Autoras/es: José Moya Otero*
(Fecha original del artículo: sd)
Confieso que desde hace muchos años siento una especial admiración por uno de los trabajos, a mi juicio, más sugerentes de W. Carr, se trata de un artículo cuya primera versión en castellano fue dada a conocer por la Revista de Educación y que luego ha conocido sucesivas ediciones en otras tantas publicaciones1. Lo primero que llamó mi atención del artículo fue su título ¿Puede ser científica la investigación educativa? Este título convertía en una pregunta, por tanto en una cuestión abierta, una idea que muchos de los manuales utilizados en la universidad consideraban incuestionable: la naturaleza científica de la investigación educativa.
«En los libros de texto sobre investigación educativa, la pregunta: «¿en qué consiste la investigación educativa?» se interpreta invariable mente como la petición de una descripción de los diversos objetivos, métodos y procedimientos empleados por los investigadores de la educación.
Sin embargo, además de esta interpretación descriptiva, también puede construirse la pregunta como una petición de criterios de evaluación en cuyos términos pueda juzgarse la mayor o menor adecuación de estos diversos objetivos, métodos y procedimientos. En otras palabras, si no hay diferencias reales entre investigar lo que es «educativo» y lo que no lo es, carece de fundamento utilizar este término para designar una forma de investigación en vez de cualquier otra. Por otra parte, si existen esas diferencias, no pueden derivarse de una investigación descriptiva de las actividades actuales de los investigadores de la educación. El hecho de responder a una pregunta como «¿en qué consiste la investigación educativa? » extrayendo las normas de las prácticas concretas de quienes dicen dedicarse a esta actividad no es sino prejuzgar la cuestión en beneficio de quienes eso afirman, por lo que, en realidad, la pregunta queda sin respuesta. Por esta razón, las cuestiones sobre la naturaleza de la investigación educativa no versan sobre las numerosas formas de interpretarse convencionalmente esta tarea, sino que exigen poner de manifiesto las características distintivas de esta actividad, con respecto a las cuales puedan evaluarse todas y cada una de estas interpretaciones convencionales ».
Como puede apreciarse en el texto, su autor, no sólo defiende la pertinencia de la pregunta, sino que invita a desarrollar una respuesta con algunas orientaciones. En todos los casos se trataría de una respuesta que implicaría la elaboración de «criterios de evaluación» ya que sólo un elemento de este tipo permitiría discriminar aquello que puede ser considerado «educativo» de lo que no lo es. Por otra parte, antes de elaborar una posible respuesta y de orientar la búsqueda hacía una determinada dirección, Carr desautoriza otras posibles respuestas: no basta con describir o racionalizar aquello que ya se viene haciendo. En definitiva, lo que Carr, anunciaba en este texto, se podría definir como un «Programa de Investigación » (Lakatos, 1993)2 cuya «heurística positiva» nos encaminaba hacía una búsqueda de aquello que podría ser considerado «educativo» y «científico», mientras que su «heurística negativa», desautorizaba cualquier intento de legitimar las «descripciones» actuales racionalizándolas.
Esta forma de responder a la pregunta pone de manifiesto, además, que, en ese momento, la teoría del cambio científico (Moya, 2002) que Carr pensaba utilizar era la propuesta por Imre Lakatos, conocida como Teoría de los Programas de Investigación, no la de Thomas Khun, conocida como Teoría de los Paradigmas, a pesar de que esta última teoría será muy utilizada posteriormente. En todo caso, es evidente que en este primer momento las ideas de Jürgen Habermas no juegan ningún papel en la búsqueda de la respuesta. Subrayo este hecho porque, sin embargo, serán las ideas de Habermas las que van a sostener la respuesta final a la pregunta con la que se abre el artículo.
