En Pizarras y Pizarrones hemos desarrollado un trabajo de campo cuyo objetivo es analizar las preferencias en lecto-escritura de nuestros lectores, así como las nuevas formas de enseñanza y aprendizaje. Les hemos pedido su colaboración para completar una pequeña encuesta anónima que como máximo les insumiría 10 minutos. Agradecemos su participación! La encuesta cerró el 31-08-17 y en unos pocos días publicaremos sus resultados...

jueves, 16 de junio de 2011

El salvaje de Aveyron: el caso Víctor

Fotograma del film L'enfant sauvage
o
El pequeño salvaje (F. Truffaut, 1970)
Autoras/es: María Elena Dinouchi
«Amo, agua. Amo, mi amo... »
Leopoldo Lugones
Introducción
El capítulo “Naturaleza y Cultura” del libro Las estructuras elementales del parentesco nos introduce al desarrollo que interesa a Claude Lèvi-Strauss llevar a cabo con el fin de aportar una respuesta satisfactoria al interrogante nodular "¿Dónde termina la naturaleza? ¿Dónde comienza la cultura?" (Lèvi-Strauss, 1981: 36). Para ello reflexiona críticamente sobre datos y observaciones que, desde distintos campos del saber, han intentado infructuosamente despejar el enigma. Adelantamos que su análisis riguroso le permite afirmar que la universalidad de la regla de la prohibición del incesto es el movimiento fundamental por el cual se cumple el pasaje de la naturaleza a la cultura. "Opera, y por sí misma constituye el advenimiento de un nuevo orden” (op. cit.: 59), concluye el autor.
Uno de esos datos considerados en el desarrollo argumentativo es el estudio de los “niños salvajes”, cuyos encuentros azarosos -en el siglo XVIII y comienzos del XIX- despertaron él interés y la imaginación de los científicos quienes creyeron haberse topado con testimonios vivientes de un estado natural del hombre. En este sentido, la conclusión de Lèvi-Strauss es taxativa: el caso de los niños salvajes no testimonia de ningún comportamiento natural de la especie humana porque tal comportamiento natural de la especie, al que el hombre aislado pudiera volver por regresión, es inexistente. Es más, invita a ubicar en algún tipo de anormalidad la causa inicial del abandono y no su resultado. "Los «niños salvajes», sean producto del azar o de la experimentación, pueden ser monstruosidades culturales, pero nunca testigos fieles de un estado anterior” (op.cit.: 38), afirma el autor.
Por lo que en ella se despeja de una concepción del hombre y de la naturaleza, tomaremos como referencia la experiencia del encuentro con el salvaje de Aveyron, niño de entre doce y trece años, hallado en la campiña francesa hacia 1800 y a quien su maestro llamó por el nombre de Víctor. El niño presentaba un aspecto lamentable: sucio, feroz, impaciente, con el cuerpo cubierto de cicatrices; la mirada errante, indiferente e incapaz de prestar atención a nada; privado del uso de la palabra sólo emitía sonidos guturales y uniformes; de movimientos espasmódicos y a menudo convulsos, mordía y arañaba a quienes se le acercaban y buscaba constantemente la forma de escapar. Quienes con gran expectativa habían creído encontrarse frente al hombre natural de Rousseau, contemplaban con repugnancia y aprensión la suciedad y el salvajismo del muchacho.
El encuentro del salvaje de Aveyron con el discurso científico de la época
No era el salvaje de Aveyron el primer niño que fuera encontrado en tales circunstancias; hallazgos similares se habían producido ya desde el siglo XV. Lo novedoso del caso residía en que no sólo despertaría la piedad de los aldeanos sino también -y he aquí su valor primordial- la curiosidad de los científicos. Ya a lo largo del siglo XVIII, la ciencia afianzaba sus ideales de autonomía al pronunciar su ruptura con la religión y la filosofía; al proclamar la independencia de la investigación científica y la secularización de la cultura.
