Autoras/es: Máximo Gorki
Nicolás II, Zar de Todas las Rusias |
- ¡Continúa la vista de la causa!
Todos se precipitaron a sus asientos. Apoyándose con una mano en la mesa, el presidente escondió la cara detrás de un papel y empezó a leer con voz débil como el zumbido de un moscardón.
- ¡Van a comunicar el fallo! -dijo Sisov, prestando oídos.
Se hizo el silencio. Todos se pusieron en pie, mirando al vejete.
Pequeño, seco y erguido, parecía un bastón en el que se apoyara una mano invisible. También los jueces estaban en pie; el síndico del distrito, inclinada la cabeza sobre el hombro, miraba al techo; el alcalde estaba cruzado de brazos; el mariscal de la nobleza se atusaba la barba ...
El magistrado de aspecto enfermizo, su colega ventrudo y el fiscal miraban a los acusados. Detrás de los jueces, por encima de sus cabezas, desde su retrato miraba el zar, ataviado con uniforme rojo; un insecto se arrastraba por su rostro blanco e indiferente.
Todo lo que su hijo acababa de decir no era nuevo para ella, conocía aquellos pensamientos; pero allí, delante del tribunal, era donde por vez primera había llegado a sentir la fuerza arrebatadora y extraña de su fe. Le asombraba la serenidad de Pável, cuyas palabras habíanse concentrado en su pecho, cristalizadas en un convencimiento luminoso, rutilante como una estrella, de la razón y triunfo del hijo. Esperaba que los jueces empezarían a discutir duramente con él, a replicarle iracundos, exponiendo su verdad. Pero de pronto se levantó Andréi, balanceóse un poco, miró de arriba abajo al tribunal y comenzó:
- Señores defensores ...
- ¡Lo que tiene usted delante es el tribunal y no la defensa! -le replicó el magistrado de rostro enfermizo, con voz irritada y fuerte.
Por la cara de Andréi veía la madre que tenía ganas de bromear; le temblaba el bigote, sus ojos brillaban acariciadores y astutos con una expresión felina bien conocida de ella. Restregóse vigorosamente la cabeza con su larga mano y lanzó un suspiro.
- ¿Es posible? -respondió él, moviendo la cabeza-. Yo creía que no erais jueces, sino nada más que defensores ...
- Le ruego que vaya al fondo de la cuestión -observó el vejete con sequedad.
- ¿Al fondo? ¡Bien! Yo ya me he forzado a pensar que en realidad sois jueces, hombres independientes, honrados ...
- ¡El tribunal no necesita que lo caracterice usted!
- ¿No lo necesita? ¡Hum! Bueno, a pesar de todo, voy a continuar ... Vosotros sois hombres para los que no hay ni propios ni extraños, sois libres. Ahora están ante vosotros dos partes; una se queja de verse despojada y maltratada hasta el extremo, y la otra contesta que está en su derecho de despojar y maltratar, porque para eso tiene un fusil ...
- ¿Tiene algo que decir con respecto al fondo de la cuestión? -preguntó el vejete levantando la voz. Le temblaba la mano, y a la madre le era agradable ver que se enfadaba. Pero en cambio le desagradaba la actitud de Andréi; no estaba en consonancia con el discurso de su hijo; ella hubiera querido que se entablara una discusión grave y seria.
El jojol miró en silencio al vejete; después, restregándose la cabeza, dijo seriamente:
- ¿Del fondo de la cuestión? ¿Y para qué voy a hablar con vosotros del fondo de la cuestión? Lo que teníais que saber ya os lo ha dicho mi camarada. Otros os dirán lo que falta, cuando llegue el momento oportuno ...
El vejete incorporóse en el sillón y declaró:
- ¡Le retiro la palabra! ¡Grigori Samóilov!
Apretando los labios con fuerza, el jojol se dejó caer perezosamente en el banquillo; a su lado se levantó Samóilov, sacudiendo sus brazos.
- El fiscal ha llamado a mis camaradas salvajes, enemigos de la cultura ...
- ¡Al asunto, al asunto!
- Esto, precisamente, se refiere a ello. No hay nada que no afecte a las personas honradas. Y ruego que no se me interrumpa. Yo os pregunto: ¿qué es lo que entendéis por cultura?
- Nosotros no estamos aquí para discutir con ustedes. ¡Cíñase a la cuestión! -dijo el vejete, enseñando los dientes.
