Autoras/es: Máximo Gorki
Un domingo, unas dos semanas después de muerto el padre, Pável volvió a casa completamente borracho. Se acercó tambaleándose a la mesa y, descargando un puñetazo sobre ella, le gritó a la madre, como el padre solía hacer:
Un domingo, unas dos semanas después de muerto el padre, Pável volvió a casa completamente borracho. Se acercó tambaleándose a la mesa y, descargando un puñetazo sobre ella, le gritó a la madre, como el padre solía hacer:
- La cena ...
Acercóse Pelagueia, se sentó junto a Pável y, abrazándole, apoyó en su regazo la cabeza del hijo. Él trató de desasirse, empujándola con la mano en el hombro y gritando:
- ¡Pronto, madre!
- ¡Qué niño eres! -contestó ella con voz triste y acariciadora, venciendo su resistencia.
- También voy a fumar ... Dame la pipa de mi padre -barbotó, moviendo con dificultad la lengua rebelde.
Era la primera vez que se embriagaba. La vodka le había debilitado el cuerpo, sin apagarle la conciencia, y en su cabeza martilleaba una pregunta:
¿Estaré borracho ... ? ¿Estaré borracho?
Las caricias de la madre le llenaban de confusión; le conmovía la tristeza de su mirada. Tenía ganas de llorar, y, para dominarse, se fingía más borracho de lo que en realidad estaba.
Y la madre le acariciaba los cabellos, revueltos, sudorosos, diciéndole quedo:
- Tú no deberías hacer eso ...
Pável empezó a sentir náuseas. Después de varios vómitos fuertes, la madre le acostó, poniéndole una toalla húmeda sobre la frente pálida.
Se despejó un poco, pero todo oscilaba en derredor y debajo de él; le pesaban los parpados, tenía en la boca un sabor repugnante y amargo; a través de las pestañas miraba la cara ancha de su madre y pensaba incoherente:
Se ve que aún es temprano para mí ... Los demás beben y no les pasa nada, y yo tengo náuseas ...
La voz dulce de la madre llegaba a sus oídos, como de lejos:
- ¿Cómo vas a sostenerme, si te das a la bebida ... ?
Cerró los ojos con fuerza y repuso:
- Todos beben ...
La madre dio un profundo suspiro. Tenía razón. Ya sabía ella que a los hombres no les quedaba más que la taberna, para sentir un poco de alegría. Sin embargo, le dijo:
- Pero tú, ¡no bebas! Ya bebió tu padre bastante por ti. Y bien que me atormentaba ... Deberías tener lástima de tu madre, ¿no te parece?
Al oír aquellas palabras tristes, suaves, Pável recordó que, en vida del padre, la madre -silenciosa, siempre alarmada, en espera de los golpes del marido- pasaba inadvertida en el hogar. Últimamente, Pável, evitando los encuentros con el padre, apenas permanecía en casa y se había despegado un poco de la madre. Ahora, conforme iba recobrando la lucidez, la examinaba con atención.
Era alta, ligeramente encorvada; su cuerpo, roto por el trabajo incesante y los golpes del marido, movíase sin hacer ruido; parecía andar de costado, como si temiera de continuo tropezar en alguna parte.
El ancho rostro oval, surcado por arrugas e hinchado levemente, estaba iluminado por unos ojos negros, de expresión triste e inquieta, como en la mayoría de las mujeres del arrabal. Sobre la ceja derecha tenía una cicatriz honda, que se le subía un tanto, y la oreja del mismo lado parecía también más alta que la izquierda, dándole al rostro una expresión asustada, como si estuviera siempre escuchando medrosa.
Entre los espesos cabellos oscuros brillaban unos mechones canosos. Toda ella respiraba dulzura, sumisión, tristeza ... Y por sus mejillas resbalaban lentas las lágrimas.
- ¡No llores! -suplicó el hijo en voz baja-. Dame de beber.
- Voy a traerte agua con hielo ...
Pero cuando volvió, él ya se había dormido. La madre quedó inmóvil un instante. Temblábale el bote en la mano y los pedazos de hielo chocaban quedamente contra el metal. Luego de dejar el cacharro sobre la mesa, se arrodilló en silencio ante las santas imágenes. Los cristales de la ventana recibían, temblando, las ondas sonoras de la vida ebria. En las tinieblas y la humedad de la noche de otoño, rechinaba un acordeón; alguien cantaba a voz en cuello, se oían repugnantes palabrotas; cansinas voces de mujer resonaban alarmadas, coléricas ...
En la casita de los Vlásov, la vida empezó a transcurrir más tranquila y apacible que antes y algo distinta de la existencia corriente del arrabal. La casa estaba situada en un extremo de éste, junto a un talud de poca altura, pero muy escarpado, que descendía hasta un pantano. La cocina ocupaba un tercio de la vivienda; un tabique delgado, que no llegaba al techo, la separaba del cuartito que servía de alcoba a la madre. Lo demás era una habitación cuadrada con dos ventanas; en un rincón, la cama de Pável, y junto a la pared maestra, dos bancos y una mesa. Unas cuantas sillas, una cómoda para la ropa blanca, un espejito sobre aquélla, un baúl con trajes y vestidos, un reloj en la pared, dos iconos en un rincón, y nada más.
