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lunes, 14 de noviembre de 2011

LA MADRE (II-24). Máximo Gorki

Autoras/es: Máximo Gorki


H. Daumier: El tribunal, de la serie Les gens de justice (h. 1845-1848).
- Aquí no hay delincuentes, ni jueces -resonó la voz firme de Pável-; no hay más que prisioneros y vencedores ...

Se hizo un silencio. Durante unos segundos, el oído de la madre no percibió más que el chirriar apresurado y fino de la pluma sobre el papel y los latidos de su propio corazón.
El presidente del tribunal parecía también escuchar algo y esperar.
Sus colegas se removieron. Entonces dijo:
- Bueno ... ¡Andréi Najodka! ¿Confiesa usted...?
Andréi se levantó lentamente, se enderezó y, retorciéndose el bigote, miró al viejecillo de soslayo:
- ¿De qué puedo reconocerme culpable? -dijo encogiéndose de hombros el jojol con su voz cantarina, lentamente, como siempre-. Yo ni he matado, ni he robado; simplemente, no estoy de acuerdo con esta organización de la vida que fuerza a los hombres a despojarse, a asesinarse unos a otros ...
- Responda más concisamente -dijo el vejete con esfuerzo, pero con voz clara.
(Fecha original: 1907)


Aquel espanto, semejante a algo mohoso que dificultara la respiración con su desagradable humedad, iba creciendo en su pecho, y cuando llegó el día del juicio, llevó consigo a la sala de la audiencia un peso terrible y oscuro que le doblaba la espalda y el cuello.
En la calle la saludaron los conocidos del arrabal; ella se inclinaba en silencio, abriéndose paso a través de la muchedumbre sombría. En los corredores de la audiencia y en la sala se encontró con familiares de los procesados, que le decían algo en voz baja. Parecíale que las palabras estaban de más, no las comprendía. Todos se hallaban sobrecogidos por un mismo sentimiento de aflicción, y éste se transmitía a la madre, oprimiéndola aún más.
- ¡Siéntate a mi lado! -le dijo Sisov, haciéndole sitio en su banco.
Obedeció ella, se arregló el vestido y miró en torno. Ante sus ojos se deslizaron confundidas unas franjas verdes y escarlata, unas manchas; brillaron unos finos hilos amarillos ...
- ¡Tu hijo ha sido la perdición de nuestro Grisha! -le reprochó en voz baja una mujer que estaba sentada junto a ella.
- ¡Cállate, Natalia! -interrumpió hosco Sisov.
Nílovna miró a la mujer: era la madre de Samóilov; más allá estaba sentado su marido, hombre calvo, de aspecto venerable y poblada barba rojiza. Tenía la cara angulosa; con los ojos entornados miraba hacia adelante, y la barba le temblaba.
Por los altos ventanales de la sala penetraba una luz igual y turbia; copos de nieve resbalaban por los cristales. Entre las ventanas había un inmenso retrato del zar en grueso y reluciente marco dorado. A ambos lados, cubrían un poco el marco los rígidos pliegues de las pesadas cortinas escarlata que colgaban de las ventanas. Delante del retrato, una mesa cubierta de paño verde ocupaba casi todo el ancho de la sala; a la derecha, detrás de una reja, había dos bancos de madera; a la izquierda, dos filas de sillones de color carmesí. Por la sala iban y venían sin hacer ruido unos ujieres con cuellos verdes y botones dorados en el pecho y sobre el vientre. En el aire turbio flotaba tímidamente un leve cuchicheo y se percibía una mezcla de olores de medicinas. Todo aquello colores, centelleos, ruidos y olores- oprimía los ojos, penetraba en el pecho al respirar e iba llenando el corazón con la niebla, abigarrada e inmóvil, de un angustioso temor.
De pronto, alguien dijo unas palabras en voz alta, la madre estremecióse, todos se pusieron en pie y ella también se levantó, agarrándose al brazo de Sisov.
