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martes, 7 de mayo de 2013

Estereotipos sociales ligados a la discriminación: "Piquito"

Autoras/es: Graciela Margarita González
Esta es una historia real, aunque ficcionada, que da cuenta de las representaciones sociales de personas y docentes acerca de sus alumnos o de algunos miembros de su comunidad.
(Fecha original del artículo: Junio 2012)
Piquito
Niño sonriendo. Pintura de
Jesús Muñiz González.
Piquíto hace más de cinco años que está en la puerta del supermercado. Me ayuda con el carrito y me hace los mandados. Es un pibe de unos 16 años, pelo y ojos renegridos y brillantes, de estatura y contextura medianas y de palabras austeras. ¿Necesita un mandado? o ¿Le llevo el carrito?, son sus frases más largas.
--Tendrías que estar en la escuela a esta hora--, insisto calculando el turno al que asiste a la escuela y la hora en la que me ayuda con los mandados. --Me dormí—me contesta agachando la cabeza.
Poco sé de él. Algunas cosas he ido averiguando porque un puñado de amigos y hermanos, que se pelean en la vereda para robarse los clientes, me lo cuentan.
--César no pudo venir hoy, le llevo el changuito—me dijeron alguna vez y así aprendí su nombre verdadero. --Hoy lo reemplazo yo. Soy el hermano de Piquíto—se avalanzó a la entrada otra vez un chico más chico que Piquíto pero parecido por los pelos y el brillo de los ojos negros, y así me enteré de que tenía un hermano.
--Tené cuidado con Piquíto—me dijo mi amiga cuando lo vio subiendo paquetes a mi auto. –En la escuela es muy bravo. Golpeó a una profesora y mí me amenazó con matarme el perro. De ese modo me enteré que iba a la misma escuela donde da clase mi amiga y que tenía un prontuario escolar considerable.
Mientras tanto, César era casi mi secretario. Yo elegía las verduras, las frutas, los artículos de limpieza y él los ponía en el carro, los pasaba por la caja, los embolsaba, los llevaba hasta el auto, los guardaba y después volvía raudo al super a devolver el carro.
No mucho, pero de a poco nos fuimos conociendo en esos gestos.
--Tome. Y aparecía de golpe con la marca, el color, el sabor y la calidad de los productos que yo prefería.
--¿Querés un chocolate?--, le preguntaba a veces. --¿O un sándwich? Nunca aceptó prebendas ni regalos, él quería la propina. --La inglesa me dio cien--, me dijo un día y así comprendí que pedía aumento.
Después, apareció en mi casa y me hacía los mandados. Le daba el dinero aproximado y él volvía siempre con el vuelto justo y ahí sacábamos los dos para el cobro de su viático.
Las cosas empezaron a andar mal cuando robaron en mi casa. Una tarde, volví de viaje y encontré todo revuelto. Llamé a la policía. Los milicos llegaron en patota, buscaron huellas y fotografiaron cada rincón de la casa. No encontramos ni siquiera un agujero por donde hubieran entrado los ladrones.
Aunque no comenté casi el incidente, mi amiga se enteró y me largó de golpe: --Fue Piquíto, mirá que el padre es chorro.
No contesté nada pero en mi cabeza se instaló la duda. Para colmo, por esos días, no había visto a César ni a su hermano por el supermercado. --No hay nada que hacer--pensé--son negritos de mierda, son todos chorros, abusan de la confianza. Tiene razón mi amiga y mi vecino y mi cuñada y mi dentista, hay que matarlos a todos--, iba mascullando con odio mientras entré al mercado. En eso reapareció el hermano: Piquíto chico, pelo y ojos renegridos. --¿Y César?-- le pregunté con bronca. --¡¿Cómo, no sabe?! hace más de un mes que está internado. Lo tiró un bondi y casi lo mata--,  me aclaró sin agregar más precisiones.
No sé por qué, se me hizo un nudo en la garganta.

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