Cuando el azar arroja a Víctor, el discurso científico presto a leer las consecuencias de su encuentro ya tenía dispuestos los términos de la polémica que le darían acogida. Para las nacientes ciencias del hombre, el caso Víctor constituyó una experiencia crucial apropiada para la convalidación de una concepción del hombre y de la naturaleza que no debía realizarse por fuera de la observación positiva de los datos proporcionados por la experiencia. En concordancia con esta postura relativa a la ciencia, todo conocimiento resulta ser principalmente fáctico y la ciencia se aplica a sumar y vincular hechos entre sí enunciando proposiciones, que no consisten en la aprehensión de la esencia incognoscible de los seres sino en la enumeración de la suma indefinida de sus propiedades, tal como aparecen a través de la experiencia sensible. El niño salvaje o el idiota del Aveyron constituyó un campo privilegiado de observación, experimentación y validación de hipótesis.
Cuando Louis-François Jauffret, secretario de la Société des Observateurs de I'Homme solicita a las autoridades del Hospital de Rodez el envío del niño a París para su estudio, lo hace acompañado de la siguiente justificación: "Sería muy importante para el progreso de los conocimientos humanos que un observador pleno de celo y de buena fe pudiera, apoderándose del muchacho y retrasando su proceso de civilización, controlar el conjunto de sus ideas adquiridas, estudiar el modo según el que las expresa y ver si la condición humana, abandonada a sí misma, es contraria por completo al desarrollo de la inteligencia” (Montanari, 1978: 9).
Los presupuestos teóricos del empirismo
Etienne Bonnot de Condillac (1714-1780) retomó en Francia los principios del empirismo inglés, principios que fundamentan el origen del conocimiento en la experiencia sensible, a saber: crítica al innatismo cartesiano, sensacionismo, utilitarismo, fenomenismo. El empirismo sensacionista concibe al espíritu en su inicio como una hoja en blanco a la que sólo la experiencia perceptiva va a dar forma proveyéndole la totalidad de su contenido. Su crítica a la concepción que afirmaba la existencia de ideas innatas supone el esfuerzo por demostrar el origen perceptivo de las mismas. El espíritu como tabla rasa de la concepción sensacionista se materializa en las ideas de Condillac, quien imagina una estatua a la que dota sucesivamente de diferentes sentidos cuyo aporte de sensaciones se transforma y complejiza, a fin de demostrar mediante esta abstracción que de tal manera se puede reconstruir el conjunto del funcionamiento mental del hombre. Para Condillac, todas las facultades mentales que componen la facultad de pensar, tanto las del entendimiento (comparación, juicio, reflexión, razonamiento) como las de la voluntad (necesidad, deseo, querer) no son más que sensaciones transformadas.
Médicos-filósofos, observadores del hombre, los Ideólogos discípulos de Condillac, entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, intentaban confirmar los principios fundamentales del sensismo como teoría de la formación de las ideas pero criticaban, a su vez, lo que consideraban la ausencia de una base fisiológica en las ideas de su maestro.
En esta perspectiva, Pierre-Jean-George Cabanis (1757-1808) niega la existencia de toda sustancia pensante que no se confunda con la organización físico-fisiológica del hombre; la analogía que propone es elocuente: así como el estómago segrega jugos gástricos, el cerebro segrega el pensamiento a partir de las sensaciones que llegan a él. Al subrayar la unidad orgánica del ser humano, en el lugar de la tabla rasa abierta a las inscripciones perceptivas, Cabanis ubica todo el peso del organismo vivo y sus determinaciones somáticas e instintivas. Le interesa por sobre todo poner de manifiesto la acción de lo físico sobre lo moral: la edad, el sexo, el tipo físico, el temperamento, las enfermedades, el clima, las bebidas, etc. influyen de manera esencial en el alma, la inteligencia o la voluntad. Así por ejemplo, sostiene que los hombres robustos de cabello oscuro tienen una mayor predisposición a los accesos de excitación y que las mujeres rubias están más inclinadas a la melancolía. El desarrollo del pensamiento depende en gran medida del cerebro en primer término pero también del conjunto de los órganos. Su concepción de una maleabilidad total del psiquismo ante las impresiones externas tenía como efecto el conceder una verdadera omnipotencia a la educación.
En el plan de reeducación que Jean Itard (1774-1838) proyecta para el niño salvaje se encuentran claramente las huellas de esta conceptualización. El planteo de la mente como facultad no innata permitirá concebir la educación no sólo de Víctor sino que dará lugar además al surgimiento de una pedagogía científica. Si la estatua de Condillac viene al lugar de la tabla rasa de John Locke (1632-1704), Víctor se convertirá en su objeto empírico; será el soporte material de los presupuestos teóricos de la Ideología posibilitando de esta manera la validación in vivo de la teoría sensista y los límites de su alcance práctico.
