Autoras/es: Eduardo Galeano
(Fecha original: 1970)
PRIMERA PARTE
LA POBREZA DEL HOMBRE
COMO RESULTADO DE LA RIQUEZA DE LA TIERRA
3. LAS FUENTES SUBTERRÁNEAS DEL PODER:
g. EL PETRÓLEO, LAS MALDICIONES Y LAS HAZAÑAS
El petróleo es, con el gas natural, el principal combustible de cuantos ponen en marcha al mundo contemporáneo, una materia prima de creciente importancia para la industria química y el material estratégico primordial para las actividades militares. Ningún otro imán atrae tanto como el «oro negro» a los capitales extranjeros, ni existe otra fuente de tan fabulosas ganancias; el petróleo es la riqueza más monopolizada en todo el sistema capitalista. No hay empresarios que disfruten del poder político que ejercen, en escala universal, las grandes corporaciones petroleras. La Standard Oil y la Shell levantan y destronan reyes y presidentes, financian conspiraciones palaciegas y golpes de Estado, disponen de innumerables generales, ministros y James Bonds y en todas las comarcas y en todos los idiomas deciden el curso de la guerra y de la paz.
La Standard Oil Co de Nueva Jersey es la mayor empresa industrial del mundo capitalista; fuera de los Estados Unidos no existe ninguna empresa industrial más poderosa que la Royal Dutch Shell. Las filiales venden el petróleo crudo a las subsidiarias, que lo refinan y venden los combustibles a las sucursales para su distribución: la sangre no sale, en todo el circuito, fuera del aparato circulatorio interno del cártel, que además posee los oleoductos y gran parte de la flota petrolera en los siete mares. Se manipulan los precios, en escala mundial, para reducir los impuestos a pagar y aumentar las ganancias a cobrar: el petróleo crudo aumenta siempre menos que el refinado.
Con el petróleo ocurre, como ocurre con el café o con la carne, que los países ricos ganan mucho más por tomarse el trabajo de consumirlo, que los países pobres por producirlo. La diferencia es de diez a uno: de los once dólares que cuestan los derivados de un barril de petróleo, los países exportadores de la materia prima más importante del mundo reciben apenas un dólar, resultado de la suma de los impuestos y los costes de extracción, mientras que los países del área desarrollada, donde tienen su asiento las casas matrices de las corporaciones petroleras, se quedan con diez dólares, resultado de la suma de sus propios aranceles y sus impuestos, ocho veces mayores que los impuestos de los países productores, y de los costos y las ganancias del transporte, la refinación, el procesamiento y la distribución que las grandes empresas monopolizan1.
El petróleo que brota de los Estados Unidos disfruta de un precio alto, y son relativamente altos los salarios de los obreros petroleros norteamericanos, pero la cotización del petróleo de Venezuela y de Medio Oriente ha ido cayendo, desde 1957, todo a lo largo de la década de los años sesenta. Cada barril de petróleo venezolano, por ejemplo, valía, en promedio, 2,65 dólares en 1957, y mientras escribo este capítulo, a fines de 1970, el precio es de 1,86 dólares. El gobierno de Rafael Caldera anuncia que fijará unilateralmente un precio mucho mayor, pero el nuevo precio no alcanzará de todos modos, según las cifras que los comentaristas manejan y pese al escándalo que se presiente, el nivel de 1957. Los Estados Unidos son, a la vez, los principales productores y los principales importadores de petróleo en el mundo. En la época en que la mayor parte del petróleo crudo que vendían las corporaciones provenía del subsuelo norteamericano el precio se mantenía alto; durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos se convirtieron en importadores netos, y el cártel comenzó a aplicar una nueva política de precios: la cotización se ha venido abajo sistemáticamente. Curiosa inversión de las «leyes del mercado»: el precio del petróleo se derrumba, aunque no cesa de aumentar la demanda mundial, a medida que se multiplican las fábricas, los automóviles y las plantas generadoras de energía. Y otra paradoja: aunque el precio del petróleo baja, sube en todas partes el precio de los combustibles que pagan los consumidores.
Hay una desproporción descomunal entre el precio del crudo y el de los derivados.
