Las elecciones en Estados Unidos fueron en realidad un referéndum sobre política económica
Autoras/es: Paul Krugman *
(Fecha original del artículo: Diciembre 2012)
Cola de votantes en las elecciones de Estados Unidos.
/ JONATHAN
ERNST (REUTERS) |
Pero resultó que estaban mal informados sobre la realidad política.
Los decepcionados plutócratas no se equivocaron respecto a quién estaba
de su lado. Estos han sido en gran medida unos comicios en los que los
intereses de los muy ricos se enfrentaban a los de la clase media y los
pobres.
Y la campaña de Obama ha ganado en buena parte porque no ha tenido en cuenta las advertencias de los centristas aprensivos y ha aceptado esa realidad, centrándose en el viso de guerra de clases que definía el enfrentamiento. Esto ha garantizado no solo que el presidente Obama ganara por un enorme margen entre los votantes con menos ingresos, sino también que esos votantes acudieran a las urnas en gran número, rubricando así su victoria.
Lo importante que tenemos que entender ahora es que, aunque ya hayan pasado las elecciones, la guerra de clases no ha terminado. La misma gente que apostó a lo grande por Romney, y perdió, ahora pretende ganar furtivamente —en nombre de la responsabilidad fiscal— el terreno que no fue capaz de ganar en unas elecciones abiertas.
Antes de entrar en eso, permítanme decir algunas palabras sobre el voto real. Evidentemente, el interés económico personal por sí solo no explica la manera en que votan los individuos, y ni siquiera los grupos demográficos más amplios. Los estadounidenses de origen asiático son un grupo relativamente pudiente, pero, aun así, se decantaron por el presidente Obama en una proporción de tres a uno. Los blancos de Misisipi, en cambio, no son especialmente ricos, y, sin embargo, Obama recibió solo un 10% de sus votos.
Pero estas anomalías no bastaron para cambiar la pauta general. Por
otro lado, los demócratas parecen haber neutralizado la tradicional
ventaja del partido republicano en cuestiones sociales, de modo que las
elecciones fueron en realidad un referéndum sobre la política económica.
Y lo que los votantes han dicho, claramente, era que no querían que se
rebajaran los impuestos a los ricos ni que se redujeran las prestaciones
de la clase media y los pobres. Entonces, ¿qué puede hacer un guerrero
de clases verticalista?
La respuesta, como ya he insinuado, es confiar en el disimulo: introducir de extranjis políticas amables con los plutócratas con la excusa de que son respuestas sensatas al déficit presupuestario.
Un excelente ejemplo es la campaña para elevar la edad de jubilación, y la edad de elegibilidad para el programa Medicare, o las dos cosas. Esto es lo razonable, nos dicen; al fin y al cabo, la esperanza de vida ha aumentado, así que todos deberíamos jubilarnos más tarde. Sin embargo, en la práctica, sería un cambio de política enormemente regresivo, y que impondría cargas severas a los estadounidenses con ingresos bajos y medios, mientras que apenas afectaría a los ricos. ¿Por qué? En primer lugar, porque el aumento de la esperanza de vida se da especialmente entre la gente con mucho dinero; ¿por qué tendrían que jubilarse más tarde los conserjes solo porque los abogados estén viviendo más tiempo? En segundo lugar, tanto la Seguridad Social como Medicare son mucho más importantes, en relación con los ingresos, para los estadounidenses con menos dinero, de modo que retrasar su disponibilidad afectaría mucho más gravemente a las familias de a pie que al 1% más rico.
O pongamos un ejemplo más sutil: la insistencia en que cualquier aumento de la recaudación debería proceder de una reducción de las deducciones y no de unos impuestos más altos. Lo esencial que debemos tener en cuenta aquí es que los números no cuadran; de hecho, es imposible que reduciendo las deducciones se pudiera recaudar de los ricos tantos ingresos como se obtendrían simplemente dejando que expiren las partes relevantes de las rebajas fiscales de la era de Bush. De modo que cualquier propuesta para evitar un aumento de las tasas es, digan lo que digan sus partidarios, una propuesta de que permitamos que el 1% se vaya de rositas y de que, de una manera u otra, la clase media o los pobres carguen con el muerto.
La cuestión es que la guerra de clases continúa, ahora con una dosis añadida de engaño. Y esto, a su vez, significa que hay que analizar con mucho cuidado cualquier propuesta que provenga de los sospechosos habituales, incluso —o, más bien, sobre todo— si la propuesta se presenta como una solución bipartidista y de sentido común. En concreto, siempre que algún grupo de intransigentes del déficit hable de “sacrificio compartido”, tenemos que preguntar: ¿sacrificio en relación con qué?
Como es posible que sepan los lectores habituales, no soy un gran admirador del informe de Bowles y Simpson sobre la reducción del déficit en el que presentaban un plan malamente diseñado que, por alguna razón, ha alcanzado el rango de casi sagrado entre las élites sociales y políticas. Así y todo, al menos una cosa se puede decir en favor del informe Bowles-Simpsom: cuando hablaba de sacrificio compartido partía de una premisa que ya daba por sentado el fin de las rebajas fiscales de Bush para los más ricos. Sin embargo, a estas alturas, prácticamente todos los cascarrabias del déficit parecen querer que contemos la expiración de esas rebajas —que se vendieron con falsas pretensiones y nunca fueron asequibles— como una especie de gran compensación por parte de los ricos. Pero no lo es.
