Autoras/es: Horacio Quiroga 
(Fecha original : 1918) 
Cierta vez las víboras                     dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y los sapos, a                     los flamencos, y a los yacarés y los pescados. Los                     pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo                     el baile a la orilla del río, los pescados estaban asomados                     a la arena, y aplaudían con la cola.
Los yacarés, para                     adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar                     de bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían                     pegado escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban                     meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy                     serios por la orilla del río, los pescados les gritaban                     haciéndoles burla.
Las ranas se habían                     perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además,                     cada una llevaba colgando como un farolito, una luciérnaga                     que se balanceaba.
Pero las que estaban                     hermosísimas eran las víboras. Todas sin excepción,                     estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de                     cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita                     de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las                     amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una                     pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo                     y ceniza, porque así es el color de las yararás.
Y las más espléndidas de                     todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con                     larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como                     serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas                     apoyadas en las puntas de la cola, todos los invitados                     aplaudían como locos.
Sólo los flamencos, que                     entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como                     antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos                     estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia,                     no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de                     todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez                     que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y                     haciendo ondular las gasas de serpentina, los flamencos se                     morían de envidia.
Un flamenco dijo entonces:
–Yo sé lo que vamos a                     hacer. Vamos a ponernos medias coloradas, blancas y negras,                     y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
Y levantando todos el                     vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén                     del pueblo.
–¡Tantan! –pegaron                     con las patas.
–¿Quién es?                     –respondió el almacenero.
–Somos los flamencos. ¿Tiene                     medias coloradas, blancas y negras?
–No, no hay –contestó                     el almacenero–. ¿Están locos? En ninguna parte van a                     encontrar medias así.
Los flamencos fueron                     entonces a otro almacén.
–¡Tantan! ¿Tiene                     medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero contestó:
–¿Cómo dice? ¿Coloradas,                     blancas y negras? No hay medias así en ninguna parte.                     Ustedes están locos. ¿Quiénes son?
–Somos los flamencos                     –respondieron ellos.
Y el hombre dijo:
–Entonces son con                     seguridad flamencos locos.
Fueron entonces a otro                     almacén.
–¡Tantan! ¿Tiene                     medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero gritó:
–¿De qué color? ¿Coloradas,                     blancas y negras? Solamente a pájaros narigudos como                     ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse                     enseguida!
Y el hombre los echó con                     la escoba.
Los flamencos recorrieron                     así todos los almacenes, y de todas partes los echaban por                     locos.
Entonces un tatú, que había                     ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos y                     les dijo, haciéndoles un gran saludo:
–¡Buenas noches, señores                     flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No van a encontrar                     medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos                     Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi                     cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella                     les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.
Los flamencos le dieron                     las gracias, y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y                     le dijeron:
–¡Buenas noches,                     lechuza! Venimos a pedirle las medias coloradas, blancas y                     negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos                     ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar                     de nosotros.
–¡Con mucho gusto!                     –respondió la lechuza–. Esperen un segundo, y vuelvo                     enseguida.
Y echando a volar, dejó                     solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias.                     Pero no eran medias, sino cueros de víbora de coral, lindísimos                     cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había                     cazado.
–Aquí están las medias                     –les dijo la lechuza–. No se preocupen de nada, sino de                     una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un                     momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes                     quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar                     van entonces a llorar.
Pero los flamencos, como                     son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro había                     para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los                     cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las                     patas dentro de los cueros que eran como tubos. Y muy                     contentos se fueron volando al baile.
Cuando vieron a los                     flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron                     envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente,                     y como los flamencos no dejaban un instante de mover las                     patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban                     hechas aquellas preciosas medias.
Pero poco a poco, sin                     embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los                     flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban                     hasta el suelo para ver bien.
Las víboras de coral,                     sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista de                     las medias, y se agachaban también, tratando de tocar con                     la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de                     las víboras es como la mano de las personas. Pero los                     flamencos bailaban y bailaban sin cesar, aunque estaban                     cansadísimos y ya no podían más.
Las víboras de coral, que                     conocieron esto, pidieron enseguida a las ranas sus                     farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas                     juntas a que los flamencos se cayeran de cansados.
Efectivamente, un minuto                     después, un flamenco, que ya no podía más, tropezó con                     el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado.                     Enseguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos,                     y alumbraron bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran                     aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la                     orilla del Paraná.
–¡No son medias!                     –gritaron las víboras–. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han                     engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y                     se han puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que                     tienen son de víbora de coral!
Al oír esto, los                     flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos,                     quisieron volar; pero estaban tan cansados que no pudieron                     levantar una sola ala. Entonces las víboras de coral se                     lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les                     deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaban las                     medias a pedazos, enfurecidas, y les mordían también las                     patas, para que se murieran.
Los flamencos, locos de                     dolor, saltaban de un lado para otro, sin que las víboras                     de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin,                     viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras                     los dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de su                     traje de baile.
Además, las víboras de                     coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir,                     porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que                     los habían mordido, eran venenosas.
Pero los flamencos no                     murieron. Corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo                     dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas,                     estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras.                     Pasaron días y días, y siempre sentían terrible ardor en                     las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque                     estaban envenenadas.
Hace de esto muchísimo                     tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el día                     con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de                     calmar el ardor que sienten en ellas.
A veces se apartan de la                     orilla, y dan unos pasos por tierra, para ver cómo se                     hallan. Pero los dolores del veneno vuelven enseguida, y                     corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es                     tan grande, que encogen una pata y quedan así horas                     enteras, porque no pueden estirarla.
Esta es la historia de los                     flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las                     tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se                     burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el                     agua, no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto                     pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.

 

 
 
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