el año 1828 en que se realizó la Convención
Preliminar de Paz entre argentinos y brasileños.
La vacilación
estaba fundada, en parte, en el ya expresado temor de que la declaración
de independencia diera un magnífico pretexto a las potencias
extranjeras para hacernos la guerra, especialmente a Portugal y a
Inglaterra. Sin embargo, analizados los hechos, surge que en el caso de
Inglaterra siempre fue claro (aún durante la colonia) que semejante
declaración, lejos de perjudicarla la favorecería, porque suponía la
apertura de nuevos mercados no sujetos ya a las tradicionales políticas
de restricción económica de España, y no había razones plausibles para
suponer lo contrario. Y en el caso de Portugal, su estrategia de
invasión no dependía de una declaración libertaria de más o de menos por
parte de las antiguas colonias españolas, sino de las propias
posibilidades lusitanas de realizar el plan de su vieja política
imperial.
En cuanto a la posibilidad de que la independencia no
fuera reconocida por las potencias extranjeras, ello no hubiera sido
óbice a la contundencia de su realidad histórica. Sucede lo mismo que
con los derechos humanos: el hecho de que se violen todos los días, no
significa que no estén ahí, claramente formulados, proclamados y
defendidos por la fuerza inatacable de la recta razón y de la libre
determinación de las personas.
Más aún: una independencia que no
se declara, no puede ser ni reconocida ni desconocida, porque
simplemente no existe, por lo menos en el terreno normativo de la
expresión de voluntad de las comunidades; y tampoco puede ser desnudado y
denunciado el hecho de su no reconocimiento o de la lisa y llana
violación a la libre determinación de los pueblos.
Creemos que en
esto se resume la insistencia de José Artigas en recomendar a sus
Diputados que porfiasen en solicitar, una y otra vez, dicha declaración,
a pesar de las suposiciones, temores varios y demás obstáculos que por
todas partes aparecían. Y en cuanto a la pretendida falta de recursos
para sostener esa independencia: ¿acaso no se necesitaron –y
aparecieron, de un modo o de otro-, recursos para llevar adelante todas
las guerras que la liberación política de las Provincias Unidas demandó?
Por
otro lado, está la cuestión interna de la propia Provincia Oriental. Si
por un lado se insistía a porfía en el proyecto federal en todos sus
términos (es decir, en los precisos términos que portaron los diputados
orientales camino a una Asamblea en la que fueron olímpicamente
ignorados), por el otro, Artigas no las tenía todas consigo, ni mucho
menos. Para empezar, su mensaje nunca fue aceptado por la clase
dirigente oriental, compuesta de hacendados, comerciantes e
industriales; se propusieron reducirlo y derrotarlo, y lo lograron en la
vía de los hechos, ya que no en la de las ideas, que siguen tendiendo
sus tentáculos de luz y de fuerza a través de dos siglos.
La
pregunta que hoy podríamos hacernos es la siguiente: si las
Instrucciones del año XIII hubieran sido aceptadas, o por lo menos
discutidas en el marco de un discurso racional, abierto a los argumentos
lúcidos de todas las partes involucradas; si la imagen de Artigas y su
mensaje federal no hubieran resultado deformados, manipulados y
vilipendiados, si Buenos Aires hubiera apelado a otros caminos que no
fueran los de propiciar la invasión portuguesa a la Provincia Oriental
con tal de sofocar la fuerza del proyecto artiguista, ¿cuál habría sido
la historia de estos pueblos que en su momento conformaron el sistema de
las Provincias Unidas?
No hablamos desde una pretendida
Argentina que pudo haber sido o no, ni desde un pretendido Uruguay que
también pudo haber sido o no, sino de algo más y de algo menos; de algo
que no pasa necesariamente por la posición de un país determinado que
hoy se denomina República Argentina o República Oriental del Uruguay,
sino de un proyecto más extenso, ciertamente diferente en su concepción y
en su organización política al que hoy poseemos.
Hablamos de una
estrella federal que, al igual que la flor del mismo nombre, es una
planta que requiere de ciertos cuidados especiales: para ser cultivada
en el exterior, debe ser protegida de los violentos cambios climáticos
(léase guerras civiles, exterminio y saqueo de pueblos indígenas,
invasiones extranjeras facilitadas por la desunión interna, afán de
imitación de lo ajeno y olvido de la máxima de cultivar el pensamiento
propio), y la falta de iluminación provoca que sus hojas caduquen antes
de tiempo. Su color es el de la sangre, y la sangre, ya se sabe, suele
ser derramada en la azarosa urdimbre de la historia, porque, como bien
lo dijo nuestro José Artigas: “es muy veleidosa la probidad de los
hombres, y sólo el freno de la Constitución puede afirmarla”.
BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA:
O´Donnell, Pacho (2012) Artigas, la versión popular de la Revolución de Mayo. Aguilar.
Real de Azúa, Carlos (1991) Los orígenes de la nacionalidad uruguaya. Arca. Montevideo.
Reyes Abadie, W., Vázquez Romero, A. (1999) Crónica general del Uruguay. Ed. Banda Oriental. Tomo III.
Roig, A. (2009) Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. Ed. Una Ventana. Bs. As.
Sala de Touron, Lucía; De la Torre, Nelson; Rodríguez, Julio (1967) Artigas, tierra y revolución. Arca. Montevideo.
Sarli, Waldemar (2010) Artigas, la Argentina que no fue. Guid Publicaciones.
Silva Vila, J. (1964) Ideario de Artigas. Ed. El siglo ilustrado. Montevideo.
Vázquez Franco, G. (1994) La historia y sus mitos. Cal y Canto. Montevideo.
Zamiatin, Yevgeni (2000) Nosotros. Círculo de Lectores. Barcelona (Primera edición: 1921).
Y sin embargo, esa cuasi herejía del caudillo montonero constituyó en su momento, y sigue constituyendo hasta el día de hoy (y seguramente por los días que vendrán) el indeleble surco estrellado que el péndulo de Foucault sigue trazando, incansablemente, en el hemisferio sur.
Las Instrucciones del año XIII: ¿obediencia o pacto?
Veamos los antecedentes, que contribuyen a echar luz sobre el intrincado proceso de la formación de las ideas en función de las circunstancias o a despecho de éstas: cuando en 1813 se organizó la Asamblea General Constituyente, que fuera convocada por el Segundo Triunvirato con sede en Buenos Aires, a fin de dotar de una organización política a las Provincias Unidas del Río de la Plata, Rondeau se dirigió a Artigas a fin de solicitarle que prestara el reconocimiento y la jura de la mencionada Asamblea; ante lo cual el caudillo oriental decidió convocar a los pueblos de la Banda para analizar y resolver dicha cuestión.
Esa convocatoria constituyó el Congreso de Abril; y en ese congreso se realizaron varias precisiones; la más importante de ellas fue la de dilucidar si había de reconocerse a la Asamblea por simple obediencia (que era lo que Buenos Aires pretendía) o por pacto. En cuanto al reconocimiento por pacto, “esto, ni por asomo se acerca a una separación nacional; garantir las consecuencias del reconocimiento no es negar el reconocimiento” (J. Artigas).
Lógica impecable, diría nuestro gran filósofo Carlos Vaz Ferreira, puesto que el razonamiento contrario equivale, en el mejor de los casos, a un paralogismo de falsa oposición. Pero en el sentimiento y en el cálculo de la Asamblea Constituyente, la pretensión de los diputados orientales tenía visos de herejía; porque al imponer condiciones de reconocimiento, no solamente ponía en jaque los planes centralistas, sino que sembraba un pernicioso ejemplo.
Se refrendaba, además, en las mentadas instrucciones, el principio de la soberanía inalienable de los pueblos, cuyo origen se remontaba en realidad al más rancio derecho hispánico; recordemos (aunque no estábamos ante el caso de reconocer ninguna monarquía) la fórmula mediante la cual se juraba el reconocimiento y la obediencia a los reyes en Aragón: "Nos, que cada uno de nosotros somos igual a Vos, y que todos juntos somos más que Vos, te hacemos Rey si cumples nuestros fueros y los haces cumplir, y si no, no".
Y aún debería ser recordada la larga tradición de las Cortes, instalada en ciudades y pueblos de España desde siglos atrás, según las cuales cada jurisdicción, pueblo o villa, debía contar con un representante que se hiciera vocero de sus aspiraciones y demandas (hoy mismo los españoles celebran el bicentenario de las Cortes de Cádiz y de la Constitución de 1812, cuyas raíces populares son innegables, por cuanto fue el pueblo en armas el que consideró en 1808 que, en ausencia del rey, el poder volvía a sí mismo, como detentador originario de la soberanía).
La gran herida abierta
Pero en el Río de la Plata la historia obró de muy distinto modo, y Buenos Aires pretendió ignorar esas largas tradiciones populares que no podían ser dejadas de lado con un simple decreto. Como muy acertadamente expresa Waldemar Sarli en su libro “La Argentina que no fue”, “tampoco Buenos Aires tenía la prerrogativa de imponer el centralismo unitario “como si” hubiera sido admitido por todos”. Y agrega: “en la medida en que no se resolvió la participación del territorio en un proyecto de desarrollo integrador quedó como una gran herida abierta, aún en la Argentina de dos siglos después”.