Las preguntas formulables y a la espera de respuesta eran: ¿Cómo se originan las ideas? ¿Cuál es su vínculo con las sensaciones? ¿Cómo se adquiere el lenguaje? ¿Cómo se desarrollan las facultades de la mente? ¿Qué puede dificultar su crecimiento? ¿Cuáles son las posibilidades que la ciencia -pedagogía o psiquiatría- tiene de incidir sobre las determinaciones naturales? ¿Cuál es la influencia del medio y cuál el papel de la sociedad?
Los términos de la polémica: Pinel versus Itard
¿Podría ser Víctor la expresión del hombre natural no contaminado aún por los hábitos de la vida social, con sus sentidos no despiertos frente a los estímulos del mundo exterior? ¿El testimonio de un estado anterior del hombre, manifestación de la primitiva constitución del ser humano? ¿Un ser de facultades disminuidas, un idiota acaso? ¿O tal vez un sordomudo? Tales eran los interrogantes abiertos en la polémica que tuvo sus aristas más representativas en las figuras de Philippe Pinel y de Itard. Pinel, ideólogo, médico-filósofo, amigo íntimo de Cabanis y Desttut de Tracy era director y promotor de reformas en los manicomios de París donde se desarrollaban nuevos métodos para el tratamiento de la locura. Sus observaciones le permitieron hacer una clasificación de las enfermedades mentales de las que ubica la causa en desequilibrios físicos y fisiológicos. Jean Itard era un joven médico perteneciente a la escuela de Sicard, especialista e innovador en materia de reeducación de sordomudos y en cuya trayectoria se incluye también una vinculación al hospicio para locos de Pinel.
Pinel, ante quien el salvaje ha sido presentado, analiza por separado los sentidos del muchacho concluyendo que en varios y determinados aspectos, Víctor presenta rasgos comunes con los niños deficientes o idiotas. Al carecer de sentidos -levemente desarrollados- y privado del uso de la palabra carece de ideas y afectos y su universo se limita a las formas más elementales. Víctor no es de ningún modo el prototipo del hombre natural sino un desecho de enfermedad física y mental. Acentuando la organicidad del vínculo entre lo físico y lo moral, estableciendo la superioridad de lo físico y lo fisiológico como fundamento del desarrollo intelectual, Pinel descarta la educabilidad del salvaje: Víctor padece de idiotismo incurable, la reeducación por tanto, no puede restaurarle facultades y sentidos lesionados y la reclusión en un hospicio es todo cuanto puede proponerse la sociedad.
Contra el peso de la autoridad de Pinel, Itard sostendrá que el salvaje es normal y que sólo resta incorporarlo a la cultura pero como las condiciones de su vida han dañado su desarrollo, necesita cuidados médicos. De esta manera el proyecto de Itard, apoyado en su afirmación de la primacía de lo social sobre lo natural, realiza una conjunción de medicina y pedagogía. Cree haber tenido la suerte de toparse con la viva encarnación de la estatua de Condillac. Considera además que la sociedad, al atraerlo a su seno, ha contraído con el niño obligaciones ineludibles; deuda que debe ser saldada, la educación del salvaje se impone como un deber social y moral.
La pedagogía médica de Itard: apuesta y fracaso
Pasada la momentánea curiosidad, agotada la polémica, declarado imbécil e incurable, el salvaje de Aveyron es enviado al Instituto Nacional de Sordomudos dirigido por Sicard y confiado a los cuidados de Jean Itard quien se propondrá la tarea de ser ese investigador que, "...reuniendo con cuidado la historia de un ser tan sorprendente, llegaría a determinar qué es y deduciría de lo que le falta la suma hasta ahora incalculable de los conocimientos y de las ideas que el hombre debe a la educación”: (Itard, 1978: 55).
