Autoras/es: Jesús Martín Barbero
(Fecha original del artículo: 1984)
Introducción
Estos
apuntes se ubican a medio camino entre la reflexión exigida por la crisis de
los modelos teóricos y políticos desde los que hasta hace poco eran pensadas
las luchas de las clases populares y la “especifidad” conquistada por la
reflexión latinoamericana sobre los procesos de comunicación masiva. Respecto a
la crisis de los modelos me refiero a su incapacidad demostrada para pensar en
concreto la relación, en palabras de Basaglia, entre las formas de sufrimiento
y las de rebelión populares. Crisis que se acompaña de una toma de conciencia
en las izquierdas de la parte que le corresponde en la producción y difusión de
lo que, también hasta hace poco, se creía monopolio de las transnacionales y
las clases dominantes: el imaginario de masa. Quiero decir que una concepción
demasiado estrecha de lo político ha llevado a despolitizar en la reflexión y
en la práctica lo que Hugo Hassman ha llamado lúcidamente “las formas populares
de la esperanza”: sus voluntarismos y sus furias, su religiosidad y su
melodramatismo, en una palabra su cotidianidad; y con ella sus movimientos de
resistencia y de protesta y las expresiones religiosas y estéticas es decir no
directa e inmediatamente políticas, de esos movimientos. ¿Qué derecho tienen
ciertas izquierdas a escandalizarse de la despolitización que sobre esa
cotidianidad y esas expresiones efectúa la cultura de masa si durante muchos
años fueron ellas mismas las que sistemáticamente las despolitizaron a través
de una concepción de la vida tan simplista y maniquea como la que critican y de
una visión consumista cuando no aristocrática de la cultura?
Respecto
a la “especifidad” latinoamericana, me refiero a la no contemporaneidad entre
los productos culturales que se consumen y el “lugar”, el espacio social y
cultural desde el que esos productos son consumidos, mirados o leídos por las
clases populares de América Latina. Ello implica plantearnos en serio el
espacio del receptor, es decir del dominado y su actividad, toda la producción
oculta en el consumo, la de complicidad pero también la de resistencia. Y al
plantearnos eso constatamos que en América Latina, a diferencia de Europa y los
Estados Unidos, la cultura de masa opera mayoritariamente no sobre un
proletariado-clase media establecido sino sobre unas clases populares y medias
a cuya desposesión económica y desarraigo cultural corresponden una memoria que
circula y se expresa en movimientos de protesta que guardan no poca semejanza
con los movimientos populares de la Inglaterra de fines del s. XVIII y la de
España del s. XIX, movimientos que siguen desafiando los esquemas políticos y
los análisis históricos al uso. Es una memoria de sufrimientos y de luchas
desde la que se ha gastado una identidad cultural que el imaginario de masa
está desactivando aceleradamente, pero en lucha con otro imaginario: ese del
que se dan cuenta los relatos, los cuentos y las novelas que recogen la memoria
narrativa de América Latina.
En el
cruce de esas dos problemáticas estos apuntes no proponen ningún nostálgico
viaje al pasado ni la ida al encuentro con alguna esencia de lo popular. Al
analizar algunas claves del proceso en que convergen la desarticulación de las
culturas populares y la gestación de la cultura de masa no estamos tratando de
“recordar” nada ni de buscar en Europa otra vez los modelos. Estamos tratando
de sacar a la luz lo que gravita y carga, en el sentido psicoanalítico, el hoy.
Porque pensar el movimiento de la desposesión es quizá la única manera de
pensar el de la reapropiación.
1. Un
largo proceso de enculturación
“Puesto
que la cultura popular se trasmite oralmente y no deja huellas escritas, es
necesario pedirle a la represión nos cuente la historia de lo que reprime”.
R. Muchembled
Bajtin
ha sido quizá el primero en prestar una atención profunda a las formas de represión-exclusión
que se instauran desde el Renacimiento contra la cultura popular nacida del
medioevo. Y aunque su investigación(1) tiende ante todo a recuperar las señas
de identidad de la cultura reprimida traza a la vez un panorama general del
proceso histórico de deformación de esa cultura y una descripción de los
mecanismos básicos de su destrucción. Pero ¿de dónde arranca históricamente la
necesidad de esa exclusión, en función de qué intereses y merced a qué
mecanismos se institucionaliza y justifica la represión de “lo popular”?
Sin duda
el proceso fundamental es el proceso de centralización política sobre el
que viene a converger otro más antiguo, el de la unificación y homogenización
religiosa llevado a cabo por el cristianismo.(2) Es precisamente durante
las guerra de religión cuando se va a desarrollar el sentimiento de
nacionalidad sobre el que se apoyará la centralización. Tomando como punto de
referencia la situación de Francia en el siglo XVII R. Muchembled(3) ha
descrito el doble movimiento desde el que produce la centralización. De una
parte el Estado-Nación es incompatible con una sociedad polisegmentaria(4),
esto es con un sistema social compuesto de múltiples subgrupos-clases, linajes,
familias, grupos de edad, corporaciones, fraternidades, etc. y cuyas relaciones
y equilibrios internos están regidos por complejos rituales religiosos y
festivos. Desde ese ángulo las “supersticiones” y los particularismos
regionales, es decir las diferencias culturales pasan a convertirse en
obstáculos a la unidad nacional que sustenta el poder estatal. De otra parte,
la centralización conlleva la implantación y el desarrollo de unas relaciones verticales
mediante las cuales cada sujeto es relegado a la autoridad central. La Iglesia
había sido pionera en esa misión al proclamar una fe que articulaba el
individualismo con la sumisión ciega a la jerarquía, concepción que minaba, que
venía a destruir las solidaridades tradicionales en que estaba basada la
cultura popular, las de familia, de clan, etc., “todas las viejas relaciones
serán sustituidas por una relación vertical, la que une cada cristiano a la
divinidad por intermedio de la jerarquía eclesiástica(5). Y frente la
multiplicidad, a la compleja red de relaciones y asociaciones de las que estaba
tejida la vida de los individuos y a través de la cual se producía la seguridad
que el grupo aporta, se alzará en adelante el Estado y la Ley del soberano como
institución-providencia que garantiza la seguridad de todos. El Estado será en
adelante el único aparato jurídico de la cohesión social.
Es
evidente que la sociedad que se gesta a partir de ese doble movimiento no puede
no ser hostil a la relativa independencia, a la autonomía de que gozaban sobre
todo las comunidades rurales. Estabilizadas las fronteras con el exterior se
iniciará el proceso de destrucción de toda barrera interior, las que erigen las
lenguas, los dialectos o las que erigen las fiestas. Un modelo único y general
de sociabilidad, una sola forma de “civilización” va a racionalizar y abrogarse
el derecho de destrucción de las culturas populares. Porque en últimas toda
diferencia cultural aparece para el absolutismo como una parcelación del poder.
