Autoras/es: Miguel Silva (*)
La misma tarde en la que Brasil derrotó a España, el campeón mundial de fútbol, y ganó la Copa Fifa de las Confederaciones, los brasileros probaban la gloria y la amargura.
Al tiempo que aplaudían a un equipo que jugó de manera impecable, los 77 mil espectadores que asistieron a la final en el Maracaná tuvieron que sentir las oleadas de gases lacrimógenos que alcanzaron el estadio.
Brasil triunfó ese día, pero Brasil, el gigante socio de las prometedoras economías BRIC (Brasil, Rusia, Indonesia y China), ha iniciado el camino desesperado de la protesta sin propuesta.
Es la protesta de la rabia. Nuevas clases medias emergentes, que demandan más y más bienes y servicios y que son muy sensibles a los más pequeños cambios económicos, se han unido a una gran masa de brasileros pobres de las favelas para sumar hoy más de un millón de protestantes.
Su protesta es general: contra la corrupción, contra el creciente costo de los servicios públicos, por el mejoramiento inmediato de los servicios de educación y salud, por una inflación que empieza a asomar sus orejas, y hasta por el malgasto en las inversiones de su país en los preparativos para el mundial de 2014 (ver fotos de la BBC).
Una encuesta realizada por DataFolha la semana pasada muestra los estragos causados por las malas políticas de Dilma Rousseff, la inteligente pero aburrídisima sucesora de Lula. Su popularidad cayó de 57 a 30 por ciento. 8 de cada 10 brasileros encuestados (una base de 4717 personas) afirmó estar de acuerdo con las protestas ciudadanas. Más del 60 por ciento expresó su deseo de cambiar el sistema por la vía de un referendo.
El Congreso brasilero se ha apresurado a archivar medidas impopulares, como la de limitar el poder de los fiscales estatales para perseguir la corrupción y a aprobar medidas populistas. Pero los protestantes siguen ahí.
Hay quienes dicen, parafraseando a Marx y a Engels, que el fantasma de la rabia recorre el mundo. Y esa rabia, que no es la misma entre unos y otros protestantes, es el pegante de los millones de ciudadanos que pusieron a prueba a Erdogan, el autócrata turco; que tumbaron al gobierno egipcio de Mubarak y van por el siguiente; y que han puesto en jaque a tantos gobiernos en el mundo.
Para los brasileros esta no es su primera cruzada ciudadana. Es la segunda. En el año 90 tumbaron, a través de protestas ciudadanas, al presidente Collor de Melho, acusado de corrupción.
Y ahora el PT, Partido de los Trabajadores, está en la mira. Seis ministros de Dilma han debido renunciar por temas de corrupción. Funcionarios de Lula están en la cárcel por el famoso escándalo del "mensalao", que consistió en el redireccionamiento ilegal de dineros de publicidad estatal, a través de una famosa agencia, para pagarle 30 mil reales mensuales (unos 12 mil dólares) a los congresistas del PT para que votaran en favor de las iniciativas de Lula.
Los nuevos ciudadanos empoderados quieren acción contra la corrupción, la de los derechistas y la de los izquierdistas, que es la misma. Dentro de la corrupción, los ciudadanos incluyen la desidia estatal, esa incapacidad de las burocracias de ejecutar obras, de hacer las cosas pensando en la gente, de mejorar el gasto social.
Quieren ser escuchados. Quieren que sus ideas se vean reflejadas en las políticas públicas. Y quieren que sus representantes sean honestos. No es mucho. Pero no es poco.
Es evidente que el capitalismo salvaje ha demostrado su incapacidad para resolver todos los problemas, pero el avance de la clase media en América Latina y la superación de la pobreza por parte de millones de ciudadanos, sí tiene que ver con la aplicación de políticas que nada tienen que ver con las ideas de Fidel Castro o Hugo Chávez.
Pero estas protestas pueden terminar en el peor de los mundos: estimulando el acceso al poder de los cleptócratas autoritarios, esos regímenes que se han apoderado de Nicaragua, Ecuador, Venezuela, Bolivia y Argentina.
El mal momento por el cual pasa la economía de mercado no debe ser la puerta abierta para el regreso al asistencialismo. Lo que hacen los gobernantes venezolanos, el alcalde socialista de Bogotá, o el incestuoso Ortega, es esclavizar a la gente, amarrarla al regalo mensual del estado, y no crear oportunidades para liberar a los ciudadanos.
Se trata de la aplicación de otra forma de mensalao. Una aberrante forma de mensalao. Porque es la utilización de una de las más antiguas tácticas electorales de los políticos corruptos -la compra de votos- con las bonitas banderas del socialismo ondeando sobre las favelas y los estadios de fútbol.
(*) Abogado y periodista. Fundó la revista Gatopardo. Colombia.
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