Toda esta cadena de absurdos es perfectamente racional; no resulta necesario recurrir a las fuerzas sobrenaturales para encontrar una explicación. Porque el negocio del petróleo en el mundo capitalista está, como hemos visto, en manos de un cártel todopoderoso. El cártel nació en 1928, en un castillo del norte de Escocia rodeado por la bruma, cuando la Standard Oil de Nueva jersey, la Shell y la Anglo- Iranian, hoy llamada British Petroleum, se pusieron de acuerdo para dividirse el planeta. La Standard de Nueva York y la de California, la Gulf y la Texaco se incorporaron posteriormente al núcleo dirigente del cártel2. La Standard Oil, fundada por Rockefeller en 1870, se había partido en treinta y cinco diferentes empresas en 1911, por la aplicación de la ley Sherman contra los trusts; la hermana mayor de la numerosa familia Standard es, en nuestros días, la empresa de Nueva Jersey. Sus ventas de petróleo, sumadas a las ventas de la Standard de Nueva York y de California, abarcan la mitad de las ventas totales del cártel en nuestros días. Las empresas petroleras del grupo Rockefeller son de tal magnitud que suman nada menos que la tercera parte del total de beneficios que las empresas norteamericanas de todo tipo, en su conjunto, arrancan al mundo entero.
La jersey, típica corporación multinacional, obtiene sus mayores ganancias fuera de fronteras; América Latina le brinda más ganancias que los Estados Unidos y Canadá sumados: al sur del río Bravo, su tasa de ganancias resulta cuatro veces más alta3 Estas corporaciones multinacionales no pertenecen a las múltiples naciones donde operan: son multinacionales, más simplemente, en la medida en que desde los cuatro puntos cardinales arrastran grandes caudales de petróleo y dólares a los centros de poder del sistema capitalista. No necesitan exportar capitales, por cierto, para financiar la expansión de sus negocios; las ganancias usurpadas a los países pobres no sólo derivan en línea recta a las pocas ciudades donde habitan sus mayores cortadores de cupones, sino que además se reinvierten parcialmente para robustecer y extender la red internacional de operaciones. La estructura del cártel implica el dominio de numerosos países y la penetración en sus numerosos gobiernos; el petróleo empapa presidentes y dictadores, y acentúa las deformaciones estructurales de las sociedades que pone a su servicio. Son las empresas quienes deciden, con un lápiz sobre el mapa del mundo, cuáles han de ser las zonas de explotación y cuáles las de reserva, y son ellas quienes fijan los precios que han de cobrar los productores y pagar los consumidores. La riqueza natural de Venezuela y otros países latinoamericanos con petróleo en el subsuelo, objetos del asalto y el saqueo organizados, se ha convertido en el principal instrumento de su servidumbre política y su degradación social. Ésta es una larga historia de hazañas y de maldiciones, infamias y desafíos.
Cuba proporcionaba, por vías complementarias, jugosas ganancias a la Standard Oil de Nueva jersey. La jersey compraba el petróleo crudo a la Creole Petroleum, su filial en Venezuela, y lo refinaba y lo distribuía en la isla, todo a los precios que mejor le convenían para cada una de las etapas. En octubre de 1959, en plena efervescencia revolucionaria, el Departamento de Estado elevó una nota oficial a La Habana en la que expresaba su preocupación por el futuro de las inversiones norteamericanas en Cuba: ya habían comenzado los bombardeos de los aviones «piratas» procedentes del norte, y las relaciones estaban tensas. En enero de 1960, Eisenhower anunció la reducción de la cuota cubana de azúcar, y en febrero Fidel Castro firmó un acuerdo comercial con la Unión Soviética para intercambiar azúcar por petróleo y otros productos a precios buenos para Cuba.
La Jersey, la Shell y la Texaco se negaron a refinar el petróleo soviético: en julio el gobierno cubano las intervino y las nacionalizó sin compensación alguna.
Encabezadas por la Standard Oil de Nueva jersey, las empresas comenzaron el bloqueo. Al boicot del personal calificado se sumó el boicot de los repuestos esenciales para las maquinarias y el boicot de los fletes. El conflicto era una prueba de soberanía4, y Cuba salió airosa. Dejó de ser, al mismo tiempo, una estrella en la constelación de la bandera de los Estados Unidos y una pieza en el engranaje mundial de la Standard Oil.