La existencia misma de la “cultura nacional” hacía imposible la de las culturas
populares y regionales. Culturas que, paradójicamente, se convierten en objeto
de estudio justo cuando se les niega el derecho a vivir. Como ha escrito M. de
Certau en el origen mismo de la investigación del folklore se halla la censura
política. Es cuando el pueblo ya no puede hablar... cuando los estudiosos se
interesan por su idioma.(6)
Mirado
desde esa perspectiva el proceso de represión de la cultura popular no tiene
sin embargo nada que ver con alguna especie de “Conspiración”. La eficacia de
la represión proviene no de algún designio malvado, de alguna “voluntad” sino
de una multitud de mecanismos y procedimientos dispersos y a veces incluso
contradictorios, investigando el origen y desarrollo moderno de las prisiones
Foucault.(7) Ha puesto al descubierto la multiplicidad y dispersión de los
dispositivos de que se nutre el poder que disciplina los comportamientos. De
igual forma la destrucción de las culturas populares, y la enculturación que
implica, arranca ciertamente de la destrucción económica y política de su cuadro
de vida pero se realizará a través de una multiplicidad de mecanismos que van
desde el control de la sexualidad -por medio de una desvalorización de las
imágenes del cuerpo, de las “topografía corporal” estudiada por Bajtin(8)-
hasta la inoculación de un sentimiento de culpabilización, de inferioridad y de
respeto a través de la universalización de un “principio de obediencia” que
arrancando de la autoridad paterna desembocaba directamente en la del Rey.
Entre
todos esos procedimientos hay dos que revisten una importancia capital y en los
que se hace especialmente claro el alcance del proceso de
represión-enculturación: la deformación de las fiestas y la persecución de las
brujas.
Las
fiestas ocupan un lugar fundamental en la cultura popular ya que no sólo
jalonan y organizan la temporalidad social sino que en cuanto “tiempo denso” la
fiesta proporciona a la colectividad el espacio para descargar las tensiones,
desahogar el capital de angustia acumulado, desviar la agresividad, activar los
grupos de edad -ritos sucesivos de iniciación- y redefinir así periódicamente
las relaciones de jerarquización; sin olvidar el rol económico de las fiestas:
asegurar la fertilidad de los campos y las bestias(9). El proceso de
enculturación se realiza aquí transformando las fiestas en espectáculos
-algo que ya no es para ser vivido sino para ser mirado, admirado- y
convirtiendo el tiempo de placer en tiempo de piedad. Lo que eran el tiempo y
el espacio de la máxima fusión de lo sagrado y lo profano quedará transformado
en el momento que hará más visible su separación marcando una nítida frontera
entre religión y vida cotidiana. El tiempo de la máxima participación colectiva
quedará así convertido en “procesión”, con lo cual las masas quedarán relegadas
a mirar, a ver pasar el fasto y la pompa de los reyes o los clérigos.
Si la
investigación etnológica en general ha posibilitado una nueva comprensión del
sentido de la fiesta popular, esa comprensión apenas se inicia en relación al
papel que la magia y la brujería históricamente han jugado en la cultura
popular. Y sin embargo la persecución de la brujería fue sin duda uno de los
dispositivos políticos claves en la destrucción de esa cultura ya que en ella
convergían elementos que vienen de la medicina popular junto a formas de
resistencia a la destrucción de su mundo, mecanismos de desviación de la
hostilidad social y procedimientos de ejemplificación del castigo a los
rebeldes sociales. La bruja -más del setenta y cinco por ciento de los
acusados, torturados y “ajusticiados” por brujería son mujeres -simboliza, para
los clérigos y los jueces civiles, para los ricos y los hombres cultos, el
mundo que es necesario abolir: un mundo descentrado y ambivalente, pluralista y
horizontal, que debe ser cambiado por otro vertical y dualista, uniforme y
centralizado(10). El universo mágico que se trata de abolir permea por entero
la percepción popular del mundo. No es una mera actividad o un sentimiento es
una “cierta calidad de la vida y de la muerte”, un saber que descifra los
signos de peligro y proporciona remedios para enfrentarlo, un saber poseído y
trasmitido casi exclusivamente por mujeres. Está por estudiarse el papel que
las mujeres han jugado en la gestación de la memoria y la trasmisión de la
cultura popular: su obstinado rechazo durante siglos a la imposición de la
cultura y la religión oficiales. Son las mujeres las que presiden las veladas,
esas reuniones nocturnas que constituyen uno de los mecanismos más
tradicionales de transmisión cultural en las culturas campesinas y que sólo la
racionalidad de la teología católica convirtió en los misteriosos y temidos
“aquelarres”. Veladas en las que junto al relato de cuentos de miedo y de
bandidos y la crónica de los “sucesos” de la aldea se enseña una moral en
proverbios o recetas medicinales que recogen un saber sobre las plantas y el
ritmo de los astros. La magia era también un imaginario corporal que privilegia
las “zonas más bajas” frente a las altas a la vez como lugar de placer y de los
signos, de los tabús. La brujería era en las últimas la tramutación del
pensamiento popular en acción eficaz sobre el mundo, el visible y el invisible.
Y en esa medida justamente en la brujería como en ningún otro lugar se hacía
presente y operante el desafío de la vieja cultura. Ya Michelet(11) había hecho
explícita la relación de la figura de la bruja con los levantamientos
populares, con los dos modos de expresión fundamentales de la conciencia
popular.
La
destrucción de su sentido del tiempo -las fiestas- y de su saber -la brujería-
deja en las masas populares un vacío que estallará en nuevas formas de
violencia social. Para controlar esa violencia y llenar ese vacío la nueva
sociedad que se gesta a impulsos del capitalismo “inventará” una nueva
temporalidad, otro sentido del tiempo y una nueva moralidad, la del trabajo.
