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sábado, 7 de julio de 2012

Inclusión escolar

Autoras/es: Gabriel Brener
(Fecha original del artículo: Octubre 2011)


Blancas palomitas
El guardapolvo escolar es todo un símbolo si se trata de la historia de los sistemas educativos, en particular de nuestra escuela sarmientina. Es tanto símbolo de igualación social, estandarte de la defensa de la escuela pública, como objeto de disciplinamiento y vigilancia, o envoltorio de pretensión higienista. Vale señalar que el guardapolvo es según quién lo use. Distinta vara, ya sean ellos o se trate de ellas. Recuerdo hace poco tiempo escuelas que obligaban a las alumnas a asistir con el guardapolvo liberando a los varones de dicha exigencia.[1]
El guardapolvo, que no siempre fue (ni es) blanco  no tiene una definición única, estamos frente a un emblema controversial. Que además, nos ofrece algunas pistas para pensar la relación entre educación, igualdad e inclusión en la escuela. Nos permite poner bajo sospecha una asociación muy arraigada en nuestra memoria escolar: que la inclusión es sinónimo de homogeneización. Quizás, porque aún perduran en nuestra retina aquellas imágenes de multitudes de inmigrantes que en los albores del sistema educativo nacional, pasaron por la maquinaria escolar que les dio la bienvenida a quienes venían a poblar la Argentina. En realidad, más que bienvenir bien venía que los tanos, gallegos, polacos, y demás paisanos dejaran sus identidades en la puerta de la escuela. Que interrumpieran sus cocoliches para hablar nuestro castellano, que se calzaran la escarapela, y demás insignias celestes y blancas, que entonaran con firmeza el himno argentino, más allá de entender su letra, que incorporaran a nuevos próceres y gestas heroicas como nueva religión y todo eso como nuevo hormigón de valores para levantar un Estado y su Nación.
En este sentido, incluir fue sinónimo de homogeneizar. Todos y todas  adentro, pero de la misma forma, con las mismas cosas y todo aquello que se mostrara como distinto era inmediatamente congelado como diferencia, en su versión negativa, es decir, como deficiencia. Diferencia que pasaba a constituir un objeto de  vigilancia y de ser necesario, de castigo. Esas “otredades” debían dejarse en la puerta de la escuela, del lado de afuera o aprender a ocultarse.
Pensar críticamente esta equivalencia entre inclusión y homogeneización es parte del camino que hay que tomar en un debate sincero sobre los procesos de inclusión educativa, íntimamente ligado a la construcción de identidades, asunto complejo y contradictorio que atraviesa a adolescentes y adultos en el espacio común que comparten en las escuelas.
Éramos tan pocos…
La escuela secundaria es un claro analizador, en la medida que pone al descubierto imperiosas necesidades educativas así como sus más sensibles contradicciones. Tal como ha existido durante más de un siglo, se trata de un lugar para no tantos, por decirlo de alguna manera. Su diseño original ha sido fuertemente selectivo, tanto en la elección de sus alumnos como de sus contenidos, reglas de juego y permanencias.  En 1914, solo el 3% de la población de nuestro país entre 13 y 18 años estaba escolarizada, recién en 1980 este porcentaje se elevaba al 38%. En 1991, alcanzaba casi el 60% para convertirse en el 71% en 2001[2]. Podemos afirmar que de tres cuartos del siglo XX a esta parte, se produce una acelerada ampliación de la matrícula en la secundaria. Un proceso de expansión primero, para convertirse en otro de masificación posterior. Hace algunos años se sancionó la Ley de Educación Nacional. (2006) estableciendo la obligatoriedad de asistir a la escuela a todos los adolescentes.  He aquí  una notable paradoja entre el diseño histórico de una escuela selectiva (asunto que no solo se mide por su formato, sino también por el modo en que se la piensa y se actúa en ella) y el ingreso de nuevas poblaciones. Más precisamente, se trata de pibas y pibes que son primera generación de sus familias entrando a la escuela secundaria.
Si los colegios le daban la espalda a ciertas portaciones de identidad de los pibes de los sectores medios, palpándolos de cultura juvenil en la puerta para que dejaran el rocanroll afuera, qué podemos imaginar para la masiva invasión de jóvenes de sectores populares ensanchando aún más la matrícula por la AUH[3] de las últimas horas. La escuela ahora es un desfile de gorritas y capuchas, y al rocanroll se le agregan la cumbia y el hip hop.
Se piensa en un alumno que ya no esta allí
