(Fecha original del artículo: 1987)
La
querencia/1
En Buenos Aires busqué el café que era
mi café, y no lo encontré. Busqué el restorán donde yo comía caracú en inmensas
fuentes a cualquier hora del día o de la noche, y tampoco estaba. Donde había
estado mi cantina 1 preferida, el Bachín, había un montón de escombros. Habían
arrasado el Bachín, y con el Bachín habían matado el mercado donde yo siempre
iba a comprar frutas y flores o por la pura fiesta de la nariz y los ojos.
Alguien
me dijo que el Bachín se había mudado, y que ahora tenía otro lugar y otro
nombre.
Una
noche fui. Me detuve ante la puerta de ese nuevo Bachín que ya no se llamaba
así, dudando, que sí, que no, preguntándome si entrar no sería traición, cuando
una súbita explosión ocurrió en el momento exacto en que abrí la puerta:
saltaron los fusibles de la electricidad y todo quedó completamente a oscuras.
Yo me di vuelta y me alejé, caminando despacito.
Y
así anduve un tiempo, doliendo olvidos, buscando lugares y personas que no
encontré, o no supe encontrar; y finalmente crucé el río, el río-mar, y entré
en el Uruguay.
Los
generales uruguayos tenían todavía el poder, ya casi yéndose, ya casi en los
adioses del tiempo del terror: yo entré cruzando
los dedos y tuve suerte.
Y
caminando las calles de la ciudad donde nací, la fui reconociendo, y sentí que
volvía sin haberme ido: Montevideo, que duerme su eterna siesta sobre las
suaves colinas de la costa, indiferente al viento que la golpea y la llama:
Montevideo, aburrida y entrañable, que en verano huele a pan y en
invierno a humo. Y supe que yo andaba queriendo querencia, y que había llegado
la hora del fin del exilio.
Después
de mucha mar, nada el salmón en busca de su río, y lo encuentra y lo remonta,
guiado por el olor de las aguas, hasta el arroyo de su origen.
Entonces,
cuando volví a Calella para decirle adiós, adiós a España, adiós
y gracias, tuve un infarto.
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