México había sufrido, veinte años antes, un embargo internacional decretado por la Standard Oil de Nueva jersey y la Royal Dutch Shell. Entre 1939 y 1942 el cártel dispuso el bloqueo de las exportaciones mexicanas de petróleo y de los abastecimientos necesarios para sus pozos y refinerías. El presidente Lázaro Cárdenas había nacionalizado las empresas. Nelson Rockefeller, que en 1930 se había graduado de economista escribiendo una tesis sobre las virtudes de su Standard Oil, viajó a México para negociar un acuerdo, pero Cárdenas no dio marcha atrás. La Standard y la Shell, que se habían repartido el territorio mexicano atribuyéndose la primera el norte y la segunda el sur, no sólo se negaban a aceptar las resoluciones de la Suprema Corte en la aplicación de las leyes laborales mexicanas, sino que además habían arrasado los yacimientos de la famosa Faja de Oro a una velocidad vertiginosa, y obligaban a los mexicanos a pagar, por su propio petróleo, precios más altos que los que cobraban en Estados Unidos y en Europa por ese mismo petróleo.5 Este fenómeno sigue siendo usual en varios países. En Colombia, por ejemplo, donde el petróleo se exporta libremente y sin pagar impuestos, la refinería estatal compra a las compañías extranjeras el petróleo colombiano con un recargo del 37 por 100 sobre el precio internacional, y lo tiene que pagar en dólares (Raúl Alameda Ospina en la revista Esquina, Bogotá, enero de 1968). En pocos meses, la fiebre exportadora había agotado brutalmente muchos pozos que hubieran podido seguir produciendo durante treinta o cuarenta años. «Habían quitado a México --escribe O'Connor— sus depósitos más ricos, y sólo le habían dejado una colección de refinerías anticuadas, campos exhaustos, los pobreríos de la ciudad de Tampico y recuerdos amargos.» En menos de veinte años, la producción se había reducido a una quinta parte. México se quedó con una industria decrépita, orientada hacia la demanda extranjera, y con catorce mil obreros; los técnicos se fueron, y hasta desaparecieron los medios de transporte. Cárdenas convirtió la recuperación del petróleo en una gran causa nacional, y salvó la crisis a fuerza de imaginación y de coraje. Pemex, Petróleos Mexicanos, la empresa creada en 1938 para hacerse cargo de toda la producción y el mercado, es hoy la mayor empresa no extranjera de toda América Latina. A costa de las ganancias que Pemex produjo, el gobierno mexicano pagó abultadas indemnizaciones a las empresas, entre 1947 y 1962, pese a que, como bien dice Jesús Silva Herzog, «México no es el deudor de esas compañías piratas, sino su acreedor legítimo.»6 En 1949, la Standard Oil interpuso veto a un préstamo que los Estados Unidos iban a conceder a Pemex, y muchos años después, ya cerradas las heridas por obra de las generosas indemnizaciones, Pemex vivió una experiencia semejante ante el Banco Interamericano de Desarrollo.
Uruguay fue el país que creó la primera refinería estatal en América Latina. La ANCAP, Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland, había nacido en 1931, y la refinación y la venta de petróleo crudo figuraban entre sus funciones principales. Era la respuesta nacional a una larga historia de abusos del trust en el río de la Plata. Paralelamente, el Estado contrató la compra de petróleo barato en la Unión Soviética. El cártel financió de inmediato una furiosa campaña de desprestigio contra el ente industrial del Estado uruguayo y comenzó su tarea de extorsión y amenaza. Se afirmaba que el Uruguay no encontraría quien le vendiera las maquinarias y que se quedaría sin petróleo crudo, que el Estado era un pésimo administrador, y que no podía hacerse cargo de tan complicado negocio. El golpe palaciego de marzo de 1933 despedía cierto olor a petróleo: la dictadura de Gabriel Terra anuló el derecho de la ANCAP a monopolizar la importación de combustibles, y en enero de 1938 firmó los convenios secretos con el cártel, ominosos acuerdos que fueron ignorados por el público hasta un cuarto de siglo después y que todavía están en vigencia. De acuerdo con sus términos, el país está obligado a comprar un cuarenta por ciento del petróleo crudo sin licitación y donde lo indiquen la Standard Oil, la Shell, la Atlantic y la Texaco, a los precios que el cártel fija. Además, el Estado, que conserva el monopolio de la refinación, paga todos los gastos de las empresas, incluyendo la propaganda, los salarios privilegiados y los lujosos muebles de sus oficinas7. Esso es progreso, canta la televisión, y el bombardeo de los avisos no cuesta a la Standard Oil ni un solo centavo. El abogado del Banco de la República tiene también a su cargo las relaciones públicas de la Standard Oil: el Estado le paga los dos sueldos.
Allá por 1939, la refinería de la ANCAP levantaba, exitosa, sus torres llameantes: el ente había sido mutilado gravemente a poco de nacer, como hemos visto, pero constituía todavía un ejemplo de desafío victorioso ante las presiones del cártel. El Jefe del Consejo Nacional del Petróleo de Brasil, general Horta Barbosa; viajó a Montevideo y se entusiasmó con la experiencia: la refinería uruguaya había pagado casi la totalidad de sus gastos de instalación durante el primer año de trabajo.