La inclusión de otros adolescentes en las escuelas es la contracara de largos y oscuros años de exclusión de gran parte de nuestra sociedad. Significa restitución de derechos y aún hay muchos adolescentes fuera de la escuela. Es medular una ley que establece la obligatoriedad. Pero es un nuevo punto de partida. La inclusión no se genera solo por una ley, tampoco puede imponerse. Se trata de un proceso a construir, de corto, mediano y largo plazo, que compromete varios asuntos. Por un lado, el de las decisiones de política educativa que garantice mejores condiciones edilicias, materiales, laborales, que respalden el sostenimiento de la inclusión y los desafíos pedagógicos que supone[4]. Por otro lado, la revisión de la representación de un ideal de alumno que ha sido dominante en la mentalidad pedagógica de la escuela secundaria, desconociendo o ninguneando otras formas de ejercer “el oficio de alumno”. Y aquí me parece necesario distinguir la condición de género en la construcción de alumnidad. Las chicas, al igual que en otras esferas de nuestra sociedad padecen discriminación en las escuelas. De quienes piensan que deben involucrarse con ciertas materias y no con otras, apartándolas en especial de aquellos desafíos del saber científico y tecnológico. Ni que hablar de las pibas fieritas que desafían el modelo de la “señorita normal” desparramando otras formas de practicar sus identidades femeninas. Es cierto que las chicas estén consumiendo más alcohol que en otras épocas y que se agarran a trompadas entre ellas, asunto que nos interpela para trabajar en la prevención de adicciones y de la violencia igual que con los muchachos, no para engordar el sentido común que estigmatiza con la novedad de la violencia de las pibas barderas.
Habrá que darse cuenta de que muchas veces se le habla a un alumno que ya  no está allí. Ese que está es otro al que hay que conocer más y mejor.
Incluir es meterse con los problemas del adolescente
Hace unos días, en una jornada de capacitación  en Ensenada (Pcia. Bs. As.) un directivo de una secundaria agrotécnica afirmaba con lucidez y mucha convicción, que la inclusión tiene que ver con el compromiso que el adulto tiene con el alumno, y luego fue más preciso: incluir es involucrarse con el problema del adolescente
Los procesos de inclusión implican múltiples desafíos, que son centralmente políticos y pedagógicos. Es decir, están ligados a un determinado ejercicio de poder cualquiera sea la escala que se trate, el Estado, la institución o el aula. Y significa poner en juego una diversidad de estrategias pedagógicas para que todos los adolescentes, cómo sean y dónde se encuentren (urbano, rural, privados de su libertad, hospitalizado, etc.) se transformen en alumnos, no para permanecer (estado que me suena a mantenerse, a un mientras tanto, pero en especial alude a un objeto) sino para aprender y crecer como sujetos y luego egresar de la escuela.
Incluir será asumir como ganada la apuesta a pesar de lo incierto de su resultado. Tiene que ver con la posición que se asume frente a la alteridad.  Si se trata de otro que es amenaza  permanente, haciéndole el juego a la construcción mediática del pibe gorrita, vago atorrante y peligroso. Si es un otro al que se intenta invisibilizar por distintos medios, ajustándolo al “no sabe no contesta”, o naturalizando que permanezca un tiempo, reincida y abandone. O si se trata de una alteridad que tiene cosas para dar, alguien que puede complementar a pares y adultos; que solo es cuestión de comprender que lo escolar siempre ha sido cosa ajena para él o ella, que nunca es fácil jugar de visitante y que estaría bueno que pudiera jugar de local.
Para cerrar, vuelvo al guardapolvo, símbolo de nuestra escuela pública, especialmente cuando se acerca fin de año y los alumnos y alumnas del último año se apropian de ese emblema, quizás como nunca, ensayando infinidad de colores, de graffitis, de deseos. Dibujando sus nombres y el de los otros, un ritual que anuncia despedida o fin de ciclo pero que abre contra viento y marea la necesidad de mostrar lo propio, de sacar a pasear ese trofeo con frescura y algo de irreverencia.
- Gabriel Brener es Lic. Educación (UBA) y Especialista en Gestión y Conducción del Sistema Educativo (FLACSO). Capacitador y asesor de docentes y directivos de escuelas. Ex director de escuela secundaria. Co-autor de “Violencia escolar bajo sospecha” 2009 Ed. Miño y Dávila Bs As.


[1]Luciana Peker lo señalaba con claridad hace unos años en el diario Página 12. Ver en http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-1831-2005-03-22.html , consultado en octubre de 2011.
[3]Asignación Universal por hijo. Bien vale leer a Mario Wainfeld en http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-179078-2011-10-17.html del 17 de Octubre de 2011.
[4] Si bien se han construido muchas escuelas, aún se necesitan más, mejoras en las condiciones edilicias, de servicio eléctrico, de gas, conexión a internet. Más escuelas de jornada completa, incrementar experiencias de jornada extendida. Formación docente en servicio; sumar más profesionales a equipos interdisciplinarios para acompañar y fortalecer tareas pedagógicas e institucionales, y de relación con la comunidad. Mejorar la asistencia de docentes, entre otras muchas cuestiones.

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