Pável hizo todo lo que correspondía a un mozo de su edad: se compró un acordeón, una camisa de pechera almidonada, una corbata de vivos colores, unos chanclos y un bastón, y resultaba igual que todos los muchachos de su edad. Iba a las fiestecillas caseras, aprendía a bailar cuadrillas y poleas. Los días de fiesta volvía a casa bebido, y siempre sufría mucho a causa de la vodka. A la mañana siguiente le dolía la cabeza, le atormentaban los ardores de estómago, y su rostro, pálido, reflejaba tedio.
Una vez su madre le preguntó:
- Qué, ¿te divertiste mucho anoche?
Contestó con irritación sombría:
- ¡Me aburrí espantosamente! Prefiero irme de pesca o comprarme una escopeta.
Trabajaba con celo, sin faltas de asistencia y sin que nunca le impusieran multas. Era callado. Sus ojos azules, grandes como los de su madre, tenían una expresión de descontento. No llegó a comprarse la escopeta ni a irse de pesca, pero empezó visiblemente a apartarse del camino trillado que todos seguían: asistía a las fiestecillas caseras cada vez con menor frecuencia, y aunque los domingos continuaba yendo a alguna parte, volvía siempre despejado. Observábale su madre con marcada atención y veía que el atezado rostro de Pável se iba tomando más afilado de día en día, más grave la mirada, mientras sus labios se apretaban con extraña severidad. Parecía disgustado o consumido por alguna enfermedad. Antes, le visitaban los amigos, pero como ya no le encontraban nunca en casa, habían dejado de venir. Notaba con agrado la madre que su hijo se iba diferenciando de los demás muchachos de la fábrica, pero cuando echó de ver su obstinación en alejarse del torrente oscuro de la vida monótona, sintió en el alma una vaga inquietud.
- ¿No estás enfermo, Pavlusha? -le preguntaba a veces.
- Me encuentro bien -contestaba él.
- ¡Estás tan delgado ...! -decía la madre suspirando.
Pável empezó a traer libros a casa y a procurar leerlos sin ser visto; una vez leídos, los escondía en alguna parte. A veces copiaba algo en un trozo de papel, que también ocultaba.
Hablaban poco y apenas se veían. Por la mañana tomaba el té en silencio y se iba al trabajo; al mediodía llegaba a comer, y en la mesa sólo cruzaba con su madre unas palabras intrascendentes; luego volvía a desaparecer hasta la noche. Acabado el trabajo, se lavaba cuidadosamente, cenaba y leía durante mucho rato sus libros. Los días de fiesta salía por la mañana para no volver hasta la noche, ya tarde. La madre sabía que se iba a la ciudad, que frecuentaba el teatro; pero nadie de la ciudad venía a verle. Parecíale que a medida que transcurría el tiempo, el hijo hablaba menos, y advertía a la par que, a veces, empleaba expresiones nuevas, para ella incomprensibles, mientras iban desapareciendo de su lenguaje los dichos groseros y las palabrotas que antes acostumbraba a emplear. En su conducta notábanse muchas pequeñeces que le llamaban la atención: había abandonado los pujos de elegancia y empezó a preocuparse más de la limpieza del cuerpo y de la ropa; se movía con mayor facilidad y desenvoltura, adquiriendo modales más sencillos y suaves que inquietaban a la madre. Tratábala de modo nuevo: a veces barría la habitación, los domingos se hacia él mismo su cama y en general se esforzaba por aliviar el trabajo de ella. Nadie obraba así en el arrabal.
Una vez trajo un cuadro y lo colgó en la pared. Representaba a tres personajes que, hablando, se dirigían a algún sitio con ligereza y resolución.
- Es Cristo resucitado, camino de Emaús -le explicó Pável.
A la madre le gustó el cuadro, pero pensó:
Honras a Cristo y no vas a la iglesia ...
Aumentaron los libros en el bonito estante que un carpintero, camarada de Pável, le había hecho. La habitación fue tomando un aspecto agradable.
Hablábale de usted y la llamaba madre, pero a veces, de pronto, se dirigía a ella con cariño:
- Madrecita, no te inquietes, por favor; esta noche volveré tarde ...
Y a ella le agradaba aquello, pues en sus palabras percibía algo serio y fuerte. Sin embargo, su inquietud iba en aumento; sin precisarse con el correr de los días, le cosquilleaba en el corazón, con el presentimiento de algo extraordinario. A veces, se sentía descontenta del hijo y pensaba:
Los demás viven como las personas y él como un monje. Es demasiado serio. Esto es impropio de su edad ...
Otras se preguntaba:
¿No estará liado con alguna moza?
Mas, para andar con las mozas hacía falta dinero y él le entregaba casi todo el jornal ...
Así pasaron las semanas, los meses y, casi sin sentir, transcurrieron dos años de vida, extraña, silenciosa, llena de pensamientos y temores confusos, que aumentaban de continuo.
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