La nueva
temporalidad constituye ante todo un cambio en la referencia: del tiempo vivido
al tiempo-medida(12), de una percepción del tiempo como memoria de una
colectividad a una valoración del tiempo abstracta, como cantidad de dinero. Y
convertido en moneda el tiempo ya no pasa, se gasta. Y deja abolida su
tradicional definición ocupacional(13), aquella que medía el tiempo por la
duración de una tarea como la cocción del pan o el recitado de un credo. La
transición al capitalismo industrial no es sólo a un nuevo sistema de poder y
de relaciones de propiedad, lo es a una nueva cultura como totalidad, es decir
como percepción y experiencia de la cotidianidad, de sus ritmos, de su
organización. La nueva percepción del tiempo convierte las fiestas en una
“pérdida” de tiempo, en un derroche inaceptable para la nueva productividad
mercantilista. De ahí que el tiempo pase a ser objeto precioso y objeto de
disciplina y control que hay que inculcar a los niños desde la escuela
primaria, y que el reloj de pared y el monitor en la fábrica se encargan de
ejercer. Los nuevos hábitos respecto al tiempo serán vehiculados por una
multiplicidad de dispositivos desde la división del trabajo a los relojes, y
las multas y los estímulos salariales. De ahí que el secreto de esa nueva
temporalidad haya que buscarlos en la nueva moralidad, la del trabajo.
¡El
trabajo! he ahí el nuevo espacio de despliegue de lo “sagrado”, la nueva
religión y la nueva mística con la que se buscará sublimar la explotación que
las nuevas condiciones de producción traen consigo. Y ello a través de un
sermón “que organiza el dispositivo moral sobre los mismos principios que
organizan el dispositivo mecánico”.(14) La integración en la nueva sociedad
tiene ese precio, y las clases populares entrarán a formar parte de la sociedad
sólo y en la medida en que acepten ser proletarizados, no sólo por la
venta de su trabajo sino por los dispositivos de la disciplina y la moral. La
nueva sociedad erigirá bien altas las barreras entre los que trabajan y los
otros: los improductivos, que de ahora en adelante serán los marginales. Y
desde el ejercicio de la justicia penal hasta la medicina, la literatura y los
periódicos se trazará nítida la frontera entre los buenos y los malos, entre la
“gente honesta” que es lo que define la marca del “ciudadano” para los
ilustrados, y las gentes “peligrosas”, esa plebe no proletarizada, y por lo
tanto inmoral, que amenaza a la sociedad entera y que por ello “deberá ser
puesta aparte (en prisiones, en el Hospital general o en las colonias) para que
no pudiera servir de acicate a los movimientos de resistencia popular(15).
2.
Movimientos de protesta y cultura popular
Se
denomina “preindustrial” al período de cerca de cien años de mediados del siglo
XVIII a medidos del XIX para Inglaterra y Francia -durante el cual la sociedad
se va adaptando a los cambios producidos por una industrialización a cuyo
término la sociedad queda transformada radicalmente.(16) Durante ese período
las clases populares van a ser sujeto activo de un movimiento casi permanente
de resistencia y de protesta.
Mirados
desde fuera esos movimientos de protesta, “motines de subsistencia” o “turbas”
(the mob), se reducen a luchas por los precios del pan, y se caracterizan por
la acción directa -incendios, destrucción de casas y máquinas, imposición del
control sobre los precios- y la espontaneidad, esto es por la falta de
organización y la transformación espontánea de la agitación en revuelta con
atentados a la propiedad. Pero un acercamiento a los motivos y objetivos de
esos movimientos nos descubre la ambigüedad, y es más la falacia de esa
caracterización ya que ella está basada en la reducción pura y simple de la
protesta popular a mera respuesta a los estímulos económicos, respuesta que
entonces no podía ser más que inmediatista puesto que carecía de conciencia
política. Sólo a partir de la revolución francesa las masas comenzarían a
politizarse.
Durante
mucho tiempo historiadores de derecha y de izquierda han coincidido en esa
concepción. Concepción de la que no es posible escapar mediante la idealización
de las masas en “el pueblo”, ni tampoco mediante la descripción detallada de la
composición social de la turba con la que se busca desde la izquierda, superar
los prejuicios con que la derecha carga su visión del populacho para justificar
su dominio. Es en investigaciones como las de Hobsbawm(17) y A. Soboul(18) y
más claramente en las de E. P. Thompson(19) donde es posible hallar un
verdadero cambio de perspectiva. Ese cambio reside fundamentalmente en el
descubrimiento de la dimensión política que atraviesa y sostiene esos
movimientos, lo cual hace posible establecer la articulación entre formas de
lucha y cultura popular. Y como nos parece estar tocando aquí uno de los
enclaves fundamentales del debate sobre “lo popular” detallemos, aunque sea
esquemáticamente la nueva perspectiva.
En
primer lugar es necesario superar esa “visión espasmódica” de historia que
reduce la protesta popular a los motines, esto es a irrupciones compulsivas
cuya explicación se hallaría en las malas cosechas y en una “reacción
instintiva de la virilidad ante el hambre”. Porque las verdaderas causas y el
sentido de los movimientos cuyo iceberg son los motines se hallan en otro
lugar: en el atropello permanente y día a día más flagrante que la economía de
mercado realiza sobre lo que Thompson llama la “economía moral” de los pobres.
Con su
libertad de mercado la nueva economía entrañable la “desmoralización” profunda
de la antigua, esa que se expresaba abiertamente en el “acto de fijar el
precio”, acto que constituye más que el saqueo o el incendio, la verdadera
acción central del motín. Las masas tenían la convicción de que, sobre todo en
épocas de escasez, los precios debían ser regulados por mutuo acuerdo, y esa
convicción materializaba derechos, costumbres tradicionales y prácticas
legitimadas por el consenso popular. De manera que a través de los motines lo
que se estaba defendiendo no era sólo “el pan y la manteca” sino la vieja
economía del deber ser, de las obligaciones recíprocas entre los hombres, una
economía que se negaba a aceptar la nueva superstición: la de una economía
natural y autorregulable, la de la abstracción mercantil. Porque lo que esa
economía minaba eran las bases mismas de la cultura popular: sus supuestas
morales, las reglas del funcionamiento social, los derechos y las costumbres
locales, regionales. En últimas, como en la destrucción de las máquinas por los
luddistas, los “motines de subsistencia” materializaban haciéndola visible la
resistencia de las masas a las nuevas formas de explotación y de dominación.
Las innovaciones, tanto técnicas como económicas, eran experimentadas, sentidas
por las clases populares en forma de expropiación de derechos y disolución de
sus viejos patrones de trabajo. De ahí que ni el conflicto se situaba verdaderamente
entre una muchedumbre hambrienta y unos acaparadores de trigo, ni la lucha se
agotaba en castigar a los propietarios que abusaban. El conflicto era entre los
comportamientos “no económicos” de la cultura popular y la lógica capitalista.