La segunda sorpresa del artículo fue la respuesta y sus posibles consecuencias, si la respuesta era positiva, esto provocaría cambios sustanciales en el proceder habitual de los investigadores educativos: sería necesario modificar las formas de validar las teorías, sería necesario prestar atención a nuevos fenómenos, habría que modificar sustancialmente la composición de los miembros de la comunidad de investigadores, incluyendo a los educadores. En definitiva, habría que buscar una nueva base epistemológica para lograr una investigación científica educativa.
Es evidente que, para que la investigación educativa sea científica en este sentido, son necesarias ciertas modificaciones de los procedimientos de investigación vigentes. Por ejemplo, la idea de que la teoría pueda comprobarse científicamente con independencia de la práctica, utilizándola después para corregir o evaluar cualquier práctica educativa, habría que sustituirla por la visión, diametralmente opuesta, de que la teoría de la educación sólo adquiere un carácter científico si puede corregirse y evaluarse a la luz de sus consecuencias prácticas. En segundo lugar, el hecho de que las interpretaciones de los profesionales de la educación constituyan la materia de la investigación educativa y la base de prueba de sus resultados hace que sea totalmente inadecuada la consideración de los profesores como objetos de inspección teórica, como consumidores que aplican soluciones o como clientes a quienes los investigadores dirigen sus descubrimientos e informes. En cambio, dado que los problemas a los que trata de enfrentarse la investigación educativa sólo surgen a los profesionales de la educación, hay que reconocer que su participación activa en las investigaciones es indispensable. En realidad, sólo podrá garantizarse la posibilidad de que la investigación sea, a la vez, educativa y científica si se consigue abandonar todas las divisiones y distinciones que, en la actualidad, separan a la comunidad investigadora de la comunidad educativa (116).
La respuesta aportada por Carr, hace del carácter «educativo» un criterio valorativo para cualquier teoría. Esto significa la apertura de un amplio campo de posibilidades: se podría hacer investigación educativa, pero sin ser científica, se podría hacer investigación científica, pero sin ser educativa, y finalmente, se podría hacer investigación científica y educativa.
Entre todas estas opciones no sólo hay diferencias metodológicas, sino también diferencias epistemológicas. Es decir no sólo estaríamos ante distintas concepciones del método, sino ante distintas formas de fundamentar estas concepciones, es decir ante un pluralismo epistemológico.
Sin embargo, la primera respuesta de Carr a la pregunta sobre la naturaleza de la investigación educativa es muy distinta a la que ofrecerá en un trabajo posterior. Para responder a la pregunta Carr, se apoya en un concepto de científicidad distinto al propuesto por los positivistas, pero muy próximo a un nuevo monismo epistemológico dentro de los saberes educativos.
Si entendemos de este modo la ciencia y la educación, resultará evidente que la exigencia naturalista de que la investigación educativa sea científica no supone la asimilación de los problemas prácticos educativos a los problemas teóricos científicos sociales ni que la investigación educativa deba llevarse a cabo de conformidad con una pura descripción formal del «método científico». Se trata, más bien, de la exigencia de que la investigación educativa elabore principios y procedimientos metodológicos que emancipen a los profesionales de su dependencia de la costumbre y de las tradiciones, de manera que sus interpretaciones y juicios se rijan más por las normas de racionalidad que conducen al progreso científico y de las que depende el bienestar de cualquier ciencia (115).
Atendiéndonos al razonamiento empleado en esta cita podríamos afirmar que la respuesta final a la pregunta sería esta: si se acepta una concepción de la ciencia no naturalista, entonces, la investigación educativa podría ser científica sin renunciar a su carácter educativo. La condición esencial para que se cumpliese este doble condicionamiento sería esta: que los educadores e investigadores se rijan por las normas de racionalidad que conducen al progreso científico. La cuestión por tanto quedaría centrada en este punto: ¿cuáles son las normas de racionalidad que conducen al progreso científico? Esta pregunta es, ante todo una pregunta epistemológica y requiere conocer los fundamentos sobre los que se sostienen las normas de racionalidad.