Así que tengan los ojos abiertos mientras continúe el juego fiscal de a ver quién es más gallito. La verdad incómoda, pero cierta es que en esto no estamos todos juntos; los guerreros de clase verticalistas de EE UU han perdido a lo grande en las elecciones, pero ahora intentan usar su aparente preocupación por el déficit para arrebatar la victoria de las garras de la derrota. No permitamos que se salgan con la suya.
* Paul Krugman, premio Nobel de 2008, es profesor de Economía en Princeton
Y la campaña de Obama ha ganado en buena parte porque no ha tenido en cuenta las advertencias de los centristas aprensivos y ha aceptado esa realidad, centrándose en el viso de guerra de clases que definía el enfrentamiento. Esto ha garantizado no solo que el presidente Obama ganara por un enorme margen entre los votantes con menos ingresos, sino también que esos votantes acudieran a las urnas en gran número, rubricando así su victoria.
Lo importante que tenemos que entender ahora es que, aunque ya hayan pasado las elecciones, la guerra de clases no ha terminado. La misma gente que apostó a lo grande por Romney, y perdió, ahora pretende ganar furtivamente —en nombre de la responsabilidad fiscal— el terreno que no fue capaz de ganar en unas elecciones abiertas.
Antes de entrar en eso, permítanme decir algunas palabras sobre el voto real. Evidentemente, el interés económico personal por sí solo no explica la manera en que votan los individuos, y ni siquiera los grupos demográficos más amplios. Los estadounidenses de origen asiático son un grupo relativamente pudiente, pero, aun así, se decantaron por el presidente Obama en una proporción de tres a uno. Los blancos de Misisipi, en cambio, no son especialmente ricos, y, sin embargo, Obama recibió solo un 10% de sus votos.
Estos han sido en gran medida unos comicios en
los que los intereses de los muy ricos se enfrentaban a los de la clase
media y los pobres
La respuesta, como ya he insinuado, es confiar en el disimulo: introducir de extranjis políticas amables con los plutócratas con la excusa de que son respuestas sensatas al déficit presupuestario.
Un excelente ejemplo es la campaña para elevar la edad de jubilación, y la edad de elegibilidad para el programa Medicare, o las dos cosas. Esto es lo razonable, nos dicen; al fin y al cabo, la esperanza de vida ha aumentado, así que todos deberíamos jubilarnos más tarde. Sin embargo, en la práctica, sería un cambio de política enormemente regresivo, y que impondría cargas severas a los estadounidenses con ingresos bajos y medios, mientras que apenas afectaría a los ricos. ¿Por qué? En primer lugar, porque el aumento de la esperanza de vida se da especialmente entre la gente con mucho dinero; ¿por qué tendrían que jubilarse más tarde los conserjes solo porque los abogados estén viviendo más tiempo? En segundo lugar, tanto la Seguridad Social como Medicare son mucho más importantes, en relación con los ingresos, para los estadounidenses con menos dinero, de modo que retrasar su disponibilidad afectaría mucho más gravemente a las familias de a pie que al 1% más rico.
O pongamos un ejemplo más sutil: la insistencia en que cualquier aumento de la recaudación debería proceder de una reducción de las deducciones y no de unos impuestos más altos. Lo esencial que debemos tener en cuenta aquí es que los números no cuadran; de hecho, es imposible que reduciendo las deducciones se pudiera recaudar de los ricos tantos ingresos como se obtendrían simplemente dejando que expiren las partes relevantes de las rebajas fiscales de la era de Bush. De modo que cualquier propuesta para evitar un aumento de las tasas es, digan lo que digan sus partidarios, una propuesta de que permitamos que el 1% se vaya de rositas y de que, de una manera u otra, la clase media o los pobres carguen con el muerto.
La cuestión es que la guerra de clases continúa, ahora con una dosis añadida de engaño. Y esto, a su vez, significa que hay que analizar con mucho cuidado cualquier propuesta que provenga de los sospechosos habituales, incluso —o, más bien, sobre todo— si la propuesta se presenta como una solución bipartidista y de sentido común. En concreto, siempre que algún grupo de intransigentes del déficit hable de “sacrificio compartido”, tenemos que preguntar: ¿sacrificio en relación con qué?
Como es posible que sepan los lectores habituales, no soy un gran admirador del informe de Bowles y Simpson sobre la reducción del déficit en el que presentaban un plan malamente diseñado que, por alguna razón, ha alcanzado el rango de casi sagrado entre las élites sociales y políticas. Así y todo, al menos una cosa se puede decir en favor del informe Bowles-Simpsom: cuando hablaba de sacrificio compartido partía de una premisa que ya daba por sentado el fin de las rebajas fiscales de Bush para los más ricos. Sin embargo, a estas alturas, prácticamente todos los cascarrabias del déficit parecen querer que contemos la expiración de esas rebajas —que se vendieron con falsas pretensiones y nunca fueron asequibles— como una especie de gran compensación por parte de los ricos. Pero no lo es.
Así que tengan los ojos abiertos mientras continúe el juego fiscal de a ver quién es más gallito. La verdad incómoda, pero cierta es que en esto no estamos todos juntos; los guerreros de clase verticalistas de EE UU han perdido a lo grande en las elecciones, pero ahora intentan usar su aparente preocupación por el déficit para arrebatar la victoria de las garras de la derrota. No permitamos que se salgan con la suya.
* Paul Krugman, premio Nobel de 2008, es profesor de Economía en Princeton
© New York Times Service 2012
Traducción de News Clips para El País
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