En el ángulo izquierdo de la sala se abrió una alta puerta, dando paso a un viejecillo con gafas, de andar vacilante. Unas patillas blancas, poco pobladas, temblaban en la pequeña cara gris; y el labio superior, rasurado, se le hundía en la boca. Los pómulos salientes y el mentón se apoyaban en el alto cuello del uniforme, y parecía que en su interior no había pescuezo. Tras él, sosteniéndole por el brazo, venía un joven alto, con rostro como de porcelana, redondo y sonrosado, y en pos de ambos avanzaban lentamente tres personajes embutidos en sus uniformes con brocados de oro y otros tres de paisano.
Se estuvieron acomodando largo rato detrás de la mesa y sentáronse al fin en los sillones; cuando hubieron tomado asiento, uno de ellos, con la guerrera desabrochada, rostro afeitado y expresión de hastío, empezó a hablar algo al viejecillo, moviendo pesadamente y sin ruido sus abultados labios. El vejete le escuchaba, extrañamente rígido e inmóvil; tras los cristales de sus gafas, la madre vio dos manchitas incoloras. A un extremo de la mesa, junto a un atril, permanecía en pie un hombre calvo que, carraspeando, hojeaba unos papeles.
El viejecillo se inclinó hacia adelante y empezó a hablar. Pronunció con claridad la primera palabra, pero las siguientes parecían resbalar por sus labios delgados y grises:
- Abro la ... Conducid ...
- ¡Mira! -cuchicheó Sisov, empujando ligeramente a la madre, y se levantó.
Detrás de la reja se abrió una puerta y dio paso a un soldado con el sable desnudo al hombro; tras él aparecieron Pável, Andréi, Fedia Masin, los dos Gúsev, Samóilov, Bukin, Sómov y otros cinco muchachos cuyos nombres desconocía la madre. Pável sonrió con cariño, Andréi también sonrió mostrando los dientes y saludando con una inclinación de cabeza. Las sonrisas, los animados rostros y ademanes con que ellos irrumpieron en el silencio, grave y afectado, de la sala hicieron más luminosa a ésta y más sencillo su ambiente. Disminuyó el aceitoso brillo del oro de los uniformes, tomándose más opaco, y un aliento de animosa seguridad, un hálito de fuerza viva llegó al corazón de la madre, despertándolo. Y en los bancos, detrás de ella, donde hasta entonces la gente había aguardado aplanada, alzábase ahora, como un eco de este nuevo ambiente, un sordo rumor.
- ¡No tienen miedo! -oyó cuchichear a Sisov, y a la derecha, la madre de Samóilov sollozó quedamente.
- ¡Silencio! -resonó severa una voz.
- Les prevengo ... -dijo el viejecillo.
Pável y Andréi se sentaron juntos, en el primer banco, y con ellos, Masin, Samóilov y los hermanos Gúsev. Andréi se había afeitado la barba, el bigote le había crecido y las puntas le caían hacia abajo dando a su cabeza redonda un aspecto parecido a la de un gato. En su rostro se percibía algo nuevo, sarcástico y mordaz en las comisuras de los labios, sombrío en los ojos. En el labio superior de Masin negreaban dos rayas; tenía la cara más llena. Samóilov seguía con el pelo tan rizoso como antes. Iván Gúsev conservaba su ancha sonrisa.
- ¡Ay, Fedka, Fedka! -murmuró Sisov, bajando la cabeza.
La madre escuchaba las inarticuladas preguntas del viejecillo, que interrogaba a los acusados, sin mirarlos, inmóvil la cabeza sobre el cuello del uniforme. Llegaban hasta la madre las respuestas, breves y serenas, del hijo. Le parecía que el presidente del tribunal y sus colegas no podían ser gente mala y cruel. Mientras examinaba con atención las fisonomías de los magistrados, intentando adivinar algo, sentía que una nueva esperanza aleteaba quedamente en su pecho.
El hombre del rostro de porcelana leía indiferente un papel, su voz monótona iba llenando la sala de tedio, y el público, sumergido en él, permanecía inmóvil, como atónito. Cuatro abogados conversaban con los procesados en voz baja, pero con animación. Tenían ademanes rápidos, enérgicos, y parecían grandes pájaros negros. A un lado del vejete, un ventrudo magistrado, de ojillos anegados en grasa, llenaba todo el sillón con su voluminoso cuerpo; al otro, había un hombre encorvado, de bigote pelirrojo y pálido rostro. Apoyada con laxitud la cabeza en el respaldo del sillón y con los ojos entreabiertos, estaba pensando en algo. El fiscal tenía también aspecto fatigado y aburrido. Detrás de los magistrados estaba sentado el alcalde de la ciudad, hombre corpulento y macizo, acariciándose pensativo una mejilla; el mariscal de la nobleza, de cabellos grises, faz rubicunda y luenga barba, con grandes y bondadosos ojos; el síndico del distrito, avergonzado, por lo visto, de su panza descomunal, se esforzaba en esconderla bajo el borde de su abrigo, sin conseguirlo, porque se le escurría siempre.