Llegados a este punto es posible distinguir con claridad el problema metodológico y el problema epistemológico implicados en cualquier investigación. Por un lado, en la metodología se exponen las normas que hacen del proceder científico un proceder racional. Por otro lado, en la epistemología se trata de encontrar el fundamento que dotará de valor a tales normas. Cuando estos dos aspectos de la investigación no están suficientemente claros se produce una perdida de conciencia del investigador sobre las razones de su propio proceder. Utilizando una feliz expresión acuñada por Edgar Morin, se desarrollaría una ciencia sin consciencia (Morin, 1984).
Pues bien, lo que parece proponer Carr es que la investigación educativa participe de las normas de racionalidad que ha hecho posible el progreso científico, esto supondría vincular la pregunta inicial a los esfuerzos actuales por dilucidar la singularidad de la ciencia como forma de racionalidad3. En mi opinión esta sigue siendo una cuestión abierta sobre la que merece la pena profundizar, aunque no podamos hacerlo en este momento. Lo cierto es que, desgraciadamente, Carr, termina por abandonar este camino de búsqueda y centrar su interés en una solución concreta: la construcción de una Ciencia Crítica de la Educación. Es aquí, en este cambio de dirección en la búsqueda de un fundamento sólido para la investigación educativa, donde surge mi discrepancia con el proyecto crítico de Carr y Kemmis.
1 Dado que la primera versión del artículo se ha conservado integra en las posteriores ediciones, voy a utilizar a lo largo de todo este trabajo la fecha de edición correspondiente a la última publicación en castellano 1996. Esta fecha corresponde a al libro titulado Una teoría para la educación, en el que se incluye dicho artículo.
2 El concepto de «Programa de Investigación» (PI) forma parte de la propuesta realizada por Imre Lakatos para poder evaluar el progreso o la regresión dentro de un determinado campo de investigación. A través de esta propuesta, este filosofo hungaro, trata de mejorar el falsacionismo de Popper. El Programa de Investigación es la unidad mínima sobre la que es posible evaluar el progreso científico. Un PI está compuesto por un conjunto de teorías que se caracterizan por exhibir una continuidad reconocible que relaciona a sus miembros y permite identificarlos. Junto a ese conjunto de teorías, un PI, incluye las reglas metodológicas fundamentales de la investigación que son descritas como heurística negativa y heurística positiva, cuyo papel es el de orientar la organización conceptual, metodológica y empírica del programa científico.
«En los libros de texto sobre investigación educativa, la pregunta: «¿en qué consiste la investigación educativa?» se interpreta invariable mente como la petición de una descripción de los diversos objetivos, métodos y procedimientos empleados por los investigadores de la educación.
Sin embargo, además de esta interpretación descriptiva, también puede construirse la pregunta como una petición de criterios de evaluación en cuyos términos pueda juzgarse la mayor o menor adecuación de estos diversos objetivos, métodos y procedimientos. En otras palabras, si no hay diferencias reales entre investigar lo que es «educativo» y lo que no lo es, carece de fundamento utilizar este término para designar una forma de investigación en vez de cualquier otra. Por otra parte, si existen esas diferencias, no pueden derivarse de una investigación descriptiva de las actividades actuales de los investigadores de la educación. El hecho de responder a una pregunta como «¿en qué consiste la investigación educativa? » extrayendo las normas de las prácticas concretas de quienes dicen dedicarse a esta actividad no es sino prejuzgar la cuestión en beneficio de quienes eso afirman, por lo que, en realidad, la pregunta queda sin respuesta. Por esta razón, las cuestiones sobre la naturaleza de la investigación educativa no versan sobre las numerosas formas de interpretarse convencionalmente esta tarea, sino que exigen poner de manifiesto las características distintivas de esta actividad, con respecto a las cuales puedan evaluarse todas y cada una de estas interpretaciones convencionales ».
Como puede apreciarse en el texto, su autor, no sólo defiende la pertinencia de la pregunta, sino que invita a desarrollar una respuesta con algunas orientaciones. En todos los casos se trataría de una respuesta que implicaría la elaboración de «criterios de evaluación» ya que sólo un elemento de este tipo permitiría discriminar aquello que puede ser considerado «educativo» de lo que no lo es. Por otra parte, antes de elaborar una posible respuesta y de orientar la búsqueda hacía una determinada dirección, Carr desautoriza otras posibles respuestas: no basta con describir o racionalizar aquello que ya se viene haciendo. En definitiva, lo que Carr, anunciaba en este texto, se podría definir como un «Programa de Investigación » (Lakatos, 1993)2 cuya «heurística positiva» nos encaminaba hacía una búsqueda de aquello que podría ser considerado «educativo» y «científico», mientras que su «heurística negativa», desautorizaba cualquier intento de legitimar las «descripciones» actuales racionalizándolas.
Esta forma de responder a la pregunta pone de manifiesto, además, que, en ese momento, la teoría del cambio científico (Moya, 2002) que Carr pensaba utilizar era la propuesta por Imre Lakatos, conocida como Teoría de los Programas de Investigación, no la de Thomas Khun, conocida como Teoría de los Paradigmas, a pesar de que esta última teoría será muy utilizada posteriormente. En todo caso, es evidente que en este primer momento las ideas de Jürgen Habermas no juegan ningún papel en la búsqueda de la respuesta. Subrayo este hecho porque, sin embargo, serán las ideas de Habermas las que van a sostener la respuesta final a la pregunta con la que se abre el artículo.
La segunda sorpresa del artículo fue la respuesta y sus posibles consecuencias, si la respuesta era positiva, esto provocaría cambios sustanciales en el proceder habitual de los investigadores educativos: sería necesario modificar las formas de validar las teorías, sería necesario prestar atención a nuevos fenómenos, habría que modificar sustancialmente la composición de los miembros de la comunidad de investigadores, incluyendo a los educadores. En definitiva, habría que buscar una nueva base epistemológica para lograr una investigación científica educativa.
Es evidente que, para que la investigación educativa sea científica en este sentido, son necesarias ciertas modificaciones de los procedimientos de investigación vigentes. Por ejemplo, la idea de que la teoría pueda comprobarse científicamente con independencia de la práctica, utilizándola después para corregir o evaluar cualquier práctica educativa, habría que sustituirla por la visión, diametralmente opuesta, de que la teoría de la educación sólo adquiere un carácter científico si puede corregirse y evaluarse a la luz de sus consecuencias prácticas. En segundo lugar, el hecho de que las interpretaciones de los profesionales de la educación constituyan la materia de la investigación educativa y la base de prueba de sus resultados hace que sea totalmente inadecuada la consideración de los profesores como objetos de inspección teórica, como consumidores que aplican soluciones o como clientes a quienes los investigadores dirigen sus descubrimientos e informes. En cambio, dado que los problemas a los que trata de enfrentarse la investigación educativa sólo surgen a los profesionales de la educación, hay que reconocer que su participación activa en las investigaciones es indispensable. En realidad, sólo podrá garantizarse la posibilidad de que la investigación sea, a la vez, educativa y científica si se consigue abandonar todas las divisiones y distinciones que, en la actualidad, separan a la comunidad investigadora de la comunidad educativa (116).
La respuesta aportada por Carr, hace del carácter «educativo» un criterio valorativo para cualquier teoría. Esto significa la apertura de un amplio campo de posibilidades: se podría hacer investigación educativa, pero sin ser científica, se podría hacer investigación científica, pero sin ser educativa, y finalmente, se podría hacer investigación científica y educativa.
Entre todas estas opciones no sólo hay diferencias metodológicas, sino también diferencias epistemológicas. Es decir no sólo estaríamos ante distintas concepciones del método, sino ante distintas formas de fundamentar estas concepciones, es decir ante un pluralismo epistemológico.
Sin embargo, la primera respuesta de Carr a la pregunta sobre la naturaleza de la investigación educativa es muy distinta a la que ofrecerá en un trabajo posterior. Para responder a la pregunta Carr, se apoya en un concepto de científicidad distinto al propuesto por los positivistas, pero muy próximo a un nuevo monismo epistemológico dentro de los saberes educativos.
Si entendemos de este modo la ciencia y la educación, resultará evidente que la exigencia naturalista de que la investigación educativa sea científica no supone la asimilación de los problemas prácticos educativos a los problemas teóricos científicos sociales ni que la investigación educativa deba llevarse a cabo de conformidad con una pura descripción formal del «método científico». Se trata, más bien, de la exigencia de que la investigación educativa elabore principios y procedimientos metodológicos que emancipen a los profesionales de su dependencia de la costumbre y de las tradiciones, de manera que sus interpretaciones y juicios se rijan más por las normas de racionalidad que conducen al progreso científico y de las que depende el bienestar de cualquier ciencia (115).
Atendiéndonos al razonamiento empleado en esta cita podríamos afirmar que la respuesta final a la pregunta sería esta: si se acepta una concepción de la ciencia no naturalista, entonces, la investigación educativa podría ser científica sin renunciar a su carácter educativo. La condición esencial para que se cumpliese este doble condicionamiento sería esta: que los educadores e investigadores se rijan por las normas de racionalidad que conducen al progreso científico. La cuestión por tanto quedaría centrada en este punto: ¿cuáles son las normas de racionalidad que conducen al progreso científico? Esta pregunta es, ante todo una pregunta epistemológica y requiere conocer los fundamentos sobre los que se sostienen las normas de racionalidad.
Llegados a este punto es posible distinguir con claridad el problema metodológico y el problema epistemológico implicados en cualquier investigación. Por un lado, en la metodología se exponen las normas que hacen del proceder científico un proceder racional. Por otro lado, en la epistemología se trata de encontrar el fundamento que dotará de valor a tales normas. Cuando estos dos aspectos de la investigación no están suficientemente claros se produce una perdida de conciencia del investigador sobre las razones de su propio proceder. Utilizando una feliz expresión acuñada por Edgar Morin, se desarrollaría una ciencia sin consciencia (Morin, 1984).
Pues bien, lo que parece proponer Carr es que la investigación educativa participe de las normas de racionalidad que ha hecho posible el progreso científico, esto supondría vincular la pregunta inicial a los esfuerzos actuales por dilucidar la singularidad de la ciencia como forma de racionalidad3. En mi opinión esta sigue siendo una cuestión abierta sobre la que merece la pena profundizar, aunque no podamos hacerlo en este momento. Lo cierto es que, desgraciadamente, Carr, termina por abandonar este camino de búsqueda y centrar su interés en una solución concreta: la construcción de una Ciencia Crítica de la Educación. Es aquí, en este cambio de dirección en la búsqueda de un fundamento sólido para la investigación educativa, donde surge mi discrepancia con el proyecto crítico de Carr y Kemmis.
1 Dado que la primera versión del artículo se ha conservado integra en las posteriores ediciones, voy a utilizar a lo largo de todo este trabajo la fecha de edición correspondiente a la última publicación en castellano 1996. Esta fecha corresponde a al libro titulado Una teoría para la educación, en el que se incluye dicho artículo.
2 El concepto de «Programa de Investigación» (PI) forma parte de la propuesta realizada por Imre Lakatos para poder evaluar el progreso o la regresión dentro de un determinado campo de investigación. A través de esta propuesta, este filosofo hungaro, trata de mejorar el falsacionismo de Popper. El Programa de Investigación es la unidad mínima sobre la que es posible evaluar el progreso científico. Un PI está compuesto por un conjunto de teorías que se caracterizan por exhibir una continuidad reconocible que relaciona a sus miembros y permite identificarlos. Junto a ese conjunto de teorías, un PI, incluye las reglas metodológicas fundamentales de la investigación que son descritas como heurística negativa y heurística positiva, cuyo papel es el de orientar la organización conceptual, metodológica y empírica del programa científico.
* José Moya Otero: Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
No hay comentarios:
Publicar un comentario