Autoras/es: Cosecha Roja
(Fecha original del artículo: Setpiembre 2012)
A los ocho años, su primer signo de valentía fue huir de la casa. Sus hermanos mayores y su padrastro la abusaban sexualmente, la obligaban a complacerlos y la golpeaban sin que nadie más la defendiera. Irse de casa fue una decisión difícil porque significaba seguir unas reglas desconocidas y más peligrosas: las de la calle. Como era sencillo que no notaran su ausencia, escapó en la mañana, antes de que todos despertaran. Sabía que afuera estaba otra chica como ella, también del barrio, pero un poco mayor. Sería su guía en eso nuevo de aprender a sobrevivir.
La chica mayor, de 14 o 15 años, la acompañaría a todos lados. Le enseñaría a comer en la calle, a recorrer laberintos y a rebuscarse las monedas. A cambio, la guía, con una historia similar a cuestas, se convirtió en su primera proxeneta. La llevó a un kiosco y le presentó “amigos”, adultos que no eran de la calle y que tenían un negocio bien aceitado aunque perverso. Ellos le sirvieron un plato de comida, le hicieron halagos y compraron confianza con regalos baratos. A la nena de ocho años, fuera de su casa, fuera de la escuela, le prometieron un empleo: trabajaría en venta ambulante, quizás ofreciendo garrapiñadas y golosinas en una estación de tren o a la vuelta de la esquina.
El negocio de esos hombres comenzó allí mismo con la explotación laboral infantil. ¿Quiénes sabían cómo actuaban? La nena estaba a la vista del barrio, aún en La Boca, y hasta sus familiares sabían quiénes la rodeaban y por dónde andaba. La transacción de una menor de edad vendida como la mano de obra más barata, seguro incluía recompensas para ellos, los que antes la violaban.
Pero la venta de garrapiñadas fue un paso nada más, acostumbrarla a seguir órdenes para continuar con el resto del plan: convertirla en prostituta. Los abusos sexuales volvieron, primero como juego y luego como imposición. A ella y a otras niñas —aunque también había varones— les comenzaron a decir las “Cinco Pe”, porque por cinco pesos, el valor de una gaseosa, las prostituían. Lo hacían en La Boca, en Puerto Madero, en San Telmo, en cada lugar que sus “dueños” escogían para que trabajaran; a veces las llevaban a fiestas de adultos en quintas y boliches, o las “alquilaban” durante un fin de semana.
Era el 2002, un año difícil para Argentina. El barrio La Boca, en sus zonas sin turismo, es precario ahora y lo fue mucho más en ese entonces. Las familias, en casas de chapa o conventillos atestados, eran de siete y ocho hijos con padres sin oficio y madres que conseguían trabajo como mucamas. La pobreza, sin alguna oportunidad social, era para muchos habitantes de los sectores vulnerables de Buenos Aires una puerta para buscar la sobrevivencia en cualquier delito.
La familia de la nena de 8 años reclamó su ausencia cuando la convirtieron en prostituta de cinco pesos. Sabían que podían obtener algún beneficio por ese trabajo y no dudaron en buscar a las cabezas de la red. El silencio cómplice de ellos y de otros habitantes de la zona sirvió para que los proxenetas ampliaran su oferta infantil. Cada día más menores eran insertadas a la fuerza en la cadena sexual, primero como prostitutas y luego como captadoras de otras víctimas. La Policía y algunos organismos que supuestamente debían proteger a la infancia, también se hicieron los de la vista gorda con lo que pasaba.
Ante la ley
En el 2003, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, APDH, hacía trabajo voluntario con habitantes de La Boca en proyectos sociales. Estudiantes y profesionales de Derecho se hicieron conocer en conventillos y organizaciones barriales hasta ganarse la confianza de la gente. De a poco comenzaron a llegarles denuncias de abuso sexual y de hechos de violencia dentro de las familias. Como era su trabajo, convencían a los afectados para que hicieran oficiales los pedidos de justicia y los asesoraban en tribunales y diligencias.
La abogada María Elia Capella, coordinadora de ese colectivo, denunció, en el 2004, la violencia sexual que varias niñas del barrio padecían. En ese momento se creía que eran casos aislados, o al menos sin conexión directa entre ellos. “Colaboramos con la Policía, porque teníamos contactos adentro que podían dar pruebas de lo que sucedía. Había mucho por escarbar. En el 2005 supe que archivaron la causa porque no habían conseguido pruebas”, le dijo Capella a Cosecha Roja. Según fuentes judiciales consultadas por este medio, era difícil entender cómo la Policía no vio lo que todos en el barrio ya sabían.
Un año después, las historias de abusos sexuales se multiplicaron y esta vez había otras niñas dispuestas a contar lo que pasaba. Las menores tenían entre 8 y 14 años. No sería tarea fácil llegar al fondo de la red de prostitución, porque los proxenetas vivían muy cerca de las víctimas y sus familias.
En el 2006, desde la Guardia Permanente de Abogados del Consejo de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, Capella acompañó a una madre de familia en una nueva denuncia: “Me llegó el caso de una chica abusada de 12 años que coincidía con los casos de antes; ahí me di cuenta de que todo era más grande y complejo de lo que hasta ese momento creía”. Con los días, la madre de la nena se retiró de la denuncia, porque recibió amenazas y tenía miedo de que los denunciados tomaran represalias contra ella. El grupo institucional insistió en la demanda.
La nueva investigación llegó a la Fiscalía General N.º 22, a cargo de Marcelo Martínez Burgos. Allí comenzaron a reunir nuevas pruebas, a tomar testimonios de habitantes y trabajadores sociales, y desnudaron el modus operandi de la red de prostitución. El Tribunal Oral en lo Criminal N.° 22, integrado por Sergio Paduczak, Patricia Cusmanich y Gabriel Nardiello condenó a Alberto Villalba y a Jorge Rodríguez, los principales cabecillas de la red, a 23 y 21 años de prisión por los delitos de abuso sexual con acceso carnal reiterado en nueve hechos; violencia, amenaza, promoción y facilitación de la prostitución, agravado por ser con menores de 13 años; y promoción y facilitación de la corrupción, con explotación económica, agravado por lo mismo.
El fiscal Martínez Burgos reveló que existía un sistema de padrinazgo para convencer a las niñas. “Villalba, el de mayor condena, le hacía regalos a la familia, les daba celulares o zapatillas a las niñas, y ellas, presionadas a veces por sus padres, debían acudir a reuniones donde debían tener relaciones sexuales con cuatro o cinco hombres”. Dos madres están siendo investigadas por ser cómplices de los proxenetas. Además de los cabecillas condenados ayer, en espera del fallo de Casación, dos clientes de la red también fueron juzgados: Carlos Centurión, a seis años por abuso sexual con acceso carnal cometido contra una menor de 13 años; y Jorge Fortes, a un año por abuso sexual.
Según el funcionario, un hecho que llevó a saber más detalles de la red fue la desaparición de una de las niñas. “Una señora denunció que su hija estaba perdida y cuando la encontraron, declaró lo que le habían hecho: que la llevaron a una quinta y la sometieron a violencia sexual”.
La investigación que ayer terminó su etapa de juicio sirvió para comenzar a desmadejar otras puntas del mismo crimen. Una de ellas es la posible complicidad de policías y funcionarios públicos que se evidenció durante la primera denuncia. Al respecto, el fiscal solicitó al Ministerio de Seguridad de La Nación que abriera una investigación por encubrimiento contra los uniformados que durante los años de operación de la red trabajaban en el barrio, en la división de protección de menores.
También, dijo Martínez Burgos, “una línea que se seguirá es la vinculación con otras redes de trata de personas de Paraguay y Bolivia, pues hay indicios, como la desaparición de dos niñas de La Boca, que podrían llevar a desarmar otros grupos delictivos”.
Según la abogada Capella y el fiscal de la causa, la red de prostitución que dirigían Alberto Villalba y Jorge Rodríguez pudo desarticularse por la valentía de las niñas que se atrevieron a contar cómo funcionaban los negocios de fachada —el kiosco y las ventas ambulantes—, y qué las obligaban a hacer en cada etapa de la cadena de la violencia. Durante el juicio también rindieron testimonio trabajadores sociales y religiosas del Hogar Miquelina, quienes se encargaron de proteger a las menores cuando fueron apartadas de sus captores.
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