Autoras/es: Aleli Jait
FEDUBA dialogó con la Carina Kaplan*, Doctora en Educación por la Universidad de Buenos Aires, Magíster en Ciencias Sociales y Educación por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Además, Kaplan es Investigadora de Carrera del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas con sede en el Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación (IICE), Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Directora actualmente de proyectos UBACyT y PIP CONICET sobre jóvenes, desigualdad, violencia y escuela. Profesora Titular Ordinaria, Cátedra de Sociología de la Educación, de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Profesora Adjunta Regular, Cátedra de Sociología de la Educación, Facultad de Filosofía y Letras Universidad de Buenos Aires.
(Fecha original del artículo: Junio 2011)
(Fecha original del artículo: Junio 2011)
¿Qué relación existe entre la “rebeldía juvenil” y la violencia?
Como investigadores estudiamos el fenómeno de las violencias en el ámbito escolar, e intentamos formular el problema en términos diferentes al que establecería el discurso de sentido común dominante. Desde esta perspectiva, se nos impone intentar comprender las transformaciones de la sensibilidad contemporánea desde una mirada de largo alcance.
La historia de Occidente asocia la peligrosidad a los jóvenes y desarrolla diversos instrumentos de contención de esas fuerzas rebeldes juveniles. La idea que postulo, acerca de los jóvenes en turbulencia, representa una invitación a reflexionar sobre las dos caras de la moneda: pueden estos ser pensados como indisciplinados, descontrolados o bien en rebeldía, desafiantes del statu quo. Transgredir no es sinónimo de delinquir; aunque así quiera mostrarse desde cierto discurso penalizante o sentido de la doxa, que homologa cualquier comportamiento inadecuado a un acto de violencia delictual, y que sostiene debe ser penalizado. Este discurso disocia las causas (sociales) de las consecuencias (individuales y grupales) y evita todo tipo de comprensión de las circunstancias que originaron dicho acto. Se puede establecer una clara relación entre este tipo de discurso y el proceso de transformación ocurrido en Estados Unidos y señalado por Wacquant, en su trabajo “Las Cárceles de la miseria”. Allí, desarrolla el pasaje desde el Estado providencia hacia el Estado penitencia que interviene con carácter punitivo sobre segmentos de la población mayoritariamente excluidos del mercado laboral y de la protección social.
En definitiva, hay una imbricada relación entre las formas de cohesión de nuestras sociedades y los comportamientos sociales. La escalada de los actos de violencia preocupa porque hace patente la descomposición interna de la cohesión social, contra la cual las instituciones sociales se muestran hasta cierto punto impotentes. También pone en evidencia, la complejidad de constituir identidades personales y colectivas profundas y duraderas. Una de las notas bien características de esta época, y que recuperamos en nuestros trabajos de investigación, está expresada por Horst Kurnitzky cuando muestra que la violencia “no se orienta solo contra los extraños, también se dirige en contra de amigos. Los autores de actos de violencia y las víctimas se conocen, pertenecen a la misma familia, banda o pandilla”. La violencia también se dirige al propio sujeto, denotando una tendencia a la autodestrucción, producto, entre otras cuestiones, del sentimiento de sinsentido individual y social.
¿Cómo es la percepción y la auto-percepción de los jóvenes en relación al tema de la violencia?
Durante un extenso proceso de investigación, que junto a mi equipo he venido desarrollando, en torno a la temática de las violencias en la escuela, se obtuvieron algunos testimonios de jóvenes estudiantes secundarios que dan cuenta de cómo ellos perciben, clasifican y califican a sus coetáneos, los denominados “jóvenes violentos” y a los “alumnos violentos” a partir de indicios o emergentes tales como: “me miró mal”, “se viste como villero”, “habla como tumbero”, “tiene mala junta”, “con cara de violento”, “parece chorro”. Estas clasificaciones tienen por detrás distinciones entre un nosotros -incluidos, aceptados- y un ellos -excluidos, forasteros, rechazados-. Se va configurando así un juego de imágenes y auto-imágenes donde unos grupos se sienten superiores y con capacidad de minimizar a los otros que muchas veces se auto-excluyen. En nuestras investigaciones intentamos identificar la sociodinámica de la estigmatización social al interior de la vida escolar. Estos modos de clasificación son sociales antes que escolares; remiten a modos de distinción social que se correlacionan con el tipo de sociedades en las que existimos y con la taxonomización sobre los individuos y grupos con quienes convivimos.
¿Cuál es en el imaginario social la relación entre la pobreza y la violencia ejercida por los jóvenes en la escuela?
La reflexión recae sobre las transformaciones estructurales de la sociedad contemporánea y sobre las consecuencias personales y subjetivas de las mismas, referidas a la condición estudiantil. Resulta importante preguntarse, particularmente, por el caso de los adolescentes y jóvenes por ser uno de los grupos a quienes más ha afectado la exclusión y, a la vez, porque los sistemas educativos latinoamericanos han tendido, en estas últimas décadas, a democratizar la educación secundaria y media. De hecho, en nuestro país la obligatoriedad de la educación secundaria es relativamente reciente como política educativa nacional (Ley de Educación Nacional 26.206/2006).
Dado que se trata de un campo en consolidación, el tema de las violencias en la escuela de adolescentes y jóvenes requiere primordialmente una formulación científica del problema que permita generar una propuesta teórica para confrontar, a partir del trabajo empírico sistemático, con las tesis hegemónicas que asocian mecánicamente violencia y crimen.
