Autoras/es: Andrés Rivera [1], con breve introducción de Stella Maris Torre
( Fecha original: 1987)
( Fecha original: 1987)
Lo conocemos como el creador de la bandera, poco y nada sabemos qué fue de su vida antes del 25 de mayo de 1810, apenas nos acordamos que integró la primera junta de gobierno y -siendo abogado- tuvo al mando el ejército patriota...
Pero no vamos ha profundizar en estos aspectos. Nos interesa más verlo a través de los ojos y la lengua de Juan José Castelli, desde la significación dada por Andrés Rivera en su novela histórica "La revolución es un sueño eterno", de la cual siguen algunos fragmentos.
Cuaderno 1
XVI
Castelli escribe qué Moreno les dice a Pedro José Agrelo, a él, y a su primo, Manuel Belgrano, que visiten a Beresford, y lo tienten con una alianza entre ellos y Su Majestad Británica. Agrelo con una voz que podía anunciar el Apocalipsis o la condena a muerte de su madre, su amante, del enemigo, sin permitir que la duda o la desesperación le hiciesen decaer la voz o lo que sea que la voz dijese, preguntó quiénes eran ellos. Nosotros somos nadie, dijo Moreno, impávido, suavemente. La impávida cara lunar dé Moreno no palideció ni se ruborizó, cuando dijo, suavemente, mientan. Somos nadie, y usted lo sabe, Agrelo. Entonces, mientan. Ofrézcanle al gringo un buen negocio. Inglaterra no nos necesita, dijo Agrelo, con una voz no corrompida por la fe o el descreimiento. Son comerciantes, dijo Moreno, impávido, suavemente. Belgrano y yo levantamos los ojos: la cara lunar de Moreno, blanca, picada de viruelas, fosforecía en la oscuridad del cuarto que nos encerraba a los cuatro, en los fondos de un café, una tarde de verano, los cuatro como diluidos en la oscuridad de la habitación, amortiguada la estridencia salvaje del Carnaval por la cortina de lona, pintada con brea, que crujía roída por los destellos del sol, echada sobre la única ventana de la habitación.
Tengo fe, dijo Moreno, suavemente, la cara que fosforecía. Creo en Dios, Agrelo: usted no. Pacto con el diablo: ¿usted no?
Agrelo tradujo las presentaciones, y William Carr Beresford dijo Caballeros, están en su casa: un rudo soldado inglés se complace en saludarlos, y su cara gorda se infló con una risa que le hizo toser, y se palmoteó las rodillas, y la tos y la risa le doblaron el cuerpo gordo y ágil de cuarentón, y Agrelo tradujo que el general Beresford se pregunta si es nuestro huésped o nuestro anfitrión.
Mi primo, Belgrano, que es un exquisito cultor de las buenas costumbres, palideció, y se sentó en una silla, y dijo: Dígale, Agrelo, que Buenos Aires se complace en castrar y colgar de sus árboles a los soldados rudos, por más hijos de puta que sean, incluidos los ingleses. Agrelo tradujo: Al doctor Belgrano le complace que él general Beresford, prisionero de la ciudad de Buenos Aires, conserve el humor. Beresford dejó de reír, y miró a mi primo, pálido, que aún murmuraba las palabras de la ofensa y los ojos de Beresford se helaron en la cara roja y gorda como un bofe, y dijo, Caballeros, seguramente escucharon hablar de Oliver Cromwell. Bien: él, un republicano de extendida y funesta fama –nada que los involucre, caballeros–, nos enseñó, a los soldados rudos, orar, mantener la pólvora seca, y que, al final del camino, puede aguardarnos la horca, el olvido o la gloria. ¿Whisky, señores?
Beresford se dirigió a un armario, tan ágil como uno puede pensar que lo es un rudo soldado británico, y nos sirvió whisky, y Agrelo dijo que el whisky es un linimento irlandés para mulos, y yo comencé a orar. Abundé en perífrasis: dije, ahora lo resumo, que nosotros, que habíamos derrotado a Inglaterra, pactaríamos con el mismísimo diablo –nada que involucre al señor general– para sacarnos a España de encima. Y que le ofrecíamos a Inglaterra un excelente mercado, y excelentes negocios, si Inglaterra se interponía entre España y nosotros.
