Autoras/es: Gabriel Brener
(Fecha original del artículo: Octubre 2011)
El
guardapolvo escolar es todo un símbolo si se trata de la historia de los
sistemas educativos, en particular de nuestra escuela sarmientina. Es
tanto símbolo de igualación social, estandarte de la defensa de la
escuela pública, como objeto de disciplinamiento y vigilancia, o
envoltorio de pretensión higienista. Vale señalar que el guardapolvo es
según quién lo use. Distinta vara, ya sean ellos o se trate de ellas.
Recuerdo hace poco tiempo escuelas que obligaban a las alumnas a asistir
con el guardapolvo liberando a los varones de dicha exigencia.[1]
El
guardapolvo, que no siempre fue (ni es) blanco no tiene una definición
única, estamos frente a un emblema controversial. Que además, nos
ofrece algunas pistas para pensar la relación entre educación,
igualdad e inclusión en la escuela. Nos permite poner bajo sospecha una
asociación muy arraigada en nuestra memoria escolar: que la inclusión es
sinónimo de homogeneización. Quizás, porque aún perduran en nuestra
retina aquellas imágenes de multitudes de inmigrantes que en los
albores del sistema educativo nacional, pasaron por la maquinaria
escolar que les dio la bienvenida a quienes venían a poblar la
Argentina. En realidad, más que bienvenir bien venía que los
tanos, gallegos, polacos, y demás paisanos dejaran sus identidades en la
puerta de la escuela. Que interrumpieran sus cocoliches para hablar
nuestro castellano, que se calzaran la escarapela, y demás insignias
celestes y blancas, que entonaran con firmeza el himno argentino, más
allá de entender su letra, que incorporaran a nuevos próceres y gestas
heroicas como nueva religión y todo eso como nuevo hormigón de valores
para levantar un Estado y su Nación.
En este sentido, incluir fue sinónimo de homogeneizar.
Todos y todas adentro, pero de la misma forma, con las mismas cosas y
todo aquello que se mostrara como distinto era inmediatamente congelado
como diferencia, en su versión negativa, es decir, como deficiencia. Diferencia que pasaba a constituir un objeto de vigilancia y de ser necesario, de castigo. Esas “otredades” debían dejarse en la puerta de la escuela, del lado de afuera o aprender a ocultarse.
Pensar
críticamente esta equivalencia entre inclusión y homogeneización es
parte del camino que hay que tomar en un debate sincero sobre los
procesos de inclusión educativa, íntimamente ligado a la construcción de
identidades, asunto complejo y contradictorio que atraviesa a
adolescentes y adultos en el espacio común que comparten en las
escuelas.
Éramos tan pocos…
La escuela secundaria es un claro analizador, en la medida
que pone al descubierto imperiosas necesidades educativas así como sus
más sensibles contradicciones.
Tal como ha existido durante más de un siglo, se trata de un lugar para
no tantos, por decirlo de alguna manera. Su diseño original ha sido
fuertemente selectivo, tanto en la elección de sus alumnos como de sus
contenidos, reglas de juego y permanencias. En 1914, solo el 3% de la
población de nuestro país entre 13 y 18 años estaba escolarizada, recién
en 1980 este porcentaje se elevaba al 38%. En 1991, alcanzaba casi el
60% para convertirse en el 71% en 2001[2].
Podemos afirmar que de tres cuartos del siglo XX a esta parte, se
produce una acelerada ampliación de la matrícula en la secundaria. Un
proceso de expansión primero, para convertirse en otro de masificación
posterior. Hace algunos años se sancionó la Ley de Educación Nacional. (2006) estableciendo la obligatoriedad de asistir a la escuela a todos los adolescentes. He aquí una notable paradoja entre el diseño histórico de una escuela selectiva (asunto que no solo se mide por su formato, sino también por el modo en que se la piensa y se actúa en ella) y el ingreso de nuevas poblaciones. Más precisamente, se trata de pibas y pibes que son primera generación de sus familias entrando a la escuela secundaria.
Si
los colegios le daban la espalda a ciertas portaciones de identidad de
los pibes de los sectores medios, palpándolos de cultura juvenil en la
puerta para que dejaran el rocanroll afuera, qué podemos imaginar para la masiva invasión de jóvenes de sectores populares ensanchando aún más la matrícula por la AUH[3] de las últimas horas. La escuela ahora es un desfile de gorritas y capuchas, y al rocanroll se le agregan la cumbia y el hip hop.
Se piensa en un alumno que ya no esta allí
La
inclusión de otros adolescentes en las escuelas es la contracara de
largos y oscuros años de exclusión de gran parte de nuestra sociedad.