Y la lucha era en definitiva contra el reforzamiento progresivo del Estado,
contra la centralización que venía a destruir los derechos y costumbres
tradicionales, las formas de hacer justicia y de independencia local. Como lo
afirma explícitamente Soboul: “los antagonismos sociales se cargaban así mismo
de oposiciones políticas. El movimiento popular tendía a la descentralización y
la autonomía local: tendencia profunda que venía de lejos”.(20)
Los
historiadores discuten sobre si el nivel de vida de las masas descendió
o mejoró en ese período “preindustrial”. Frente a esa discusión Thompson devela
la contradicción que ese debate deja fuera: “se da el caso de que las
estadísticas y las experiencias humanas llevan direcciones opuestas. Un
incremento per cápita de factores cuantitativos puede darse al mismo tiempo que
un gran trastorno cualitativo en el modo de vida del pueblo, en su
sistema de relaciones tradicional y en las sanciones sociales”(21). Ahí es que
se ubica el sentido profundo de las luchas populares, en la “certeza de un
agravio intolerable” y en la exigencia de ser atendidos por la traición que se
les infligía(22).
Con
relación a las formas de lucha, a su espontaneísmo y falta de organización, se
hace necesario otra vez desvelar el prejuicio: desorganizados puesto que
carentes de sentido político, prejuicio que se apoya en un anacronismo, en una
falta de perspectiva histórica que lleva a mirar las luchas populares del s.
XVIII con los anteojos del s. XX, además del desconocimiento más elemental de
la cultura popular. Hay muchas más posibilidades de conocer el tejido social,
jurídico, cultural, el entremado simbólico de los grupos primitivos de Nueva
Zelanda, que el de las clases populares del XVIII o el XIX en nuestro propio
país. Y así se confunde con el inmediatismo lo que constituye un rasgo clave,
diferenciador de esa otra cultura que es la popular: la escasa posibilidad que
las clases pobres tienen de planificar, de proyectar el futuro, y merced a lo
cual esas clases desarrollan un peculiar sentido de desciframiento de las
ocasiones, de las oportunidades: “la experiencia o la oportunidad se aprovecha
donde surja la ocasión, exactamente como impone la multitud su poder en
momentos de acción directa(23). Se trata de otra lógica -popular- de la acción,
esa que M. de Certeau llama lógica de la coyuntura, dependiente del tiempo y
articulada sobre las circunstancias, sobre la ocasión, un “saber dar el golpe”
que es un arte del débil, del oprimido(24).
Y en
cuanto a la organización ella surgía y se gestaba a partir del lugar en el que
la explotación se hacía más visible: el mercado, ese espacio clave del
intercambio social y no sólo económico puesto que además de la compra-venta es
el lugar del rumor -esa herramienta fundamental de las masas, y de sus
enemigos-, de las noticias y de la discusión política, “el lugar donde la gente
por razón de su número sentía que era fuerte”(25).
Ese tema
de las formas de organización y de lucha en los movimientos populares está
siendo replanteado radicalmente a partir de los estudios más recientes sobre
los movimientos anarquistas españoles del s. XIX. Durante mucho tiempo esos
movimientos se han visto reducidos a “milenaristas”, esto es a movimientos cuya
explicación estaría en la fórmula “hambre + religión”. Apenas se comienza a comprender
que es sólo a la luz de la profunda inserción de los anarquistas en la cultura
popular como es posible descifrar un poco el sentido y el alcance de sus luchas
y la obstinada supervivencia de los movimientos sociales que desencadenaron. Ni
“furia irracional contra las fuerzas desconocidas” ni mera transferencia de la
lealtad y la fe en la Iglesia hacia ideologías revolucionarias(26). En todos
los argumentos de este tipo se subestima tanto la clara comprensión que el
movimiento anarquista tenía del origen social de la opresión como su
incardinación en la cultura popular y sus formas de lucha. Se ignora o se
oculta que las formas de lucha del movimiento anarquista fueron desarrolladas a
partir de tradiciones organizativas de hondas raíces entre los campesinos y los
artesanos independientes, así como el hecho de que los anarquistas llevaban a
cabo una asumpción explícita de las formas y los medios populares de
comunicación: coplas, novelas folletinescas, oraciones o evangelios, lectura
colectiva de los periódicos o de los pliegos sueltos, etc.(27).
Más que
irracionalidad lo que los anarquistas ponen en movimiento es una larga
experiencia de resistencia popular, como lo demuestra la forma en que escogían
los tiempos, la ocasión para lanzar sus “huelgas generales”: cuando las buenas
cosechas y el aumento de demanda producían una escasez de mano de obra. O la
forma en que esos movimientos fueron modificando su estrategia a medida que el
desarrollo capitalista transformaba las relaciones sociales. Lo paradójico es
que para no pocos historiadores incluso de izquierda sea la solidaridad, el
fuerte sentido comunitario de los movimientos anarquistas lo que es enarbolado
como prueba de su irracionalidad. ¿De dónde extrajeron su estrategia de la
“huelga general”, en la que eran implicados niños, ancianos, mujeres, sino es
del sentido popular de la solidaridad? Como afirma Pitt Rivers: “el concepto de
pueblo como unidad política estaba tan profundamente arraigado en la visión de
los campesinos que se convirtió en la piedra angular de la política
anarquista”(28). Y es de esa misma cultura de la que aprenden una espontaneidad
que no es espontaneísmo sino defensa de la autonomía por parte de la
colectividad local y rechazo de la coerción, de la “disciplina administrativa”
en la que los anarquistas olían certeramente ya su profunda vinculación con las
estrategias productivistas del capitalismo industrial.
Articulados
a esa otra lógica aparecen las formas populares de protesta simbólica. Tanto en
el caso de los obreros ingleses del s. XVIII como en el de los anarquistas
españoles del XIX, una vieja cultura, conservadora en sus formas, va a albergar
contenidos literarios, de resistencia y de confrontación. Así por ejemplo en
ambos casos se recurre a invocar regulaciones paternalistas o expresiones
bíblicas para legitimar los levantamientos, sean ataques a la propiedad o
huelgas. “No tienen otro lenguaje para expresar una nueva conciencia
igualitaria” afirma Temma Kaplan. De la quema de brujas y de herejes las masas
toman el simbolismo de quemar en efigie a sus enemigos. Las cartas anónimas de
amenaza a los ricos se cargan con la fuerza mágica del verso o el valor
insultante de la blasfemia. Las procesiones bufas son el contrateatro en que se
ridiculizan y ultrajan los símbolos de la hegemonía. He ahí una clave: puesto
que las clases populares son muy sensibles a los símbolos de la hegemonía el
campo de lo simbólico, tanto o más que el de la acción directa del motín, se
convierte en un espacio precioso para investigar en él las formas de la
protesta popular. Y es que ni los motines mismos ni las huelgas se agotan en
“lo económico” ya que estaban destinadas a simbolizar políticamente:
desafiar la seguridad hegemónica haciendo visible, mostrándole a la clase
dominante “la fuerza de los pobres”.