Gracias a los esfuerzos del general Barbosa, sumados al fervor de otros militares nacionalistas, Petrobrás, la empresa estatal brasileña, pudo iniciar sus operaciones en 1953 al grito de O petróleo é nosso! Actualmente, Petrobrás es la mayor empresa de Brasil8. Explora, extrae y refina el petróleo brasileño. Pero también Petrobrás fue mutilada. El cártel le ha arrebatado dos grandes fuentes de ganancias: en primer lugar, la distribución de la gasolina, los aceites, el querosene y los diversos fluidos, un estupendo negocio que la ESSO, la Shell y la Atlantic manejan por teléfono sin mayores dificultades y con tan buen resultado que éste es, después de la industria automotriz, el rubro más fuerte de la inversión norteamericana en Brasil; en segundo lugar, la industria petroquímica, generoso manantial de beneficios, que ha sido desnacionalizada, hace pocos años, por la dictadura del mariscal Castelo Branco. Recientemente, el cártel desencadenó una estrepitosa campaña destinada a despojar a Petrobrás del monopolio de la refinación. Los defensores de Petrobrás recuerdan que la iniciativa privada, que tenía el campo libre, no se había ocupado del petróleo brasileño antes de 19539, y procuran devolver a la frágil memoria del público un episodio bien ilustrativo de la buena voluntad de los monopolios. En noviembre de 1960, en efecto, Petrobrás encomendó a dos técnicos brasileños que encabezaran una revisión general de los yacimientos sedimentarios del país. Como resultado de sus informes, el pequeño estado nordestino de Sergipe pasó a la vanguardia en la producción de petróleo. Poco antes, en agosto, el técnico norteamericano Walter Link, que había sido el principal geólogo de la Standard Oil de Nueva Jersey, había recibido del Estado brasileño medio millón de dólares por una montaña de mapas y un extenso informe que tachaba de «inexpresiva» la espesura sedimentaria de Sergipe: hasta entonces había sido considerada de grado B, y Link la rebajó a grado C. Después se supo que era de grado A10. Según O'Connor, Link había trabajado todo el tiempo como un agente de la Standard, de antemano resuelto a no encontrar petróleo para que Brasil continuara dependiendo de las importaciones de la filial de Rockefeller en Venezuela.
También en Argentina las empresas extranjeras y sus múltiples ecos nativos sostienen siempre que el subsuelo contiene escaso petróleo, aunque las investigaciones de los técnicos de YPF, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, han indicado con toda certidumbre que en cerca de la mitad del territorio nacional subyace el petróleo, y que también hay petróleo abundante en la vasta plataforma submarina de la costa atlántica. Cada vez que se pone de moda hablar de la pobreza del subsuelo argentino, el gobierno firma una nueva concesión en beneficio de alguno de los miembros del cártel. La empresa estatal, YPF, ha sido víctima de un continuo y sistemático sabotaje, desde sus orígenes hasta la fecha. La Argentina fue, hasta no hace muchos años, uno de los últimos escenarios históricos de la pugna interimperialista entre Inglaterra, en el desesperado ocaso, y los ascendentes Estados Unidos. Los acuerdos del cártel no han impedido que la Shell y la Standard disputaran el petróleo de este país por medios a veces violentos: hay una serie de elocuentes coincidencias en los golpes de Estado que se han sucedido todo a lo largo de los últimos cuarenta años. El Congreso argentino se disponía a votar la ley de nacionalización del petróleo, el 6 de septiembre de 1930, cuando el caudillo nacionalista Hipólito Yrigoyen fue derribado de la presidencia del país por el cuartelazo de José Félix Uriburu. El gobierno de Ramón Castillo cayó en junio de 1943, cuando tenía a la firma un convenio que promovía la extracción del petróleo por los capitales norteamericanos. En septiembre de 1955, Juan Domingo Perón marchó al exilio cuando el Congreso estaba por aprobar una concesión a la California Oil Co. Arturo Frondizi desencadenó varias y muy agudas crisis militares, en las tres armas, al anunciar el llamado a licitación que ofrecía todo el subsuelo del país a las empresas interesadas en extraer petróleo: en agosto de 1959 la licitación fue declarada desierta. Resucitó en seguida y en octubre de 1960 quedó sin efecto. Frondizi realizó varias concesiones en beneficio de las empresas norteamericanas del cártel, y los intereses británicos -decisivos en la Marina y en el sector «colorado» del ejército- no fueron ajenos a su caída en marzo de 1962. Arturo Illia anuló las concesiones y fue derribado en 1966; al año siguiente, Juan Carlos Onganía promulgó una ley de hidrocarburos que favorecía los intereses norteamerícanos en la pugna interna.