La conducta de Andréi había hecho cambiar visiblemente a los jueces; sus palabras parecían haber borrado algo en ellos; en sus rostros grises habían aparecido unas manchas y en sus ojos ardían unas chispas, verdes, frías ... El discurso de Pável les había irritado, pero con su tono enérgico les hizo reprimir la ira, forzándoles, sin querer, al respeto; el jojol rompió aquella contención y puso al desnudo fácilmente lo que había debajo de ella. Haciendo extrañas muecas, cuchicheaban entre sí, se movían con una ligereza impropia de sus personas.
- Vosotros educáis espías, pervertís a las mujeres y a las muchachas, ponéis al hombre en el disparadero de ser ladrón y asesino, le envenenáis con vodka; las matanzas internacionales, la mentira entre todo el pueblo, el libertinaje, el embrutecimiento, ¡esa es vuestra cultura! ¡Sí, nosotros somos enemigos de esa cultura!
- ¡Le ruego...! -gritó el vejete, temblándole la barbilla; mas Samóilov, todo rojo, los ojos centelleantes, gritaba también:
- Pero respetamos y apreciamos otra cultura, la cultura a cuyos creadores encerrasteis en presidio o hicisteis perder la razón ...
- ¡Le retiro la palabra! ¡Fedor Masin!
El pequeño Masin se levantó rápido, como una lezna surgida de repente de su agujero, y con voz entrecortada exclamó:
- ¡Yo... yo juro! Ya sé que me habéis condenado.
Le faltó el aliento, se puso pálido y, tendiendo el brazo hacia los jueces, añadió:
- Yo ... ¡palabra de honor! De cualquier sitio adonde me enviéis, me escaparé, volveré, trabajaré siempre por la causa, toda la vida. ¡Palabra de honor!
Sisov carraspeó con fuerza y removióse en su asiento. Y todo el público, cediendo a aquella oleada de excitación creciente, que subía sin cesar, rumoreaba de un modo extraño, sordo ... Lloraba una mujer, alguien se estremecía en un acceso de tos sofocante ... Los gendarmes contemplaban a los detenidos con estúpido asombro y echaban furiosas ojeadas a la multitud. Los jueces se agitaron balanceantes; el vejete gritó con voz aguda:
- ¡Gúsev,Iván!
- ¡No quiero hablar!
- ¡Vasili Gúsev!
- ¡No quiero hablar!
- ¡Bukin, Fedor!
Un joven rubio y descolorido se levantó pesadamente y dijo con lentitud meneando la cabeza:
- ¡Vergüenza os había de dar! ¡Hasta yo, que soy hombre de pocas luces, comprendo lo que es la justicia! -alzó la mano, más arriba de la cabeza, y guardó silencio, entreabiertos los ojos, como si mirara algo a lo lejos.
- ¿Qué está usted diciendo? -gritó el vejete con irritado asombro, echándose hacia atrás en el sillón.
- Bueno, iros a ...
Bukin, sombrío, se sentó en el banquillo. Había en sus confusas palabras algo inmenso, importante ... Algo de ingenuidad mezclada con triste reproche. Lo percibían todos, e incluso los jueces aguzaron el oído, esperando el resonar de un eco más claro que las palabras. Y en los bancos del público todo quedó inmóvil, en silencio. Tan sólo se oía el leve susurro del llanto que vibraba suave en el aire. Luego, el fiscal encogióse de hombros y sonrió, el mariscal de la nobleza tosió sordamente ... de nuevo, poco a poco, fueron renaciendo los cuchicheos y comenzaron a serpentear inquietos por la sala.
La madre, inclinándose hacia Sisov, le preguntó:
- ¿Van a hablar los jueces?
- Todo ha terminado ... Solamente falta el veredicto ...
- ¿Y nada más?
- Nada más.
Ella no le creyó.
La madre de Samóilov, que se rebullía intranquila en su asiento empujando a Vlásova con el hombro y el codo, preguntó en voz baja al marido:
- Pero, ¿cómo? ¿Será posible?
- Ya lo estás viendo ...
- ¿Qué va a ser de nuestro Grisha?
- No me des la lata ...
Percibíase en todos que algo se había removido, quebrantado, roto ...
Pestañeaban perplejos con ojos cegados, como si ante ellos ardiera algo deslumbrante, de rasgos confusos, de significación incomprensible, pero de fuerza arrebatadora. Y sin comprender aquella grandeza que surgía de súbito ante ella, la gente desmenuzaba con premura aquel sentimiento nuevo en otros más pequeños, evidentes, comprensibles para su entendimiento. El mayor de los Bukin, sin recatarse, murmuraba fuerte:
- Pero, vamos a ver, ¿por qué no les dejan hablar? El fiscal puede decirlo todo y hablar cuanto le dé la gana ...
Junto al banco se encontraba en pie un ujier, que, acallando a la gente con las manos, decía a media voz:
- ¡Silencio! Silencio ...
Samóilov echóse hacia atrás y, a espaldas de su mujer, pronunció con voz recia unas entrecortadas frases:
- ¡Desde luego! Supongamos que sean culpables. ¡Pero hay que dejarles que se expliquen! ¿Contra qué iban? ¡Yo desearía comprenderlo! También yo tengo mi interés ...
- ¡Silencio! -exclamó el ujier, amenazándole con el dedo.
Sisov movió sombrío la cabeza. La madre, sin apartar sus ojos de los jueces, veía que su excitación iba en aumento; hablaban entre sí con in articuladas voces. El rumor de sus conversaciones, frío y resbaladizo, le rozaba la cara, provocándole con su contacto temblor en las mejillas y una sensación dolorosa, repugnante, en la boca. Y sin saber por qué, le parecía que hablaban del cuerpo de su hijo y de sus camaradas, de los músculos y miembros de los jóvenes, henchidos de sangre ardiente y de fuerza viva. Aquellos cuerpos encendían en los jueces la envidia malvada de los míseros, la avidez viscosa de los agotados y de los enfermos. Chasqueaban los labios y les daba lástima perder aquellos cuerpos capaces de trabajar y de enriquecer, de gozar y de crear. Ahora aquellos cuerpos iban a salir de la circulación activa de la vida, renunciaban a ella, se llevarían consigo la posibilidad de poseerlos, de emplear su fuerza, de devorarla ... Y por eso, los jóvenes despertaban en los viejos jueces la irritación vengativa y ansiosa de la fiera debilitada que ve carne fresca, pero carece ya de energía para apresarla, que ha perdido la capacidad de saciarse con la fuerza ajena, y gruñe dolorida, aúlla con tristeza al ver huir de ella la fuente de la saciedad.
Y cuanto más atentamente miraba la madre a los jueces, tanto mayor era la nitidez con que iba perfilándose aquel pensamiento tosco y extraño. Parecíale que no disimulaban la excitada avidez y la rabia impotente de los hambrientos, capaces un día de tragar mucho.
Ella, mujer y madre, para quien el cuerpo del hijo había sido siempre, y a pesar de' todo, más querido que su alma, sentía espanto de aquellas miradas mortecinas que resbalaban por la carne del hijo, palpaban su pecho, sus hombros, sus brazos, rozaban su piel ardiente, como si buscaran la posibilidad de enardecerse, de calentarse y calentar la sangre de sus anquilosadas venas, de sus músculos gastados de hombres medio muertos, vivificados ahora un tanto con los aguijonazos de la avidez y la envidia de la vida joven que ellos debían condenar y apartar de sí mismos. Parecíale que su hijo sentía aquellos contactos húmedos, desagradables, ásperos, y que la miraba estremeciéndose.
Pável observaba la cara de su madre con ojos algo cansados, serenos y cariñosos. De cuando en cuando le sonreía, meneando la cabeza.
¡Pronto, la libertad!, decía aquella sonrisa, y era como si acariciara el corazón de la madre con suave roce.
De repente, los jueces se pusieron en pie todos a una. La madre, sin querer, se levantó también.
- ¡Se van! -dijo Sisov.
- ¿Para decidir la condena? -preguntó la madre.
- Sí.
Su tensión desapareció de pronto; una laxitud extenuante invadió todo su cuerpo, le tembló la ceja y la frente se le cubrió de sudor. Un penoso sentimiento de desencanto y ultraje brotó en su corazón para transformarse al momento en abrumador desprecio a los jueces y a su juicio. Le empezaron a doler las sienes, se frotó la frente con la palma de la mano y miró en derredor: los parientes de los acusados se acercaban a la reja y la sala se iba llenando del sordo murmullo de las conversaciones. Ella se acercó también a Pável y, después de estrecharle la mano con fuerza, rompió a llorar, llena a la vez de agravio y alegría, desorientada por aquel caos de sensaciones contradictorias.
Pávelle dijo palabras cariñosas y el jojol bromeaba y se reía.
Todas las mujeres lloraban, más por costumbre que de pena. No había ese dolor que aturde como un golpe inesperado y seco, súbito e invisible, asestado de pronto en la cabeza. Tenían el triste convencimiento de la necesidad de separarse de sus hijos, pero también aquel dolor se sumía, disolviéndose, en las impresiones suscitadas por la jornada. Los padres contemplaban a sus hijos con un sentimiento impreciso en que la desconfianza que les inspiraba la juventud y la conciencia habitual de su propia superioridad se fundían, de un modo extraño, con una especie de respeto a ellos y el triste pensamiento obsesionante de cómo vivir ahora, diluido en la curiosidad despertada por aquellos jóvenes que hablaban audazmente, sin temores, de una vida nueva, mejor. Los sentimientos se veían contenidos por la incapacidad para expresarlos, se derrochaban con prodigalidad las palabras, pero no se hablaba más que de cosas corrientes, de la ropa exterior e interior, de la necesidad de cuidar de la salud ...
El mayor de los Bukin, moviendo los brazos, convencía al hermano menor:
- ¡Precisamente la justicia! ¡Y nada más!
El más joven le repuso:
- Cuídame el estomino ...
- ¡No te preocupes!
Sisov había tomado la mano del sobrino y le decía lentamente:
- De modo, Fedor, que te vas ...
Fedia inclinóse y le susurró algo al oído, sonriendo con picardía. El soldado de escolta también se sonrió, pero, al momento, compuso un grave semblante y refunfuñó.
La madre hablaba con Pável, como los demás, de las mismas cosas: de la ropa, de la salud ... pero en su pecho se le agolpaban decenas de preguntas sobre Sáshenka, sobre ella misma y sobre él. Sin embargo, bajo todo aquello yacía e iba agrandándose con lentitud un sentimiento de amor desbordante al hijo, un intenso deseo de gustarle, de estar cerca de su corazón. La espera de lo terrible había muerto, dejando únicamente tras sí un estremecimiento desagradable al recordar a los jueces y una idea confusa acerca de ellos. Sentía brotar dentro de sí una gran alegría luminosa, pero no la llegaba a comprender y ello le producía turbación. Al ver que el jojol hablaba con todo el mundo, se dio cuenta de que necesitaba más que Pável un poco de cariño y se puso a conversar con él.
- ¡No me ha gustado el juicio!
- ¿Y por qué, madrecita? -exclamó el jojol, sonriendo con gratitud-. Es viejo el molino, pero aún muele ...
- Ni es terrible, ni la gente llega a comprender dónde está la verdad -dijo ella indecisa.
- ¡Pues no pide usted poco...! -exclamó Andréi-. ¿Acaso aquí se busca la verdad?
Suspirando y sonriendo, añadió la madre:
- Yo pensaba que sería terrible ...
- ¡Continúa la vista de la causa!
Todos se precipitaron a sus asientos. Apoyándose con una mano en la mesa, el presidente escondió la cara detrás de un papel y empezó a leer con voz débil como el zumbido de un moscardón.
- ¡Van a comunicar el fallo! -dijo Sisov, prestando oídos.
Se hizo el silencio. Todos se pusieron en pie, mirando al vejete.
Pequeño, seco y erguido, parecía un bastón en el que se apoyara una mano invisible. También los jueces estaban en pie; el síndico del distrito, inclinada la cabeza sobre el hombro, miraba al techo; el alcalde estaba cruzado de brazos; el mariscal de la nobleza se atusaba la barba ...
El magistrado de aspecto enfermizo, su colega ventrudo y el fiscal miraban a los acusados. Detrás de los jueces, por encima de sus cabezas, desde su retrato miraba el zar, ataviado con uniforme rojo; un insecto se arrastraba por su rostro blanco e indiferente.
- ¡A deportación! -dijo Sisov, suspirando aliviado-. ¡Gracias a Dios que se terminó! ¡Se hablaba de que los mandarían a trabajos forzados! No es tan terrible, madre. ¡No tiene importancia!
- Yo ya lo sabía -repuso ella con voz cansada.
- De todos modos, ¡ahora ya es seguro! Pues, con estos jueces ... ¡vaya usted a saber lo que podía pasar!
volvióse hacia los condenados, cuando ya se los llevaban, y les dijo en voz alta:
- ¡Hasta la vista, Fedor! ¡Y todos! ¡Que Dios os ayude!
La madre saludó a su hijo y a sus camaradas inclinando la cabeza en silencio. Hubiera querido llorar, pero le dio vergüenza.
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