Autoras/es: Eduardo Galeano
(Fecha original: 1970)
SEGUNDA PARTE
EL DESARROLLO ES UN VIAJE
CON MÁS NAUFRAGOS QUE NAVEGANTES
2. LA ESTRUCTURA CONTEMPORANEA DEL DESPOJO:
l. «NUNCA SEREMOS DICHOSOS, ¡NUNCA!» HABÍA PROFETIZADO SIMÓN BOLÍVAR
Para que el imperialismo norteamericano pueda, hoy día, integrar para reinar en América Latina, fue necesario que ayer el Imperio británico contribuyera a dividirnos con los mismos fines. Un archipiélago de países, desconectados entre sí, nació como consecuencia de la frustración de nuestra unidad nacional. Cuando los pueblos en armas conquistaron la independencia, América Latina aparecía en el escenario histórico enlazada por las tradiciones comunes de sus diversas comarcas, exhibía una unidad territorial sin fisuras y hablaba fundamentalmente dos idiomas del mismo origen, el español y el portugués. Pero nos faltaba, como señala Trías, una de las condiciones esenciales para constituir una gran nación única: nos faltaba la comunidad económica.
Los polos de prosperidad que florecían para dar respuesta a las necesidades europeas de metales y alimentos no estaban vinculados entre sí: las varillas del abanico tenían su vértice al otro lado del mar. Los hombres y los capitales se desplazaban al vaivén de la suerte del oro o del azúcar, de la plata o del añil, y sólo los puertos y las capitales, sanguijuelas de las regiones productivas, tenían existencia permanente. América Latina nacía como un solo espacio en la imaginación y la esperanza de Simón Bolívar, José Artigas y José de San Martín, pero estaba rota de antemano por las deformaciones básicas del sistema colonial. Las oligarquías portuarias consolidaron, a través del comercio libre, esta estructura de la fragmentación, que era su fuente de ganancias: aquellos traficantes ilustrados no podían incubar la unidad nacional que la burguesía encarnó en Europa y en Estados Unidos. Los ingleses, herederos de España y Portugal desde tiempo antes de la independencia, perfeccionaron esa estructura todo a lo largo del siglo pasado, por medio de las intrigas de guante blanco de los diplomáticos, la fuerza de extorsión de los banqueros y la capacidad de seducción de los comerciantes. «Para nosotros, la patria es América», había proclamado Bolívar: la Gran Colombia se dividió en cinco países y el libertador murió derrotado: «Nunca seremos dichosos, ¡nunca!», dijo al general Urdaneta. Traicionados por Buenos Aires, San Martín se despojó de las insignias del mando y Artígas, que llamaba americanos a sus soldados, se marchó a morir al solitarío exilio de Paraguay: el Virreinato del Río de la Plata se había partido en cuatro.
Francisco de Morazán, creador de la república federal de Centroamérica, murió fusilado'(128 «Mandó preparar las armas, se descubrió, mandó apuntar, corrigió la puntería, dio la voz de fuego y cayó; aún levantó la cabeza sangrienta y dijo: estoy vivo; una nueva descarga lo hizo expirar.» Gregorio Bustamante Maceo, Historia militar de El Salvador, San Salvador, 1951., En la plaza de Tegucigalpa, la banda toca música ligera todos los domingos por la noche al pie de la estatua de bronce de Morazán. Pero la inscripción está equivocada: ésta no es la estampa ecuestre del campeón de la unidad centroamericana. Los hondureños que habían viajado a París, tiempo después del fusilamiento, para contratar un escultor por encargo del gobierno, se gastaron el dinero en parrandas y terminaron comprando una estatua del Mariscal Ney en el mercado de la pulgas. La tragedia de Centroamérica se convertía rápidamente en farsa). y la cintura de América se fragmentó en cinco pedazos a los que luego se sumaría Panamá, desprendida de Colombia por Teddy Roosevelt.