- Aquí no hay delincuentes, ni jueces -resonó la voz firme de Pável-; no hay más que prisioneros y vencedores ...
Se hizo un silencio. Durante unos segundos, el oído de la madre no percibió más que el chirriar apresurado y fino de la pluma sobre el papel y los latidos de su propio corazón.
El presidente del tribunal parecía también escuchar algo y esperar.
Sus colegas se removieron. Entonces dijo:
- Bueno ... ¡Andréi Najodka! ¿Confiesa usted...?
Andréi se levantó lentamente, se enderezó y, retorciéndose el bigote, miró al viejecillo de soslayo:
- ¿De qué puedo reconocerme culpable? -dijo encogiéndose de hombros el jojol con su voz cantarina, lentamente, como siempre-. Yo ni he matado, ni he robado; simplemente, no estoy de acuerdo con esta organización de la vida que fuerza a los hombres a despojarse, a asesinarse unos a otros ...
- Responda más concisamente -dijo el vejete con esfuerzo, pero con voz clara.
La madre percibió que detrás de ella había animación; la gente cuchicheaba en voz baja y se movía, como para desprenderse de la telaraña que habían tejido las palabras grises del hombre de porcelana.
- ¿Oyes cómo contestan? -dijo Sisov al oído de la madre.
- Fedor Masin, responda ...
- ¡No quiero! -dijo Fedia netamente, levantándose de un salto.
Tenía la cara encendida de emoción, sus ojos centelleaban y, sin que se supiera la causa, escondía las manos detrás de la espalda.
Sisov lanzó una exclamación sofocada y la madre abrió los ojos desmesuradamente, llena de admiración.
- He renunciado a la defensa; no diré nada. ¡Considero vuestro juicio ilegal! ¿Quiénes sois vosotros? ¿Os ha dado el pueblo derecho para juzgarnos? No, no os lo ha dado. ¡Yo no os reconozco!
Se sentó escondiendo la enrojecida cara tras el hombre de Andréi.
El magistrado gordo inclinó la cabeza hacia el presidente y le cuchicheó algo. El magistrado de rostro pálido arqueó las cejas y echó una mirada oblicua a los acusados, alargó la mano sobre la mesa y escribió con lápiz algo en el papel que tenía delante. El síndico del distrito meneó la cabeza, cambió con precaución las piernas de postura, se colocó el vientre sobre las rodillas y se lo cubrió con las manos. El viejecillo volvió el cuerpo, sin mover la cabeza, y dijo algo en voz baja al magistrado pelirrojo; éste le escuchaba con la cabeza inclinada. El mariscal de la nobleza conversaba con el fiscal; el alcalde los escuchaba, frotándose la mejilla. De nuevo sonó la voz opaca del presidente.
- ¿Qué te parece cómo los ha puesto? ¡Ha estado mejor que ninguno! -musitó asombrado Sisov al oído de la madre.
La madre sonrió sin comprender. Todo lo que estaba ocurriendo desde el principio parecíale el prefacio inútil y forzoso de algo terrible que había de venir de pronto y que aplastaría a todos con su frío terror.
Pero las palabras serenas de Pável y Andréi resonaban tan firmes, con tanta intrepidez, como si en lugar de ser pronunciadas ante los jueces, lo fueran en la casita del arrabal. La fogosa intervención de Fedia la había reanimado. Un sentimiento de audacia iba surgiendo en la sala, y por los movimientos de los que estaban detrás, advertía que no era ella la única que lo experimentaba.
- ¿Cuál es su opinión? -preguntó el viejecillo.
El calvo fiscal se levantó y, agarrándose al atril con una mano, empezó a hablar apresuradamente, citando números. En su voz no había nada de terrible.