El petróleo no ha provocado solamente golpes de Estado en América Latina.
También desencadenó una guerra, la del Chaco (1932-35), entre los dos pueblos más pobres de América del Sur: «Guerra de los soldados desnudos», llamó René Zavaleta a la feroz matanza recíproca de Bolivia y Paraguay11. El 30 de mayo de 1934 el senador por Louisiana, Huey Long, sacudió a los Estados Unidos con un violento discurso en el que denunciaba que la Standard Oil de Nueva jersey había provocado el conflicto y que financiaba al ejército boliviano para apoderarse, por su intermedio, del Chaco paraguayo, necesario para tender un oleoducto desde Bolivia hacia el río y, además, presumiblemente rico en petróleo: «Estos criminales han ido allá y han alquilado sus asesinos» -afirmó12. Los paraguayos marchaban al matadero, por su parte, empujados por la Shell: a medida que avanzaban hacia el norte, los soldados descubrían las perforaciones de la Standard en el escenario de la discordia. Era una disputa entre dos empresas, enemigas y a la vez socias dentro del cártel, pero no eran ellas quienes derramaban la sangre. Finalmente, Paraguay ganó la guerra pero perdió la paz. Spruille Braden, notorio personero de la Standard Oil, presidió la comisión de negociaciones que preservó para Bolivia, y para Rockefeller, varios miles de kilómetros cuadrados que los paraguayos reivindicaban.
Muy cerca del último territorio de aquellas batallas están los pozos de petróleo y los vastos yacimientos de gas natural que la Gulf Oil Co., la empresa de la familia Mellon, perdió en Bolivia en octubre de 1969. «Ha concluido para los bolivianos el tiempo del desprecio» -clamó el general Alfredo Ovando al anunciar la nacionalización desde los balcones del Palacio Quemado. Quince días antes, cuando todavía no había tomado el poder, Ovando había jurado que nacionalizaría la Gulf, ante un grupo de intelectuales nacionalistas; había redactado el decreto, lo había firmado, lo había guardado, sin fecha, en un sobre. Y cinco meses antes, en el Cañadón del Arque, el helicóptero del general René Barrientos había chocado contra los cables de telégrafo y se había ido a pique. La imaginación no hubiera sido capaz de inventar una muerte tan perfecta. El helicóptero era un regalo personal de la Gulf Oil Co.; el telégrafo pertenece, como se sabe, al Estado. Junto con Barrientos ardieron dos valijas llenas de dinero que él llevaba para repartir, billete por billete, entre los campesinos, y algunas metralletas que no bien prendieron fuego comenzaron a regar una lluvia de balas en torno del helicóptero incendiado, de tal modo que nadie pudo acercarse a rescatar al dictador mientras se quemaba vivo.
Además de decretar la nacionalización, Ovando derogó el Código del Petróleo, llamado Código Davenport en homenaje al abogado que lo había redactado en inglés. Para la elaboración del Código, Bolivia había obtenído, en 1956, un préstamo de los Estados Unidos; en cambio, el Eximbank, la banca privada de Nueva York y el Banco Mundial habían respondido siempre con la negativa a las solicitudes de crédito para el desarrollo de YPFB, la empresa petrolera del Estado. El gobierno norteamericano hacía siempre suya la causa de las corporaciones petroleras privadas13. En función del código, la Gulf recibió, entonces, por un plazo de cuarenta años, la concesión de los campos más ricos en petróleo de todo el país. El código fijaba una ridícula participación del Estado en las utilidades de las empresas: por muchos años, apenas un once por ciento. El Estado se hacía socio en los gastos del concesionario, pero no tenía ningún control sobre esos gastos, y se llegó a la situación extrema en materia de ofrendas: todos los riesgos eran para YPFB, y ninguno para la Gulf. En la Carta de intenciones firmada por la Gulf a fines de 1966, durante la dictadura de Barrientos, se estableció, en efecto, que en las operaciones conjuntas con YPFB la Gulf recobraría el total de sus capitales invertidos en la exploración de un área, si no encontraba petróleo. Si el petróleo aparecía, los gastos serían recuperados a través de la explotación posterior, pero ya de entrada serían cargados al pasivo de la empresa estatal. Y la Gulf fijaría esos gastos según su paladar14. En esa misma Carta de intenciones, la Gulf se atribuyó también, con toda tranquilidad, la propiedad de los yacimientos de gas, que no se le habían concedido nunca. El subsuelo de Bolivia contiene mucho más gas que petróleo. El general Barrientos hizo un gesto de distracción: resultó suficiente. Un simple pase de manos para decidir el destino de la principal reserva de energía de Bolivia. Pero la función no había terminado.