Shit, mister Castelli, dijo Beresford, la cara roja como un bofe, los ojos claros que bajaban hacia su vaso vacío, y que, después, miraron a Agrelo, claros y duros, y Agrelo, de pie, con una voz que no pactaba con nadie; tradujo: Inteligente, muy inteligente, mister Castelli.
El gringo se sirvió whisky, y sin mirarnos, los ojos claros y duros en los pastos de la pampa sobre los que se ponía el sol, dijo: Esta es una tierra fecunda como ninguna otra que haya conocido en veinticinco años de servicio, poblada por gentes cautas y pacíficas y amables como ninguna otra que haya conocido en veinticinco años de servicio al reino de Gran Bretaña... Caballeros, en mi bando del 27 de julio, ofrecí respetar la propiedad privada, los derechos, privilegios y costumbres de las personas decentes de Buenos Aires, y previne a los esclavos que SMB no los emanciparía y que debían obedecer, a sus dueños. El 4 de agosto expedí un decreto por el cual declaraba libre el comercio en el Río de la Plata: sugería que el pueblo podría disfrutar de la producción de otros países a un precio moderado. Todo ello, y ustedes no lo ignoran, llevó al prior de la iglesia de Santo Domingo a consignar, desde su púlpito, en un español comprensible, tan comprensible, diría, como el de mister Agrelo; que el poder viene de Dios. E Inglaterra es el poder: no se me ocurre cómo decirlo de otro modo... Doctor Castelli: Inglaterra no renunciará a las dos perlas más hermosas de su corona: las colonias, no importan los efímeros traspiés que sufrió en su conquista, y Shakespeare. Never.
Agrelo, que interrumpía al sudoroso general con corteses Plis, mister Beresford, tradujo, de espaldas al sol que se ponía sobre los pastos de la pampa, y las vacas que rumiaban los pastos de la pampa, que los comerciantes de la provincia de Buenos Aires celebraron que Beresford redujese las tasas aduaneras; y maldecían en alcobas, cabildos, cafés, prostíbulos, y otros lugares tan respetables como ésos, las conspiraciones que hervían en los zaguanes de sus propias casas. Inglaterra, tradujo Agrelo, el linimento irlandés para mulos intacto en el vaso que sostenía en la mano derecha, renunciará a sus colonias, si Dios así lo dispone, pero no a Shakespeare.
God, dijo Beresford, Inglaterra es un imperio gracias a los niños que mueren en sus minas, y que mueren como moscas por caprichosos, necios o maleducados. Curiosamente, los negros y los indios también mueren como moscas en las minas de la América española. Son datos estadísticos. Originan, creo, algún comentario piadoso en los predicadores, y las blasfemias indecorosas de Bill Blake. Una misma ley para el león y para el buey es opresión, escribió Bill Blake. Bien: y si eso es vendad, ¿qué? Todos mueren: los niños blancos en las minas inglesas de carbón, hierro y plomo; los negros y los indios en las minas de plata y oro de la América española; los soldados; los poetas; los predicadores; el almirante Nelson; los reyes y sus vasallos; los ricos y sus pobres; los jacobinos y los chuanes; los revolucionarios y sus verdugos; los maestros y los alumnos. ¿Qué queda de los que mueren? ¿Quién recogerá el crujido de sus zapatos sobre la tierra? The wine of life is drawn, and the mere lees is left this vault to brag of.
¿Qué es lo que recita?, preguntó Belgrano perplejo, socavadas, quizá, sus. inflamaciones patrióticas por la percusión, como abstracta, como indemne a las devastaciones del tiempo, musical y tersa y todavía indevelable, que esa lengua extranjera dispersaba en una habitación de paredes de adobe, calcinada por el verano pampa. Dijo, tradujo, Agrelo, con una voz que desconocía la hesitación, el adjetivo impuntual las tediosas suntuosidades de la retórica, que los atardeceres de esta tierra, dulce como ninguna otra que haya conocido en veinticinco años de servicio, le evocan los prados, las rosas de Inglaterra, y los roast–beef de sus cenas; que estos atardeceres dulces, silenciosos y melancólicos, cubren sus ojos de lágrimas, su corazón de pena, y le aproximan las vejaciones de la ancianidad.
