Autoras/es: Máximo Gorki
Deslizábanse los días, uno tras otro; como las bolas de un ábaco, iban alineándose en semanas y meses. Todos los sábados venían los camaradas a casa de Pável, y cada reunión era como el peldaño de una larga escalera, en pendiente suave, que conducía a algun sitio lejano, elevando lentamente a la gente.
Deslizábanse los días, uno tras otro; como las bolas de un ábaco, iban alineándose en semanas y meses. Todos los sábados venían los camaradas a casa de Pável, y cada reunión era como el peldaño de una larga escalera, en pendiente suave, que conducía a algun sitio lejano, elevando lentamente a la gente.
Aparecieron personas nuevas. En la pequeña habitación de los Vlásov se estaba cada vez más estrecho y hacía calor. Seguía acudiendo Natasha, aterida de frío, cansada, pero siempre con su inagotable alegría y animación. La madre le hizo unas medias y ella misma se las puso en sus piececitos. Natasha se echó a reír; luego, calló de pronto, quedóse pensativa unos instantes y dijo en voz baja:
- Yo tenía una niñera que también era de una bondad admirable. ¡Qué raro, Pelagueia Nílovna!, los trabajadores llevan una vida tan dura, tan llena de privaciones ... y sin embargo, ¡tienen más corazón, más bondad que aquellos otros...!
Y extendió el brazo, como indicando un lugar muy alejado de ella.
- ¡Cómo es usted! -dijo Vlásova-. Ha dejado a sus padres y todo lo demás ... -no supo terminar el pensamiento, lanzó un suspiro y quedó callada, mirando a la cara de Natasha, sintiendo gratitud hacia ella por algo impreciso. Permanecía sentada en el suelo ante la joven, que, sonriente y pensativa, bajaba la cabeza.
- ¡He dejado a mis padres! -repitió-. Eso no tiene importancia. Mi padre es tan grosero ... mi hermano lo mismo, y además, borracho. Mi hermana mayor es una desgraciada ... Está casada con un hombre mucho mayor que ella ... riquísimo, avaro y fastidioso. Me da lástima de mi madre; es sencilla como usted, pequeñita, como un ratón ... Siempre correteando, asustada de todos ... A veces, ¡me entran unas ganas de verla...!
- ¡Pobrecilla mía! -dijo la madre, moviendo tristemente la cabeza.
La muchacha irguióse de repente y agitó la mano, como si rechazara algo.
- ¡Oh, no! A veces, siento tanta alegría, tanta felicidad ...
Su cara se había tornado pálida y fulguraban sus ojos azules. Y apoyando la mano en el hombro de la madre, dijo quedamente, con voz profunda, inspirada:
- ¡Si usted supiera ... si pudiera comprender cuán grande es la obra que llevamos a cabo...!
Una sensación parecida a la envidia estremeció el corazón de Vlásova. Se levantó del suelo y dijo tristemente:
- Yo soy ya vieja para eso ... demasiado ignorante ...
Pável hablaba cada vez con mayor frecuencia, discutía sin cesar, ardoroso, y enflaquecía. La madre creyó notar que, cuando hablaba con Natasha o la miraba, sus ojos severos brillaban con mayor dulzura, su voz se hacía más cariñosa y todo él se tornaba más sencillo.
¡Quiéralo Dios!, pensaba. Y sonreía.
Cuando en las reuniones tomaba la discusión un carácter demasiado violento, el jojol se ponía en pie y, balanceándose como badajo de campana, profería con su voz sonora y vibrante palabras claras y sencillas que hacían renacer la seriedad y la calma. Vesovschikov, constantemente, apremiaba sombrío a todos; él y el muchacho pelirrojo, que se llamaba Samóilov, eran los que iniciaban todas las discusiones.
Con ellos estaba de acuerdo Iván Bukin, el mozalbete de cabeza redonda y cejas blancas, como desteñidas con lejía. Y ákov Sómov, siempre limpio y bien peinado, hablaba poco, en voz baja, con tono serio, y como Pedia Masin, el chico de ancha frente, era siempre del parecer de Pável y del jojol.
A veces, en lugar de Natasha, venía de la ciudad Nikolái Ivánovich, hombre con gafas y barbita clara, oriundo de alguna lejana provincia, que al hablar recargaba mucho el acento en la o. En todo él había un algo de lejanía. Hablaba de cosas corrientes: de la vida familiar, de los hijos, del comercio, de la policía, de los precios del pan y de la carne; de cuanto constituía la vida cotidiana de las gentes. Y en lo que contaba iba poniendo al descubierto la falsedad y el enredo; algo sórdido, que a veces era cómico, y siempre notoriamente desfavorable para los hombres. A la madre le parecía que aquella persona había llegado de algún lugar lejano, de otro mundo, donde la existencia era fácil y honrada, y que por eso todo lo de aquí le era extraño y no podía acostumbrarse a esta vida, aceptada como necesaria, pues no le gustaba y despertaba en él un deseo obstinado y tranquilo de organizar todo a su manera. Tenía la tez amarillenta, unas arruguillas le irradiaban de los ojos, hablaba en voz baja y sus manos estaban siempre tibias. Cuando saludaba a la madre de Vlásov, le apretaba la mano con sus largos y vigorosos dedos y, después de aquel saludo, el alma de la madre se sentía más aliviada y tranquila.