El
proceso de enculturación que viene actuando desde el siglo XVII no ha podido
pues impedir que en el tiempo fuerte de la crisis social que acompaña la
instauración del capitalismo industrial las clases populares “se reconozcan” en
la vieja cultura que es aún el espacio vital de su identidad; a la vez su
memoria y el arma con que oponerse a su destrucción, la proletarización.
Desde
mediados del XVIII la cultura popular va a vivir así una aventura singular, ser
al mismo tiempo “tradicional y rebelde”. Mirada desde la racionalidad de los
ilustrados esa cultura aparece conformada básicamente por mitos y prejuicios,
ignorancia y superstición. Y es indudable que la cultura popular contenía no
poco de eso. Pero lo que los ilustrados no fueron capaces de entender es el
sentido histórico de que estaban cargados algunos componentes de esa misma
cultura como la exigencia tenaz de seguir fijando “cara a cara” los precios del
trigo, las procesiones bufas, las canciones obscenas, las cartas de amenaza y
sus blasfemias, los relatos de terror, etc. ¡Qué desafío para la racionalidad
ilustrada el que representan esos relatos de terror de que se alimentan las
clases populares en pleno siglo de las luces! Pero quizá sea aún más
escandaloso afirmar, sin nostalgias populistas, que más allá de los gestos y
acciones de protesta esa cultura de los romanceros, de los pliegos de cordel,
de los espectáculos de feria, de la taberna y el music-hall era también el
espacio social en que se conservó un estilo de vida del que eran aun valores la
espontaneidad y la lealtad, la desconfianza hacia las grandes palabras de la
moral y la política, una actitud irónica hacia la ley y una capacidad de goce
que ni los clérigos ni los patrones pudieron amordazar.
Que no
era solamente una cultura “tradicional”, es decir heredada, lo prueba la
capacidad de esa cultura para redefinir y reinterpretar desde sí misma los
acontecimientos y las normas que se le imponían, convirtiéndose así en la
matriz de la nueva conciencia política, la que orienta a los pioneros de las
luchas obreras y que se expresaría a través de la “prensa radical” inglesa(29)
o en los pliegos sueltos y la caricatura política que en la España del XVIII y
XIX realizan el encuentro de la protesta política y la cultural popular(30).
Una cultura que si no es de clase hacia ella apunta pues no puede ser entendida
por fuera de los antagonismos entre las clases.
Estudiando
los procesos culturales de los comienzos del siglo XX, R. Hoggard reconoce aun
las huellas de esa cultura que “a lo largo del siglo XIX ha permitido a los
trabajadores ingleses pasar del modo de vida rural al urbano sin convertirse en
un lumpen proletario amorfo”(31). Y analizando la situación mexicana de ese
mismo período C. Monsivais encuentra en el teatro de la revolución, en el
music-hall y en el albur, en el lenguaje obsceno y la grosería mímica -“Las
malas palabras son gramática esencial de clase”- la presencia de esa cultura a
partir de la cual “el pueblo se solidariza consigo mismo... y va configurando
su hambre por acceder a una visibilidad que le confiere un espacio social”(32).
3.
Cultura de masa: desplazamiento de la legitimidad social y nuevos dispositivos
de enunciación.
“El
concepto de masa surge como parte integral de la ideología dominante y de la
conciencia popular en el momento en que el foco de la legitimidad burguesa se
desplaza desde arriba hacia adentro. Ahora todos somos masas”.
A. Swingewood
Antes de
ser un fenómeno específicamente cultural o “de comunicación” la masificación
nombra en el siglo XIX un proceso económico y político: la “aparición” de las
masas en la escena social. Aparición que hacen posible de una parte la concentración
industrial de la mano de obra en las ciudades, esto es las grandes
aglomeraciones urbanas haciendo visibles a las masas, y de otra parte la
disolución de la vieja socialidad, del sistema tradicional de diferencias
sociales.
Ese
doble movimiento es percibido políticamente ya en el siglo XIX desde dos
ángulos opuestos: el del plural, las masas, en cuanto nueva fuerza
histórica, las mayorías explotadas, es decir la nueva clase. Y el del singular,
la masa, esa “vasta y dispersa colectividad de individuos aislados” de
la que van a hablar Stuart Mill y Le Bon, Max Scheler y Ortega. El primer
concepto recoge y reformula en positivo, desde la izquierda, la antigua
concepción de las masas populares como “clases peligrosas” que amenazan la
sociedad, el orden social, desde fuera. El segundo señala la nueva
tendencia igualitaria, esa “pasión democrática” que según Tocqueville(33)
amenaza y erosiona la sociedad desde dentro, desintegrándola.
En el
terreno cultural la masificación consiste en el proceso de inversión de sentido
mediante el cual pasa a denominarse popular en el s. XIX la cultura
producida industrialmente para el consumo de las masas. Es decir, que en el
momento histórico en que la cultura popular apunta -como veíamos- a su
constitución en cultura de clase. Esa misma cultura va a ser minada
desde dentro, hecha imposible y transformada en cultura de masa. Pero a
su vez esa inversión sólo es posible por la cercanía que en el s. XIX guarda
aún la masa de “las masas”, de manera que la nueva cultura popular se construye
activando ciertas señas de identidad de la vieja cultura y neutralizando o
deformando otras.
Ese
proceso de inversión de sentido de lo popular, que a lo largo del siglo XIX se
va a hacer cada vez más visible, tiene sus raíces más atrás, remite y enlaza
con los mecanismos de centralización política y homogenización que durante el
s. XVIII horadan las culturas populares fragmentando, rompiendo su coherencia
interior y concentrando, absorbiendo y unificando. La cultura de masa no
aparece del golpe, como un corte que permita enfrentarla a la popular. Lo
masivo se ha gastado lentamente desde lo popular. Sólo un enorme estrabismo
histórico, o mejor sólo un profundo etnocentrismo de clase (Bourdieu), que se
niega a nombrar lo popular como cultura, ha podido llevar a no ver en la
cultura de masa más que un proceso de vulgarización, la decadencia de la
cultura culta. Y ese etnocentrismo no es una enfermedad exclusiva de la
derecha, desde él trabajan muchos de los análisis críticos. Pero en la
historia es otra porque el origen y desarrollo de los mecanismos y los
dispositivos fundamentales de la mass-mediación se hallan ligados
estructuralmente -como lo señaló Gramsci no sólo en abstracto sino a propósito
del éxito de la literatura “popular”(34)- a los procesos de desplazamiento
de la legitimidad social que conducen de la imposición de la sumisión a la
búsqueda del consenso. Y es esa nueva socialidad la que por una parte
“realiza” -en sentido merxiano- la abstracción de la forma mercantil mientras
por otra logra su materialización en las tecnologías (esto es máquinas más
código social) industriales de las fábricas o los periódicos masivos. El
consenso se alimenta y vive de una mediación que racionaliza, que
cubre-oculta la brecha que se ahonda entre las clases. La gestación y
desarrollo de “lo masivo” es históricamente la de una mediación que incomunica,
ya que produce a la vez la diferenciación, la separación de dos “gustos” y la
negación de esa diferencia... en el imaginario colectivo. En las novelas de
Cervantes o en el teatro de Shakespeare lo popular y lo culto se encuentran aun
sin mediaciones. Hay una comunicación directa entre el arriba y el abajo, de
manera que incluso la violencia con que se ataca o ridiculiza el gusto popular
nos revela la secreta atracción, la cotidianidad del contacto. Desde el siglo
XVIII vemos nacer esa otra forma de relación, visible en los dispositivos de la
escuela primaria, de la iconografía y la literatura de cordel.
La
democratización que efectúa el establecimiento de la escuela primaria no
puede ocultarnos su enlace con los mecanismos del nuevo modo de socialización
de los niños y los adolescentes y la masificación de unos dispositivos previos
a la entrada en la vida productiva(35). Esos mecanismos consisten en estrategias
educativas directamente inscritas en el proceso de desarticulación de las
viejas culturas: de sus contenidos y de sus formas. El aprendizaje de la nueva
socialidad para así por la sustitución de la nociva influencia de los padres
-sobre todo de la madre- en la conservación y transmisión de las
“supersticiones”. Y pasa también por el cambio en los modos de la transmisión:
si antes se aprendía por imitación de gestos y tradiciones, a través de
iniciaciones rituales, la nueva pedagogía neutralizará el aprendizaje
“intelectualizándolo” es decir convirtiéndolo en una transmisión des-afectada
de saberes separados de las prácticas. Y desde ahí comenzará a difundirse entre
las clases populares la desvalorización y el menosprecio hacia su cultura
tradicional que en adelante pasará a significar lo vulgar y lo bajo. Que nadie
lea aquí un alegato contra escuela primaria ni un canto de añoranza, sino el
señalamiento del punto de arranque en la difusión de un sentimiento de
vergüenza entre las clases populares hacia su cultura, sentimiento que acaba
siendo de culpabilidad ya que es esa cultura de la que viven y la que “gustan”
verdaderamente. En la literatura de cordel el proceso es el mismo ya que las
masificaciones son aquí no sólo un proceso de industrialización de los relatos
y de extensión de los mercados, no es proceso de infiltración desde el exterior
y desde arriba sino de fusión y rearticulación. Como lo han planteado G.
Bolleme y más explícitamente M. de Certeau en el caso de Francia y J. Caro
Baroja y Joaquín Marco en el caso de España(36) desde el siglo XVIII esa
literatura es “popular” de manera ambigua y contradictoria. Porque si a través
de los almanaques y los relatos de bandoleros, de las recetas y las canciones
esa literatura recoge fragmentos y dispositivos de la memoria popular, a su vez
esa memoria va a quedar poco a poco secuestrada, va a ser desactivada mediante
su inscripción en un discurso que mutila y estiliza, que descontextualiza y
unifica. La propaganda que proclama la adaptación al gusto popular cierra el
circuito de la iformación: la homogenización es ya la mediación de un nuevo
código social, el del “consumo”. Otra cosa es el uso que durante largo
tiempo aún las clases populares van a hacer de esa literatura. Un uso que tiene
muy poco que ver con el “consumo” y que se materializa inscribiendo sus huellas
en el acto, o mejor en el modo de lectura y de allí hasta en los textos mismos,
en su estructura. Me refiero a esa forma popular de lectura que es la colectiva
y en la que lo leído funciona no como punto de llegada y de cierre del sentido
sino al contrario como punto de partida, de reconocimiento y puesta en marcha
de la memoria colectiva que acaba reescribiendo el texto, reinventándolo,
utilizándolo para hablar o festejar otras cosas distintas a aquellas de que
hablaba el texto, o de las mismas pero en sentidos radicalmente diferentes. Las
huellas en el texto de ese otro modo de leer se hacen visibles en no pocos
pliegos de cordel en los que el héroe de tragedia es mirado “desde el espejo deformador
de la risa del pueblo”, en la parodia del honor, en la ridiculización de la
autoridad de los maridos -de los ricos, o de los políticos- a través de la
ridiculización de sus gestos y su lenguaje, en la profanación de los temas
sagrados mediante un lenguaje grotesco.
En una
segunda etapa que se inicia a mediados del s. XIX y cuya expresión más lograda
lo va a constituir el boom de la llamada “novela popular”, del folletín y la
novela por entregas, lo masivo pasa a trabajar abiertamente desde los mecanismos
de reconocimiento, a explotarlos ideológica y comercialmente. Es en
ellos en los que se realiza la articulación de la estructura de producción con
las estructuras narrativas: un nuevo modo de producción literaria que implica
una nueva tecnología de impresión, una nueva relación, asalariada, del escritor
con su trabajo, y unos circuitos comerciales de distribución-propaganda y venta
de la mercancía cultural. Pero a la vez, y no como mero efecto de lo anterior
sino también como sus condiciones de posiblilidad, una nueva relación del
lector a los textos, lo que significa no sólo un nuevo público lector sino una
nueva forma de lectura que ya no es la popular-tradicional pero que tampoco es
la culta, y unos nuevos dispositivos de narración: los géneros, los episodios y
las series(37). Es ahí que se sitúa el verdadero funcionamiento de la
ideología, y no en las posiciones reaccionarias o reformistas de los
personajes, o en el moralismo de las soluciones. Y es ahí porque es en esos
modos de narrar-leer donde son atrapados y de-formados los dispositivos que
vienen de la memoria narrativa de las clases populares. No es que el contenido
no “cuente” sino que esos contenidos pierden su sentido analizados por fuera de
su contexto de lectura el que se materializa en unos modos de narrar. Es en
ellos en los que la forma-mercancía y los dispositivos tecnológicos
“encuentran” -dan forma a la demanda que viene de las masas populares.
La
tercera etapa, la de la transformación definitiva de lo popular en masivo
se produce, según Hoggart, cuando los medios, para llevar a las clases
populares a la aceptación del orden social “van a apoyarse sobre aquellos
valores de tolerancia, de solidaridad y gusto por la vida que hace sólo
cincuenta años (Hoggart escribe en 1957), expresaban la voluntad de las
clases populares por transformar sus condiciones de vida y conquistar su
dignidad”(38). Pero es ya el hoy, cuando la inversión del sentido
comenzada en el XVIII toca fondo, cuando de popular en lo masivo no queda sino
el léxico, y la sintaxis la ponen las transnacionales.