Durante cerca de diez años Itard se dedicó casi exclusivamente a las experiencias con el niño salvaje, cuyo registro quedó fijado en las dos Memorias que redactó y de las que relevaremos sólo algunos puntos. Disponía de la teoría de reeducación de la disminución física que practicara en la escuela de sordomudos y de los principios que le llegaban de Condillac y Cabanis; con ellos emprendió la difícil tarea de conducir al niño en el tránsito del salvajismo a la cultura. Lo interesante es comprobar hasta qué punto este saber con el que cuenta constituye un verdadero obstáculo, no sólo al reconocimiento de los probables progresos de Víctor sino fundamentalmente a la posibilidad de extraer de los fracasos que se suceden -tan especialmente en el plano del lenguaje- algún cuestionamiento de los principios mismos en que se sustenta. Itard cree en esos principios y los aplica a fe ciega y, en consecuencia, no tendrá acceso a lo que el salvaje bien hubiera tenido para enseñarle a él, tal como lo destaca Octave Mannoni (Mannoni, 1969).
El plan médico-pedagógico de reeducación que elabora Itard consta, tal como lo describe en sus primeras Memorias, de cinco objetivos principales. Si bien el salvaje le es confiado como mudo sucede que Víctor no es sordo y, por lo tanto, se impone la pregunta: ¿por qué no habla? Itard reconoce que hay una diferencia radical entre un individuo sordo de nacimiento pero que ha vivido en una sociedad organizada por el lenguaje y otro no hablante por haber vivido siempre en el interior de la naturaleza muda o en la reunión de la soledad y el silencio. Por lo tanto, el primer objetivo del plan consiste en "Vincularlo a la vida social, haciéndosela más dulce que la que había conocido, y, sobre todo, más similar a la vida que había abandonado” (Itard, 1978: 62). El segundo objetivo es "Despertar la sensibilidad nerviosa mediante los estimulantes más enérgicos y provocar, de vez en cuando, los afectos más vivaces del espíritu” (op.cit.: 64). Contrariamente a la opinión de Pinel, Itard considera que aún no puede comprobarse que Víctor padezca algún tipo de disminución congénita o adquirida sino que su sensibilidad está precariamente desarrollada como consecuencia del estado de salvajismo, donde sólo unas pocas facultades le fueron necesarias para asegurar su supervivencia. Ampliar su sensibilidad es la vía que lo conducirá al progreso del resto de sus facultades y a la adquisición de las primeras ideas y afectos.
El maestro ha observado que su alumno no llora; no hay ni llanto ni estornudo como reacción al tabaco que le introduce en la cavidad exterior de la nariz. Si esto le demuestra la inexistencia de los lazos de simpatía que unen el órgano del olfato a los de la respiración, lo ponen sobre la pista fundamentalmente, de que la secreción de lágrimas le está aún menos relacionado con sentimientos tristes; "...a pesar de las innumerables contrariedades, a pesar del pésimo tratamiento al que lo sometió en los primeros meses el nuevo género de vida, nunca lo vi derramar lágrimas.”: (op.cit.: 65).
Además, Víctor demuestra tener una salud de hierro que es entendida por su maestro como resultado de una escasa sensibilidad de los órganos sensoriales; el muchacho puede permanecer expuesto al viento frío y a la lluvia durante horas, puede tomar con los dedos un carbón encendido y volverlo a colocar sobre el fuego o comer una papa aún hirviendo. Valiéndose de un preconcepto médico que dice que la sensibilidad es directamente proporcional al grado de civilización, Itard hará uso de los medios más enérgicos con el propósito de civilizarlo. A fuerza de baños hirvientes -porque los habitantes de los países cá1idos son más sensibles que los de los países fríos- logra tornado friolento; sensible al frío ya y para obligado a vestirse solo -adquirir nuevos hábitos- lo deja desnudo, cada mañana, cerca de su ropa. Por cierto, no consiguió el efecto provechoso que esperaba del calor y los baños hirvientes, por cuanto lo deseado hubiera sido que la pérdida de fuerza muscular redundara en beneficio de la sensibilidad nerviosa. Finalmente logrará hacerle atrapar un violento resfriado y dos afecciones catarrales que serán interpretadas por Itard como prueba del acceso del salvaje a la civilización. Itard argumenta "...las enfermedades, también ellas, testimonios irrecusables y desagradables de la sensibilidad predominante en el hombre civilizado.” (op.cit.: 68).
Tampoco dejaron de presentarse otros hechos que sorprendieron al desprevenido Itard cuando al agregar a los baños, fricciones a lo largo de la columna vertebral, halló que no sólo proporcionaban al muchacho momentos de alegría "... sino que -observa- parecieron extenderse también a los órganos genitales, amenazando con dar una dirección poco oportuna a los primeros movimientos de una pubertad ya demasiado precoz.” (op.cit.: 66).