Un año antes de que el general Alfredo Ovando expropiara la Gulf en Bolivia, otro general nacionalista, Juan Velasco Alvarado, había estatizado los yacimientos y la refinería de la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva jersey, en Perú. Velasco había tomado el poder a la cabeza de una junta militar, y en la cresta de la ola de un gran escándalo político: el gobierno de Fernando Belaúnde Terry había perdido la página final del convenio de Talara, suscrito entre el Estado y la IPC. Esa página misteriosamente evaporada, la página once, contenía la garantía del precio mínimo que la empresa norteamericana debía pagar por el petróleo crudo nacional en su refinería. El escándalo no terminaba allí. Al mismo tiempo, se había revelado que la subsidiaria de la Standard había estafado a Perú en más de mil millones de dólares, a lo largo de medio siglo, a través de los impuestos y las regalías que había eludido y de otras variadas formas del fraude y la corrupción. El director de la IPC se había entrevistado con el presidente Belaúnde en sesenta ocasiones antes de llegar al acuerdo que provocó el alzamiento militar; durante dos años, mientras las negociaciones con la empresa avanzaban, se rompían y comenzaban de nuevo, el Departamento de Estado había suspendido todo tipo de ayuda a Perú15. Virtualmente no quedó tiempo para reanudar la ayuda, porque la claudicación selló la suerte del presidente acosado. Cuando la empresa de Rockefeller presentó su protesta ante la corte judicial peruana, la gente arrojó moneditas a los rostros de sus abogados.
América Latina es una caja de sorpresas; no se agota nunca la capacidad de asombro de esta región torturada del mundo. En los Andes, el nacionalismo militar ha resurgído con ímpetu, como un río subterráneo largamente escondido. Los mismos generales que hoy están llevando adelante, en un proceso contradictorio, una política de reforma y de afirmación patriótica, habían aniquilado poco antes a los guerrilleros. Muchas de las banderas de los caídos han sido recogidas, así, por sus propios vencedores. Los militares peruanos habían regado con napalm algunas zonas guerrilleras, en 1965, y había sido la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva jersey, quien les había proporcionado la gasolina y el know-how para que elaboraran las bombas en la base aérea de Las Palmas, cerca de Lima16.
La Standard Oil Co de Nueva Jersey es la mayor empresa industrial del mundo capitalista; fuera de los Estados Unidos no existe ninguna empresa industrial más poderosa que la Royal Dutch Shell. Las filiales venden el petróleo crudo a las subsidiarias, que lo refinan y venden los combustibles a las sucursales para su distribución: la sangre no sale, en todo el circuito, fuera del aparato circulatorio interno del cártel, que además posee los oleoductos y gran parte de la flota petrolera en los siete mares. Se manipulan los precios, en escala mundial, para reducir los impuestos a pagar y aumentar las ganancias a cobrar: el petróleo crudo aumenta siempre menos que el refinado.
Con el petróleo ocurre, como ocurre con el café o con la carne, que los países ricos ganan mucho más por tomarse el trabajo de consumirlo, que los países pobres por producirlo. La diferencia es de diez a uno: de los once dólares que cuestan los derivados de un barril de petróleo, los países exportadores de la materia prima más importante del mundo reciben apenas un dólar, resultado de la suma de los impuestos y los costes de extracción, mientras que los países del área desarrollada, donde tienen su asiento las casas matrices de las corporaciones petroleras, se quedan con diez dólares, resultado de la suma de sus propios aranceles y sus impuestos, ocho veces mayores que los impuestos de los países productores, y de los costos y las ganancias del transporte, la refinación, el procesamiento y la distribución que las grandes empresas monopolizan1.