4.
Algunas líneas de investigación
Para que
lo expuesto adquiera su sentido se hace necesario ubicar estos “apuntes”, así
sea de manera esquemática, en la investigación de la que forman parte. Una
investigación sobre “lo popular y lo masivo” a la que llegué empujado por la
necesidad de dos desplazamientos.
El
primero: la cultura de masa no se identifica ni puede ser reducida a lo que
pasa en o por los medios masivos. La cultura de masa, como afirma Rositi(39),
no es sólo un conjunto de objetos sino un “principio de comprensión” de unos
nuevos modelos de comportamiento, es decir un modelo cultural. Lo cual implica
que lo que pasa en los Medios no puede ser comprendido por fuera de su relación
a las mediaciones sociales, a los “mediadores” en el sentido que los defina
Martín Serrano(40) y a los diferentes contextos culturales -religioso, escolar,
familiar, etc.- desde los que, o en contraste con los cuales viven los grupos y
los individuos esa cultura.
El segundo:
La mayoría de las investigaciones que estudian la cultura de masa enfocan ésta
desde el modelo culto, no sólo en cuanto experiencia vital y estética de
la que parte el investigador, sino y sobre todo definiendo la cultura de masa,
identificándola con procesos de vulgarización y abaratamiento, de
envilecimiento y decadencia de la cultura culta. Y en esa dirección operaciones
de sentido como la predominancia de la intriga o la velocidad de un relato y en
términos generales la repetición o el esquematismo son a priori descalificadas
como recursos de simplificación, de facilismo, que remitirán en últimas a las
presiones de los formatos tecnológicos y a las estratagemas comerciales.
No se
trata de desconocer la realidad de esas presiones y esas estratagemas. Se trata
del “lugar” desde el cual son miradas y del sentido que entonces adquieren. Es
lo que se plantean Mattelart y Piemme al preguntarse en un libro reciente “en
qué medida la cultura de masas no ha sido atacada por Adorno y Horkeimer porque
su proceso de fabricación atentaba contra una cierta sacralización del
arte”.(41) Es decir que mirada desde el modelo culto la cultura de masa tiende
a ser vista únicamente como el resultado del proceso de industrialización
mercantil -ya sea en su versión economicista o tecnologista impidiendo así
comprender y plantearse los efectos estructurales del capitalismo sobre la
cultura.
Para dar
cuenta de esto último es que se hace necesario el segundo desplazamiento:
investigar la cultura de masa desde el otro modelo, el popular, lo cual no
tiene nada que ver con la añoranza y la tendencia a recuperar un modelo de
comunicación interpersonal con el que hacer frente, ilusoriamente, a la
complejidad tecnológica y a la abstracción de la comunicación masiva. Lo que se
busca con este segundo desplazamiento es un análisis de los conflictos que
articula la cultura; ya que mirada desde lo popular la cultura masiva deja al
descubierto su carácter de cultura de clase, eso precisamente que tiene por
función negar. Y ello porque la cultura popular no puede definirse en ningún
sentido, ni como aquella que producen ni como aquella que consumen o de la que
se alimentan las clases populares, por fuera de los procesos de dominación y
los conflictos, las contradicciones que esa dominación moviliza. La cultura
culta tiene una acendrada vocación a pensarse como La Cultura. La popular en
cambio “no puede ser nombrada sin nombrar a la vez aquella que la niega y
frente a la que se afirma a través de una lucha desigual y con frecuencia
ambigua.(42) A partir de ahí se abren tres pistas, tres líneas de investigación
a trabajar no separada sino complementariamente.
1. De lo
popular a lo masivo: Dirección que no puede seguirse más que
históricamente ya que, frente a todas las nostalgias por lo “auténticamente
popular”, lo masivo no es algo completamente exterior, algo que venga a invadir
y corromper lo popular desde fuera sino el desarrollo de ciertas virtualidades
ya inscriptas en la cultura popular del XIX. Es esta dirección la que recoge
ese trabajo.
2. De lo
masivo a lo popular: Para investigar en primer lugar la negación,
esto es la cultura de masa en cuanto negación de los conflictos a través de los
cuales las clases populares construyen su identidad. Investigación entonces de
los dispositivos de masificación: la despolitización y control, de
desmovilización. Y en segundo lugar la mediación, esto es las
operaciones mediante las cuales lo masivo recupera y se apoya sobre lo popular.
Investigación entonces de la presencia en la cultura masiva de códigos
populares de percepción y reconocimiento, de elementos de su memoria narrativa
e iconográfica. Mirados desde ahí la repetición o el esquematismo adquieren un
sentido nada simplificador ni degradante porque nos remiten y nos hablan de un
modo de comunicación a otro, sencillamente diferente al de la cultura letrada,
y que es no sólo el de las masas campesinas sino el de las masas urbanas que
aprendieron a leer pero no a “escribir”; y para las que un libro es siempre una
experiencia o una “historia” nunca un “texto” ni siquiera una información, para
las que una fotografía o un film no habla nunca de planos ni de composición
sino de lo que representa y del recuerdo, para las que el arte comunica siempre
y sin mediaciones con la vida.
3. Los
usos populares de lo masivo: Que es aquella dirección en la que
apuntan las preguntas sobre qué hacen las clases populares con lo que ven, con
lo que creen, con lo que compran o lo que leen. Frente a las mediciones de
audiencia y las encuestas de mercado que se agotan en el análisis de la
reacción, de la respuesta al estímulo, y contra la ideología del
consumo-receptáculo y pasividad, se trata de investigar la actividad que se
ejerce en los usos que los diferentes grupos -lo popular tampoco es homogéneo,
también es plural- hacen de lo que consumen, sus gramáticas de recepción, de
decodificación. Porque si el producto o la pauta de consumo son el punto de
llegada de un proceso de producción son también el punto de partida y la
materia prima de otro proceso de producción, silencioso y disperso, oculto en
el proceso de utilización. Así la utilización que los grupos indígenas y
campesino de este continente han hecho y siguen haciendo de los ritos
religiosos impuestos por los colonizadores, y en la que esos ritos no son rechazados
sino subvertidos al utilizarlos para fines y en función de referencias extrañas
al sistema del que procedían. O la manera como los pobladores iniciales de
Guatavita -un pueblo construido cerca de Bogotá para albergar a los habitantes
de otro destruido para la construcción de una represa redistribuyeron el
sentido y la función de los espacios de la casa, de los aparatos de higiene,
etc. En últimas se trataría de investigar lo que M. de Certeau(43) ha llamado
las “tácticas”, que por oposición a las “estrategias” del fuerte, definen las
astucias, las estratagemas, las ingeniosidades del débil. Descubrir esos
procedimientos en los que se encarna otra lógica de la acción: la de la
resistencia y la réplica a la dominación.