Pero al mismo tiempo, algo punzante y seco hurgaba inquietante en el corazón de la madre; era una confusa sensación de algo hostil a ella.
No amenazaba, ni gritaba, pero iba creciendo de un modo invisible e intangible. Con lentitud, pesadamente, el algo aquel vagaba en torno a los magistrados, como envolviéndolos en una nube impenetrable, a través de la cual no llegaba hasta ellos nada de fuera. La madre los miraba y continuaba sin comprender. Contrariamente a lo que esperaba, no mostraban irritación contra Pável y Fedia, no les ofendían con sus palabras; pero todo lo que preguntaban le parecía innecesario para los propios jueces; preguntaban como de mala gana, escuchaban con esfuerzo las respuestas, lo sabían todo de antemano, nada les interesaba ...
Ahora, estaba delante de ellos un gendarme que hablaba con voz de bajo:
- A Pável Vlásov le consideraban todos como el instigador principal.
- ¿Y a Andréi Najodka? -preguntó el magistrado grueso con negligencia y sin alzar la voz.
- A él también ...
Uno de los abogados se puso en pie y preguntó:
- ¿Me permiten?
El vejete le preguntó a alguien:
- ¿No tiene usted nada que objetar?
Parecíale a la madre que todos los jueces estaban enfermos. Sus ademanes y voces denotaban un cansancio enfermizo que reflejábase también en sus rostros junto con un tedio gris, fastidioso. Se veía que todo les agobiaba y les molestaba: los uniformes, la sala, los gendarmes, los abogados, la obligación de estar sentados en los sillones, de interrogar y de escuchar ...
Ante ellos estaba ahora el oficial de cara amarilla, tan conocido de la madre, y arrastrando las palabras con énfasis, hablaba en voz alta de Pável y de Andréi. Ella, escuchándole, pensaba involuntariamente:
¡Qué poco sabes tú! Miraba ya a los que estaban detrás de las rejas sin miedo por su destino, sin lástima; no despertaban lástima, le inspiraban solamente un sentimiento de admiración y amor que envolvía y daba calor a su corazón.
La admiración era serena; el amor, alegremente luminoso. Jóvenes, fuertes, estaban sentados aparte, junto a la pared, y casi no se mezclaban en la monótona conversación de testigos y jueces ni en las discusiones de los abogados y del fiscal. A veces, alguno de ellos tenía una sonrisa de desprecio y decía algunas palabras a sus camaradas, y por los rostros de éstos retozaba también una sonrisa burlona. Andréi y Pável hablaban casi todo el tiempo en voz baja con uno de los defensores; la madre le había visto la víspera en casa de Nikolái. Masin prestaba oídos a su conversación, más animado e inquieto que los demás. De cuando en cuando, Samóilov decía algo a Iván Gúsev, y la madre veía que cada vez, Iván, sin que nadie lo advirtiera, daba un codazo al camarada, y que apenas podía contener la risa; se ponía colorado, hinchábansele los carrillos y bajaba la cabeza.
Por dos veces, ya había dado suelta a una contenida risa; y después, estuvo algunos minutos sentado, todo en tensión, tratando de aparentar seriedad. Y en cada uno de ellos, de una manera o de otra, salía triunfante la juventud, venciendo fácilmente el esfuerzo que hacían para dominar su desbordante impulso. Sisov empujó ligeramente a la madre con el codo; ella se volvió hacia él. Parecía a la vez satisfecho y algo preocupado. Y le susurró al oído:
- Mira qué fuertes se sienten, los hijos de su madre. Parecen unos señorones, ¿eh?
En la sala, los testigos hablaban presurosos, con voces incoloras; y los jueces, de mala gana, con indiferencia. El magistrado gordo bostezaba, tapándose la boca con la mano carnosa; el del bigote pelirrojo se había puesto aún más palido, levantaba a veces el brazo, apoyaba con fuerza un dedo en la sien y se quedaba mirando al techo lastimeramente, con ojos desorbitados. De cuando en cuando, el fiscal escribía con lápiz algo en un papel, y de nuevo volvía a cuchichear con el mariscal de la nobleza, y éste, acariciándose la canosa barba, abría sus enormes y hermosos ojos y sonreía, doblando el cuello con aire de importancia. El alcalde tenía las piernas cruzadas y tamborileaba silencioso en su rodilla, gravemente fija la mirada en el bailoteo de sus dedos. Sólo el síndico del distrito, posado el vientre sobre las rodillas y sujetándolo amorosamente con ambas manos, permanecía con la cabeza gacha y parecía ser el único que escuchaba el murmullo monótono de las voces, mientras el viejecillo seguía hundido en el sillón, inmóvil como una veleta en un día sin viento. Aquello se prolongó largo rato, y de nuevo el tedio, abrumador, cegó a la concurrencia.
