Autoras/es: Máximo Gorki
La casita del extremo del arrabal iba llamando la atención; ya eran muchas las miradas de recelo que habían palpado sus muros. Sobre ella se cernían inquietas las abigarradas alas del rumor público, y la gente intentaba sorprender, descubrir lo que se ocultaba tras las paredes de la casita junto al barranco. Por las noches iban a mirar por los cristales; a veces, alguien golpeaba en ellos, y en seguida echaba a correr asustado.
La casita del extremo del arrabal iba llamando la atención; ya eran muchas las miradas de recelo que habían palpado sus muros. Sobre ella se cernían inquietas las abigarradas alas del rumor público, y la gente intentaba sorprender, descubrir lo que se ocultaba tras las paredes de la casita junto al barranco. Por las noches iban a mirar por los cristales; a veces, alguien golpeaba en ellos, y en seguida echaba a correr asustado.
Un día, el tabernero Beguntsov paró en la calle a la madre de Pável. Era un viejecito atildado, siempre con un pañuelo de seda negra ceñido al cuello, rojo y fofo, y un grueso chaleco de felpa color lila. Unas gafas de concha cabalgaban en su nariz, reluciente y puntiaguda, por lo que le apodaban Ojos de Hueso. Detuvo a Vlásova y, sin tomar resuello ni esperar respuesta, la interpeló con palabras rimbombantes y secas.
- ¿Cómo le va, Pelagueia Nílovna? Y el hijo, ¿qué tal? ¿No piensa usted casarle? El muchacho ya está en edad de contraer matrimonio. Cuanto antes se case a los hijos, más tranquilidad para los padres. El hombre que hace vida familiar se mantiene más sano de cuerpo y de espíritu, ¡se conserva como la seta en vinagre! Yo, en su lugar, le casaría. Los tiempos actuales exigen vigilancia sobre el ser humano. La gente empieza a vivir pensando por su cuenta. Las ideas se embrollan y los actos se vuelven vituperables. Ya no se ve a los mozos en el templo de Dios, se alejan de los sitios públicos para reunirse a escondidas y cuchichear por los rincones. Y yo pregunto: ¿para qué cuchichean? ¿Por qué huyen de la gente? ¿Qué es todo lo que un hombre no se atreve a decir ante la gente, por ejemplo, en la taberna? ¡Misterio! Pero el lugar de los misterios está en nuestra Santa Iglesia Apostólica. Todos los demás misterios, realizados a escondidas, ¡provienen de la mente descarriada! ¡Que usted siga bien!
Alzando la mano con afectación, se quitó la gorra de plato, la agitó en el aire y se fue, dejando a la madre perpleja. Otra vez, María Kórsunova, viuda de un herrero, vecina de los Vlásov, que vendía comestibles a la puerta de la fábrica, se encontró con la madre en el mercado y también le dijo:
- ¡Vigila a tu hijo, Pelagueia!
- ¿Por qué? -preguntó la madre.
- ¡Corren rumores! -declaró María con aire misterioso-. ¡Y nada buenos, madre! Dicen que está organizando una comunidad, como las de los flagelantes. Secta llaman a eso. Se dan unos a otros de latigazos, como los flagelantes ...
- ¡Basta, no seas tonta, María!
- No es tonto quien mentiras cuenta, sino quien las inventa -replicó la vendedora.
La madre comunicó a su hijo todas aquellas habladurías; él se encogió de hombros en silencio, y el jojol se echó a reír con su risa pastosa y suave.
- ¡Las muchachas también están muy ofendidas con vosotros! -dijo la madre-. Sois novios envidiables para cualquier moza; todos, buenos obreros, no bebéis, ¡y ni las miráis siquiera! Dicen que vienen a veros de la ciudad señoritas de dudosa conducta ...
- ¡Por supuesto! -exclamó Pável, con una mueca de repugnancia.
- En la charca, todo huele a podrido -dijo suspirando el jojol-. Podría usted explicarles a esas tontas lo que es el matrimonio, madrecita, para que no se apresuren a romperse ellas mismas las costillas ...
- ¡Ay, padrecito! -repuso la madre-. Ellas ven la desgracia; lo comprenden, ¡pero no les queda otra salida!
- ¡Mal lo comprenden! Si no, ya encontrarían otro camino -observó Pável.
La madre echó una ojeada al rostro severo de su hijo:
- Pues enseñádselo vosotros. Deberías invitar a las más listas ...
- ¡No es conveniente! -contestó Pável con sequedad.
- ¿Y si probásemos? -replicó el jojol.