Herida que, evidentemente, no puede ser cerrada, puesto que los canales de la sangre siguen manando, impertérritos, desde el propio territorio de las provincias, tan desgajadas de su legítima pretensión de participación en la fragua de la tierra naciente.
En cuanto a los antecedentes de las Instrucciones del año XIII, ¿fueron éstas un hecho aislado protagonizado por un puñado de rebeldes orientales, o por el contrario, existían en las actuales provincias argentinas algunos proyectos similares? La respuesta es afirmativa. Se conocen cuatro proyectos de Constitución a tales efectos.
Estos eran: el proyecto de la Comisión Especial de 1812, que establece que “las Provincias del Río de la Plata forman una república libre e independiente”; el proyecto de la Sociedad Patriótica (creada en acto solemne el 13 de enero de 1812), que refiere a “la libertad de las Provincias Unidas”; el proyecto del 27 de enero de 1813 (manuscrito que obraba en poder del Dr. Diego Luis Molinari), donde se expresa que “las Provincias Unidas del Río de la Plata se constituyen en Estado libre e independiente”, y el proyecto de Constitución de carácter federal para las Provincias Unidas de la América del Sud, del año 1813, antecedente inmediato y prácticamente literal de las Instrucciones artiguistas del año XIII.
Se trataba este último de un plan de constitución liberal federativa cuya terminología no distinguía estrictamente entre Confederación y Federación. El artículo 10º de las Instrucciones del año XIII dice: “Que esta Provincia por la presente entra separadamente en una firme liga de amistad con cada una de las otras, para su defensa común, seguridad de su libertad, y para su mutua y general felicidad, obligándose a asistir a cada una de ellas contra toda violencia o ataques hechos sobre ellas o sobre cada una de ellas, por motivo de religión, soberanía, tráfico, o algún otro pretexto cualquiera que sea”.
El artículo 11º expresa que: “Esta Provincia retiene su soberanía, libertad e independencia, todo poder, jurisdicción y derecho que no es delegado expresamente por la Confederación a las Provincias Unidas juntas en Congreso”.
Cabe señalar, además, que la Provincia Oriental, lejos de fijar sus límites dentro de los muy imprecisos y cada vez más exiguos deslindes territoriales en los que luego devino, señalaba en las Instrucciones (art. 9) que “Los siete pueblos de Misiones, los de Batoví, Santa Tecla, San Rafael y Tacuarembó, que hoy ocupan injustamente los portugueses, y a su tiempo deben reclamarse, serán en todo tiempo territorio de esta Provincia”.
Con ello se estaban reclamando cosas que eran, también, producto de un hilo conductor histórico perfectamente razonable, puesto que se correspondían con los límites del Tratado de San Ildefonso, suscrito el 1º de octubre de 1777 entre España y Portugal, con todas las de la ley, como quien dice; porque ya no era la Provincia oriental la que reclamaba el respeto de los tales límites, sino la propia corona española la que, jurídicamente, siempre los había defendido. Y si de reclamar herencias coloniales se trataba (en la concepción porteña, ya analizada), ¿no era acaso natural que en esa misma línea, se pretendiera el respeto de aquel antiguo tratado, en lo atinente a nuestro territorio?
Entre el temor y el cálculo
El problema era que los términos de las Instrucciones sobrepasaban las otras instrucciones (las impartidas a Rondeau por el gobierno porteño) y por lo mismo resultaron rechazados los diputados orientales, representantes de nuestra provincia.
Como si todo esto fuera poco, a pesar de la abundancia de proyectos (de los cuales, como se ha visto, el oriental era uno más), subsistía un clima de profunda vacilación y ambivalencia entre los dirigentes porteños, actitud que continuó por lo menos hasta el año 1828 en que se realizó la Convención Preliminar de Paz entre argentinos y brasileños.
La vacilación estaba fundada, en parte, en el ya expresado temor de que la declaración de independencia diera un magnífico pretexto a las potencias extranjeras para hacernos la guerra, especialmente a Portugal y a Inglaterra. Sin embargo, analizados los hechos, surge que en el caso de Inglaterra siempre fue claro (aún durante la colonia) que semejante declaración, lejos de perjudicarla la favorecería, porque suponía la apertura de nuevos mercados no sujetos ya a las tradicionales políticas de restricción económica de España, y no había razones plausibles para suponer lo contrario. Y en el caso de Portugal, su estrategia de invasión no dependía de una declaración libertaria de más o de menos por parte de las antiguas colonias españolas, sino de las propias posibilidades lusitanas de realizar el plan de su vieja política imperial.
