Autoras/es: Sonia M. Draibe *
a) Sobre el impuesto negativo al salario
mínimo garantizado
Los neoliberales y otros vienen criticando la forma estatizada de producción y operación de los servicios sociales y, en su lugar, ha ganado fuerza un mecanismo sustitutivo, el del pago del salario mínimo en dinero. De hecho, puede ser detectada, tanto en el plano de las concepciones normativas cuanto en la práctica de muchos estados contemporáneos, una tendencia a sustituir parte de la canasta de bienes y servicios sociales, principalmente aquellos llamados 'personales', por una asignación directa de recursos en dinero. Y se engaña aquel que piensa que esta forma es la mera expresión de tendencias neoliberales o conservadoras.
Sin duda, tanto el anclaje teórico cuanto la lógica subyacente a la proposición de un salario mínimo garantizado tienen origen liberal4.
Para los liberales, pero claramente para nuestros contemporáneos neoliberales y conservadores, el salario mínimo (en general y en su versión en dinero) expresa una cierta concepción del papel del Estado, que debería ofrecer sólo a los desfavorecidos un cierto grado de seguridad social y en la que la política social es pensada de modo residual, sólo complementaria de aquello que los individuos no pueden solucionar vía mercado o a través de recursos familiares y comunitarios. Pero expresa también, en la argumentación conservadora contemporánea, una cierta estrategia de reorganización de los sistemas de protección social, el Estado concentrando su papel en el salario mínimo y reservando al sector privado los otros servicios, inclusive los de los seguros sociales. Muchos fueron los nombres que recibió tal concepción de salario mínimo; recordemos aquí el de 'impuesto negativo', 'salario mínimo diferencial' o el de 'dividendo social', formas todas de concebir un mínimo de auxilio a los necesitados pero respetándose un techo superior que, como diría Friedman, indicaría el límite a partir del cual tendería a producirse un desestímulo al trabajo (Euzeby, 1987 y 1988).
Este es tan sólo uno de los significados del salario mínimo. En el campo progresista, proposiciones de esta naturaleza vienen respondiendo a otro tipo y nivel de argumentación y justificación, la del refuerzo de la solidaridad social, fundada sobre las nuevas bases de la productividad y economía del trabajo.
El argumento, en resumidos términos, parte de la tesis de que, en las condiciones actuales de crisis, cambios tecnológicos y reorganización del tiempo del trabajo social, muchas son los manifestaciones provocadas por los fuertes impulsos a la reducción del trabajo, principalmente cuando ese proceso no es acompañado por medidas preventivas de política social y económica: eliminación de puestos de trabajo, disminución del volumen del empleo, marginalización y desempleo, aumento de las posibilidades de reducción de la jornada, etcétera. En lo que se refiere al campo de las políticas sociales, aquellos procesos tienden a producir impactos negativos sobre la integridad de los sistemas de protección social, introduciendo severas rupturas entre los que siguen empleados y, por lo tanto, gozan de protección y quienes no están o no han de entrar más en el mercado de trabajo y por ello están precariamente protegidos o no gozan de cualquier protección social del tipo tradicional, pasando a integrar el mundo de los desvalidos, demandantes de las políticas y programas de tipo asistencial.
Pero esta ampliación del ámbito y propósito
de la política asistencial estaría indicando, entonces, otra dimensión de
aquellos procesos: el de que estarían siendo alteradas las bases mismas sobre
las cuales fueron edificados los sistemas contemporáneos de protección
social, el seguro social asentado en la relación salarial. En otras palabras,
habría una disociación entre aquellos términos que antes estuvieron asociados
como fundamento del Estado de Bienestar: empleo-salario-contribuición/seguro
social-beneficios proporcionales.
Dicho de otro modo, estaríamos frente a una tendencia y simultáneamente a la posibilidad de disociación entre el salario obtenido en y por el trabajo y los beneficios sociales distribuidos por el Estado. En una versión distinta, diríamos que parte creciente del salario de cada uno estaría tendiendo a formarse independientemente de la participación individual en la esfera productiva.
El salario mínimo garantizado expresaría, según el argumento progresista, esta nueva forma de concebir la distribución de la riqueza social. Una nueva forma de solidaridad social, apoyada en el debilitamiento de la ligazón anterior entre salario y cantidad / duración del trabajo, puede ser instaurada: a un nivel básico, el salario mínimo garantizado, al lado de los seguros sociales reforzaría los lazos de solidaridad entre los ciudadanos -empleados o no -ahora bajo esta forma de 'salario de exclusión social' o 'salario-ciudadanía', fortaleciendo así la eficacia redistributiva del sistema de protección social. En su manifestación material más pura, esta posibilidad asumiría la forma de una asignación universal de recursos o el "basic income" de la tradición anglosajona, que sustituiría el conjunto básico de beneficios sociales (con excepción de los servicios de salud), debiendo ser otorgada a todos los ciudadanos, individualmente, independientemente de contribuciones previas y de condiciones familiares particulares5.
Además de señalar el sentido más general de las tendencias de transformación del mundo contemporáneo, el argumento progresista es enriquecido por otros desarrollos. Por un lado, se alimenta del cambio de concepción de justicia social. Desde un ideario de justicia conmutativa, que preconiza dar a cada uno el equivalente de lo que contribuyó a crear, se produce un desplazamiento hacia el ideario de una justicia (re)distributiva, entendiendo por ello el asegurar a cada uno el derecho de participar de la riqueza general, sea cual fuere la contribución particular que realizó para su creación. Aquí gana su sentido la idea del salario mínimo como 'ingreso social' o 'salario social', de carácter universalista, como dijéramos antes, ya que es destinado incondicionalmente a todos los ciudadanos.
Por otro lado, y aún en el plano
ideológico, la justificación de la forma dinero para la asignación del
salario mínimo se vale de argumentos del ideario libertario y autonomista
contemporáneo que, criticando los modos burocratizados, tuteladores, controladores,
jerarquizados y autoritarios de operación de los servicios sociales
estatales; sugieren una ampliación de la libertad de los individuos y de las
familias para buscar la alternativa de servicio social que deseen, luego de
que éstos sean previamente financiados por el Estado a través de aquellos
recursos en especie. Es principalmente en el campo de los llamados 'servicios
sociales personales', como por ejemplo la guardería de niños o el cuidado de
ancianos, inevitablemente atravesados por lazos afectivos, o en el campo de
servicios que, por su naturaleza, son distribuidos discretamente, que tal
argumentación viene encontrando desarrollo. Garantizada la 'gratuidad' de los
servicios -una vez que se mantiene el financiamiento público distribuido bajo
la forma de recurso en dinero -, los individuos y las familias estarían
libres para escoger las prioridades, las formas y los tipos de servicios que
les parezcan más necesarios y convenientes, 'comprándolos' donde se
encuentren y a quien, en su perspectiva, se los vende mejor6.
La tesis del salario mínimo no se reduce, por lo tanto, al modelo neoliberal de reestructuración institucional de las políticas sociales, que es, en verdad, defendida y argumentada también por sectores encuadrados antes en idearios socialistas o, según algunos, 'pos-socialdemócratas'. Si existe alguna diferencia de concepción, sería la señalada por Goodin: en el primer caso, se trataría del máximo que deberá ser provisto por el Estado; en el segundo, del mínimo a ser garantizado por éste. Diferencia que como se ve, se refiere a la naturaleza misma del sistema de protección social que se quiere adoptar.
b) La reestructuración de los programas
sociales: la descentralización,
la focalización y la privatización
Descentralizar, privatizar y concentrar los programas sociales públicos en las poblaciones o grupos carentes, tales parecen ser los vectores estructurantes de las reformas de programas sociales preconizadas por el neoliberalismo, principalmente cuando sus recomendaciones se dirigen a países latinoamericanos en procesos de ajustes económicos. Es en este preciso contexto en el que nos agradaría discutir la cuestión.
Caractericemos someramente cada uno de esos principios orientadores, tal como fueron justificados. Como señala Isuani (1990), la descentralización es concebida como un modo de aumentar la eficiencia y la eficacia del gasto, ya que aproxima problemas y gestión. Se argumenta también que, con la descentralización, aumentan las posibilidades de interacción, en el nivel local, de los recursos públicos y de los no gubernamentales para el financiamiento de las actividades sociales. En definitiva, se amplía la utilización de formas alternativas de producción y operación de los servicios, más fácilmente organizados en las esferas municipales.
La focalización, a su vez, significa dirigir el gasto social a programas y a públicos específicos, selectivamente escogidos por su mayor necesidad y urgencia. Dos tipos de justificaciones apoyan esta tesis: la de Friedman, de que el Estado sólo debe entrar residual y únicamente en el campo de la asistencia social, y la que argumenta el hecho de que en general los más necesitados no son, en principio, los que efectivamente se benefician del gasto social; consecuentemente, se debe redirigir este gasto, concentrándolo en programas dedicados a los sectores más pobres de la población.
Finalmente, la privatización "...entendida como el desvío de la producción de bienes y servicios públicos hacia el sector privado lucrativo, fue presentada como una respuesta que alivia la crisis fiscal, evita irracionalidad en el use de recursos inducida por la gratuidad de ciertos servicios públicos y aumenta la progresividad del gasto público al evitar que los sectores de mayor poder se apropien de beneficios no proporcionales (mayores) a la contribución que realizan para financiarlos". (Isuani, 1990, pp. 7-8).
Otra forma de privatización es la que propone el desvío de la producción y/o la distribución de bienes y servicios públicos hacia el sector privado no lucrativo, esto es, asociaciones filantrópicas y organizaciones comunitarias, o las nuevas formas de organizaciones no gubernamentales. En el plano de los mecanismos de operación, múltiples son las formas de proceder a la privatización de los servicios sociales públicos:
- la transferencia (incluyendo la venta) a la propiedad privada de establecimientos públicos;
- la cesación de programas públicos y el desenganche del gobierno de algunas responsabilidades específicas ('privatización implícita'); reducciones (en volumen, capacidad, calidad) de servicios públicamente producidos, induciendo su demanda hacia él sector privado ('privatización por atribución');
- el financiamiento público del consumo de servicios privados, a través de contratación y terciarización, reembolso o 'indemnización' de los consumidores, tickets y 'vales' con pago directo a los proveedores privados, etcétera;
- formas de desregulación o desreglamentación que permitan la entrada de firmas privadas en, sectores antes monopolizados por el gobierno (Starr, 1989).
Estas tesis y principios luego dejaron entrever los problemas y dilemas que traían implicados. Y ello principalmente en el marco de experiencias que viene atravesando la región latinoamericana.
El neoliberalismo de los primeros tiempos de la crisis poco se preocupó de las cuestiones de justicia social y sus justificaciones se centraron sobre todo en el volumen y principalmente en la eficacia del gasto social. Por otro lado, las propuestas y medidas para redirigir el gasto social, definidas en una situación de crisis, desempleo y retraso del salario, tuvieron luego que vérselas con un nuevo (o reactualizado) problema, el de la pobreza, la vieja y la nueva, impuesta por la crisis y agravada por el tipo de ajuste económico por el cual se optó.
En lo que respecta a las concepciones de justicia social, sin duda en ellas se localiza uno de los dilemas más importantes que han desafiado los formuladores de políticas. Esto es, la confrontación, por un lado, de la fuerte tradición universalista, concibiendo derechos inalienables del ciudadano a la educación, a la salud, a la vivienda, a la previsión y asistencia social, garantizados principalmente por el Estado como proveedor, y por otro, el recetario neoliberal concebido según aquellos principios de selectividad y focalización de las acciones públicas sobre los segmentos más necesitados de la población, de ruptura con compromisos de gratuidad y de privatización de los servicios destinados a las capas más carenciadas.
Ahora bien, es justamente frente a la cuestión de la pobreza que la discusión de los principios de justicia que orientan las políticas sociales ha conducido a ciertos dilemas -falsos algunos, reales otros -, en particular los que llevan a oponer concepciones universalistas de políticas a diseños del tipo selectivo y focalizado de programas especialmente dirigidos a la población pobre. Lo que asume contornos de tensión es que la crisis actual y las reestructuraciones que bajo ella se procesan presentan como posibilidad la ampliación del derecho social, a través de la universalización de programas y la multiplicación de políticas no contributivas. Pero al reducir los recursos públicos y privados disponibles para el gasto social, exige también opciones, selección de políticas y prioridades a algunos de sus beneficiarios, lo que teóricamente contradice la tendencia a la universalización anteriormente sostenida.
En otras palabras, es también en el espacio de la concepción distributiva de justicia que se conforma el argumento de los oponentes del neoliberalismo de que el gasto público y las políticas sociales, para ganar fuerza redistributiva y compensatoria de la desigualdad social, deben privilegiar a las capas pobres de la población. Frente a las ya existentes desigualdades y al agravamiento de la pobreza, es como si estuviésemos pasando de una concepción del tipo 'dar todo cada vez más a todos' -una forma de expresar la visión universalista, asociada al derecho social - a la expresión 'dar más a quien tiene menos', un modo de expresar la prioridad que reviste la población carente, selectivamente escogida con el foco de la política y de los programas sociales.
En términos más simples, todo ello se traduce en la cuestión de los montos y volúmenes de recursos (o bienes y servicios) que pueden y deben ser distribuidos, cuando de un lado se quiere y se supone el derecho universal de la ciudadanía a aquellos bienes y, de otro, se quiere y se supone privilegiar, en el gasto social, a los segmentos más pobres de la población. Y obviamente, sería engañoso afirmar que es siempre posible conciliar esos dos criterios de justicia social.
Pero, sin duda, hay divergencias entre formas conservadoras, socialmente regresivas, por una parte, y formas progresistas, por otra, de organizar, a partir de este argumento, los programas sociales dedicados a la población pobre. Aquí, el ejemplo de América Latina es precioso.
Efectivamente, forma parte de la propuesta neoliberal de ajuste económico de los países latinoamericanos la tesis de que, frente a los niveles actuales de pobreza y carencia y frente a los esperados resultados sociales negativos del tipo de ajuste que se propone (recesión, desempleo, bajos salarios, etcétera), programas dirigidos a la población pobre tienden a tornarse imprescindibles, porque se constituirán también en mecanismos de alivio a las tensiones y en el modo de evitar convulsiones sociales más serias. Un 'ajuste con rostro humano' fue la expresión que se acuñó para mejor reflejar esta tesis (Cornia, Jolly y Stewart, 1987). En términos más concretos, tales proyectos envuelven las siguientes propuestas: redirección del gasto social; subsidios para alimentación y nutrición; programas de empleo mínimo y búsqueda de 'formas alternativas' de producción y operación de servicios sociales (ayuda mutua, prácticas comunitarias, etcétera), todo ello, enfaticemos una vez más, focalizado sobre la población pobre y formando parte de los llamados 'programas de emergencia'.
En general, la reorientación del gasto público social, queriendo responder a reales distorsiones de su asignación y de las socialmente perversas apropiaciones de sus beneficios, se concreta en propuestas de modificación de la estructura de tarifas de los servicios, fijándolas de modo progresivo en relación con el salario, o, más recientemente, buscando la recuperación de los costos, o sea, que los costos sean pagados por quienes pueden pagarlos. Más frecuentemente, se concreta en esfuerzos de concentración de los recursos en determinados tipo de programas (las canastas básicas alimentarias, por ejemplo, o programas comunitarios o del tipo autoconstrucción de viviendas populares) y en algunos denominados grupos de riesgo, la mayoría de las veces el grupo materno-infantil para el cual son encarados programas de atención a la salud y de suplementación alimentaria (leche, canastas de alimentos, controles nutricionales, vacunación, etcétera). Otra forma menos generalizada pero componente habitual de esta estrategia de protección a los pobres a lo largo del período de ajuste, es la constituida por programas de empleo de emergencia, en general en la construcción civil y/o en el mantenimiento de la infraestructura pública, a cambio de algún tipo de remuneración mínima.
Desde diferentes perspectivas, la insuficiencia de esta estrategia ha merecido críticas, la primera de ellas debido a la comprobación de los escasos o nulos resultados que hasta ahora produjo en lo tocante a mejorar las condiciones de vida de la población pobre. Pero consideremos también los otros argumentos.
Difícilmente alguien negaría la necesidad de programas de emergencia para socorrer a las poblaciones misérrimas. Entretanto, también se ha afirmado que el propio tipo de política económica de 'ajuste' debe contemplar las raíces más estructurales de la miseria y de la pobreza, abriendo un espacio distinto para las políticas sociales, no reducibles a los programas de emergencia, asistenciales y en general llevados a cabo bajo la forma asistencialista, clientelista, sin alguna referencia a derechos sociales de la ciudadanía.
También han sido identificados los efectos socialmente injustos de tal modelo: 'Dado que las propuestas de focalización y privatización se dan en el marco de agudas desigualdades sociales, ellas contribuyen a consolidar la desigualdad. Por un lado, se crea un sistema privado de servicios sociales de alto nivel, financiado por los estratos de mejores ingresos y cuyo acceso a él es restringido. Por otro, se establece un sistema estatal de asistencia social, de exiguo presupuesto, ya que los estratos de ingreso más altos no contribuyen a él, que distribuye sólo algunos servicios básicos a la porción indigente de la población' (CEPAL, 1988, p. 5).
Más aún, se sabe que la focalización propuesta por el neoliberalismo presenta grandes posibilidades de transformarse en una especie de neobeneficencia, esta vez a cargo del Estado y no de las damas de caridad, como la conocíamos anteriormente, según señala Isuani.
Entretanto, focalizar, ser selectivo, abarcar sectores privados lucrativos o no lucrativos y descentralizar no constituye -y no puede así ser considerado - monopolio de la estrategia neoliberal o conservadora y, por ello, descartar tales criterios sin mayor reflexión.
En otras palabras, ha habido propuestas socialmente progresistas de concebir una efectiva política enfocada hacia las poblaciones pobres y que, en su diseño, comprenden de modo peculiar aquellos ingredientes considerados como exclusivos del neoliberalismo.
Reconociendo la gravedad de la situación social, por un lado, y la insuficiencia de propuestas como la del recetario de políticas compensatorias al ajuste, lo que se preconiza es un radical programa de erradicación de la pobreza -forma mucho más ambiciosa y socialmente amplia de concebir la focalización y la selectividad de las políticas sociales, simultáneamente con la modernización de los grandes subsistemas de salud y de educación básica, sin ser ello de corte universalista.
También la privatización o distintas formas de 'desestatización' vienen integrando propuestas originadas en sectores progresistas. En otros términos, nuevas asociaciones entre el Estado, el sector privado lucrativo y el sector privado no lucrativo vienen concibiéndose para la producción y la distribución de bienes y servicios sociales, en la búsqueda de mecanismos más ágiles y eficientes de atender las demandas de la población. Claramente, están ahí implicadas ciertas formas de privatización, tales como mecanismos de reembolso al usuario, subvenciones y subsidios, contratación de terceros,etcétera7.
Largo es el listado de innovaciones que se
están experimentando en la región latinoamericana, confirmando los cambios en
los modos de producir y distribuir los bienes y servicios sociales. Su mayor
significado consiste en los profundos procesos sociales que tienden a cambiar
las relaciones entre el Estado y el mercado; lo público y lo privado; los
sistemas de producción, por un lado, y los de consumo, por otro, de los
equipamientos sociales. Las así llamadas 'formas alternativas' -diversas
experiencias dé ayuda mutua, prácticas comunitarias y vecinales (en la
atención de la niñez, en el sector de alimentación, en la recolección y
procesamiento de basura) - son ejemplos que se multiplican y que corresponden
a tantos otros, verificados en todo el mundo, de participación de los propios
beneficiarios y de compromiso de asociaciones voluntarias y de redes de ONGs
-organizaciones no gubernamentales - en el encaramiento de las políticas
sociales. Ahora bien, estos procesos expresan formas nuevas de sociabilidad,
indicando un reordenamiento de las relaciones de estas partes de la sociedad
con el Estado y la economía: allí donde antes predominaban el Estado o el
mercado (o sus varios 'mix'), un espacio pasa a ser ocupado por estas nuevas
formas de 'solidaridad social' o, si se quiere, por una ampliación de la
autonomía de los sectores organizados de la sociedad.
El reconocimiento de las alternativas socialmente progresistas de reordenamiento de las políticas sociales no suprime la crítica al enfoque selectivo y focalizado, principalmente cuando está disociado de controles y garantías públicas y asociado a prácticas privatizantes strictu sensu. Ciertas experiencias mostraron que, llevadas a cabo de esa forma, introducen una precariedad y discontinuidad muy grande en la política social, tendiendo a asistencializarla, además de abrir un amplio espacio a la arbitrariedad de los que deciden sobre la "necesidad" de los beneficiarios, verificada a través de exámenes de los medios con que cuentan. Tampoco se puede dejar de considerar la estigmatización de los beneficiarios ni dejar de hacer referencia a fraudes que pueden sufrir los procesos de descentralización teóricamente saludables, siempre que no sean acompañados de adecuados mecanismos de transferencia de recursos y de organismos centrales capaces de, en cada momento, reducir los grados de desigualdad individual, social y regional que pueden verse acentuados por la descentralización. Finalmente, es preciso alertar sobre la profunda segmentación que puede ocasionarse en la ciudadanía, a través de la duplicidad de la política social: una política para los pobres (en general una pobre política) al lado de una política para los ricos (en general, rica, sofisticada y muchas veces también financiada con recursos públicos).
Pero del lado opuesto, también la concepción universalista de políticas ha merecido críticas que no deben ser descartadas con ligereza. Desde luego porque, en la crisis, tiende a impedir el establecimiento de prioridades en el interior de la política social.
También porque es, en la mayoría de los casos, asociada a exagerados grados de estatismo, burocratismo, institucionalismos y, principalmente, corporativismos -una vez que la plena garantía de los derechos parecería estar asegurada tan sólo cuando los programas sociales fuesen realizados en instituciones públicas gratuitas, pero en extremo permeables a los intereses organizados-. Como se sabe, el carácter gratuito, uniforme y general del suministro de ciertos bienes y servicios sociales por sí sólo no garantiza el acceso de los beneficiarios, no impide la introducción de distorsiones, tales como el acceso de grupos ya privilegiados (y que dispone, por tanto, de recursos a información) de la población, en detrimento de los más necesitados.
¿Cómo reorganizar la agenda de reformas de la política social en América Latina? En el pasado reciente, nuestros países fueron escenario de experiencias de signos cambiantes en la dirección de las políticas sociales. Fue blanco de la estrategia conservadora (neoconservadora, liberal, neoliberal) de concebir las políticas sociales centradas en la pobreza, en la crisis y a lo largo de las políticas de ajuste. Experimentó también ensayos que pretendían ser socialmente progresistas de concebir a implementar políticas con vistas a la erradicación de la pobreza y no meramente de auxilio de emergencia a los pobres, en los movimientos de reformas que acompañaron a los procesos de democratización de nuestros países durante los '80. Es cierto que la gravedad de la crisis viene minando muchos de esos intentos, contribuyendo a que los resultados sean muy parecidos, aunque originados en programas y concepciones distintos: finalmente, más que reformas y reestructuraciones de magnitud, lo que la región viene sufriendo es un acentuado proceso de deterioro de los servicios públicos sociales, a la par del empobrecimento de la población.
Por eso mismo -porque aún está en definición la formación de un adecuado programa de reforma de las políticas y programas sociales en América Latina-, la discusión que nos interesó realizar tiene procedencia. O sea, en los términos de la agenda liberal de reformas de los programas sociales, en los '80, muchas de las tesis sustantivas fueron, antes y después, endosadas por otras corrientes político-ideológicas; sólo el pensamiento simplista podría concebirlas como una más de las manifestaciones de la hegemonía neoliberal.
Pero los resultados socialmente desastrosos de la última década hacen que permanezca abierta la agenda de reformas sociales y la búsqueda de concepciones alternativas de reorganización de la protección social. Alternativas a los modelos vigentes de justicia social y redistribución de la riqueza, tanto a las de los neoliberales como a las de los otros.
Notas
4 El liberal Thomas Paine siempre es recordado como el primer defensor de la idea de un derecho al salario absolutamente incondicional, seguido más tarde por Herbert Spencer y Henry George. Para estas y otras referencias a posiciones liberales y socialistas de defensa del derecho al salario mínimo, ver Gorz (1981) y Van Parijs (1987).
5 Desde mediados de los años '80, es bastante rica la discusión europea sobre la asignación universal o basic income, suerte de respuesta progresista a los ataques conservadores y neoliberales al Welfare State. De un cierto modo, se pretende, con la tesis de la asignación universal, explorar nuevas pistas de reestructuración de la protección social. Un paso concreto fue inclusive dado con la constitución del BIEN -Basic Income European Network-, entidad de cuya dirección participan especialistas como Claus Offe y Peter Ashby. Además de los conocidos trabajos de Gorz y Euzeby, ver el número especial de la La Revue Nouvelle, 1985.
6 La asignación universal o basic income asume, en la práctica, diferentes modalidades, más o menos generosas. En diez países estudiados (nueve europeos, excepto Francia, y los Estados Unidos), van Parijs identificó siete que ya contaban con el salario mínimo garantizado. A pesar de la variación de montos y condiciones, en todos encuentra por lo menos tres puntos comunes: su carácter universal; duración ilimitada; su asimilación a un derecho (con la consecuente ausencia de trabas humillantes y sumisiones a arbitrariedades administrativas) (van Parijs, 7988, p. 25).
7 Refiriéndose a los múltiples mecanismos y arreglos posibles en los movimientos de privatización en ambos sentidos, Bendick cita un survey que identificó: contratación, franchise, subsidios y subvenciones, reembolsos, voluntariado, autoayuda, introducción de nuevas regulaciones a impuestos, estímulo y ampliación de la autoridad de firmas privadas, reducción y/o ajuste de la demanda por servicios a través de la introducción de algún tipo de pago, aunque sea parcial, de los consumidores (lees, tickets moderadores), búsqueda de auxilio temporario del sector privado; formación de asociaciones público/privadas para la exploración de los servicios. En la polémica sobre privatización de los servicios sociales, el autor, francamente favorable a la privatización de la distribución, opta por la segunda forma-bienes y servicios colectivamente financiados a través de fondos públicos y distribución privada mediante autorización y licencias (empowerment)- por interpretarla más fuertemente asociada a las tendencias de comportamiento de largo plazo de la demanda, en los Estados Unidos, resistentes tanto a las formas tradicionales de prestación sólo pública de los programas de bienestar, cuanto al primer tipo de privatización mediante fuerte reducción del papel del Estado (cf. Marc BENDICK: 'Privatizing the Delivery of Social Welfare Services: An Idea to Be Taken Seriously", en Kamerman y Kahn, 1989, pp. 97-121).
* Profesora del Instituto de Economía y Directora del Núcleo de Estudios de Políticas Públicas de UNICAMP
* De: Desarrollo Económico Vol 34 N°134, julio-septiembre 1994
De: www.educ.ar
Los neoliberales y otros vienen criticando la forma estatizada de producción y operación de los servicios sociales y, en su lugar, ha ganado fuerza un mecanismo sustitutivo, el del pago del salario mínimo en dinero. De hecho, puede ser detectada, tanto en el plano de las concepciones normativas cuanto en la práctica de muchos estados contemporáneos, una tendencia a sustituir parte de la canasta de bienes y servicios sociales, principalmente aquellos llamados 'personales', por una asignación directa de recursos en dinero. Y se engaña aquel que piensa que esta forma es la mera expresión de tendencias neoliberales o conservadoras.
Sin duda, tanto el anclaje teórico cuanto la lógica subyacente a la proposición de un salario mínimo garantizado tienen origen liberal4.
Para los liberales, pero claramente para nuestros contemporáneos neoliberales y conservadores, el salario mínimo (en general y en su versión en dinero) expresa una cierta concepción del papel del Estado, que debería ofrecer sólo a los desfavorecidos un cierto grado de seguridad social y en la que la política social es pensada de modo residual, sólo complementaria de aquello que los individuos no pueden solucionar vía mercado o a través de recursos familiares y comunitarios. Pero expresa también, en la argumentación conservadora contemporánea, una cierta estrategia de reorganización de los sistemas de protección social, el Estado concentrando su papel en el salario mínimo y reservando al sector privado los otros servicios, inclusive los de los seguros sociales. Muchos fueron los nombres que recibió tal concepción de salario mínimo; recordemos aquí el de 'impuesto negativo', 'salario mínimo diferencial' o el de 'dividendo social', formas todas de concebir un mínimo de auxilio a los necesitados pero respetándose un techo superior que, como diría Friedman, indicaría el límite a partir del cual tendería a producirse un desestímulo al trabajo (Euzeby, 1987 y 1988).
Este es tan sólo uno de los significados del salario mínimo. En el campo progresista, proposiciones de esta naturaleza vienen respondiendo a otro tipo y nivel de argumentación y justificación, la del refuerzo de la solidaridad social, fundada sobre las nuevas bases de la productividad y economía del trabajo.
El argumento, en resumidos términos, parte de la tesis de que, en las condiciones actuales de crisis, cambios tecnológicos y reorganización del tiempo del trabajo social, muchas son los manifestaciones provocadas por los fuertes impulsos a la reducción del trabajo, principalmente cuando ese proceso no es acompañado por medidas preventivas de política social y económica: eliminación de puestos de trabajo, disminución del volumen del empleo, marginalización y desempleo, aumento de las posibilidades de reducción de la jornada, etcétera. En lo que se refiere al campo de las políticas sociales, aquellos procesos tienden a producir impactos negativos sobre la integridad de los sistemas de protección social, introduciendo severas rupturas entre los que siguen empleados y, por lo tanto, gozan de protección y quienes no están o no han de entrar más en el mercado de trabajo y por ello están precariamente protegidos o no gozan de cualquier protección social del tipo tradicional, pasando a integrar el mundo de los desvalidos, demandantes de las políticas y programas de tipo asistencial.
Dicho de otro modo, estaríamos frente a una tendencia y simultáneamente a la posibilidad de disociación entre el salario obtenido en y por el trabajo y los beneficios sociales distribuidos por el Estado. En una versión distinta, diríamos que parte creciente del salario de cada uno estaría tendiendo a formarse independientemente de la participación individual en la esfera productiva.
El salario mínimo garantizado expresaría, según el argumento progresista, esta nueva forma de concebir la distribución de la riqueza social. Una nueva forma de solidaridad social, apoyada en el debilitamiento de la ligazón anterior entre salario y cantidad / duración del trabajo, puede ser instaurada: a un nivel básico, el salario mínimo garantizado, al lado de los seguros sociales reforzaría los lazos de solidaridad entre los ciudadanos -empleados o no -ahora bajo esta forma de 'salario de exclusión social' o 'salario-ciudadanía', fortaleciendo así la eficacia redistributiva del sistema de protección social. En su manifestación material más pura, esta posibilidad asumiría la forma de una asignación universal de recursos o el "basic income" de la tradición anglosajona, que sustituiría el conjunto básico de beneficios sociales (con excepción de los servicios de salud), debiendo ser otorgada a todos los ciudadanos, individualmente, independientemente de contribuciones previas y de condiciones familiares particulares5.
Además de señalar el sentido más general de las tendencias de transformación del mundo contemporáneo, el argumento progresista es enriquecido por otros desarrollos. Por un lado, se alimenta del cambio de concepción de justicia social. Desde un ideario de justicia conmutativa, que preconiza dar a cada uno el equivalente de lo que contribuyó a crear, se produce un desplazamiento hacia el ideario de una justicia (re)distributiva, entendiendo por ello el asegurar a cada uno el derecho de participar de la riqueza general, sea cual fuere la contribución particular que realizó para su creación. Aquí gana su sentido la idea del salario mínimo como 'ingreso social' o 'salario social', de carácter universalista, como dijéramos antes, ya que es destinado incondicionalmente a todos los ciudadanos.
La tesis del salario mínimo no se reduce, por lo tanto, al modelo neoliberal de reestructuración institucional de las políticas sociales, que es, en verdad, defendida y argumentada también por sectores encuadrados antes en idearios socialistas o, según algunos, 'pos-socialdemócratas'. Si existe alguna diferencia de concepción, sería la señalada por Goodin: en el primer caso, se trataría del máximo que deberá ser provisto por el Estado; en el segundo, del mínimo a ser garantizado por éste. Diferencia que como se ve, se refiere a la naturaleza misma del sistema de protección social que se quiere adoptar.
Descentralizar, privatizar y concentrar los programas sociales públicos en las poblaciones o grupos carentes, tales parecen ser los vectores estructurantes de las reformas de programas sociales preconizadas por el neoliberalismo, principalmente cuando sus recomendaciones se dirigen a países latinoamericanos en procesos de ajustes económicos. Es en este preciso contexto en el que nos agradaría discutir la cuestión.
Caractericemos someramente cada uno de esos principios orientadores, tal como fueron justificados. Como señala Isuani (1990), la descentralización es concebida como un modo de aumentar la eficiencia y la eficacia del gasto, ya que aproxima problemas y gestión. Se argumenta también que, con la descentralización, aumentan las posibilidades de interacción, en el nivel local, de los recursos públicos y de los no gubernamentales para el financiamiento de las actividades sociales. En definitiva, se amplía la utilización de formas alternativas de producción y operación de los servicios, más fácilmente organizados en las esferas municipales.
La focalización, a su vez, significa dirigir el gasto social a programas y a públicos específicos, selectivamente escogidos por su mayor necesidad y urgencia. Dos tipos de justificaciones apoyan esta tesis: la de Friedman, de que el Estado sólo debe entrar residual y únicamente en el campo de la asistencia social, y la que argumenta el hecho de que en general los más necesitados no son, en principio, los que efectivamente se benefician del gasto social; consecuentemente, se debe redirigir este gasto, concentrándolo en programas dedicados a los sectores más pobres de la población.
Finalmente, la privatización "...entendida como el desvío de la producción de bienes y servicios públicos hacia el sector privado lucrativo, fue presentada como una respuesta que alivia la crisis fiscal, evita irracionalidad en el use de recursos inducida por la gratuidad de ciertos servicios públicos y aumenta la progresividad del gasto público al evitar que los sectores de mayor poder se apropien de beneficios no proporcionales (mayores) a la contribución que realizan para financiarlos". (Isuani, 1990, pp. 7-8).
Otra forma de privatización es la que propone el desvío de la producción y/o la distribución de bienes y servicios públicos hacia el sector privado no lucrativo, esto es, asociaciones filantrópicas y organizaciones comunitarias, o las nuevas formas de organizaciones no gubernamentales. En el plano de los mecanismos de operación, múltiples son las formas de proceder a la privatización de los servicios sociales públicos:
- la transferencia (incluyendo la venta) a la propiedad privada de establecimientos públicos;
- la cesación de programas públicos y el desenganche del gobierno de algunas responsabilidades específicas ('privatización implícita'); reducciones (en volumen, capacidad, calidad) de servicios públicamente producidos, induciendo su demanda hacia él sector privado ('privatización por atribución');
- el financiamiento público del consumo de servicios privados, a través de contratación y terciarización, reembolso o 'indemnización' de los consumidores, tickets y 'vales' con pago directo a los proveedores privados, etcétera;
- formas de desregulación o desreglamentación que permitan la entrada de firmas privadas en, sectores antes monopolizados por el gobierno (Starr, 1989).
Estas tesis y principios luego dejaron entrever los problemas y dilemas que traían implicados. Y ello principalmente en el marco de experiencias que viene atravesando la región latinoamericana.
El neoliberalismo de los primeros tiempos de la crisis poco se preocupó de las cuestiones de justicia social y sus justificaciones se centraron sobre todo en el volumen y principalmente en la eficacia del gasto social. Por otro lado, las propuestas y medidas para redirigir el gasto social, definidas en una situación de crisis, desempleo y retraso del salario, tuvieron luego que vérselas con un nuevo (o reactualizado) problema, el de la pobreza, la vieja y la nueva, impuesta por la crisis y agravada por el tipo de ajuste económico por el cual se optó.
En lo que respecta a las concepciones de justicia social, sin duda en ellas se localiza uno de los dilemas más importantes que han desafiado los formuladores de políticas. Esto es, la confrontación, por un lado, de la fuerte tradición universalista, concibiendo derechos inalienables del ciudadano a la educación, a la salud, a la vivienda, a la previsión y asistencia social, garantizados principalmente por el Estado como proveedor, y por otro, el recetario neoliberal concebido según aquellos principios de selectividad y focalización de las acciones públicas sobre los segmentos más necesitados de la población, de ruptura con compromisos de gratuidad y de privatización de los servicios destinados a las capas más carenciadas.
Ahora bien, es justamente frente a la cuestión de la pobreza que la discusión de los principios de justicia que orientan las políticas sociales ha conducido a ciertos dilemas -falsos algunos, reales otros -, en particular los que llevan a oponer concepciones universalistas de políticas a diseños del tipo selectivo y focalizado de programas especialmente dirigidos a la población pobre. Lo que asume contornos de tensión es que la crisis actual y las reestructuraciones que bajo ella se procesan presentan como posibilidad la ampliación del derecho social, a través de la universalización de programas y la multiplicación de políticas no contributivas. Pero al reducir los recursos públicos y privados disponibles para el gasto social, exige también opciones, selección de políticas y prioridades a algunos de sus beneficiarios, lo que teóricamente contradice la tendencia a la universalización anteriormente sostenida.
En otras palabras, es también en el espacio de la concepción distributiva de justicia que se conforma el argumento de los oponentes del neoliberalismo de que el gasto público y las políticas sociales, para ganar fuerza redistributiva y compensatoria de la desigualdad social, deben privilegiar a las capas pobres de la población. Frente a las ya existentes desigualdades y al agravamiento de la pobreza, es como si estuviésemos pasando de una concepción del tipo 'dar todo cada vez más a todos' -una forma de expresar la visión universalista, asociada al derecho social - a la expresión 'dar más a quien tiene menos', un modo de expresar la prioridad que reviste la población carente, selectivamente escogida con el foco de la política y de los programas sociales.
En términos más simples, todo ello se traduce en la cuestión de los montos y volúmenes de recursos (o bienes y servicios) que pueden y deben ser distribuidos, cuando de un lado se quiere y se supone el derecho universal de la ciudadanía a aquellos bienes y, de otro, se quiere y se supone privilegiar, en el gasto social, a los segmentos más pobres de la población. Y obviamente, sería engañoso afirmar que es siempre posible conciliar esos dos criterios de justicia social.
Pero, sin duda, hay divergencias entre formas conservadoras, socialmente regresivas, por una parte, y formas progresistas, por otra, de organizar, a partir de este argumento, los programas sociales dedicados a la población pobre. Aquí, el ejemplo de América Latina es precioso.
Efectivamente, forma parte de la propuesta neoliberal de ajuste económico de los países latinoamericanos la tesis de que, frente a los niveles actuales de pobreza y carencia y frente a los esperados resultados sociales negativos del tipo de ajuste que se propone (recesión, desempleo, bajos salarios, etcétera), programas dirigidos a la población pobre tienden a tornarse imprescindibles, porque se constituirán también en mecanismos de alivio a las tensiones y en el modo de evitar convulsiones sociales más serias. Un 'ajuste con rostro humano' fue la expresión que se acuñó para mejor reflejar esta tesis (Cornia, Jolly y Stewart, 1987). En términos más concretos, tales proyectos envuelven las siguientes propuestas: redirección del gasto social; subsidios para alimentación y nutrición; programas de empleo mínimo y búsqueda de 'formas alternativas' de producción y operación de servicios sociales (ayuda mutua, prácticas comunitarias, etcétera), todo ello, enfaticemos una vez más, focalizado sobre la población pobre y formando parte de los llamados 'programas de emergencia'.
En general, la reorientación del gasto público social, queriendo responder a reales distorsiones de su asignación y de las socialmente perversas apropiaciones de sus beneficios, se concreta en propuestas de modificación de la estructura de tarifas de los servicios, fijándolas de modo progresivo en relación con el salario, o, más recientemente, buscando la recuperación de los costos, o sea, que los costos sean pagados por quienes pueden pagarlos. Más frecuentemente, se concreta en esfuerzos de concentración de los recursos en determinados tipo de programas (las canastas básicas alimentarias, por ejemplo, o programas comunitarios o del tipo autoconstrucción de viviendas populares) y en algunos denominados grupos de riesgo, la mayoría de las veces el grupo materno-infantil para el cual son encarados programas de atención a la salud y de suplementación alimentaria (leche, canastas de alimentos, controles nutricionales, vacunación, etcétera). Otra forma menos generalizada pero componente habitual de esta estrategia de protección a los pobres a lo largo del período de ajuste, es la constituida por programas de empleo de emergencia, en general en la construcción civil y/o en el mantenimiento de la infraestructura pública, a cambio de algún tipo de remuneración mínima.
Desde diferentes perspectivas, la insuficiencia de esta estrategia ha merecido críticas, la primera de ellas debido a la comprobación de los escasos o nulos resultados que hasta ahora produjo en lo tocante a mejorar las condiciones de vida de la población pobre. Pero consideremos también los otros argumentos.
Difícilmente alguien negaría la necesidad de programas de emergencia para socorrer a las poblaciones misérrimas. Entretanto, también se ha afirmado que el propio tipo de política económica de 'ajuste' debe contemplar las raíces más estructurales de la miseria y de la pobreza, abriendo un espacio distinto para las políticas sociales, no reducibles a los programas de emergencia, asistenciales y en general llevados a cabo bajo la forma asistencialista, clientelista, sin alguna referencia a derechos sociales de la ciudadanía.
También han sido identificados los efectos socialmente injustos de tal modelo: 'Dado que las propuestas de focalización y privatización se dan en el marco de agudas desigualdades sociales, ellas contribuyen a consolidar la desigualdad. Por un lado, se crea un sistema privado de servicios sociales de alto nivel, financiado por los estratos de mejores ingresos y cuyo acceso a él es restringido. Por otro, se establece un sistema estatal de asistencia social, de exiguo presupuesto, ya que los estratos de ingreso más altos no contribuyen a él, que distribuye sólo algunos servicios básicos a la porción indigente de la población' (CEPAL, 1988, p. 5).
Más aún, se sabe que la focalización propuesta por el neoliberalismo presenta grandes posibilidades de transformarse en una especie de neobeneficencia, esta vez a cargo del Estado y no de las damas de caridad, como la conocíamos anteriormente, según señala Isuani.
Entretanto, focalizar, ser selectivo, abarcar sectores privados lucrativos o no lucrativos y descentralizar no constituye -y no puede así ser considerado - monopolio de la estrategia neoliberal o conservadora y, por ello, descartar tales criterios sin mayor reflexión.
En otras palabras, ha habido propuestas socialmente progresistas de concebir una efectiva política enfocada hacia las poblaciones pobres y que, en su diseño, comprenden de modo peculiar aquellos ingredientes considerados como exclusivos del neoliberalismo.
Reconociendo la gravedad de la situación social, por un lado, y la insuficiencia de propuestas como la del recetario de políticas compensatorias al ajuste, lo que se preconiza es un radical programa de erradicación de la pobreza -forma mucho más ambiciosa y socialmente amplia de concebir la focalización y la selectividad de las políticas sociales, simultáneamente con la modernización de los grandes subsistemas de salud y de educación básica, sin ser ello de corte universalista.
También la privatización o distintas formas de 'desestatización' vienen integrando propuestas originadas en sectores progresistas. En otros términos, nuevas asociaciones entre el Estado, el sector privado lucrativo y el sector privado no lucrativo vienen concibiéndose para la producción y la distribución de bienes y servicios sociales, en la búsqueda de mecanismos más ágiles y eficientes de atender las demandas de la población. Claramente, están ahí implicadas ciertas formas de privatización, tales como mecanismos de reembolso al usuario, subvenciones y subsidios, contratación de terceros,etcétera7.
El reconocimiento de las alternativas socialmente progresistas de reordenamiento de las políticas sociales no suprime la crítica al enfoque selectivo y focalizado, principalmente cuando está disociado de controles y garantías públicas y asociado a prácticas privatizantes strictu sensu. Ciertas experiencias mostraron que, llevadas a cabo de esa forma, introducen una precariedad y discontinuidad muy grande en la política social, tendiendo a asistencializarla, además de abrir un amplio espacio a la arbitrariedad de los que deciden sobre la "necesidad" de los beneficiarios, verificada a través de exámenes de los medios con que cuentan. Tampoco se puede dejar de considerar la estigmatización de los beneficiarios ni dejar de hacer referencia a fraudes que pueden sufrir los procesos de descentralización teóricamente saludables, siempre que no sean acompañados de adecuados mecanismos de transferencia de recursos y de organismos centrales capaces de, en cada momento, reducir los grados de desigualdad individual, social y regional que pueden verse acentuados por la descentralización. Finalmente, es preciso alertar sobre la profunda segmentación que puede ocasionarse en la ciudadanía, a través de la duplicidad de la política social: una política para los pobres (en general una pobre política) al lado de una política para los ricos (en general, rica, sofisticada y muchas veces también financiada con recursos públicos).
Pero del lado opuesto, también la concepción universalista de políticas ha merecido críticas que no deben ser descartadas con ligereza. Desde luego porque, en la crisis, tiende a impedir el establecimiento de prioridades en el interior de la política social.
También porque es, en la mayoría de los casos, asociada a exagerados grados de estatismo, burocratismo, institucionalismos y, principalmente, corporativismos -una vez que la plena garantía de los derechos parecería estar asegurada tan sólo cuando los programas sociales fuesen realizados en instituciones públicas gratuitas, pero en extremo permeables a los intereses organizados-. Como se sabe, el carácter gratuito, uniforme y general del suministro de ciertos bienes y servicios sociales por sí sólo no garantiza el acceso de los beneficiarios, no impide la introducción de distorsiones, tales como el acceso de grupos ya privilegiados (y que dispone, por tanto, de recursos a información) de la población, en detrimento de los más necesitados.
¿Cómo reorganizar la agenda de reformas de la política social en América Latina? En el pasado reciente, nuestros países fueron escenario de experiencias de signos cambiantes en la dirección de las políticas sociales. Fue blanco de la estrategia conservadora (neoconservadora, liberal, neoliberal) de concebir las políticas sociales centradas en la pobreza, en la crisis y a lo largo de las políticas de ajuste. Experimentó también ensayos que pretendían ser socialmente progresistas de concebir a implementar políticas con vistas a la erradicación de la pobreza y no meramente de auxilio de emergencia a los pobres, en los movimientos de reformas que acompañaron a los procesos de democratización de nuestros países durante los '80. Es cierto que la gravedad de la crisis viene minando muchos de esos intentos, contribuyendo a que los resultados sean muy parecidos, aunque originados en programas y concepciones distintos: finalmente, más que reformas y reestructuraciones de magnitud, lo que la región viene sufriendo es un acentuado proceso de deterioro de los servicios públicos sociales, a la par del empobrecimento de la población.
Por eso mismo -porque aún está en definición la formación de un adecuado programa de reforma de las políticas y programas sociales en América Latina-, la discusión que nos interesó realizar tiene procedencia. O sea, en los términos de la agenda liberal de reformas de los programas sociales, en los '80, muchas de las tesis sustantivas fueron, antes y después, endosadas por otras corrientes político-ideológicas; sólo el pensamiento simplista podría concebirlas como una más de las manifestaciones de la hegemonía neoliberal.
Pero los resultados socialmente desastrosos de la última década hacen que permanezca abierta la agenda de reformas sociales y la búsqueda de concepciones alternativas de reorganización de la protección social. Alternativas a los modelos vigentes de justicia social y redistribución de la riqueza, tanto a las de los neoliberales como a las de los otros.
Notas
4 El liberal Thomas Paine siempre es recordado como el primer defensor de la idea de un derecho al salario absolutamente incondicional, seguido más tarde por Herbert Spencer y Henry George. Para estas y otras referencias a posiciones liberales y socialistas de defensa del derecho al salario mínimo, ver Gorz (1981) y Van Parijs (1987).
5 Desde mediados de los años '80, es bastante rica la discusión europea sobre la asignación universal o basic income, suerte de respuesta progresista a los ataques conservadores y neoliberales al Welfare State. De un cierto modo, se pretende, con la tesis de la asignación universal, explorar nuevas pistas de reestructuración de la protección social. Un paso concreto fue inclusive dado con la constitución del BIEN -Basic Income European Network-, entidad de cuya dirección participan especialistas como Claus Offe y Peter Ashby. Además de los conocidos trabajos de Gorz y Euzeby, ver el número especial de la La Revue Nouvelle, 1985.
6 La asignación universal o basic income asume, en la práctica, diferentes modalidades, más o menos generosas. En diez países estudiados (nueve europeos, excepto Francia, y los Estados Unidos), van Parijs identificó siete que ya contaban con el salario mínimo garantizado. A pesar de la variación de montos y condiciones, en todos encuentra por lo menos tres puntos comunes: su carácter universal; duración ilimitada; su asimilación a un derecho (con la consecuente ausencia de trabas humillantes y sumisiones a arbitrariedades administrativas) (van Parijs, 7988, p. 25).
7 Refiriéndose a los múltiples mecanismos y arreglos posibles en los movimientos de privatización en ambos sentidos, Bendick cita un survey que identificó: contratación, franchise, subsidios y subvenciones, reembolsos, voluntariado, autoayuda, introducción de nuevas regulaciones a impuestos, estímulo y ampliación de la autoridad de firmas privadas, reducción y/o ajuste de la demanda por servicios a través de la introducción de algún tipo de pago, aunque sea parcial, de los consumidores (lees, tickets moderadores), búsqueda de auxilio temporario del sector privado; formación de asociaciones público/privadas para la exploración de los servicios. En la polémica sobre privatización de los servicios sociales, el autor, francamente favorable a la privatización de la distribución, opta por la segunda forma-bienes y servicios colectivamente financiados a través de fondos públicos y distribución privada mediante autorización y licencias (empowerment)- por interpretarla más fuertemente asociada a las tendencias de comportamiento de largo plazo de la demanda, en los Estados Unidos, resistentes tanto a las formas tradicionales de prestación sólo pública de los programas de bienestar, cuanto al primer tipo de privatización mediante fuerte reducción del papel del Estado (cf. Marc BENDICK: 'Privatizing the Delivery of Social Welfare Services: An Idea to Be Taken Seriously", en Kamerman y Kahn, 1989, pp. 97-121).
* Profesora del Instituto de Economía y Directora del Núcleo de Estudios de Políticas Públicas de UNICAMP
* De: Desarrollo Económico Vol 34 N°134, julio-septiembre 1994
De: www.educ.ar
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