- Declaro... -dijo el vejete, y después de aplastar el resto de la frase entre sus finos labios, se levantó.
Ruido, suspiros, exclamaciones sofocadas, toses y un arrastrar de pies llenaron la sala. Se llevaron a los acusados, que, al salir, saludaron sonrientes, con inclinaciones de cabeza, a los parientes y a los conocidos. Iván Gúsev gritó en voz baja a alguien:
- ¡No te achiques, Egor!
La madre y Sisov salieron al pasillo.
- ¿Vienes a tomar un vaso de té al figón? -le preguntó el viejo con solicitud y aire pensativo-. ¡Tenemos hora y media por delante!
- No tengo gana.
- Bueno, pues yo tampoco voy ... ¡Qué muchachos!, ¿eh? Se portan como si sólo ellos fueran auténticas personas y los demás nada. ¿Has visto a Fedia, eh?
Se les acercó el padre de Samóilov con el gorro en la mano. Sonrió sombrío y dijo:
Junto a él estaba su mujer. Pestañeaba mucho y se limpiaba la nariz con la punta del pañuelo. Samóilov se cogió la barba con la mano y, mirando al suelo, continuó:
- ¡Vaya un asunto! Mira uno a esos diablos, y comprende que han hecho todo eso inútilmente, que se han buscado la perdición sin necesidad. Y de repente, se pone uno a pensar: ¿puede que tengan razón? Se acuerda uno de que, en la fábrica, ellos son cada vez más; con frecuencia los pescan, y ellos, como los peces en el río, no se agotan. Y vuelve uno a pensar: ¿no serán ellos los fuertes?
- ¡Vaya con mi Grigori! No quiere abogado, hasta se niega a hablar de ello. Es el primero a quien se le ha ocurrido. El tuyo, Pelagueia, estaba por los abogados, pero el mío ha dicho: ¡no los quiero! Y entonces, los cuatro han renunciado ...
- A nosotros ... ¡nos es difícil comprender estas cosas, Stepán Petrov! -repuso Sisov.
- Sí, es difícil -asintió Samóilov.
Su mujer, dando sorbetones, observó:
- Y tienen buen aspecto todos ellos, los muy condenados ...
Y sin poder contener una sonrisa en su cara ancha y marchita, prosiguió:
- Tú, Nílovna, no te enfades porque antes te soltara que el tuyo es el que tiene la culpa. Pues, a decir verdad, cualquiera sabe quién es el más culpable. ¡Ya ves lo que han dicho los gendarmes y los espías de nuestro Grigori! ¡También ha hecho lo suyo el pelirrojo del diablo!
Por lo visto, estaba orgullosa de su hijo, tal vez sin comprender su propio sentimiento; pero aquel sentimiento era bien conocido para la madre, y le respondió con una bondadosa sonrisa y unas dulces palabras:
- Los corazones jóvenes están siempre más cerca de la verdad ...
Por el pasillo deambulaba la gente; se reunían en grupos, conversaban, pensativos y animosos, con voz sorda. Casi nadie se mantenía apartado; en todos los rostros veíase claramente el deseo de hablar, de preguntar y de escuchar. Por el estrecho pasadizo entre las dos paredes blancas iba y venía la gente, como empujada por un vendaval, y parecía que todos buscaban la posibilidad de afianzarse en algo firme y sólido.
El hermano mayor de Bukin, alto y también descolorido, que manoteaba y se volvía con rapidez hacia todos lados, manifestó:
- Klepánov, el síndico del distrito, no es el más indicado para hacer de juez ...
- ¡Calla, Konstantín! -trataba de convencerle su padre, un viejecillo menudo que deslizaba en derredor tímidas miradas.