En cuanto a la posibilidad de que la independencia no fuera reconocida por las potencias extranjeras, ello no hubiera sido óbice a la contundencia de su realidad histórica. Sucede lo mismo que con los derechos humanos: el hecho de que se violen todos los días, no significa que no estén ahí, claramente formulados, proclamados y defendidos por la fuerza inatacable de la recta razón y de la libre determinación de las personas.
Más aún: una independencia que no se declara, no puede ser ni reconocida ni desconocida, porque simplemente no existe, por lo menos en el terreno normativo de la expresión de voluntad de las comunidades; y tampoco puede ser desnudado y denunciado el hecho de su no reconocimiento o de la lisa y llana violación a la libre determinación de los pueblos.
Creemos que en esto se resume la insistencia de José Artigas en recomendar a sus Diputados que porfiasen en solicitar, una y otra vez, dicha declaración, a pesar de las suposiciones, temores varios y demás obstáculos que por todas partes aparecían. Y en cuanto a la pretendida falta de recursos para sostener esa independencia: ¿acaso no se necesitaron –y aparecieron, de un modo o de otro-, recursos para llevar adelante todas las guerras que la liberación política de las Provincias Unidas demandó?
Por otro lado, está la cuestión interna de la propia Provincia Oriental. Si por un lado se insistía a porfía en el proyecto federal en todos sus términos (es decir, en los precisos términos que portaron los diputados orientales camino a una Asamblea en la que fueron olímpicamente ignorados), por el otro, Artigas no las tenía todas consigo, ni mucho menos. Para empezar, su mensaje nunca fue aceptado por la clase dirigente oriental, compuesta de hacendados, comerciantes e industriales; se propusieron reducirlo y derrotarlo, y lo lograron en la vía de los hechos, ya que no en la de las ideas, que siguen tendiendo sus tentáculos de luz y de fuerza a través de dos siglos.
La pregunta que hoy podríamos hacernos es la siguiente: si las Instrucciones del año XIII hubieran sido aceptadas, o por lo menos discutidas en el marco de un discurso racional, abierto a los argumentos lúcidos de todas las partes involucradas; si la imagen de Artigas y su mensaje federal no hubieran resultado deformados, manipulados y vilipendiados, si Buenos Aires hubiera apelado a otros caminos que no fueran los de propiciar la invasión portuguesa a la Provincia Oriental con tal de sofocar la fuerza del proyecto artiguista, ¿cuál habría sido la historia de estos pueblos que en su momento conformaron el sistema de las Provincias Unidas?
No hablamos desde una pretendida Argentina que pudo haber sido o no, ni desde un pretendido Uruguay que también pudo haber sido o no, sino de algo más y de algo menos; de algo que no pasa necesariamente por la posición de un país determinado que hoy se denomina República Argentina o República Oriental del Uruguay, sino de un proyecto más extenso, ciertamente diferente en su concepción y en su organización política al que hoy poseemos.
Hablamos de una estrella federal que, al igual que la flor del mismo nombre, es una planta que requiere de ciertos cuidados especiales: para ser cultivada en el exterior, debe ser protegida de los violentos cambios climáticos (léase guerras civiles, exterminio y saqueo de pueblos indígenas, invasiones extranjeras facilitadas por la desunión interna, afán de imitación de lo ajeno y olvido de la máxima de cultivar el pensamiento propio), y la falta de iluminación provoca que sus hojas caduquen antes de tiempo. Su color es el de la sangre, y la sangre, ya se sabe, suele ser derramada en la azarosa urdimbre de la historia, porque, como bien lo dijo nuestro José Artigas: “es muy veleidosa la probidad de los hombres, y sólo el freno de la Constitución puede afirmarla”.
BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA:
O´Donnell, Pacho (2012) Artigas, la versión popular de la Revolución de Mayo. Aguilar.
Real de Azúa, Carlos (1991) Los orígenes de la nacionalidad uruguaya. Arca. Montevideo.
Reyes Abadie, W., Vázquez Romero, A. (1999) Crónica general del Uruguay. Ed. Banda Oriental. Tomo III.
Roig, A. (2009) Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. Ed. Una Ventana. Bs. As.
Sala de Touron, Lucía; De la Torre, Nelson; Rodríguez, Julio (1967) Artigas, tierra y revolución. Arca. Montevideo.
Sarli, Waldemar (2010) Artigas, la Argentina que no fue. Guid Publicaciones.
Silva Vila, J. (1964) Ideario de Artigas. Ed. El siglo ilustrado. Montevideo.
Vázquez Franco, G. (1994) La historia y sus mitos. Cal y Canto. Montevideo.
Zamiatin, Yevgeni (2000) Nosotros. Círculo de Lectores. Barcelona (Primera edición: 1921).
No hay comentarios:
Publicar un comentario