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viernes, 2 de marzo de 2012

Moreno en "La revolución es un sueño eterno". Andrés Rivera

Autoras/es: Andrés Rivera [1], con breve introducción de Stella Maris Torre
( Fecha original: 1987)
Lo conocemos como fundador del periódico La Gazeta, poco y nada sabemos qué fue de su vida antes del 25 de mayo de 1810, apenas nos acordamos que integró como secretario la primera junta de gobierno y que al año siguiente desaparece ¿para siempre? en altamar...
Nos interesa ahora verlo a través de los ojos y la lengua de Juan José Castelli, desde la significación dada por Andrés Rivera en su novela histórica "La revolución es un sueño eterno", de la cual siguen algunos fragmentos.

Cuaderno 1
…XVI
  Castelli escribe que Moreno les dice a Pedro José Agrelo, a él, y a su primo, Manuel Belgrano, que visiten a Beresford, y lo tienten con una alianza entre ellos y Su Majestad Británica. Agrelo con una voz que podía anunciar el Apocalipsis o la condena a muerte de su madre, su amante, del enemigo, sin permitir que la duda o la desesperación le hiciesen decaer la voz o lo que sea que la voz dijese, preguntó quiénes eran ellos. Nosotros somos nadie, dijo Moreno, impávido, suavemente. La impávida cara lunar dé Moreno no palideció ni se ruborizó, cuando dijo, suavemente, mientan. Somos nadie, y usted lo sabe, Agrelo. Entonces, mientan. Ofrézcanle al gringo un buen negocio. Inglaterra no nos necesita, dijo Agrelo, con una voz no corrompida por la fe o el descreimiento. Son comerciantes, dijo Moreno, impávido, suavemente. Belgrano y yo levantamos los ojos: la cara lunar de Moreno, blanca, picada de viruelas, fosforecía en la oscuridad del cuarto que nos encerraba a los cuatro, en los fondos de un café, una tarde de verano, los cuatro como diluidos en la oscuridad de la habitación, amortiguada la estridencia salvaje del Carnaval por la cortina de lona, pintada con brea, que crujía roída por los destellos del sol, echada sobre la única ventana de la habitación.
  Tengo fe, dijo Moreno, suavemente, la cara que fosforecía. Creo en Dios, Agrelo: usted no. Pacto con el diablo: ¿usted no?
  Agrelo tradujo las presentaciones, y William Carr Beresford dijo Caballeros, están en su casa: un rudo soldado inglés se complace en saludarlos, y su cara gorda se infló con una risa que le hizo toser, y se palmoteó las rodillas, y la tos y la risa le doblaron el cuerpo gordo y ágil de cuarentón, y Agrelo tradujo que el general Beresford se pregunta si es nuestro huésped o nuestro anfitrión.
  Mi primo, Belgrano, que es un exquisito cultor de las buenas costumbres, palideció, y se sentó en una silla, y dijo: Dígale, Agrelo, que Buenos Aires se complace en castrar y colgar de sus árboles a los soldados rudos, por más hijos de puta que sean, incluidos los ingleses. Agrelo tradujo: Al doctor Belgrano le complace que él general Beresford, prisionero de la ciudad de Buenos Aires, conserve el humor. Beresford dejó de reír, y miró a mi primo, pálido, que aún murmuraba las palabras de la ofensa y los ojos de Beresford se helaron en la cara roja y gorda como un bofe, y dijo, Caballeros, seguramente escucharon hablar de Oliver Cromwell. Bien: él, un republicano de extendida y funesta fama –nada que los involucre, caballeros–, nos enseñó, a los soldados rudos, orar, mantener la pólvora seca, y que, al final del camino, puede aguardarnos la horca, el olvido o la gloria. ¿Whisky, señores?
  Beresford se dirigió a un armario, tan ágil como uno puede pensar que lo es un rudo soldado británico, y nos sirvió whisky, y Agrelo dijo que el whisky es un linimento irlandés para mulos, y yo comencé a orar. Abundé en perífrasis: dije, ahora lo resumo, que nosotros, que habíamos derrotado a Inglaterra, pactaríamos con el mismísimo diablo –nada que involucre al señor general– para sacarnos a España de encima. Y que le ofrecíamos a Inglaterra un excelente mercado, y excelentes negocios, si Inglaterra se interponía entre España y nosotros.