Beresford, que se paseaba por la pieza, una sombra ágil y gorda y paciente, a la espera de que Agrelo cesase de transmitirnos la difusa tristeza qué una puesta de sol en la pampa despierta en el alma ruda de un soldado, se sirvió whisky en su vaso, y lo tomó, a grandes tragos, parado en la lechosa blancura que entraba por la puerta de la pieza, cerrados los ojos claros y duros en la cara roja y gorda como un bofe.
Nosotros –Agrelo, de pie, en algún lugar de la habitación que olía a sudor, polvo, pasto, a las emanaciones nocturnas de la tierra reseca por el verano pampa, Belgrano y yo– escuchamos el gorgoteo del alcohol en la garganta del rudo soldado, y, después, a Beresford, que chasqueaba la lengua. Los invito, caballeros, a compartir nuestro destino: súbditos del más grande imperio de la tierra, gozarán de sus libertades no escritas. Se les asegurará buenos leños para él hogar de sus chimeneas; podrán redactar sus memorias o, si les place, leer algún texto pecaminoso, sin temor a los excesos de la censura. Por la sangre y por el clima, ustedes son propensos a las aventuras galantes: se las comentará con discreción… Mis amigos opinan que mister Castelli es un hombre de grandes méritos. Bien: a los hombres de grandes méritos se les levanta estatuas, en las plazas de Londres.
¿Quiénes son ustedes, caballeros? ¿En nombre de qué, caballeros, invaden el retiro, temporalmente forzoso, de un rudo soldado, y le proponen tratos que avergonzarían a un salteador de caminos?, tradujo Agrelo, de pie en algún lugar de la habitación, su voz, inaccesible a la asepsia y la exaltación, una nota más alta que el zumbido de los insectos atrapados en la lechosa blancura que partía la habitación, en dos. Belgrano se levantó de su silla, y yo oí, vencido por el calor y el linimento irlandés para mulos, cómo manaba de su boca ese sombrío, desenfrenado resentimiento que el idioma español pone en la injuria, y a Agrelo, con esa voz que no pacta con nadie, Belgrano, cuide su corazón. Shit, tradujo Agrelo, la voz que no pactaba, siquiera, con su almohada.
God, repitió Beresford, y la risa y la tos doblaron su cuerpo gordo y ágil en la oscuridad pegajosa de la habitación.
Castelli escribe, con un pulso que todavía no tiembla, que galoparon, en silencio, de regreso a la ciudad. Moreno, que tenía fe, creía en Dios y pactaba con el Diablo, os esperaba en la larga noche de verano y Carnaval. Y Moreno, que nos esperaba en la larga noche de verano y Carnaval, dijo, odiándonos, odiando en nosotros la jugada perdida, que éramos nadie, y que, entonces, nada se había perdido. Eso es lo que repitió, infatigable y calmo, revestido de orgullo, odio e insoportable tenacidad. Eso es lo que repitió en la larga noche de verano y Carnaval, hasta que las palabras se consumieron, y no. fueron palabras ni sonidos ni el eco de una remota desesperación que aún vaga por la memoria humana. Todo este maldito lío durará cien años, dijo Belgrano, como con asombro, como con alivio, como si se lo declarase inocente del Calvario de Cristo. Cien años: ¿qué son cien años? El tiempo de una siesta sudamericana: la risa de Agrelo estalló seca y contenida. A dormir, compañeros, que es bueno para la salud.
Castelli que no era, todavía, el orador de la Revolución, ni el representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú, ni el hombre que, a las puertas de un tribunal, escuchó en los gritos de afrancesado jacobino impío su condena y su amarga victoria, ni la enjuta carne que se angosta sobre los huesos duros y apacigua la putrefacción de su lengua con leche de ángeles, buscó, aquella noche de verano y Carnaval, a Irene Orellano Stark. Encontró una perra.
Castelli, cuyo corazón era, todavía, docilísimo, hastiado de los fugaces espejismos que auspician los pactos con el Diablo, del verano pampa, de las efusiones poéticas de un rudo soldado extranjero, de los furiosos latidos de los tambores del Carnaval, hizo gemir a la perra. La faena no fue divertida, salvo para la perra. La perra, a la que hizo gemir, gozó.
XVII
Castelli, que no tiene apuro, a caballo, envuelto en una capa que huele a bosta y sangre, entra a Buenos Aires, en una fría mañana de julio.