La convicción que anima a Itard -y es la de su época- es la de que aún los medios más violentos son benéficos; si consigue encolerizarlo o hacerlo llorar esto es buen síntoma y mejor pronóstico. Ofrecerle y privarle, darle y frustrarle pedagógicamente; el placer es una recompensa y el dolor un castigo; el objetivo, actuar sobre los afectos del ánimo disponiendo la sensibilidad al desarrollo de nuevas funciones. Así, cuando en medio de un acceso de rabia, Víctor arroja por el suelo unos cartones con los que su maestro pretendía enseñarle el alfabeto, sin dudar del efecto instructivo del castigo, Itard lo toma con fuerza y lo expone fuera de la ventana con la cabeza dirigida hacia el fondo del precipicio. Consigue de esta forma que el alumno coloque todo en su lugar y luego llore abundantemente, juzgando el maestro que si el éxito no fue completo al menos fue suficiente. Itard se felicita por los progresos que obtiene, no existen para él problemas irresolubles, pero por otra parte, su autocrítica es nula. Sin embargo -y en honor a su honestidad científica- debemos destacar que Itard refiere que si sólo hubiera querido exponer los resultados positivos de su programa médico-pedagógico no hubiera avanzado en la comunicación de sus Memorias hasta lo relativo al cuarto objetivo: "Inducirlo al uso de la palabra, determinando el ejercicio de la imitación a través de la imperiosa ley de la necesidad.” (op.cit.: 73).
Los medios que instrumentó para llevado a la práctica y el escaso éxito obtenido nos darán la pauta de la insuficiencia -o mejor aún del peso- de sus preconceptos en lo que hace al abordaje del lenguaje y de la palabra. En otros términos, muy lejos de que la experiencia pueda dar lugar a una teoría del lenguaje, hay una teoría previa de! lenguaje que se pone a prueba en los experimentos diseñados éstos a su vez, en función de los principios de esa teoría. Víctor no sólo hubiera aprendido un lenguaje sino fundamentalmente una teoría del lenguaje, la de Itard. Puntualicemos las notas más sobresalientes de esta concepción, legibles en el enunciado mismo del citado objetivo:
El lenguaje es, de manera esencial, un medio de comunicación. Destinado ante todo a expresar las necesidades, la función del lenguaje es instrumental. Las palabras son los signos de las cosas, a modo de etiquetas que los objetos llevan pegadas sobre sí. Nombrando los objetos de la realidad, la lengua es una nomenclatura. El ser humano es exterior al lenguaje y se sirve de él como de una herramienta, a través de la imitación de aquel que sabe.
En consecuencia, los métodos de adiestramiento del lenguaje diseñados por Itard son solidarios de la teoría del lenguaje de que dispone, y es esta misma teoría la que hará obstáculo al reconocimiento del auténtico sentido de lo que al alumno le acontece. No sabemos si Víctor hubiese podido alcanzar la palabra y ello, no tanto por incompetencia médica de su maestro, sino porque a éste le falta una teoría del lenguaje más ajustada que la de su época. De todos modos, las Memorias de Itard refieren en este punto uno de los momentos más dramáticos del encuentro imposible entre maestro y discípulo.
Un modo de activar la laringe -necesaria para el aprendizaje de la voz, según entiende el maestro- por el apremio de la necesidad consistía en acercarle un vaso lleno de agua gritando «agua» (en francés, eau) cuando el niño estaba sediento o en hacer circular el vaso con otra persona con la que se pronunciaba la misma palabra en cada intercambio. Pero todo fue en vano, "...el infeliz se atormentaba, agitaba los brazos alrededor del vaso de manera casi convulsa, emitía una especie de chiflido, pero no articulaba ningún sonido. Hubiera sido inhumano insistir. Por lo tanto, informa cambié de objeto pero mantuve el mismo método. "(op.cit:78). Será el turno de la palabra «leche» (en francés, lait) de la que Itard espera su emergencia, cuando por la privación del «objeto leche», sirva de expresión a la necesidad. Sin embargo, Víctor sabe dar a entender, aún sin palabras, que él quiere ese objeto del que se lo frustra, dado lo cual Itard bien podría haber concluido que si la comunicación es posible sin el lenguaje es porque comunicar es sólo una dimensión del lenguaje y no precisamente, la esencial. El maestro terminará por ceder y le acercará el objeto apetecido. Y es entonces cuando Víctor, contrariamente a lo previsto, pronuncia la palabra «leche» y la repite como jugando. Itard concluye que el niño hace un uso defectuoso del lenguaje, todo hubiera sido perfecto de haberla dicho antes de que le fuera concedida, así el objetivo se hubiera cumplido; de este modo se ha convertido en una vana exclamación de alegría en lugar de ser el signo de una necesidad.