  Shit, mister Castelli, dijo Beresford, la cara roja como un bofe, los ojos claros que bajaban hacia su vaso vacío, y que, después, miraron a Agrelo, claros y duros, y Agrelo, de pie, con una voz que no pactaba con nadie; tradujo: Inteligente, muy inteligente, mister Castelli.
  El gringo se sirvió whisky, y sin mirarnos, los ojos claros y duros en los pastos de la pampa sobre los que se ponía el sol, dijo: Esta es una tierra fecunda como ninguna otra que haya conocido en veinticinco años de servicio, poblada por gentes cautas y pacíficas y amables como ninguna otra que haya conocido en veinticinco años de servicio al reino de Gran Bretaña... Caballeros, en mi bando del 27 de julio, ofrecí respetar la propiedad privada, los derechos, privilegios y costumbres de las personas decentes de Buenos Aires, y previne a los esclavos que SMB no los emanciparía y que debían obedecer, a sus dueños. El 4 de agosto expedí un decreto por el cual declaraba libre el comercio en el Río de la Plata: sugería que el pueblo podría disfrutar de la producción de otros países a un precio moderado. Todo ello, y ustedes no lo ignoran, llevó al prior de la iglesia de Santo Domingo a consignar, desde su púlpito, en un español comprensible, tan comprensible, diría, como el de mister Agrelo; que el poder viene de Dios. E Inglaterra es el poder: no se me ocurre cómo decirlo de otro modo... Doctor Castelli: Inglaterra no renunciará a las dos perlas más hermosas de su corona: las colonias, no importan los efímeros traspiés que sufrió en su conquista, y Shakespeare. Never.
  Agrelo, que interrumpía al sudoroso general con corteses Plis, mister Beresford, tradujo, de espaldas al sol que se ponía sobre los pastos de la pampa, y las vacas que rumiaban los pastos de la pampa, que los comerciantes de la provincia de Buenos Aires celebraron que Beresford redujese las tasas aduaneras; y maldecían en alcobas, cabildos, cafés, prostíbulos, y otros lugares tan respetables como ésos, las conspiraciones que hervían en los zaguanes de sus propias casas. Inglaterra, tradujo Agrelo, el linimento irlandés para mulos intacto en el vaso que sostenía en la mano derecha, renunciará a sus colonias, si Dios así lo dispone, pero no a Shakespeare.
  God, dijo Beresford, Inglaterra es un imperio gracias a los niños que mueren en sus minas, y que mueren como moscas por caprichosos, necios o maleducados. Curiosamente, los negros y los indios también mueren como moscas en las minas de la América española. Son datos estadísticos. Originan, creo, algún comentario piadoso en los predicadores, y las blasfemias indecorosas de Bill Blake. Una misma ley para el león y para el buey es opresión, escribió Bill Blake. Bien: y si eso es vendad, ¿qué? Todos mueren: los niños blancos en las minas inglesas de carbón, hierro y plomo; los negros y los indios en las minas de plata y oro de la América española; los soldados; los poetas; los predicadores; el almirante Nelson; los reyes y sus vasallos; los ricos y sus pobres; los jacobinos y los chuanes; los revolucionarios y sus verdugos; los maestros y los alumnos. ¿Qué queda de los que mueren? ¿Quién recogerá el crujido de sus zapatos sobre la tierra? The wine of life is drawn, and the mere lees is left this vault to brag of.
   ¿Qué es lo que recita?, preguntó Belgrano perplejo, socavadas, quizá, sus. inflamaciones patrióticas por la percusión, como abstracta, como indemne a las devastaciones del tiempo, musical y tersa y todavía indevelable, que esa lengua extranjera dispersaba en una habitación de paredes de adobe, calcinada por el verano pampa. Dijo, tradujo, Agrelo, con una voz que desconocía la hesitación, el adjetivo impuntual las tediosas suntuosidades de la retórica, que los atardeceres de esta tierra, dulce como ninguna otra que haya conocido en veinticinco años de servicio, le evocan los prados, las rosas de Inglaterra, y los roast–beef de sus cenas; que estos atardeceres dulces, silenciosos y melancólicos, cubren sus ojos de lágrimas, su corazón de pena, y le aproximan las vejaciones de la ancianidad.