[…]
Castelli, de pie, ahora, frente a una puerta alta y estrecha, en la calle del Reloj, escribirá que, en el Norte, reencontró a Doña Irene Orellano Stark, en una vasta casa, con colgaduras de damasco y oro, capilla propia, y símbolos de un poder –grillos y cadenas, un tráfico de cincuenta mil mulas al año, y mil o dos mil carretas, vaya uno a saber, a nombre de las familias que dictan la ley, y el despiadado aborrecimiento por el indio y el mestizo– que la Primera Junta y su ejército no supieron doblegar.
O respetaron, escribe Castelli, en un cuaderno de tapas rojas, de regreso a la pieza sin ventanas, un cigarro en los labios, el tablero de ajedrez y las piezas de peltre, desplegadas en el tablero de ajedrez, en el catre de soldado. Nadie escribe sobre esas casas, esas mujeres, ese comercio. Se escribe La Representación de los Hacendados, mi primo Belgrano escribe endechas económicas, se escriben poemas a las niñas de buenas familias, antes de que les nazca el primer hijo, pero nadie escribe sobre esas casas, esas mujeres, ese comercio. En esas casas, de las que no se escribe, los hombres que se rayan la boca con un freno de hierro, introducen sus miembros en un agujero tibio y húmedo y, a veces, infernal. En esas casas, y en sus galpones, hundí en ese, a veces, infernal y pegajoso agujero, mi miembro, y lo hundió mi primo, el doctor Belgrano, y lo hundieron los paisanos, los soldados, y los señores Osuna, Mendizábal, Narvaja, Escalante, Tagle, Tellechea, Lezica, Alzaga, que pagaron las más bellas misas que esta ciudad recuerde, si algo recuerda. Un país de revolucionarios sin revolución se lee en aquello que no se escribe.
[…]
Cuaderno 2
IV
[…]
Usted, Angela, enuncia sus aspiraciones y creencias con una crudeza guaranga. No la seguiré por esa vía: me limitaré a parafrasear algunos de los excesos que pueblan eso que llama carta, para que, cuando los relea, comprenda, quizá, los espejismos a los que se rinde, inexplicablemente, su corazón, y, más inexplicablemente aún, su razonamiento.
Me dice que pretende acostarse (¿o contraer nupcias?) con un hombre que cree en usted, en la Angela Castelli que supone nació para la filantrópica labor de cuidadora de gallineros. No opinaré sobre las gallinas: mi relación con esos bichos fue, hasta hoy, ocasional, salvo en los pucheros, y sé, de ellos, que son piojosos, sucios, asustadizos, circunstancialmente, obscenos.
En cambio, conozco al caballero que cree en una Angela Castelli que sueña, para sí, con el neutro, pacífico destino de guardiana de gansos. (Déjeme decirle, Angela, de paso, que desconfío de los neutrales). Conozco a ese caballero: no se ríe, relincha; y es, no por casualidad, como usted lo sabe, y bien que lo sabe, edecán y secuaz incondicional de Saavedra, y ambos, como Alzaga; realistas solapados. Frente a nosotros, militantes del desorden, son los partidarios del orden. De qué orden, preguntémosnos. Del orden que perpetúa la desigualdad, como si el orden que perpetúa la desigualdad fuese un mandato divino. Sin monarca –y la Revolución no terminará, nunca, de agradecerle a Napoleón el destronamiento de Fernandito– son, ahora, los restauradores del orden monárquico. Conciben, lo escribí en algún papel, un vasallaje de vasallos sobre vasallos. Mi primo, Belgrano, no descubrió nada nuevo cuando dijo que no conocen más patria, ni más rey, ni más religión que su interés. Veamos, entonces, cuál es el interés de esos señores.
[…]
V
¿Qué juramos, el 25 de mayo de 1810, arrodillados en el piso de ladrillos del Cabildo? ¿Qué juramos, arrodillados en el piso de ladrillos de la sala capitular del Cabildo, las cabezas gachas, la mano de uno sobre el hombro de otro? ¿Qué juré yo, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, la mano en el hombro de Saavedra, y la mano de Saavedra sobre los Evangelios, y los Evangelios sobre un sitial cubierto por un mantel blanco y espeso? ¿Qué juré yo en ese día oscuro y ventoso, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, la chaqueta abrochada y la cabeza gacha, y bajo la chaqueta abrochada, dos pistolas cargadas? ¿Qué juré yo, de rodillas sobre los ladrillos del piso de la sala capitular del Cabildo, a la luz de velones y candiles, la mano sobre el hombro de Saavedra, la chaqueta abrochada, las pistolas cargadas bajo la chaqueta abrochada, la mano de Belgrano sobre mi hombro?
¿Qué juramos Saavedra, Belgrano, yo, Paso y Moreno, Moreno, allá, el último de la fila viboreante de hombres arrodillados en el piso de ladrillos de la sala capitular del Cabildo, la mano de Moreno, pequeña, pálida, de niño, sobre el hombro de Paso, la cara lunar, blanca, fosforescente, caída sobre el pecho, las pistolas cargadas en los bolsillos de su chaqueta, inmóvil como un ídolo, lejos de la luz de velones y candiles, lejos del crucifijo y los Santos Evangelios que reposaban sobre el sitial guarnecido por un mantel blanco y espeso? ¿Qué juró Moreno, allí, el último en la fila viboreante de hombres arrodillados, Moreno, que estuvo, frío e indomable, detrás de French y Beruti, y los llevó, insomnes, con su voz suave, apenas un silbido filoso y continuo, a un mundo de sueño, y French y Beruti, que ya no descenderían de ese mundo de sueño, armaron a los que, apostados frente al Cabildo, esperaron, como nosotros, los arrodillados, el contragolpe monárquico para aplastarlo o morir en el entrevero?
¿Qué juramos allí, en el Cabildo, de rodillas, ese día oscuro y otoñal de mayo? ¿Qué juró Saavedra? ¿Qué Belgrano, mi primo? ¿Y qué el doctor Moreno, que me dijo rezo a Dios para que a usted, Castelli, y a mí, la muerte nos sorprenda jóvenes?
¿Juré, yo, morir joven? ¿Y a quién juré morir joven? ¿Y por qué?
[…]
IX
Belgrano, mi primo, galopó no sé cuántas leguas para verme. Entró a la ciudad de noche para que nadie lo reconociera. Dijo, sentado allí, frente a mí, que galopó no sé cuántas leguas para verme y despedirse. Dijo: En Tacuarí antes de entrar en batalla, entregué mis papeles a un asistente y le ordené que los quemara. Cuando uno quema sus papeles, lo mismo da morir a los cuarenta que a los sesenta. Qué vida ésta, primo, que nos toca vivir: uno quema sus papeles y es como si nunca hubiera nacido.
Belgrano alzó su vaso de aguardiente, la pierna derecha cruzada sobre el muslo izquierdo, hidrópico, la cara de un hombre que galopó no sé cuántas leguas para sentarse allí, frente a mí y dijo salud. Dijo salud, y se rió, como si gozara de la posesión de un secreto, y dijo, cuando terminó de reír, cuando olvidó que era dueño exclusivo de un secreto: Tengo a los oficialitos de mi Estado Mayor, yo, un abogado, a caballo buena parte del día. Les saco callos en el traste.
Y los escucho rezongar: chico majadero, me llaman. ¿Qué hago yo, primo, un abogado, arrestándolos, formándoles consejo de guerra por ladrones, por insubordinación, por amotinamiento, a ellos, que se guían por los reglamentos españoles del siglo de maricastaña, para que no me hagan, amotinados, lo que le hicieron a usted y a Balcarce, sabiendo que aun a los más miserables les sobran padrinos, aquí, en Buenos Aires?
Dijo: Arresto a los miserables, que andan, todo el santo día, con el rosario en las manos; castigo a los cobardes; reparto charqui y maíz en las poblaciones que no nos dan bola, que nos miran con recelo, que ven que no hay mano que ponga freno a la iniquidad de españoles y criollos, que ven que se me ordena guardar cualquier bandera que no sea la del rey; y que yo, que soy un hombre bueno, como usted me escribió, primo, obedezco. Entonces, para darme ánimo, grito a mis soldaditos, fumemos, muchachos, que nos sobra tabaco, y recuerdo la luz de Buenos Aires, la de su cielo, porque quemé mis papeles, y da lo mismo, cuando uno quemó sus papeles, no haber nacido que morir a los cuarenta o a los sesenta.