Luego de un instante de silencio, Pável contestó:
- Empezarían a formarse parejas, después se casarían algunos, ¡y se acabó!
La madre quedó pensativa. La austeridad monacal del hijo la desconcertaba. Veía que sus consejos eran escuchados incluso por los camaradas que, como el jojol, eran mayores que él. Sin embargo, a ella le parecía que le temían, pero que nadie le quería a causa de su carácter adusto.
En una ocasión, estando acostada, mientras Pável y el jojol seguían leyendo, a través del delgado tabique prestó atención a lo que hablaban.
- ¿Sabes que me gusta Natasha? -dijo de pronto el jojol en voz baja.
- Lo sé -contestó Pável después de una pausa.
Se oyó que el jojol se levantaba despacio y empezaba a pasear por la habitación. Sentíanse las pisadas de sus pies descalzos. Se expandieron, melancólicos y tenues, los silbidos de una tonada. Luego volvió a resonar su voz:
- ¿Lo habrá notado ella? Pável guardó silencio.
- ¿Qué opinas tú? -preguntó el jojol, bajando'la voz.
- Que lo nota -repuso Pável-. Por eso se ha negado a estudiar con nosotros ...
El jojol arrastraba pesadamente por el suelo los pies descalzos, y de nuevo vibró en el cuarto su tenue silbar. Luego, inquirió:
- ¿Y si le dijera? ...
- ¿Qué?
- Que yo ... -empezó a explicar el jojol en voz queda.
- ¿Para qué? -le interrumpió Pável.
La madre oyó que el jojol se paraba, y presintió que sonreía.
- Pues mira, yo creo que cuando se quiere a una muchacha hay que decírselo, porque si no, no se consigue nada.
Pável cerró ruidosamente el libro. Oyóse su pregunta:
- ¿Qué es lo que tú quieres conseguir?
Ambos guardaron silencio largo rato.
- Bueno, ¿qué? -interrogó el jojol.
- Andréi, hay que saber claramente lo que uno desea -empezó a decir Pável con lentitud-. Supongamos que ella también te quiere; lo que yo no creo, pero supongámoslo así. Os casáis. Será un matrimonio interesante. ¡Una intelectual con un obrero! Tendréis hijos. Habrás de trabajar tú solo ... y mucho ... Vuestra vida será la vida por el pedazo de pan para los hijos, para el alquiler de la vivienda, y ambos os habréis perdido para la causa. ¡Los dos!
Hubo un silencio. Luego, Pável continuó; al parecer, con más suavidad:
- Mejor será que dejes esas cosas, Andréi. No la perturbes ...
Silencio. Sonaba con nitidez el péndulo del reloj contando acompasadamente los segundos. El jojol dijo:
- Medio corazón quiere y el otro medio detesta ... ¿Acaso es esto un corazón? ¿Eh?
Susurraron las páginas de un libro; debía ser que Pável reanudaba la lectura. La madre seguía echada, cerrados los ojos, temerosa de moverse. Le daba lástima del jojol, hasta hacerla llorar, pero aún más, de su hijo. Y pensó:
Querido mío ...
De pronto, el jojol preguntó:
- ¿De modo que debo callarme?
- Es más honrado -repuso Pável en voz baja.
- ¡Tiraremos por ese camino! -dijo el jojol. Y al cabo de unos segundos, agregó tristemente, en voz queda:
- A ti, Pável, te será también difícil, cuando te encuentres en la misma situación ...
- ¡Ya me lo es...!
Rumoreaba el viento en los muros de la casa. El péndulo del reloj contaba con exactitud el tiempo que se iba.
- ¡Estas cosas no son bromas! -pronunció el jojol lentamente.
La madre hundió el rostro en la almohada y comenzó a llorar en silencio.
A la mañana siguiente, Andréi le pareció a la madre de menor estatura y aún más cerca de su corazón; y su hijo, como siempre, delgado, erguido, taciturno. Antes, la madre llamaba al jojol Andréi Onísimovich; aquel día, sin darse cuenta, le dijo:
- Andriusha, debería usted remendarse las botas; así se le van a helar los pies.
- ¡Ya me compraré otras cuando cobre! -contestó echándose a reír y, poniéndole en el hombro su larga mano, le preguntó:
- A lo mejor, resulta que es usted mi verdadera madre. Sólo que, como soy tan feo, no quiere usted reconocerlo ante la gente, ¿verdad?
Ella, en silencio, le dio unas palmaditas en la mano. Hubiera querido decirle un sinfín de palabras cariñosas, pero tenía el corazón oprimido de lástima y las palabras no salieron de sus labios.
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