El resultado está a la vista: en la actualidad, cualquiera de las corporaciones multinacionales opera con mayor coherencia y sentido de unidad que este conjunto de islas que es América Latina, desgarrada por tantas fronteras y tantas incomunicaciones. ¿Qué integración pueden realizar, entre sí, países que ni siquiera se han integrado por dentro? Cada país padece hondas fracturas en su propio seno, agudas divisiones sociales y tensiones no resueltas entre sus vastos desiertos marginales y sus oasis urbanos. El drama se reproduce en escala regional. Los ferrocarriles y los caminos, creados para trasladar la producción al extranjero por las rutas más directas, constituyen todavía la prueba irrefutable de la impotencia o de la incapacidad de América Latina para dar vida al proyecto nacional de sus héroes más lúcidos. Brasil carece de conexiones terrestres permanentes con tres de sus vecinos, Colombia, Perú y Venezuela, y las ciudades del Atlántico no tienen comunicación cablegráfica directa con las ciudades del Pacífico, de tal manera que los telegramas entre Buenos Aires y Lima o Río de Janeiro y Bogotá pasan inevitablemente por Nueva York; otro tanto sucede con las líneas telefónicas entre el Caribe y el sur. Los países latinoamericanos continúan identificándose cada cual con su propio puerto, negación de sus raíces y de su identidad real, a tal punto que la casi totalidad de los productos del comercio intrarregional se transportan por mar: los transportes interiores virtualmente no existen. Pero ocurre, en este sentido, que el cártel mundial de los fletes fija las tarifas y los itinerarios según su paladar, y América Latina se limita a padecer las tarifas exorbitantes y las rutas absurdas. De las 118 líneas navieras regulares que operan en la región, únicamente hay diecisiete de banderas regionales; los fletes sangran la economía latinoamericana en mil millones de dólares por año1. Así, las mercancías enviadas desde Porto Alegre a Montevideo llegan más rápido a destino si pasan antes por Hamburgo, y otro tanto ocurre con la lana uruguaya en viaje a Estados Unidos; el flete de Buenos Aires a un puerto mexicano del golfo disminuye en más de la cuarta parte si el tráfico se realiza a través de Southampton2. El transporte de madera desde México a Venezuela cuesta más del doble que el transporte de madera desde Finlandia a Venezuela, aunque México está, según los mapas, mucho más cerca. Un envío directo de productos químicos desde Buenos Aires hasta Tampico, en México, cuesta mucho más caro que si se realiza por Nueva Orleans3.
Muy distinto destino se propusieron y conquistaron, por cierto, los Estados Unidos. Siete años después de su independencia, ya las trece colonias habían duplicado su superficie, que se extendió más allá de los Aleganios hasta las riberas del Mississippi, y cuatro años más tarde consagraron su unidad creando el mercado único. En 1803, compraron a Francia, por un precio ridículo, el territorio de Louisiana, con lo que volvieron a multiplicar por dos su territorio. Más tarde fue el turno de Florida y, a mediados de siglo, la invasión y amputación de medio México en nombre del «Destino manifiesto». Después, la compra de Alaska, la usurpación de Hawaii, Puerto Rico y las Filipinas. Las colonias se hicieron nación y la nación se hizo imperio, todo a lo largo de la puesta en práctica de objetivos claramente expresados y perseguidos desde los lejanos tiempos de los padres fundadores.
Mientras el norte de América crecía, desarrollándose hacia adentro de sus fronteras en expansión, el sur, desarrollado hacia afuera, estallaba en pedazos como una granada.
El actual proceso de integración no nos reencuentra con nuestro origen ni nos aproxima a nuestras metas. Ya Bolívar había afirmado, certera profecía, que los Estados Unidos parecían destinados por la Providencia para plagar América de miserias en nombre de la libertad. No han de ser la General Motors y la IBM las que tendrán la gentileza de levantar, en lugar de nosotros, las viejas banderas de unidad y emancipación caídas en la pelea, ni han de ser los traidores contemporáneos quienes realicen, hoy, la redención de los héroes ayer traicionados. Es mucha la podredumbre para arrojar al fondo del mar en el camino de la reconstrucción de América Latina. Los despojados, los humillados, los malditos tienen, ellos si, en sus manos, la tarea. La causa nacional latinoamericana es, ante todo, una causa social: para que América Latina pueda nacer de nuevo, habrá que empezar por derribar a sus dueños, país por país. Se abren tiempos de rebelión y de cambio. Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente sobre las conciencias de los hombres.