El petróleo que brota de los Estados Unidos disfruta de un precio alto, y son relativamente altos los salarios de los obreros petroleros norteamericanos, pero la cotización del petróleo de Venezuela y de Medio Oriente ha ido cayendo, desde 1957, todo a lo largo de la década de los años sesenta. Cada barril de petróleo venezolano, por ejemplo, valía, en promedio, 2,65 dólares en 1957, y mientras escribo este capítulo, a fines de 1970, el precio es de 1,86 dólares. El gobierno de Rafael Caldera anuncia que fijará unilateralmente un precio mucho mayor, pero el nuevo precio no alcanzará de todos modos, según las cifras que los comentaristas manejan y pese al escándalo que se presiente, el nivel de 1957. Los Estados Unidos son, a la vez, los principales productores y los principales importadores de petróleo en el mundo. En la época en que la mayor parte del petróleo crudo que vendían las corporaciones provenía del subsuelo norteamericano el precio se mantenía alto; durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos se convirtieron en importadores netos, y el cártel comenzó a aplicar una nueva política de precios: la cotización se ha venido abajo sistemáticamente. Curiosa inversión de las «leyes del mercado»: el precio del petróleo se derrumba, aunque no cesa de aumentar la demanda mundial, a medida que se multiplican las fábricas, los automóviles y las plantas generadoras de energía. Y otra paradoja: aunque el precio del petróleo baja, sube en todas partes el precio de los combustibles que pagan los consumidores.
Hay una desproporción descomunal entre el precio del crudo y el de los derivados.
Toda esta cadena de absurdos es perfectamente racional; no resulta necesario recurrir a las fuerzas sobrenaturales para encontrar una explicación. Porque el negocio del petróleo en el mundo capitalista está, como hemos visto, en manos de un cártel todopoderoso. El cártel nació en 1928, en un castillo del norte de Escocia rodeado por la bruma, cuando la Standard Oil de Nueva jersey, la Shell y la Anglo- Iranian, hoy llamada British Petroleum, se pusieron de acuerdo para dividirse el planeta. La Standard de Nueva York y la de California, la Gulf y la Texaco se incorporaron posteriormente al núcleo dirigente del cártel2. La Standard Oil, fundada por Rockefeller en 1870, se había partido en treinta y cinco diferentes empresas en 1911, por la aplicación de la ley Sherman contra los trusts; la hermana mayor de la numerosa familia Standard es, en nuestros días, la empresa de Nueva Jersey. Sus ventas de petróleo, sumadas a las ventas de la Standard de Nueva York y de California, abarcan la mitad de las ventas totales del cártel en nuestros días. Las empresas petroleras del grupo Rockefeller son de tal magnitud que suman nada menos que la tercera parte del total de beneficios que las empresas norteamericanas de todo tipo, en su conjunto, arrancan al mundo entero.
La jersey, típica corporación multinacional, obtiene sus mayores ganancias fuera de fronteras; América Latina le brinda más ganancias que los Estados Unidos y Canadá sumados: al sur del río Bravo, su tasa de ganancias resulta cuatro veces más alta3 Estas corporaciones multinacionales no pertenecen a las múltiples naciones donde operan: son multinacionales, más simplemente, en la medida en que desde los cuatro puntos cardinales arrastran grandes caudales de petróleo y dólares a los centros de poder del sistema capitalista. No necesitan exportar capitales, por cierto, para financiar la expansión de sus negocios; las ganancias usurpadas a los países pobres no sólo derivan en línea recta a las pocas ciudades donde habitan sus mayores cortadores de cupones, sino que además se reinvierten parcialmente para robustecer y extender la red internacional de operaciones. La estructura del cártel implica el dominio de numerosos países y la penetración en sus numerosos gobiernos; el petróleo empapa presidentes y dictadores, y acentúa las deformaciones estructurales de las sociedades que pone a su servicio. Son las empresas quienes deciden, con un lápiz sobre el mapa del mundo, cuáles han de ser las zonas de explotación y cuáles las de reserva, y son ellas quienes fijan los precios que han de cobrar los productores y pagar los consumidores. La riqueza natural de Venezuela y otros países latinoamericanos con petróleo en el subsuelo, objetos del asalto y el saqueo organizados, se ha convertido en el principal instrumento de su servidumbre política y su degradación social. Ésta es una larga historia de hazañas y de maldiciones, infamias y desafíos.
Cuba proporcionaba, por vías complementarias, jugosas ganancias a la Standard Oil de Nueva jersey. La jersey compraba el petróleo crudo a la Creole Petroleum, su filial en Venezuela, y lo refinaba y lo distribuía en la isla, todo a los precios que mejor le convenían para cada una de las etapas. En octubre de 1959, en plena efervescencia revolucionaria, el Departamento de Estado elevó una nota oficial a La Habana en la que expresaba su preocupación por el futuro de las inversiones norteamericanas en Cuba: ya habían comenzado los bombardeos de los aviones «piratas» procedentes del norte, y las relaciones estaban tensas. En enero de 1960, Eisenhower anunció la reducción de la cuota cubana de azúcar, y en febrero Fidel Castro firmó un acuerdo comercial con la Unión Soviética para intercambiar azúcar por petróleo y otros productos a precios buenos para Cuba.