"Víctor -plantea Itard- hubiera captado finalmente el significado verdadero de la palabra; se hubiera establecido entre nosotros un medio de comunicación y a este primer éxito le hubieran seguido una serie de rápidos progresos. En lugar de todo esto, sólo había obtenido una expresión, insignificante para él e inútil para ambos, del placer que sentía. Los resultados sucesivos que obtuve en esta falsa dirección confirmaron lo que temía. La mayoría de !as veces, la palabra 'lait' sólo era pronunciada mientras gozaba de ella. Algunas veces la pronunciaba antes, otras veces un poco después, pero siempre sin intención... Tampoco le adjudico un valor mayor al hecho de que tendía a repetir espontáneamente la palabra y todavía lo hace, en el curso de la noche cuando suele despertarse.” (op.cit.: 78-79) (el subrayado es nuestro).
"Mientras gozaba de ella” observa Itard, falto de otra teoría del lenguaje y de otra concepción de la infancia que le permitieran comprender que el niño, como todos los niños, gozaba no del alimento sino del juego con las palabras. Desengañado, considera un fracaso humillante sus esfuerzos de educación en el habla y ve frustradas sus esperanzas de cumplir con el cuarto objetivo. Proseguirá, por otros medios también inadecuados, la enseñanza del lenguaje escrito.
Ahora bien, sucede que paralelamente a las arduas horas de instrucción, acontecen otros hechos de suma importancia a los que Itard no presta interés alguno ya que se dan en tiempo de recreo y niñerías. Mme. Guérin, la gobernanta que comparte con Víctor los momentos de juego y recreación y que no tiene puesto en el niño ningún interés pedagógico, no es ajena a los pequeños pero significativos progresos que éste realiza pese a todo. Ocurre que el sonido «lait» ha constituido para Víctor la raíz de otros dos monosílabos «la» y «li» a los que por supuesto Itard entiende, que el niño atribuye aún menos sentido. Pero el monosílabo «li» ha sufrido una modificación que consiste en el agregado de una segunda «l» pronunciada como el «gli» de la lengua italiana. "Se le escucha repetir con frecuencia lli, lli con una inflexión de voz no privada de dulzura.” (op.cit.: 79), anota Itard, quien reconoce en ello el nombre propio Julie, nombre de la hija de Mme. Guérin, niña de once o doce años que venía los domingos a pasar el día con su madre. Durante ese día las exclamaciones lli, lli se hacían más frecuentes y las pronunciaba aún dormido. Sin embargo, Itard concluye "...que no se puede determinar con exactitud la causa y el valor de este último hecho. Debemos esperar que avance la pubertad para que, con mayor número de observaciones podamos clasificarlo y tenerlo en cuenta.” (op.cit.: 79).
Su reflexión tiene el mismo alcance que las anteriores: sin el apremio de la necesidad sexual es irrelevante la aparición del nombre propio de una niña; argumenta como si no supiera que los niños usan nombres propios antes de la pubertad. De todos modos, las preocupaciones del maestro relativas al habla cederán su lugar a la consideración de las primeras manifestaciones de la pubertad en Víctor, manifestaciones que lo sumen en un estado de inquietud y turbación. No sin turbarse, Itard espera con gran anhelo la emergencia de ese instinto natural pronto a desencadenarse y los fenómenos precursores de esa crisis moral. No ignora que dentro de su sistema, también la sexualidad podrá ser integrada sin violencia a los dictámenes de la pedagogía y de la moral médica. Dispone de un saber con el que suplir la ignorancia de la naturaleza, presto a entronizarse toda .vez que se anticipe un ser deseante. En su defecto, siempre quedará el recurso a la sangría.