Dijo que la noche del día que sus soldaditos batieron al malparido de Tristán, leyó, toda la noche, la nómina de los vecinos expectables que colaboraron con el malparido de Tristán, y mientras leía recordó que, entre los papeles que ordenó quemar en Tacuarí, figuraba la traducción de Agrelo del dictum de Marat, que reconstruyó, palabra por palabra, toda esa noche, mientras leía la nómina de vecinos expectables que, en el Norte, enviaron armas, dinero, alimentos y hombres al criollo de Tristán, y mientras leía, toda la noche, la nómina de vecinos expectables que, en el Norte, enviaron armas, dinero, alimentos y hombres al criollo de Tristán, y reconstruía, palabra por palabra, el dictum de Marat (¡ay de la revolución que no tenga suficiente valor para decapitar el símbolo del antiguo régimen!), se preguntó en nombre de quién y de qué iba a empuñar el hacha de la decapitación, él, que en otros tiempos, cuando lo imposible era posible, aplastó el levantamiento del regimiento Patricios, que se había negado a que le raparan la coleta, y fusiló a los que, en la coleta que les golpeaba la nuca, databan el privilegio de pasarle por encima a la República y a los republicanos. Eso se preguntó él, el chico majadero, el bomberito de la patria, un hombre bueno para el doctor Juan José Castelli, toda aquella noche, y muchas de las noches que siguieron a aquella noche. Salud, primo.
Dijo que, toda esa noche, leyó la nómina de vecinos expectables que, en el Norte, son el símbolo del antiguo régimen, y en respuesta al ofrecimiento de rendición del malparido de Tristán, se comprometió a respetar la propiedad y la vida de los símbolos del antiguo régimen, y la vida y la seguridad del malparido de Tristán y de sus oficiales, si prestaban juramento de no volver a tomar las armas contra las Provincias Unidas del Río de la Plata, sabiendo, como sabían él y el malparido de Tristán, y los oficiales carniceros de Tristán, que al minuto siguiente del juramento, mandarían al carajo el juramento, la palabra empeñada de un soldado cristiano, y del rey, y la mar en pelotas.
Leo lo que escribí: Nadie es inocente hasta que se pruebe lo contrario.
Dijo, echado hacia atrás, en la silla, rubio e hidrópico, el vaso vacío en la mano, sin molestarse en leer lo que creo que escribí, si es que fui yo el que escribí, que moría más rápido de lo que jamás sospechó. Dijo: Me muero de a poco o, si lo prefiere, primo, más rápido de lo que jamás llegué a sospechar. Salud, primo.
Trata de ser paciente, dijo, y dominar su rabia italiana que, a veces, lo desborda, y desbordado por su rabia italiana, ordena cortarles la cabeza a algunos oficiales carniceros del rey también cristianos, pero un día de éstos, para consternación de las mujeres que amó con galanura y apetito, el corazón lo dejará seco de un solo golpe. Dijo que, paciente, nombró generala del ejército a la Virgen de las Mercedes; dispuso, solemne y paciente, que le rindieran honores los mismos oficiales que, en el Alto Perú, yo no sancioné cuando se orinaban en los portales de las iglesias, y que, en solemne procesión, fuese llevada, Nuestra Señora de las Mercedes, a visitar las casas de Dios, para que peticionase a Su Hijo, en las casas de Dios, en favor de los fierros de la patria. Trata, paciente y solemne, de borrar la apostasía y el descreimiento que los vecinos expectables imputan al ejército del Alto Perú, filtrados, gota a gota, en el ejército del Alto Perú, por el impío doctor Juan José Castelli. Y pese a que es paciente y solemne, para consternación de las mujeres que amó con galanura y apetito, oye murmurar que la Virgen entra, las mejillas encendidas como una colegiala, a las casas de Dios, y que, luego de hablar con Su Hijo, o lo que fuera que hiciese con Su Hijo en las casas de Dios, sale llorosa y descolorida.
Soy una bestia asediada por el fuego: la ración normal de leche de ángeles no aleja de mí eso que los médicos llaman dolor, pero me acuerdo que, bestia asediada por el fuego, alcé mi vaso frente a Belgrano, y moví la cabeza como si le escuchara, como si de lo que decía el buen hombre dependiese mi vida, como si le hubiese escuchado lo que transcribo ahora, aturdido, después de tragar una ración doble o triple de opio y alcohol, preguntándome para qué transcribo, ahora, lo que imagino dijo mi primo, que galopó no sé cuántas leguas para verme.