  Beresford, que se paseaba por la pieza, una sombra ágil y gorda y paciente, a la espera de que Agrelo cesase de transmitirnos la difusa tristeza qué una puesta de sol en la pampa despierta en el alma ruda de un soldado, se sirvió whisky en su vaso, y lo tomó, a grandes tragos, parado en la lechosa blancura que entraba por la puerta de la pieza, cerrados los ojos claros y duros en la cara roja y gorda como un bofe.
  Nosotros –Agrelo, de pie, en algún lugar de la habitación que olía a sudor, polvo, pasto, a las emanaciones nocturnas de la tierra reseca por el verano pampa, Belgrano y yo– escuchamos el gorgoteo del alcohol en la garganta del rudo soldado, y, después, a Beresford, que chasqueaba la lengua. Los invito, caballeros, a compartir nuestro destino: súbditos del más grande imperio de la tierra, gozarán de sus libertades no escritas. Se les asegurará buenos leños para él hogar de sus chimeneas; podrán redactar sus memorias o, si les place, leer algún texto pecaminoso, sin temor a los excesos de la censura. Por la sangre y por el clima, ustedes son propensos a las aventuras galantes: se las comentará con discreción… Mis amigos opinan que mister Castelli es un hombre de grandes méritos. Bien: a los hombres de grandes méritos se les levanta estatuas, en las plazas de Londres.
  ¿Quiénes son ustedes, caballeros? ¿En nombre de qué, caballeros, invaden el retiro, temporalmente forzoso, de un rudo soldado, y le proponen tratos que avergonzarían a un salteador de caminos?, tradujo Agrelo, de pie en algún lugar de la habitación, su voz, inaccesible a la asepsia y la exaltación, una nota más alta que el zumbido de los insectos atrapados en la lechosa blancura que partía la habitación, en dos. Belgrano se levantó de su silla, y yo oí, vencido por el calor y el linimento irlandés para mulos, cómo manaba de su boca ese sombrío, desenfrenado resentimiento que el idioma español pone en la injuria, y a Agrelo, con esa voz que no pacta con nadie, Belgrano, cuide su corazón. Shit, tradujo Agrelo, la voz que no pactaba, siquiera, con su almohada.
  God, repitió Beresford, y la risa y la tos doblaron su cuerpo gordo y ágil en la oscuridad pegajosa de la habitación.
  Castelli escribe, con un pulso que todavía no tiembla, que galoparon, en silencio, de regreso a la ciudad. Moreno, que tenía fe, creía en Dios y pactaba con el Diablo, os esperaba en la larga noche de verano y Carnaval. Y Moreno, que nos esperaba en la larga noche de verano y Carnaval, dijo, odiándonos, odiando en nosotros la jugada perdida, que éramos nadie, y que, entonces, nada se había perdido. Eso es lo que repitió, infatigable y calmo, revestido de orgullo, odio e insoportable tenacidad. Eso es lo que repitió en la larga noche de verano y Carnaval, hasta que las palabras se consumieron, y no. fueron palabras ni sonidos ni el eco de una remota desesperación que aún vaga por la memoria humana. Todo este maldito lío durará cien años, dijo Belgrano, como con asombro, como con alivio, como si se lo declarase inocente del Calvario de Cristo. Cien años: ¿qué son cien años? El tiempo de una siesta sudamericana: la risa de Agrelo estalló seca y contenida. A dormir, compañeros, que es bueno para la salud.
  Castelli que no era, todavía, el orador de la Revolución, ni el representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú, ni el hombre que, a las puertas de un tribunal, escuchó en los gritos de afrancesado jacobino impío su condena y su amarga victoria, ni la enjuta carne que se angosta sobre los huesos duros y apacigua la putrefacción de su lengua con leche de ángeles, buscó, aquella noche de verano y Carnaval, a Irene Orellano Stark. Encontró una perra.
  Castelli, cuyo corazón era, todavía, docilísimo, hastiado de los fugaces espejismos que auspician los pactos con el Diablo, del verano pampa, de las efusiones poéticas de un rudo soldado extranjero, de los furiosos latidos de los tambores del Carnaval, hizo gemir a la perra. La faena no fue divertida, salvo para la perra. La perra, a la que hizo gemir, gozó.
...XX
…Aún escucho sus palabras, Alzaga, si hubo una noche de domingo, y de julio, y de 1807.Las escucho, a caballo, y palmeo el cuello de mi caballo, y mi mano resbala en el sudor del cuello de mi caballo, y mi mano se entibia, porque estoy vivo, en el sudor del cuello de mi caballo: Estoy vivo, y tan lejos de usted como la vida está de la muerte. Y tan cerca. Y ésa es la única verdad que acepto.
  Estoy vivo y lo miro, perplejo, con un sabor dulce en la boca, bambolearse bajo el malsano cielo de julio. Y escucho sus palabras, las que me dijo una noche de domingo, en la que llovía: Soy el señor de la vida y de la muerte. Y ustedes están empiojados.
  Nosotros, los empiojados –Moreno, Agrelo, Beruti, Vieytes, French, Warnes, y aun los vagos y mal entretenidos que huyen de minas y cañaverales, cepos, calabozos, jueces de paz, y de las milicias a las que los arreamos, engrillados, y que depredan vacas como si no hubieran hecho otra cosa en su vida–, lo escuchamos. Pero lo escuchó, también, Bernardino Rivadavia. Y hombres como Rivadavia, que aman al poder más que a sí mismos, más que a la mujer que desposaron, más que a la lealtad al amigo, más que a causa alguna de redención humana a la que se hayan entregado en sus años mozos, no se proponen morir jóvenes. Usted, precisamente usted, Alzaga, debía saberlo. Y lo ignoraba. O lo olvidó. Por eso cuelga de unos maderos infames.
  Vuelvo a una habitación sin ventanas, enciendo un cigarro, y escribo: ¿Qué cambió, en el cielo y en la tierra, de un mes de julio, si lo hubo, a otro mes de julio, para que se trocaran las máscaras en la representación teatral? Escribo: ¿Qué es mi monólogo con usted, Alzaga, si no una escena, injuriada por el tiempo, de una inacabada representación teatral? ¿Qué es el señor Rivadavia si no el nombre con que Alzaga retorna al escenario?
  Cambiaron las máscaras: la representación teatral no me cambió a mí, a Moreno, Agrelo, Vieytes, French, Warnes, y a los vagos y mal entretenidos que huyen, sin esperanzas, de los señores de la vida y de la muerte. No cambió a Buenos Aires ni al país.
  Aquí, en esta ciudad y en este país, el contrato social que. filosofó un licencioso ginebrino, ha sido suscripto por asesinos. Aquí, el gusto por el poder es un gusto de muerte.
  Siempre, escribe Castelli, que enciende un cigarro en la noche del día de julio que miró a un vencedor colgado de una soga y de unos palos infames. Siempre, escribe Castelli. Mira la palabra siempre, que escribió con un pulso que todavía no tiembla, y dibuja un signo de pregunta antes de la ese, y otro después de la e.

Cuaderno 2

I
  ¿Cuándo escribe uno al amigo? Cuando las palabras que escribe no delatan su sufrimiento y su orgullo. Cuando ni los blancos de la escritura traducen su sufrimiento y su orgullo. (Hasta ahí el código que identifica, dicen, a los escritores perdurables. Pretendo no transgredirlo; sin embargo, prefiero que no me consideres miembro de esa raza de desatinados).
  Te escribo, entonces, desarmado, y me acojo al sueño eterno de la revolución para resistir a lo que no resiste en mí. Te escribo, y el sueño eterno de la revolución sostiene mi pluma, pero no le permito que se deslice al papel y sea, en el papel, una invectiva pomposa, una interpelación pedante o, para complacer a los flojos, un estertor nostálgico. Te escribo para que no confundas lo real con la verdad.
Me veo, en alguna de las desveladas noches en que recupero al orador de la revolución, al representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú, montando a caballo y largándome sin rumbo, el sol en la cara. (Ocurre en la mañana –¿te lo dije ya?–, y el río yace tenso inmóvil y violáceo contra el horizonte). Cansado y joven, hundo la mano en el bolsillo de la chaqueta, y alzo la pistola, lustrosa, aceitada, a la altura de mi corazón. (Toco, ahora, ese bulto duro, lustroso y aceitado que reposa en el bolsillo de la chaqueta que visto, junto a papeles arrugados en los que, todavía, se lee SOY CASTELLI y PAPEL PLUMA TINTA). Veo, cuando alzo la pistola, lustrosa, aceitada, a la altura del corazón, el río, inmóvil y tenso y violáceo contra el horizonte, y el sol, quizá, al este del horizonte, y a Moreno, pequeño y enjuto, de pie sobre el piso de ladrillos de su despacho en el Cabildo, la cara lunar, opaca, que no fosforece, bajo el alto techo encalado, que me dice, con esa como exhausta suavidad que destilaba su lengua e impregnaba lo que su lengua no repetiría, vaya y acabe con Liniers. Escuche, Castelli, a Maquiavelo: Quien quiera fundar una República en un país donde existen muchos nobles, sólo podrá hacerlo después de exterminarlos a todos. Extermine a Liniers y a los que se alzaron con Liniers. Extermínelos, Castelli. Veo, la boca de la pistola apoyada contra la carne y los huesos que cubren mi corazón, a Moreno, la cara lunar, opaca, que no fosforece, como si flotase en los girones de sombra que la noche de julio instala en su despacho, y que dice, suave la voz y exhausta: Si vencemos, se hablará, por boca de amigos y enemigos, todo el tiempo que exista el hombre sobre la tierra, de nuestra audacia o de nuestra inhumana astucia. Si nos derrotan, ¿Qué importa lo que se diga de nosotros? No estaremos aquí, Castelli, para escucharlos, ni en ningún otro lado que no sea dos metros debajo de donde crece el pastito de Dios.
  Sin precipitarme, la luz del sol y de la mañana en mi cara, aprieto el gatillo. El caballo tal vez se sobresalte por la detonación –no demasiado: viene de la guerra–, pero, luego, cuando se serene, paseará un cuerpo, caliente aún, que ya no pertenece a nadie, por la ciudad que ese cuerpo amó.
  En esas desveladas noches de las que te hablo, pienso, también, en el intransferible y perpetuo aprendizaje de los revolucionarios: perder, resistir. Perder, resistir. Y resistir. Y no confundir lo real con la verdad.
IV
…En cambio, conozco al caballero que cree en   una Angela Castelli que sueña, para sí, con el   neutro, pacífico destino de guardiana de gansos. (Déjeme decirle, Angela, de paso, que desconfío de los neutrales). Conozco a ese caballero: no se ríe, relincha; y es, no por casualidad, como usted lo sabe, y bien que lo sabe, edecán y secuaz incondicional de Saavedra, y ambos, como Alzaga; realistas solapados. Frente a nosotros, militantes del desorden, son los partidarios del orden. De qué orden, preguntémosnos. Del orden que perpetúa la desigualdad, como si el orden que perpetúa la desigualdad fuese un mandato divino. Sin monarca –y la Revolución no terminará, nunca, de agradecerle a Napoleón el destronamiento de Fernandito– son, ahora, los restauradores del orden monárquico. Conciben, lo escribí en algún papel, un vasallaje de vasallos sobre vasallos. Mi primo, Belgrano, no descubrió nada nuevo cuando dijo que no conocen más patria, ni más rey, ni más religión que su interés. Veamos, entonces, cuál es el interés de esos señores.
  Saavedra, que escribe a Feliciano Chiclana, que el sistema robesperriano y la Revolución Francesa, postulados como modelos, “gracias a Dios han desaparecido” con la renuncia de Moreno al cargo de secretario de la Primera Junta, ¿en qué piensa? ¿No piensa Saavedra, acaso, cuando conjetura que el sistema robesperriano y la Revolución Francesa, postulados como modelos, “gracias a Dios han desaparecido” con la renuncia de Moreno, en su condición de propietario, en sus tierras del Norte, en su hacienda, que el sistema robesperriano y la Revolución Francesa, postulados como modelos, y que “gracias a Dios han desaparecido”, ponían en cuestión? ¿En qué pensaba José María Romero, el tesorero del Ejército, que escribió que el 22 de mayo de 1810, “se discutió y votó al gusto de la chusma”; en qué pensaba ese fray Manuel Azcurra que, al partir Moreno para la Gran Bretaña, exclama, lascivo, como si le acabaran de regalar un lupanar de monjitas vírgenes, que “ya está embarcado y va a morir”? ¿En qué piensan esos individuos, de los que el hombre que cree que Angela Castelli cree que nació para velar el engorde de un tropel de gallinas cloqueantes, es secuaz incondicional?
  Yo sé qué piensan esos individuos, de los que el hombre que cree que Angela Castelli cree que nació para tutelar un zoológico de aves de corral, es secuaz. y cómplice incondicional. Sé qué defienden y cómo obran. ¿Sabe usted qué piensan y qué defienden y cómo obran esos individuos y sus secuaces y cómplices incondicionales? Lo sepa usted o no, y decida lo que decida, no me llame padre: llámeme Castelli.
  Hombres como yo han sido derrotados, más de una vez, por irrumpir en el escenario de la historia antes de que suene su turno. Esos hombres, que fueron más lejos que nadie, en menos tiempo que nadie, ingresaron al mundo del silencio y la clandestinidad: esperan que el apuntador les anuncie, por fin, que sus relojes están en hora. Pero hombres como yo, cualquiera sea la hora de sus relojes, no tienen la malsana costumbre de olvidar a sus enemigos…
V
  ¿Qué juramos, el 25 de mayo de 1810, arrodillados en el piso de ladrillos del Cabildo? ¿Qué juramos, arrodillados en el piso de ladrillos de la sala capitular del Cabildo, las cabezas gachas, la mano de uno sobre el hombro de otro? ¿Qué juré yo, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, la mano en el hombro de Saavedra, y la mano de Saavedra sobre los Evangelios, y los Evangelios sobre un sitial cubierto por un mantel blanco y espeso? ¿Qué juré yo en ese día oscuro y ventoso, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, la chaqueta abrochada y la cabeza gacha, y bajo la chaqueta abrochada, dos pistolas cargadas? ¿Qué juré yo, de rodillas sobre los ladrillos del piso de la sala capitular del Cabildo, a la luz de velones y candiles, la mano sobre el hombro de Saavedra, la chaqueta abrochada, las pistolas cargadas bajo la chaqueta abrochada, la mano de Belgrano sobre mi hombro?
  ¿Qué juramos Saavedra, Belgrano, yo, Paso y Moreno, Moreno, allá, el último de la fila viboreante de hombres arrodillados en el piso de ladrillos de la sala capitular del Cabildo, la mano de Moreno, pequeña, pálida, de niño, sobre el hombro de Paso, la cara lunar, blanca, fosforescente, caída sobre el pecho, las pistolas cargadas en los bolsillos de su chaqueta, inmóvil como un ídolo, lejos de la luz de velones y candiles, lejos del crucifijo y los Santos Evangelios que reposaban sobre el sitial guarnecido por un mantel blanco y espeso? ¿Qué juró Moreno, allí, el último en la fila viboreante de hombres arrodillados, Moreno, que estuvo, frío e indomable, detrás de French y Beruti, y los llevó, insomnes, con su voz suave, apenas un silbido filoso y continuo, a un mundo de sueño, y French y Beruti, que ya no descenderían de ese mundo de sueño, armaron a los que, apostados frente al Cabildo, esperaron, como nosotros, los arrodillados, el contragolpe monárquico para aplastarlo o morir en el entrevero?
  ¿Qué juramos allí, en el Cabildo, de rodillas, ese día oscuro y otoñal de mayo? ¿Qué juró Saavedra? ¿Qué Belgrano, mi primo? ¿Y qué el doctor Moreno, que me dijo rezo a Dios para que a usted, Castelli, y a mí, la muerte nos sorprenda jóvenes?
  ¿Juré, yo, morir joven? ¿Y a quién juré morir joven? ¿Y por qué?
…VII
…  ¿Juré, en un día oscuro y ventoso de mayo que, al igual que Vieytes y Ocampo, según leí en una carta de Moreno, que respetaron los galones de los dueños de los perros negros, cagándose en las estrechísimas órdenes de la Junta, me cagaría, yo, enviado de la Junta en el ejército del Alto Perú, en las estrechísimas órdenes de la Junta, y predicaríá la reconciliación con los dueños de los perros negros, o juré que, absorto, poseído, me tocaría los ojos, la boca, las mejillas, como un actor que, en el escenario, va más lejos de lo que representa, más lejos que su propia sombra, y absorto, poseído, furioso y callado, firmaría la orden de muerte para el mariscal Nieto, para el gobernador Sanz, para el capitán de marina José de la Córdova, para todos esos ondeadores de banderas negras y calaveras y tibias en las banderas negras?
  ¿Juré, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, que no iría más lejos que mi propia sombra, que nunca diría ellos o nosotros?
  Juré qúe la Revolución no sería un té servido a las cinco de la tarde.
…X
…En la causa que me fue promovida por los señores del Triunvirato, los jueces, abogados y consejeros del contrarrevolucionario Liniers, preguntaron, a los testigos, si recibí regalos, obsequios en dinero o de otra especie, desde agosto de 1810 a octubre de 1811, en mi condición de representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú. Los testigos declararon, hasta donde recuerda el doctor Castelli, que el doctor Castelli rechazó, en La Paz, un caballo con arneses de oro y otros obsequios de valor, y en Potosí veinte mil pesos, a cambio de la libertad de Indalecio González de Sosaca, un vecino expectable. El doctor Castelli, declararon los testigos, salió tan pobre como entró al ejército del Alto Perú. O más.
  Lo dicho: no tengo un centavo en mis bolsillos, en los bancos, y donde se le ocurra a nadie que pueda guardar un centavo. De los gastos que mi enfermedad aún ocasiona, se encarga –no por patriotismo– el doctor Cufré. De los otros, los de casa, no son un misterio, todavía, que se preste al rumor malévolo: corren por cuenta de la paciencia de los acreedores, y de las pocas joyas de María Rosa, que María Rosa empeñó.
  Aclarado que no soy dueño de moneda alguna –sea de cobre, plata u oro–, ni de objetos de valor, cotizables en mercado alguno, ni de tierras, detallo lo que circunstancialmente poseo:
·       
·        La traducción de Moreno, firmada por Moreno de El contrato social.
·        …Un estuche de laca negra, con dos pastillas de un veneno de acción rápida, que preparó mi padre en su laboratorio. Las dos pastillas, por efecto del tiempo transcurrido desde su preparación, son inofensivas.
·        …Dos pistolas, que pertenecieron a Moreno, de corto alcance, que me regaló su viuda.
·        Papeles que no comprometen a ninguno de mis amigos: mi diploma de abogado, por ejemplo. Papeles, entonces, para los enamorados de la nostalgia. Envueltos y atados con piolín negro. Se los encontrará en el último cajón de mi escritorio, a la derecha, en un sobre de cuero de venado, que el capitán Segundo Reyes, que vende pescado, arrebató a un oficial inglés, en las calles  de Buenos Aires, el domingo 5 de julio de 1807, cuando no era el capitán Segundo Reyes, que vende pescado, sino un esclavo que, en las calles de Buenos Aires, peleó por su libertad. Hay una etiqueta, adherida al sobre de cuero de venado, que permite identificar , de inmediato, el contenido del sobre de cuero de venado. En la etiqueta se lee: Papeles para limpiarse el culo.


[1] ANDRÉS RIVERA. Nació en Buenos Aires en 1928. En 1985 obtuvo el Segundo Premio Municipal de Novela con En esta dulce tierra. En 1992 su novela La revolución es un sueño eterno fue distinguida con el Premio Nacional de Literatura. En 1993 la Fundación El Libro distinguió La sierva como el mejor libro publicado en 1992. El verdugo en el umbral obtuvo el Premio Club de los XIII 1995. En 1996 publicó El farmer con el elogio unánime de la crítica, y en 1998, el libro de relatos La lenta velocidad del coraje.

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