Para concluir
La ruptura con la Naturaleza y la irremediable pérdida de lo natural; el quiebre con el orden biológico, la anulación de la particularidad de la necesidad y de las propiedades naturales del objeto son los efectos no contingentes que la captura por el lenguaje opera en el ser hablante. La prohibición del incesto, universal como el lenguaje -y también como él, imperativa en su forma e inconsciente en su estructura- al imponer su reglamentación, allí donde la naturaleza abandona la alianza al azar, sella definitivamente el exilio del hombre del reino natural. En continuidad o en ruptura con la Naturaleza, las prácticas que se ubican bajo uno u otro término cargan sobre sí -lo sepan o no- la impronta de esta opción mayor.
Ahora bien, si de las Memorias de Itard es posible extraer la enseñanza del fracaso de su experiencia, por lo que ésta debe a su adhesión en forma arbitraria y acrítica a una doctrina, y cuando ya las teorías en que se apoyaba han perdido su interés, no es menos cierto que sus métodos continúan impregnando las actuales prácticas reeducativas, pedagógicas y psicológicas. La noción de desarrollo, los cálculos de cociente intelectual, los métodos más o menos velados de premio y castigo, la frustración o la estimulación con miras pedagógicas no sólo han contaminado la educación misma sino que además se reactualizan constantemente en función del contacto con otros contextos discursivos.
«Memorias» como las de Itard se escriben a diario en los protocolos de tests, los informes escolares y las evaluaciones psicofísicas. No sin olvidar, por otra parte, cuántas veces el furor educandis paga generosamente su deuda con la tradición de los domadores de animales. (En este sentido, el cuento Yzur de Leopoldo Lugones -cuya lectura es por demás recomendable- constituye el contrapunto casi obligado de las Memorias de Itard).
Entendemos que una tal supervivencia del método no encuentra fácilmente su justificación habida cuenta que la interpretación del fracaso técnico ya ha sido realizada por las ciencias educativas y que los preconceptos médicos que lo sustentaban han sido ampliamente desmentidos. Sucede que la creencia que persiste, con la potencia del mito, por encima de las variantes educativas, es que se continúa pensando al niño como el elemento natural y virgen que el Saber y la Cultura deben investir. Ligado su estatuto a la noción de organismo biológico y al ideal de crecimiento y maduración, el niño comienza siendo un «menor» que gracias a los buenos oficios de la Educación se convertirá en un «mayor»; bien valen para la comparación, las metáforas botánicas o las zoológicas que vehiculizan con fluidez los ideales que el adulto ha forjado con el objeto de sostener el mito de la infancia como dato natural. Pues la función de este mito de la niñez es obturar el lugar que la infancia ocupa en la fantasía de los adultos.
Sigmund Freud descubre el papel que el niño desempeña en los fantasmas de los padres y en la palabra que presta a la realización de un deseo de ellos. La inmortalidad de los padres, negada por la realidad, se refugia en los hijos; el niño es el juguete erótico del deseo materno, es el soporte de la infancia de los padres y la recuperación de su omnipotencia. Víctor no sólo fue el objeto empírico de una teoría sino que también ocupó -atentos a su testimonio- un lugar en los fantasmas de Itard: la pubertad que anuncia sus signos en el alumno, reaviva en el maestro los sueños de su propia adolescencia y su curiosidad infantil. Pero entonces, lejos de ser una reserva natural y virgen, la infancia que un psicoanálisis permite construir está surcada por la huella del deseo de los padres, por la impronta de sus mandatos y por el peso de sus ideales, es decir, por la Cultura y la prohibición que la instituye.
Bibliografía
ITARD, Jean (1978): “Memoria sobre los primeros progresos de Víctor del Aveyron” en El salvaje del Aveyron: psiquiatría y pedagogía en el Iluminismo tardío. Centro Editor de América Latina. Los fundamentos de las ciencias del hombre N° 64. Buenos Aires.
LÈVI-STRAUSS, Claude (1981): Las estructuras elementales del parentesco. Paidós. Barcelona.
MANNONI, Octave (1969): Itard y su salvaje en La otra escena. Claves de lo imaginario. Amorrortu. Buenos Aires.
En otro trabajo hemos intentado demostrar que es posible entretejer una trama armoniosa entre la ficción del relato de Lugones y el informe científico de Itard porque hay congruencia entre los métodos de adiestramiento del lenguaje que el amo de Yzur concibió para su mono y los que el Dr. Itard para su alumno.
 

No hay comentarios: