Autoras/es: Máximo Gorki
Nikolai Batalov en el rol de Pavel Vlasov. Fotograma del film La Madre (1926) de Vsevolod Pudovkin |
- Aquí no hay delincuentes, ni jueces -resonó la voz firme de Pável-; no hay más que prisioneros y vencedores ...
Se hizo un silencio. Durante unos segundos, el oído de la madre no percibió más que el chirriar apresurado y fino de la pluma sobre el papel y los latidos de su propio corazón.
El presidente del tribunal parecía también escuchar algo y esperar.
Sus colegas se removieron. Entonces dijo:
- Bueno ... ¡Andréi Najodka! ¿Confiesa usted...?
Andréi se levantó lentamente, se enderezó y, retorciéndose el bigote, miró al viejecillo de soslayo:
- ¿De qué puedo reconocerme culpable? -dijo encogiéndose de hombros el jojol con su voz cantarina, lentamente, como siempre-. Yo ni he matado, ni he robado; simplemente, no estoy de acuerdo con esta organización de la vida que fuerza a los hombres a despojarse, a asesinarse unos a otros ...
- Responda más concisamente -dijo el vejete con esfuerzo, pero con voz clara.
Sisov se sentó en el banco refunfuñando.
- ¿Qué te pasa? -preguntó la madre.
- ¡Nada! Que la gente es tonta ... Sonó la campanilla. Alguien anunció con indiferencia:
- Contintía la vista de la causa ...
Nuevamente todos se pusieron en pie y otra vez se presentaron los jueces, en el mismo orden que la primera, y tomaron asiento. Se dio entrada a los acusados.
- ¡Ánimo! -cuchicheó Sisov-. Va a hablar el fiscal.
La madre, alargando el cuello, inclinó todo su cuerpo hacia adelante y quedó paralizada, en espera de lo terrible.
En pie, medio vuelto hacia los jueces, apoyado un codo en el atril, el fiscal lanzó un suspiro y, agitando en el aire la mano derecha, empezó a hablar. La madre no entendió sus primeras palabras; su voz era pastosa, sin altibajos, y tan pronto fluía con rapidez, como hacíase más lenta.
Las palabras se extendían monótonas en larga hilera, como las puntadas de una costura, y de repente, volaban apresuradamente, se arremolinaban como un enjambre de moscas negras sobre un terrón de azúcar. Pero la madre no veía en ellas nada amenazador, ni nada terrible. Frías como la nieve, grises como la ceniza, caían y caían sin cesar, llenando la sala de una pesadez aburrida, como si fueran un polvillo fino y seco. Aquel discurso, parco de sentimientos y abundante en palabras, no debía llegar hasta Pável y sus camaradas; al parecer, no les producía ninguna impresión y continuaban sentados con toda tranquilidad, conversando sin ruido, sonriendo a veces, frunciendo otras el ceño para disimular la sonrisa.
- ¡Miente! -cuchicheó Sisov.
La madre no hubiera podido decir otro tanto. Oía las palabras del fiscal y comprendía que acusaba a todos, sin atacar a ninguno por separado. Citaba a Pável y empezaba a hablar de Fedia, y cuando los había ya confundido, metía entre ellos con obstinación a Bukin; parecía como si los fuese empaquetando a todos en un saco y lo cosiese bien, apretándolos a unos contra otros. Pero el sentido externo de sus palabras no la satisfacía, ni la conmovía, ni la asustaba; a pesar de todo, continuaba en espera de lo terrible y lo buscaba con obstinación tras las palabras, en la cara del fiscal, en sus ojos, en su voz, en la mano blanca que oscilaba lenta en el aire. Había algo terrible, ella lo percibía, pero como era inatrapable, no se dejaba determinar, y de nuevo iba cubriéndole el corazón de una capa seca y corrosiva.
Miró a los jueces; indudablemente, aquel discurso les aburría. Las caras inanimadas, amarillas y grises no expresaban nada. Las palabras del fiscal se esparcían por el aire como una niebla, imperceptible a la vista, que aumentaba de continuo y se volvía más espesa en torno a los jueces, envolviéndoles por completo en una nube de indiferencia y fatigosa espera. El presidente no hacía el menor movimiento, como fosilizado en su rígida postura; las manchas grises de detrás de los cristales de sus gafas desaparecían de vez en vez, diluyéndose por su rostro.
Ante aquella indiferencia yerta y aquella insensibilidad sin rencor, la madre se preguntaba con angustia:
¿Están juzgando?
Aquella pregunta le oprimía el corazón, y desalojando de él poco a poco la ansiosa espera de lo terrible, le producía un picor en la garganta, con una aguda sensación de agravio.
El discurso del fiscal interrumpióse de pronto de un modo inesperado, dio unas puntadas, breves y rápidas, en el saco de sus palabras, se inclinó ante los jueces y se sentó, frotándose las manos. El mariscal de la nobleza cabeceó aquiescente, abriendo mucho sus ojos saltones; el alcalde le tendió la mano, y el síndico, mirándose la panza, sonrió. Pero el discurso no debía haber animado a los jueces, ya que no hicieron ni el más leve movimiento.
- Tiene la palabra ... -dijo el viejecillo, acercándose un papel a la cara- el defensor de Fedoséiev, Márkov y Zagárov.
Se levantó el abogado que la madre había visto en casa de Nikolái. Tenía el rostro ancho, la expresión bondadosa y sus ojillos sonreían fulgurantes; parecía que, bajo las pelirrojas cejas, asomaban dos puntas de acero que cortaban algo en el aire, como tijeras. Empezó a hablar lentamente, con voz sonora y clara, pero la madre no le podía oír, porque Sisov le susurraba al oído:
- ¿Entiendes lo que dice?, ¿has comprendido? Dice que son unos insensatos, unos locos. ¿Eso será por Fedor?
Ella, agobiada bajo el peso de la decepción, no contestó. Su agravio iba en aumento, oprimiéndole el alma. Ahora, Vlásova comprendía con claridad por qué había esperado justicia; pensaba que iba a presenciar un litigio leal y severo entre la verdad de su hijo y la de los jueces. Se figuraba que éstos interrogarían a Pável largamente, con detenimiento y atención, interesándose por todo cuanto en su corazón vivía; que examinarían con ojos sagaces todos los pensamientos y acciones de su hijo, todas sus jornadas, y cuando vieran la razón que le asistía, dirían con voz fuerte:
- ¡Ese hombre está en lo justo!
Pero no ocurría nada semejante, era como si los acusados se encontraran inmensamente lejos de los jueces y éstos no existiesen para ellos. Fatigada, la madre perdió el interés por el juicio; sin escuchar las palabras, pensaba ofendida:
¿Acaso se juzga así?
- ¡Así, duro con ellos! -murmuró aprobatorio Sisov.
Ya era otro abogado el que hablaba; pequeño, de rostro agudo, pálido e irónico; los jueces le interrumpieron.
El fiscal se levantó de un salto; con rapidez y enfado dijo algo sobre el protocolo; luego, habló exhortativo el viejecillo; el defensor inclinó la cabeza respetuosamente, y después de escucharles, continuó su discurso.
- ¡Escarba, escarba! -indicó Sisov-. Cava hondo ...
La sala iba animándose, centelleaba en los ojos un belicoso ardor; el abogado irritaba con palabras agudas la vieja epidermis de los jueces.
Era como si los jueces se hubiesen apretado más estrechamente unos contra otros, inflándose y ensanchándose, para rechazar los papirotazos, punzantes y agudos, de las palabras.
De pronto, se levantó Pável, y al instante se hizo un silencio inesperado. La madre inclinó todo el cuerpo hacia adelante. Pável hablaba con serenidad:
- Como hombre de partido no reconozco más tribunal que el de mi Partido y no voy a hablar para defenderme, sino obedeciendo al deseo de mis camaradas, que tampoco han querido defensor; voy a intentar explicaros lo que no habéis entendido. El fiscal ha calificado nuestra manifestación bajo la bandera de la socialdemocracia como un levantamiento contra las autoridades supremas y ha hablado constantemente de nosotros considerándonos como rebeldes contra el zar. Debo declarar que, para nosotros, la autocracia no es la única cadena que aprisiona el cuerpo del país, sino solamente la primera cadena de que debemos liberar al pueblo ...
El silencio se había hecho todavía más profundo al resonar de aquella voz firme, que parecía ir ensanchando los muros de la sala, y era como si Pável fuera alejándose del auditorio, adquiriendo mayor relieve.
Los jueces se removieron pesadamente, con inquietud. El mariscal de la nobleza murmuró algunas palabras al magistrado con cara de hastío, éste asintió con la cabeza y se dirigió al viejecillo, mientras que, por el otro lado, le hablaba al oído su colega de traza enfermiza. El presidente, oscilando en su sillón de derecha a izquierda, dijo algo a Pável, pero su voz se fundió en el torrente, amplio e igual, de las palabras de Vlásov.
- Nosotros somos socialistas. Esto quiere decir que somos enemigos de la propiedad privada, que desune a los hombres, los arma a unos contra otros y crea una hostilidad irreconciliable de intereses; que miente cuando intenta ocultar o justificar esta hostilidad y pervierte a todos con la mentira, la hipocresía y la maldad. Nosotros decimos: la sociedad que considera al hombre únicamente como instrumento para enriquecerse, es antihumana, nos es hostil; no podemos tolerar su moral hipócrita y falsa; estamos contra su cinismo y la crueldad con que trata al individuo; queremos luchar y lucharemos contra todas las formas de avasallamiento físico y moral del hombre empleadas por esta sociedad, contra todos los métodos de trituración del hombre para satisfacer la avidez. Nosotros, los obreros, somos los que creamos todo con nuestro trabajo, desde las máquinas gigantescas hasta los juguetes para los niños, y, sin embargo, nos vemos privados del derecho a luchar por nuestra dignidad humana; cada cual se esfuerza y puede convertirnos en instrumentos para la consecución de sus fines; nosotros ahora queremos tener una libertad que nos permita conquistar, con el tiempo, todo el poder. Nuestras consignas son sencillas: ¡Abajo la propiedad privada!, ¡todos los medios de producción para el pueblo, todo el poder para el pueblo, el trabajo es obligatorio para todos! Como veis, ¡no somos unos motineros!
Pável sonrió y pasóse lentamente la mano por los cabellos; el fuego de sus ojos azules adquirió de pronto mayor resplandor.
- ¡Le ruego que se ciña al asunto! -dijo el presidente con voz neta y fuerte. Se volvió hacia Pável con todo el pecho y le miró; parecióle a la madre que en su empañado ojo izquierdo encendíase un fulgor ávido y malévolo. Todos los jueces miraban a su hijo de tal modo, que parecía que sus ojos se pegaban a la cara del joven, adheríanse a sus músculos, ávidos de chuparle la sangre para reanimar con ella sus agotados cuerpos. y Pável, erguido, de elevada estatura, se alzaba fuerte y firme, tendía hacia ellos su brazo, diciendo con voz no alta, pero distinta:
- Somos revolucionarios y lo seguiremos siendo mientras unos solamente manden y otros sólo trabajen. Estamos contra la sociedad cuyos intereses tenéis orden de defender. Somos enemigos irreconciliables de ella y de vosotros, y no habrá reconciliación posible mientras no venzamos. ¡Venceremos nosotros, los obreros! Vuestros mandantes no son, en absoluto, tan fuertes como ellos se figuran. Esa propiedad que amontonan y guardan, sacrificando para ello a millones de seres esclavizados, esa misma fuerza que les da poder sobre nosotros hace surgir entre ellos conflictos hostiles y los arruina física y moralmente. La propiedad exige un esfuerzo excesivo para su conservación, y, en realidad, todos vosotros, nuestros amos, sois más esclavos que nosotros mismos; vosotros estáis esclavizados en espíritu, mientras que nosotros lo estamos sólo físicamente. Vosotros no podéis libertaros del yugo de los prejuicios y de los hábitos que os han matado ya moralmente, mientras que a nosotros nada nos impide ser interiormente libres. El veneno que nos dais es más débil que el antídoto que vosotros -sin querer- vertéis en nuestra conciencia. Ésta crece y se desarrolla sin cesar, se enciende cada vez más rápidamente y arrastra consigo a lo mejor, a todo lo moralmente sano, incluso de vuestro medio. Advertid que ya no tenéis a nadie que pueda luchar con ideas en defensa de vuestro poderío; habéis agotado ya todos los argumentos capaces de protegeros contra el empuje de la justicia histórica, no podéis crear ya nada nuevo en el dominio de las ideas, sois estériles de espíritu. En cambio, nuestras ideas se desarrollan, se encienden con resplandor cada vez mayor, abarcan a las masas populares, organizándolas para la lucha por la libertad. La conciencia del grandioso papel de los obreros aúna a todos los proletarios del mundo en una sola alma, y a vosotros os será imposible detener este proceso regenerador de la vida, como no sea con la crueldad y el cinismo. Pero el cinismo es evidente para todos, y la crueldad irrita al pueblo. Y las manos que hoy nos estrangulan estrecharán pronto las nuestras en apretón fraterno. Vuestra energía es la energía mecánica producida por el aumento del oro, os une en grupos predestinados a devorarse mutuamente; la nuestra es la fuerza viva y sin cesar creciente del sentimiento de solidaridad de todos los obreros. Cuanto hacéis es criminal, ya que tiende a sojuzgar al hombre; nuestro trabajo libera al mundo de los fantasmas y monstruos engendrados por vuestra mentira, por vuestra maldad, por vuestra codicia; monstruos que atemorizan al pueblo. Habéis arrancado al hombre de la vida y le habéis aniquilado; el socialismo une el mundo, destrozado por vosotros, en un todo único y grandioso. ¡Así será!
Pável se detuvo un momento, y repitió más bajo, con más fuerza:
- ¡Así será!
Cuchicheaban los jueces, haciendo muecas raras, sin apartar de Pável los ávidos ojos, y la madre sentía que ensuciaban con aquellas miradas el cuerpo esbelto y fuerte del hijo, envidiando su salud, su fortaleza, su lozanía ... Los acusados escuchaban atentos las palabras del camarada; sus rostros habían palidecido, sus ojos fulguraban de alegría ... La madre bebíase las palabras del hijo, que se le iban quedando grabadas en la memoria, en filas bien formadas. En varias ocasiones, el viejecillo interrumpió a Pável, haciéndole alguna observación, hasta tuvo una vez una sonrisa triste. Pávelle oía en silencio, y de nuevo empezaba a hablar con voz serena, pero tranquila, que reclamaba atención, sometiendo a su voluntad la de los jueces. Al fin, el vejete prorrumpió en gritos, tendiendo el brazo hacia Pável. Éste, con una leve ironía en la voz, repuso:
- Termino. No quería ofenderos personalmente; por el contrario, como asistente forzoso a esta comedia que llamáis juicio, casi os tengo lástima. A pesar de todo, sois hombres, y a nosotros siempre nos duele el ver a unos hombres, aunque sean enemigos de nuestros fines, rebajarse de manera tan vergonzosa al servicio de la violencia, perder hasta tal extremo la conciencia de su dignidad humana ...
Se sentó, sin mirar a los jueces; la madre los miraba fijamente, contenido el aliento, en espera de lo que había de venir.
Andréi, radiante, estrechó con fuerza la mano de Pável; Samóilov, Masin y todos los demás se volvieron animadamente hasta él. Pável esbozó una sonrisa, turbado por el entusiasmo de sus camaradas, miró al banco donde estaba sentada la madre y le hizo una seña con la cabeza, como preguntándole:
- ¿Está bien así?
Ella le contestó con un profundo suspiro de alegría, envuelta toda en una cálida oleada de amor.
- Bueno, ahora es cuando ha empezado el juicio -cuchicheó Sisov-. ¡Cómo los ha puesto!, ¿eh?
Ella asintió en silencio con la cabeza, contenta de que su hijo hubiera hablado con tanta valentía, y quizá aún más de que hubiera terminado.
Una pregunta le golpeaba temblorosa en la cabeza:
Bueno, ¿y qué vais a responder vosotros ahora?
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