NOTAS
(1) M.
Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Barcelona,
1974.
(2) L.
Febvre, Le problema del l”incroyance au XVI siecle, París, 1968.
(3) R.
Muchembled, Culture populaire et culture des elites, París,1978.
(4) El
concepto de sociedad polisegmentaria es trabajado por M. Mauss en Sociología
y antropología, Madrid, 1971.
(5) R.
Muchembled, obra citada, p. 258.
(6) M. de
Certeau, La cultura au pluriel, p. 55 y ss.
(7) M. de
Foucault, Vigilar y castigar, México, 1978, y Espacios de poder,
Madrid, 1981.
(8) M.
Bajtin, obra citada, p. 273 y ss.
(9) Uno
de los estudios más innovadores a este respecto es el de Harvey Cox, La
fiesta de los locos, Madrid, 1969.
(10) Dos
obras importantes en este replanteamiento: R. Mandrou. Magistrats et
socieres en France au XVII siecle, París, 1968, Julio Caro Baroja, Las
Brujas y su mundo, Madrid, 1968.
(11) J.
Michelet, La sociere, París, 1966 (primera edición Hetzel, 1862).
(12) L.
Febvre, obra citada, p. 431 y ss. Ver también J. Le Goff, Temps de l”Eglise
et temps des marchands, in Pour une autre Moyen age, París, 1978.
(13) E.
P. Thompson, Tiempo, disciplina de trabajo y capitalismo industrial, en
Tradición, revuelta y conciencia de clases, Barcelona, 1979.
(14) A. Ure, Philosophy of manufactures, (1835),
citado por Thompson.
(15) M.
Foucault, Un diálogo sobre el poder, p. 35.
(16) G.
Rudé, Protesta popular y revolución en el siglo XVIII, p. 17.
(17) E.
J. Hobsbawm, Rebeldes primitivos, Barcelona, 1974. Del mismo autor, Trabajadores-
Estudio sobre la historia del movimiento obrero, Barcelona, 1979.
(18) A. Soboul, Les sans-culottes- Mouvement
populaire et gobernement revolutionaire, París, 1968.
(19) E.
P. Thompson, La formación histórica de la clase obrera, Barcelona, 1977.
Del mismo autor, Tradición, revuelta y conciencia de clase, Barcelona,
1979.
(20) A.
Soboul, obra citada, p. 15.
(21) E.
P. Thompson, La formación histórica, vol. II, p. 39.
(22) E.
J. Hobsbawm, Rebeldes primitivos, p. 170.
(23) E.
P. Thompson, Tradición, revuelta y conciencia de clase, p. 51.
(24) M.
de Certeau, L’invention du quotidien, p.86-87.
(25) E.
P. Thompson, Tradición, revuelta y conciencia de clase, p. 132.
(26) Son
las tesis de Diez del Moral. Historia de las agitaciones campesinas
andaluzas, Madrid, 1929, y de G. Brenan, El laberinto español, París,
1962.
(27) Uno
de los estudios claves en la renovación de la concepción sobre los movimientos
anarquistas: T. Kaplan, Orígenes sociales del mundo anarquismo andaluz, (1868-1903),
Barcelona, 1977. Ver también, Clara E. Lida, Anarquismo y revolución en la
España del XIX, Madrid, 1973. De la misma autora, Educación anarquista
en la España del ochocientos, Revista de Occidente Nº 97 de 1971. Sobre el
asumpción por los anarquistas de los modos populares de expresión y
comunicación: L. Litvak, Musa libertaria-Arte, Literatura y vida cultural
del anarquismo español (1880-1913), Barcelona, 1981.
(28) J.
A. Pitt-Rivers, Los hombres de la sierra, Barcelona, 1971.
(29) R. Williams, The press and popular culture: an
historical perspective, in Newspaper history: from the 17th century to
the present day, London, 1978. Ver también del mismo autor: The Long
Revolution, London, 1961.
(30)
Iris. M. Zavala, Política y Literatura, en Clandestinidad y libertinaje
erudito en el siglo XVIII, Barcelona, 1978. De la misma autora: Románticos
y socialistas-Prensa española del XIX, Madrid, 1972. Sobre la iconografía
política: Bozal, La ilustración gráfica del s. XIX en España, Madrid,
1979.
(31) R. Hoggart, The Uses of Literary, p. 330.
(32) C.
Monsivais, Notas sobre cultura popular en México in Latin American
Perspectives, Vol. V, Nº 1, 1978, p. 101 y ss.
(33) A.
de Tocqueville, De la democratie en Amerique, París, 1951.
(34) A.
Gramsci, Cultura y Literatura, Barcelona, 1977.
(35) R.
Muchembled, obra citada, p. 345 y ss. Ver también: B. Cáceres, Histoire de
l”education populaire, París, 1964.
(36) G.
Bolleme, Les almanachs populaires au XVII et XVIII sicles, París, 1969.
De la misma autora: La bibliotheque bleue, la literature populaire en France
du XVI au XVII siecle, París, 1971 M. de Certeau, La cultura au
plauriel, París, 1974, J. Caro Baroja, Ensayo sobre la literatura de
cordel, Madrid, 1969. J. Marco, Literatura popular en España en los
siglos XVIII y XIX, Madrid, 1977.
(37) J.
F. Botrel, La novela por entregas: unidad de creación y consumo, en Creación
y público en la literatura española, Madrid, 1974. R. Escarpit y otros, Hacia
una sociología del hecho literario, Madrid, 1974.
(38) R.
Hoggart, obra citada, p. 173.
(39) F.
Rositi, Historia y cultura de masas, p. 28 y ss.
(40) M.
Martín Serrano, La mediación social, Madrid, 1977. Y del mismo autor: Nuevos
métodos para la investigación de la estructura y la dinámica de la
enculturación en Revista de la Opinión Pública, Nº 37, Madrid, 1974.
(41) A.
Mattelart y J. M. Piemme, La televisión alternativa, Barcelona, 1981.
(42) J.
Martín Barbero, Prácticas de comunicación en la cultura popular, en Comunicación
alternativa y cambio social, México, 1981.
(43) M.
de Certeau, L”invention du quotidien, p. 75 y ss.
Publicado en:
Publicado en:
Barbero,
Jesús Martín: Cultura popular y comunicación de masas. En “Materiales para la
comunicación popular", 3 /abril 1984., Lima, Perú.
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