Escribí, bestia asediada por el fuego: Déjeme que le cuente algo acerca de vecinos expectables. Escribí que, en 1485, los vecinos expectables de Venecia, horrorizados por las pestes que el tráfico con Oriente descargó sobre la ciudad, y el temor a un irracional levantamiento del bajo pueblo, enviaron a un grupo de mercenarios, cuidadosamente seleccionado y severamente instruido, vestido con hábitos de peregrinos, a Montpellier, Francia para que robara las reliquias de San Roque, abogado de los pestíferos. Los mercenarios, cuidadosamente seleccionados, severamente instruidos y generosamente pagados, robaron las reliquias de San Roque, abogado de los pestíferos. El dux, el Senado, los sacerdotes, las monjas, los vecinos expectables que abrieron sus bolsas a los mercenarios, y el bajo pueblo, recibieron en triunfo las reliquias de San Roque, abogado de los pestíferos. Las crónicas abundan en información del tráfico con Oriente, a cargo de los vecinos expectables: el tráfico con Oriente, a cargo de los vecinos expectables, prosiguió y se expandió, la riqueza de los vecinos expectables aumentó y se consolidó, y la ciudad que se levanta sobre el agua vio cómo crecían nuevos, bellos y sombríos palacios, pagados con los beneficios del tráfico con Oriente. Curiosamente, las minuciosas crónicas omiten la mención de los milagros del abogado de los pestíferos. Sea paciente, primo, y la generala y los vecinos expectables harán el resto.
Belgrano me miró, en silencio, un largo rato, recto el –torso en la silla. Después se inclinó hacia mí –de eso me acuerdo– y dijo:
–Me pareció...
¿Qué?, escribí.
¿Qué?, leyó él, y dijo enciendo una vela.
–Me pareció... –repitió Belgrano, que había inclinado su torso hacia mí.
¿Qué?, volví a escribir.
–Me pareció que sus ojos eran dos agujeros negros.
Belgrano me abrazó, los brazos blandos, su torso voluminoso y cálido echado sobre el mío, y me preguntó, despacio, en el oído:
–¿Y Angela?
En un convento, escribí, la letra firme y apretada. Una muestra de consideración, hacia el doctor Juan José Castelli, de los señores del Triunvirato.
–¿Y ese mozo con el que se casó? –preguntó mi primo, abranzándome, el tibio aliento de su boca en mi cuello.
Esperan, escribí, ese mozo y los señores del Triunvirato, que me muera.
–¿Por qué, primo, por qué? –preguntó Belgrano, que galopó no sé cuántas leguas para verme, medio cuerpo echado sobre mí, incómodo en esa postura, la casaca desabrochada, el inútil sable de los desfiles colgándole de la voluminosa cintura, el pelo rubio ceniciento, sudado, sobre la frente blanca, y los labios que mintieron amor a las mujeres que amó, con galanura y apetito, en mi oído, y su tibio aliento en mi oído, por qué, primo, por qué.
Ellos o nosotros, escribí, bestia asediada por el fuego. Y que el Dios que invocan se apiade de ellos, porque nunca tendrán paz, escribí, la letra apretada y firme.
El general se irguió, se abrochó la casaca, se encajó lo que sea que llevan los generales en la cabeza sobre el pelo rubio ceniciento, sudado, y con el tono abstraído de voz que usó para decir tres veces salud, dijo:
–Castelli, no queme sus papeles. Buenas noches para usted, primo.
[...]
[1] ANDRÉS RIVERA. Nació en Buenos Aires en 1928. En 1985 obtuvo el Segundo Premio Municipal de Novela con En esta dulce tierra. En 1992 su novela La revolución es un sueño eterno fue distinguida con el Premio Nacional de Literatura. En 1993 la Fundación El Libro distinguió La sierva como el mejor libro publicado en 1992. El verdugo en el umbral obtuvo el Premio Club de los XIII 1995. En 1996 publicó El farmer con el elogio unánime de la crítica, y en 1998, el libro de relatos La lenta velocidad del coraje.
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