Venían además otras gentes de la ciudad, y, con mayor frecuencia que otros, una señorita alta, bien formada, de ojos grandes y rostro pálido y enjuto. Se llamaba Sáshenka. En su porte y modales había algo de varonil, fruncía las cejas, negras y pobladas, con aire de enfado, y cuando hablaba, las tenues aletas de su nariz recta se estremecían.
Ella fue la primera que dijo en voz alta, con brusquedad:
- Nosotros, los socialistas ...
Cuando la madre oyó aquella palabra, fijó su mirada en el rostro de la señorita, con un miedo silencioso. Ella había oído que los socialistas habían matado a un zar. Sucedió en sus años juveniles; en aquel entonces dijeron que los terratenientes, queriendo vengarse del zar por haber libertado a los siervos, juraron no cortarse el pelo mientras no le mataran. Por esto les habían dado el nombre de socialistas. Y ahora ella no podía comprender por qué eran también socialistas su hijo y sus camaradas.
Cuando todos se hubieron marchado, le preguntó a Pável:
- Hijo, ¿es posible que tú seas socialista?
- Sí -contestó él, en pie ante ella, firme y erguido bajando los ojos.
- ¿De veras? Pero si ellos van contra el zar; ya ves, han matado a uno.
Pável dio unos pasos por la habitación, acaricióse la mejilla y, sonriendo, dijo:
- Nosotros no necesitamos hacer eso.
Le estuvo hablando largo rato, en voz baja y tono serio. Ella le contemplaba pensando:
Él no puede hacer nada malo; ¡no puede! Después, la palabra terrible empezó a repetirse cada vez con mayor frecuencia. Desapareció su carácter punzante y se hizo tan familiar a los oídos de la madre como otros numerosos términos, incomprensibles para ella. Pero Sáshenka no le gustaba, y cuando se presentaba en la casa, la madre se sentía molesta, intranquila ...
Una vez, dijo al jojol, apretando los labios con un gesto de descontento:
- ¡Qué severa es Sáshenka! Siempre está mandando: debéis hacer esto, debéis hacer lo otro ...
El jojol se echó a reír ruidosamente.
- ¡Es verdad! Ha dado usted en el clavo. ¿Cierto, Pável?
Y haciendo un guiño a la madre, retozándole la risa en los ojos, dijo:
- ¡La nobleza!
Pável replicó secamente:
- Es buena persona.
- ¡Eso es verdad! -confirmó el jojol-. Pero no se da cuenta de que ella es quien debe, y nosotros, ¡los que queremos y podemos!
Y empezaron a discutir de algo incomprensible.
Advirtió asimismo la madre que Sáshenka se mostraba particularmente severa con Pável, al que incluso, a veces, regañaba.
Pável sonreía en silencio y contemplaba a la joven con la dulce mirada que antes tenía para Natasha.
Esto tampoco le gustó a la madre.
A veces, sorprendíase la madre de la impetuosa alegría que, súbitamente, se apoderaba de todos los jóvenes. Ello solía ocurrir en las veladas en que leían en los periódicos noticias acerca de la clase obrera del extranjero. Entonces, los ojos de todos brillaban de júbilo, se tornaban felices, de un modo algo extraño, infantil; reían con risa clara, alegre, y se daban cariñosas palmadas en el hombro.
- ¡Bravo por los camaradas alemanes! -gritaba cualquiera de ellos, como embriagado de alegría.
- ¡Vivan los obreros de Italia! -exclamaban otra vez.
Y, al enviar estos vivas a algún sitio lejano, a los amigos que no les conocían ni podían comprender su lengua, parecían estar seguros de que aquellos hombres ignorados les oían y comprendían su entusiasmo.
El jojol, con los ojos brillantes y lleno de un amor que abarcaba a todos los seres, decía:
- Estaría bien escribirles allá, ¿eh? Así sabrían que en Rusia tienen unos amigos que creen y profesan su misma religión; sabrían que viven unos hombres que persiguen el mismo fin que ellos y que se alegran de sus triunfos.
Y todos, soñadores, con la sonrisa en los labios, hablaban largamente de los franceses, ingleses y suecos como de amigos suyos, como de seres queridos a quienes respetaban, compartiendo sus penas y alegrías.
Y en la reducida habitación iba naciendo un sentimiento de parentesco espiritual con los obreros de toda la tierra. Este sentimiento, que fundía a todos en una sola alma, agitaba también a la madre; aunque no lo comprendiera, le hacía erguirse ante aquella fuerza gozosa y juvenil, embriagadora, henchida de esperanzas.
- ¡Cómo sois! -dijo un día al jojol-. Para vosotros todos son camaradas: armenios, hebreos, austriacos, ¡por todos os alegráis y entristecéis!