Una de las hipótesis sustantivas que arrojan nuestros estudios empíricos es acerca del vínculo entre violencia y sentidos/sinsentidos de la existencia social, percibida por los jóvenes, aun los escolarizados. Conjeturamos que estos sentidos subjetivos se expresan, en muchos casos, como “sin sentidos” que pueden ser imputados a las derivaciones personales de las mutaciones de la sociedad contemporánea de las últimas décadas, signadas por la fragmentación y la exclusión social. Además no asociamos mecánicamente las violencias en la institución educativa con las del campo de la criminología, es decir, con los delitos y el crimen. Existe un mecanismo de dominación simbólica que establece una doxa penalizante que se traduce en prácticas de intolerancia y estigmatización de los jóvenes y que tiene una de sus expresiones más brutales en el par taxonómico violento-pobre. Así, se genera una suerte de discurso racista sobre los jóvenes atravesados por la condición de marginalidad y subalternidad. Por el contrario, y para ir contra de esta argumentación que asocia juventud, pobreza y violencia, nos afirmamos sobre la idea de que el individuo sólo puede entenderse en sociedad. En consonancia con este abordaje, sostenemos que no hay un gen de la violencia que permita dar cuenta de las formas del comportamiento social.
Al mismo tiempo, es necesario precisar que los comportamientos individuales y las prácticas institucionales poseen una génesis y una historia. Coexisten en un hecho de violencia cuestiones biográficas y una memoria social. La violencia tiene una historia así como los individuos que convivimos en las instituciones portamos una trayectoria social y personal.
De lo anterior, se desprende otro de los supuestos y es que las violencias en la escuela están intrínsecamente asociadas, aunque no mecánicamente, a las estructuras del comportamiento social y a las estructuras de personalidad de una época.
¿Por qué se ejerce la violencia?
La violencia es una cualidad relacional; por tanto, los comportamientos violentos de ciertos individuos y grupos hablan de nuestras sociedades. Una de las hipótesis sustantivas que arroja nuestro proceso de investigación es que el sinsentido puede ser una fuente para los comportamientos asociados con la violencia. Ello en la medida en que se refiere a la producción de identidades personales o colectivas, de quienes no logran sentirse reconocidos o, bien, que experimentan emociones y sentimientos de descrédito amplio, de rechazo, de exclusión.
Si seguimos esta tesis, se sostiene la postulación de que los sujetos “no son violentos” sino que están dando una respuesta posible a una vida sin justificación, a las interdependencias sociales que dejan a los individuos abandonados al presente que carece de sentido. En muchos casos y circunstancias, la violencia parece ser una reacción a no haber sido. De este modo, la violencia tendría que ver con la negación del otro, es una reacción a una relación social de no reconocimiento, de rechazo, de exclusión.
¿Qué rol juegan los medios de comunicación en esta construcción de la criminalidad?
En los procesos de asignación y auto-asignación de etiquetas y tipificaciones, -la de “violento” en nuestro caso-, se pone en juego una dinámica de poder entre la atribución a un supuesto ser de unas determinadas cualidades vinculadas a las apariencias. La apariencia de pobre (el hábito corpóreo como indicio de clase o, lo que es equivalente, el cuerpo tratado socialmente), por ejemplo, está asociada a la del ser violento y a la incivilidad en general. Un comportamiento social de cierta cualidad -violento- pasa, de este modo, a ser tratado como un dato esencial de un tipo de individuo o de cierto grupo. Este control de la apariencia puede ser más brutal cuando se ejerce el poder estatal sobre los individuos y grupos subalternos. Los medios de comunicación ejercen en ello un papel central.
Estoy de acuerdo, entonces, con aquello que Juan Pegoraro advierte respecto de las noticias periodísticas y es que abonan una campaña de alarma social ante la delincuencia violenta, lo que contribuye a reducir la problemática a un crecimiento de la maldad y crueldad de ciertas personas (jóvenes, pobres, excluidas, vulneradas, desocupadas). Ante esto suenan y resuenan voces de imponer la “ley y el orden” y se ha puesto de moda una invocación a la llamada “tolerancia cero” que en los hechos sólo persigue “incivilidades”, mientras deja impune los grandes delitos del poder y la corrupción pública. Persiste así una política penal con su correspondiente “selectividad” o como dice Foucault una política que administra diferencialmente los ilegalismos.
Lo que parece estar en juego cuando estudiamos o hablamos de la violencia en la escuela es si sostendremos una mirada criminalizante, o bien si intentaremos comprender los comportamientos sociales como signos de nuestra época. Una mirada pedagógica, por su propia naturaleza, jamás podría ser criminalizante.
*Estas reflexiones forman parte de un artículo que se publicara en el mes de Julio en la Revista Propuesta Educativa de FLACSO-Sede Argentina.
1 comentario:
Muy bueno dias a todos los lectores.
Si me permitisen hacerlo, querría contrales sobre mi situación en las escuela.
Soy de un Instito privado de este país, y todos los dias soy víctima de acoso en mi aula.
Esto viene sucediendo hace ya varios años.
Sin embargo, las autoridades del Instituto no hacen nada para remediar este problema.
Poseemos una Psicopedagoga, que en realidad no estudia los comportamientos de mis pares.
Mis padres hacen todo lo posible para ayudarme, mas sus intentos son en vano.
Si no es mucha molestia desearía que investiguen el comportamiento de alumnos de las escuelas del interior.
Su página es muy interesante, y desde ya agradezco su apoyo y dedicación para solucionar esta gran problemática que afecta constantemente a nuestras vidas cotidianas.
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