(Fecha original del artículo: 1987)
El vendedor de risas
Estoy en la playa de Malibú, en el espigón donde hace medio
siglo el detective Plillip Marlowe encontró alguno de sus cadáveres.
Jack Miles me seńala una linda casa, a lo lejos, a lo alto:
allí vivía el hombre que abastecía de risas a Hollywood. Hace diez años, Jack pasó
un tiempo en esa casa, cuando el abastecedor de risas decidió marcharse para
siempre.
La casa estaba toda tapizada de risas. Aquel hombre se había
pasado la vida recogiendo risas. Grabador en mano, había recorrido los Estados
Unidos de cabo a rabo, al revés y al derecho, en busca de risas, y había
logrado reunir la mayor colección del mundo.
Había registrado la alegría de los niños jugando y el
alborozo gastadito de la gente ya vivida. Tenía risas del norte y del sur, del este
y del oeste. Según se le pidiera, podía proporcionar risas de celebración o
risas de dolor o de pánico, risas enamoradas, aterradoras carcajadas de
espectros y risotadas de locos y borrachos y criminales. Entre sus miles y
miles de grabaciones, tenía risas para creer y risas para desconfiar, risas de
negros, de mulatos y de blancos, risas de pobres y de ricos y de mediopelos.
Vendiendo risas, risas para cine, radio y televisión, se
había hecho rico. Pero él era un hombre más bien melancólico, y tenía una mujer
que de una mirada quitaba a cualquiera las ganas de reír.
Ella y él se fueron de su casa de la playa de Malibú, y
nunca más volvieron. Se fueron huyendo de los mexicanos, porque en California hay
cada vez más mexicanos que comen comida picante y tienen la maldita costumbre
de reír a las carcajadas. Ahora ellos viven en la isla de Tasmanla, que es por
allá por Australia, pero más lejos.
3 comentarios:
hola,bati mi cola
hola
hola
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