Significa restitución de derechos y aún hay muchos adolescentes fuera de
la escuela. Es medular una ley que establece la obligatoriedad. Pero
es un nuevo punto de partida. La inclusión no se genera solo por una
ley, tampoco puede imponerse. Se trata de un proceso a construir, de
corto, mediano y largo plazo, que compromete varios asuntos. Por un
lado, el de las decisiones de política educativa que garantice mejores condiciones edilicias, materiales, laborales, que respalden el sostenimiento de la inclusión y los desafíos pedagógicos que supone[4]. Por otro lado, la revisión de la representación de un ideal de alumno que ha sido dominante en la mentalidad pedagógica de la escuela secundaria, desconociendo o ninguneando otras formas de ejercer “el oficio de alumno”. Y aquí me parece necesario distinguir la condición de género en la construcción de alumnidad.
Las chicas, al igual que en otras esferas de nuestra sociedad padecen
discriminación en las escuelas. De quienes piensan que deben
involucrarse con ciertas materias y no con otras, apartándolas en
especial de aquellos desafíos del saber científico y tecnológico. Ni que
hablar de las pibas fieritas que desafían el modelo de la “señorita
normal” desparramando otras formas de practicar sus identidades
femeninas. Es cierto que las chicas estén consumiendo más alcohol que en
otras épocas y que se agarran a trompadas entre ellas, asunto que nos
interpela para trabajar en la prevención de adicciones y de la violencia
igual que con los muchachos, no para engordar el sentido común
que estigmatiza con la novedad de la violencia de las pibas barderas.
Habrá que darse cuenta de que muchas veces se le habla a un alumno que ya no está allí. Ese que está es otro al que hay que conocer más y mejor.
Incluir es meterse con los problemas del adolescente
Hace
unos días, en una jornada de capacitación en Ensenada (Pcia. Bs. As.)
un directivo de una secundaria agrotécnica afirmaba con lucidez y mucha
convicción, que la inclusión tiene que ver con el compromiso que el
adulto tiene con el alumno, y luego fue más preciso: incluir es involucrarse con el problema del adolescente.
Los procesos de inclusión implican múltiples desafíos, que son centralmente políticos y pedagógicos.
Es decir, están ligados a un determinado ejercicio de poder cualquiera
sea la escala que se trate, el Estado, la institución o el aula. Y
significa poner en juego una diversidad
de estrategias pedagógicas para que todos los adolescentes, cómo sean y
dónde se encuentren (urbano, rural, privados de su libertad,
hospitalizado, etc.) se transformen en alumnos, no para permanecer
(estado que me suena a mantenerse, a un mientras tanto, pero en especial alude a un objeto) sino para aprender y crecer como sujetos y luego egresar de la escuela.
Incluir será asumir como ganada la apuesta a pesar de lo incierto de su resultado. Tiene que ver con la
posición que se asume frente a la alteridad. Si se trata de otro que
es amenaza permanente, haciéndole el juego a la construcción mediática
del pibe gorrita, vago atorrante y peligroso. Si es un otro al que se
intenta invisibilizar por distintos medios, ajustándolo al “no sabe no contesta”,
o naturalizando que permanezca un tiempo, reincida y abandone. O si se
trata de una alteridad que tiene cosas para dar, alguien que puede
complementar a pares y adultos; que solo es cuestión de comprender que
lo escolar siempre ha sido cosa ajena para él o ella, que nunca es fácil
jugar de visitante y que estaría bueno que pudiera jugar de local.
Para
cerrar, vuelvo al guardapolvo, símbolo de nuestra escuela pública,
especialmente cuando se acerca fin de año y los alumnos y alumnas del
último año se apropian de ese emblema, quizás como nunca, ensayando
infinidad de colores, de graffitis, de deseos. Dibujando sus nombres y
el de los otros, un ritual que anuncia despedida o fin de ciclo pero que
abre contra viento y marea la necesidad de mostrar lo propio, de sacar a
pasear ese trofeo con frescura y algo de irreverencia.
- Gabriel Brener
es Lic. Educación (UBA) y Especialista en Gestión y Conducción del
Sistema Educativo (FLACSO). Capacitador y asesor de docentes y
directivos de escuelas. Ex director de escuela secundaria. Co-autor de
“Violencia escolar bajo sospecha” 2009 Ed. Miño y Dávila Bs As.
[1]Luciana Peker lo señalaba con claridad hace unos años en el diario Página 12. Ver en http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-1831-2005-03-22.html , consultado en octubre de 2011.
[3]Asignación Universal por hijo. Bien vale leer a Mario Wainfeld en http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-179078-2011-10-17.html del 17 de Octubre de 2011.
[4] Si
bien se han construido muchas escuelas, aún se necesitan más, mejoras
en las condiciones edilicias, de servicio eléctrico, de gas, conexión a
internet. Más escuelas de jornada completa, incrementar experiencias de
jornada extendida. Formación docente en servicio; sumar más
profesionales a equipos interdisciplinarios para acompañar y fortalecer
tareas pedagógicas e institucionales, y de relación con la comunidad.
Mejorar la asistencia de docentes, entre otras muchas cuestiones.
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