Los polos de prosperidad que florecían para dar respuesta a las necesidades europeas de metales y alimentos no estaban vinculados entre sí: las varillas del abanico tenían su vértice al otro lado del mar. Los hombres y los capitales se desplazaban al vaivén de la suerte del oro o del azúcar, de la plata o del añil, y sólo los puertos y las capitales, sanguijuelas de las regiones productivas, tenían existencia permanente. América Latina nacía como un solo espacio en la imaginación y la esperanza de Simón Bolívar, José Artigas y José de San Martín, pero estaba rota de antemano por las deformaciones básicas del sistema colonial. Las oligarquías portuarias consolidaron, a través del comercio libre, esta estructura de la fragmentación, que era su fuente de ganancias: aquellos traficantes ilustrados no podían incubar la unidad nacional que la burguesía encarnó en Europa y en Estados Unidos. Los ingleses, herederos de España y Portugal desde tiempo antes de la independencia, perfeccionaron esa estructura todo a lo largo del siglo pasado, por medio de las intrigas de guante blanco de los diplomáticos, la fuerza de extorsión de los banqueros y la capacidad de seducción de los comerciantes. «Para nosotros, la patria es América», había proclamado Bolívar: la Gran Colombia se dividió en cinco países y el libertador murió derrotado: «Nunca seremos dichosos, ¡nunca!», dijo al general Urdaneta. Traicionados por Buenos Aires, San Martín se despojó de las insignias del mando y Artígas, que llamaba americanos a sus soldados, se marchó a morir al solitarío exilio de Paraguay: el Virreinato del Río de la Plata se había partido en cuatro.
Francisco de Morazán, creador de la república federal de Centroamérica, murió fusilado'(128 «Mandó preparar las armas, se descubrió, mandó apuntar, corrigió la puntería, dio la voz de fuego y cayó; aún levantó la cabeza sangrienta y dijo: estoy vivo; una nueva descarga lo hizo expirar.» Gregorio Bustamante Maceo, Historia militar de El Salvador, San Salvador, 1951., En la plaza de Tegucigalpa, la banda toca música ligera todos los domingos por la noche al pie de la estatua de bronce de Morazán. Pero la inscripción está equivocada: ésta no es la estampa ecuestre del campeón de la unidad centroamericana. Los hondureños que habían viajado a París, tiempo después del fusilamiento, para contratar un escultor por encargo del gobierno, se gastaron el dinero en parrandas y terminaron comprando una estatua del Mariscal Ney en el mercado de la pulgas. La tragedia de Centroamérica se convertía rápidamente en farsa). y la cintura de América se fragmentó en cinco pedazos a los que luego se sumaría Panamá, desprendida de Colombia por Teddy Roosevelt.
El resultado está a la vista: en la actualidad, cualquiera de las corporaciones multinacionales opera con mayor coherencia y sentido de unidad que este conjunto de islas que es América Latina, desgarrada por tantas fronteras y tantas incomunicaciones. ¿Qué integración pueden realizar, entre sí, países que ni siquiera se han integrado por dentro? Cada país padece hondas fracturas en su propio seno, agudas divisiones sociales y tensiones no resueltas entre sus vastos desiertos marginales y sus oasis urbanos. El drama se reproduce en escala regional. Los ferrocarriles y los caminos, creados para trasladar la producción al extranjero por las rutas más directas, constituyen todavía la prueba irrefutable de la impotencia o de la incapacidad de América Latina para dar vida al proyecto nacional de sus héroes más lúcidos. Brasil carece de conexiones terrestres permanentes con tres de sus vecinos, Colombia, Perú y Venezuela, y las ciudades del Atlántico no tienen comunicación cablegráfica directa con las ciudades del Pacífico, de tal manera que los telegramas entre Buenos Aires y Lima o Río de Janeiro y Bogotá pasan inevitablemente por Nueva York; otro tanto sucede con las líneas telefónicas entre el Caribe y el sur. Los países latinoamericanos continúan identificándose cada cual con su propio puerto, negación de sus raíces y de su identidad real, a tal punto que la casi totalidad de los productos del comercio intrarregional se transportan por mar: los transportes interiores virtualmente no existen. Pero ocurre, en este sentido, que el cártel mundial de los fletes fija las tarifas y los itinerarios según su paladar, y América Latina se limita a padecer las tarifas exorbitantes y las rutas absurdas. De las 118 líneas navieras regulares que operan en la región, únicamente hay diecisiete de banderas regionales; los fletes sangran la economía latinoamericana en mil millones de dólares por año1. Así, las mercancías enviadas desde Porto Alegre a Montevideo llegan más rápido a destino si pasan antes por Hamburgo, y otro tanto ocurre con la lana uruguaya en viaje a Estados Unidos; el flete de Buenos Aires a un puerto mexicano del golfo disminuye en más de la cuarta parte si el tráfico se realiza a través de Southampton2. El transporte de madera desde México a Venezuela cuesta más del doble que el transporte de madera desde Finlandia a Venezuela, aunque México está, según los mapas, mucho más cerca. Un envío directo de productos químicos desde Buenos Aires hasta Tampico, en México, cuesta mucho más caro que si se realiza por Nueva Orleans3.
Muy distinto destino se propusieron y conquistaron, por cierto, los Estados Unidos. Siete años después de su independencia, ya las trece colonias habían duplicado su superficie, que se extendió más allá de los Aleganios hasta las riberas del Mississippi, y cuatro años más tarde consagraron su unidad creando el mercado único. En 1803, compraron a Francia, por un precio ridículo, el territorio de Louisiana, con lo que volvieron a multiplicar por dos su territorio. Más tarde fue el turno de Florida y, a mediados de siglo, la invasión y amputación de medio México en nombre del «Destino manifiesto». Después, la compra de Alaska, la usurpación de Hawaii, Puerto Rico y las Filipinas. Las colonias se hicieron nación y la nación se hizo imperio, todo a lo largo de la puesta en práctica de objetivos claramente expresados y perseguidos desde los lejanos tiempos de los padres fundadores.
Mientras el norte de América crecía, desarrollándose hacia adentro de sus fronteras en expansión, el sur, desarrollado hacia afuera, estallaba en pedazos como una granada.
El actual proceso de integración no nos reencuentra con nuestro origen ni nos aproxima a nuestras metas. Ya Bolívar había afirmado, certera profecía, que los Estados Unidos parecían destinados por la Providencia para plagar América de miserias en nombre de la libertad. No han de ser la General Motors y la IBM las que tendrán la gentileza de levantar, en lugar de nosotros, las viejas banderas de unidad y emancipación caídas en la pelea, ni han de ser los traidores contemporáneos quienes realicen, hoy, la redención de los héroes ayer traicionados. Es mucha la podredumbre para arrojar al fondo del mar en el camino de la reconstrucción de América Latina. Los despojados, los humillados, los malditos tienen, ellos si, en sus manos, la tarea. La causa nacional latinoamericana es, ante todo, una causa social: para que América Latina pueda nacer de nuevo, habrá que empezar por derribar a sus dueños, país por país. Se abren tiempos de rebelión y de cambio. Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente sobre las conciencias de los hombres.
Montevideo, fines de 1970.
1 Naciones Unidas, CEFAL, Los fletes marítimos en el comercio exterior de América Latina, Nueva York-Santiago de Chile, 1968.
2 Enrique Angulo H. en el volumen colectivo Integración de América Latina, experiencias y perspectivas, México, 1964.
3 Sidney Dell, Experiencias de la integración económica en América Latina, México, 1966.
2 Enrique Angulo H. en el volumen colectivo Integración de América Latina, experiencias y perspectivas, México, 1964.
3 Sidney Dell, Experiencias de la integración económica en América Latina, México, 1966.
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