- No, ¡lo diré! Se corre el rumor de que el año pasado mató a un dependiente suyo para quitarle la mujer. Y ella vive ahora con él. ¿Cómo hay que entender esto? Y además, todo el mundo lo tiene por ladrón ...
- ¡Ay, cómo eres, Konstantín!
- ¡Cierto! -dijo Samóilov-. ¡Cierto! El tribunal no es muy bueno que digamos ...
Al oír su voz, Bukin se acercó en seguida, arrastrando consigo a todos, y agitando mucho los brazos, rojo de excitación, gritó:
- Por robo, por asesinato, ven las causas los jurados; gente llana, campesinos, pequeños burgueses ... Y a los que están contra las autoridades los juzgan ellas mismas. ¿Cómo puede ser eso? Si tú me ofendes, yo te daré una bofetada; y si tú me tienes que juzgar por esto, claro está que yo resultaré el culpable; sin embargo, ¿quién fue el primero en ofender? ¿Tú? ¡Tú!
Un ujier de pelo canoso y nariz de caballete, con varias medallas en el pecho, se abrió paso a empujones entre la gente y gritó a Bukin, amenazándole con el dedo:
- ¡Oye, tú, no chilles, que esto no es ninguna taberna...!
- Permítame, caballero, ya comprendo. Escuche, si yo a usted le pego y le tengo que juzgar: ¿qué opinará usted...?
- ¡Voy a mandar que te echen de aquí! -dijo el ujier con severidad.
- ¿Adónde? ¿Para qué?
- ¡A la calle! Para que no alborotes...
Bukin los miró a todos y añadió en voz queda:
- Para ellos, lo principal es que la gente no hable ...
- ¿Y tú, qué te creías? -gritó el viejo rudamente y con severidad.
Bukin abrió los brazos con ademán de asombro y empezó a hablar en voz más baja.
- Y, además, ¿por qué pueden asistir solamente los parientes y no el pueblo? Si se juzga con justicia, se debe juzgar delante de todos, ¿por qué tener miedo?
Samóilov repitió, pero ya con más fuerza:
- ¡El tribunal no actúa en conciencia, eso es lo cierto!
La madre hubiera querido decirle lo que le oyera a Nikolái sobre la ilegalidad del juicio, pero no le había entendido bien y habíansele olvidado, en parte, las palabras. Tratando de recordarlas, se apartó a un lado y observó que la miraba un joven de bigote rubio. Tenía la mano derecha metida en el bolsillo del pantalón, por lo que su hombro izquierdo parecía más bajo que el otro; aquella particularidad le pareció conocida. Pero el hombre le volvió la espalda, y ella, preocupada con sus recuerdos, olvidó se inmediatamente de él.
Un instante después, su oído percibió una pregunta hecha en voz baja:
- ¿Aquélla?
Alguien respondió, más alto, con alegría:
- ¡Sí!
Ella echó una mirada en derredor. El de los hombros desiguales estaba medio vuelto hacia ella y le decía algo a su acompañante, un muchacho de barba negra, con unas botas altas, que le llegaban hasta las rodillas, y un abrigo corto.
De nuevo sus recuerdos la hicieron estremecerse intranquila, pero no lograba concebir ninguna idea con claridad; en su pecho se iba encendiendo el deseo imperioso de hablar a la gente de la verdad de su hijo. Hubiera querido oír las objeciones que pudieran hacerle, adivinar el fallo del tribunal por las palabras de los que la rodeaban.
- ¿Acaso se juzga así? -comenzó a media voz, con prudencia, dirigiéndose a Sisov-. Los jueces tratan de averiguar lo que ha hecho cada cual, pero no preguntan por qué lo ha hecho. Y todos son viejos ... Para juzgar a los jóvenes, hacen falta jóvenes.
- -dijo Sisov-, es difícil para nosotros entender este asunto. ¡Difícil! -y meneó la cabeza pensativo.
El ujier abrió las puertas de la sala, gritando:
- ¡Los parientes! ¡Que enseñen los pases...!
Una voz hosca observó pausada:
- Piden las entradas, ¡como en el circo!
En todos se percibía ahora una sorda irritación, una audacia imprecisa; la gente se mostraba más desenvuelta que antes; metían ruido, discutían con los ujieres.

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