- ¡Por todos, madrecita, por todos! -exclamó él-. Para nosotros no hay naciones, ni razas, tan sólo hay camaradas y enemigos. Todos los obreros son nuestros camaradas; todos los ricos, todos los gobiernos, nuestros enemigos. ¡Cuando se mira a la tierra con ojos de bondad, cuando se ve que nosotros, los obreros, somos muchos y cuánta es la fuerza que representamos, se siente el corazón invadido de gozo, y en el pecho como una gran fiesta solemne! Y el francés y el alemán sienten lo mismo cuando miran a la vida, e igualmente se regocijan los italianos. Todos somos hijos de una misma madre, de la idea invencible de la fraternidad de los trabajadores de todos los países de la tierra. Ella nos da calor, es el sol en el cielo de la justicia, y este cielo está en el corazón del obrero; sea quien fuere, llámese como se llame, el socialista es nuestro hermano en espíritu, ¡siempre, ahora y siempre, por los siglos de los siglos!
Aquella fe infantil, pero firme, surgía entre ellos cada vez con mayor frecuencia, y constantemente se elevaba y crecía en su poderosa fuerza. Y cuando la madre veía aquella fuerza, sentía, por instinto, que en verdad algo grandioso y radiante había nacido en el mundo, como un sol semejante al que ella contemplaba en el cielo. Cantaban con frecuencia. Cantaban alegres, a plena voz, canciones sencillas y de todos conocidas; pero, a veces, cantaban otras singularmente armoniosas, aunque tristes y extrañas por su melodía. Éstas las entonaban a media voz, serios, como si estuvieran en la iglesia. Los rostros de los cantores palidecían, para encenderse al punto, y en las sonoras palabras percibíase una gran fuerza.
Entre las nuevas canciones, había una que emocionaba e inquietaba especialmente a la madre. En ella no se percibían las tristes meditaciones del alma, solitaria y agraviada, errante por los umbríos senderos de las incertidumbres dolorosas, ni los gritos del alma agobiada por la miseria, encogida de espanto, informe e incolora. Tampoco se oían en ella los angustiosos jadeos de la fuerza con un ansia imprecisa de espacio, ni los retadores gritos de la audacia arrogante, dispuesta a aniquilar, indiferentemente, tanto lo bueno como lo malo. Faltábale el sentimiento ciego de la venganza y del agravio, capaz de destruir todo e impotente para crear algo; no resonaba en ella nada del viejo mundo de los esclavos.
Las palabras ásperas, la melodía severa no eran del agrado de la madre, pero había en aquella canción un no sé qué, más grande, que ahogaba sonido y letra despertando en el corazón el presentimiento de algo inabarcable para la mente. La madre lo veía en las caras, en los ojos de los jóvenes, lo percibía en los pechos de ellos, y cediendo a la fuerza de la canción, que no cabía en las palabras ni en los sonidos, la escuchaba siempre con particular atención, con mayor y más profunda ansiedad que todas las otras canciones.
La cantaban más bajo que las otras, pero resonaba más fuerte que ninguna, y abrazaba a los hombres como el viento de un día de marzo, primer día de la futura primavera.
- ¡Ya es hora de que la cantemos en la calle! -decía sombrío Vesovschikov.
Cuando su padre volvió a robar y se lo llevaron de nuevo a la cárcel, Nikolái declaró tranquilo a sus camaradas:
- Ahora, ya podremos reunirnos en mi casa ...
Casi todas las tardes, después del trabajo, venía a casa de Pável alguno de sus camaradas; leían juntos y copiaban párrafos de los libros; preocupados, no tenían tiempo ni de lavarse. Cenaban y tomaban el té sin dejar los libros, y sus conversaciones eran cada vez más incomprensibles para la madre.
- Necesitamos un periódico -solía repetir Pável.
La vida se tomaba febril y agitada; cada vez con mayor rapidez, los jóvenes pasaban presurosos de un libro a otro, como revolotean las abejas de flor en flor.
- ¡Empezamos a dar que hablar! -dijo un día Vesovschikov-. Seguramente, pronto nos atraparán ...
- ¡Las codornices se hicieron para caer en las redes! -repuso el jojol.
Éste le gustaba cada día más a la madre. Cuando la llamaba madrecita era como si le acariciase las mejillas la mano suave de un niño. Los domingos, si Pável no tenía tiempo, él partía leña; un día llegó con una tabla al hombro, cogió el hacha y cambió con habilidad y rapidez un peldaño podrido de la escalera de la terracilla; otra vez, también sin que se apercibiese nadie, arregló la empalizada medio derruida. Mientras trabajaba, silbaba tonadas, bellas y tristes.
Una vez la madre propuso al hijo:
- ¿Y si diéramos hospedaje al jojol? Sería mejor para los dos, no tendríais que andaros buscando el uno al otro.
- ¿Para qué se va usted a tomar molestias? -contestó Pável, encogiéndose de hombros.
- ¡Qué ocurrencia! Me he pasado la vida atormentándome sin saber para qué; bien puedo hacerlo por un buen hombre.
- Como usted quiera -replicó Pável-. Si él acepta, yo, tan contento.
Y el jojol vino a vivir con ellos.
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