La Jersey, la Shell y la Texaco se negaron a refinar el petróleo soviético: en julio el gobierno cubano las intervino y las nacionalizó sin compensación alguna.
Encabezadas por la Standard Oil de Nueva jersey, las empresas comenzaron el bloqueo. Al boicot del personal calificado se sumó el boicot de los repuestos esenciales para las maquinarias y el boicot de los fletes. El conflicto era una prueba de soberanía4, y Cuba salió airosa. Dejó de ser, al mismo tiempo, una estrella en la constelación de la bandera de los Estados Unidos y una pieza en el engranaje mundial de la Standard Oil.
México había sufrido, veinte años antes, un embargo internacional decretado por la Standard Oil de Nueva jersey y la Royal Dutch Shell. Entre 1939 y 1942 el cártel dispuso el bloqueo de las exportaciones mexicanas de petróleo y de los abastecimientos necesarios para sus pozos y refinerías. El presidente Lázaro Cárdenas había nacionalizado las empresas. Nelson Rockefeller, que en 1930 se había graduado de economista escribiendo una tesis sobre las virtudes de su Standard Oil, viajó a México para negociar un acuerdo, pero Cárdenas no dio marcha atrás. La Standard y la Shell, que se habían repartido el territorio mexicano atribuyéndose la primera el norte y la segunda el sur, no sólo se negaban a aceptar las resoluciones de la Suprema Corte en la aplicación de las leyes laborales mexicanas, sino que además habían arrasado los yacimientos de la famosa Faja de Oro a una velocidad vertiginosa, y obligaban a los mexicanos a pagar, por su propio petróleo, precios más altos que los que cobraban en Estados Unidos y en Europa por ese mismo petróleo.5 Este fenómeno sigue siendo usual en varios países. En Colombia, por ejemplo, donde el petróleo se exporta libremente y sin pagar impuestos, la refinería estatal compra a las compañías extranjeras el petróleo colombiano con un recargo del 37 por 100 sobre el precio internacional, y lo tiene que pagar en dólares (Raúl Alameda Ospina en la revista Esquina, Bogotá, enero de 1968). En pocos meses, la fiebre exportadora había agotado brutalmente muchos pozos que hubieran podido seguir produciendo durante treinta o cuarenta años. «Habían quitado a México --escribe O'Connor— sus depósitos más ricos, y sólo le habían dejado una colección de refinerías anticuadas, campos exhaustos, los pobreríos de la ciudad de Tampico y recuerdos amargos.» En menos de veinte años, la producción se había reducido a una quinta parte. México se quedó con una industria decrépita, orientada hacia la demanda extranjera, y con catorce mil obreros; los técnicos se fueron, y hasta desaparecieron los medios de transporte. Cárdenas convirtió la recuperación del petróleo en una gran causa nacional, y salvó la crisis a fuerza de imaginación y de coraje. Pemex, Petróleos Mexicanos, la empresa creada en 1938 para hacerse cargo de toda la producción y el mercado, es hoy la mayor empresa no extranjera de toda América Latina. A costa de las ganancias que Pemex produjo, el gobierno mexicano pagó abultadas indemnizaciones a las empresas, entre 1947 y 1962, pese a que, como bien dice Jesús Silva Herzog, «México no es el deudor de esas compañías piratas, sino su acreedor legítimo.»6 En 1949, la Standard Oil interpuso veto a un préstamo que los Estados Unidos iban a conceder a Pemex, y muchos años después, ya cerradas las heridas por obra de las generosas indemnizaciones, Pemex vivió una experiencia semejante ante el Banco Interamericano de Desarrollo.
Uruguay fue el país que creó la primera refinería estatal en América Latina. La ANCAP, Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland, había nacido en 1931, y la refinación y la venta de petróleo crudo figuraban entre sus funciones principales. Era la respuesta nacional a una larga historia de abusos del trust en el río de la Plata. Paralelamente, el Estado contrató la compra de petróleo barato en la Unión Soviética. El cártel financió de inmediato una furiosa campaña de desprestigio contra el ente industrial del Estado uruguayo y comenzó su tarea de extorsión y amenaza. Se afirmaba que el Uruguay no encontraría quien le vendiera las maquinarias y que se quedaría sin petróleo crudo, que el Estado era un pésimo administrador, y que no podía hacerse cargo de tan complicado negocio. El golpe palaciego de marzo de 1933 despedía cierto olor a petróleo: la dictadura de Gabriel Terra anuló el derecho de la ANCAP a monopolizar la importación de combustibles, y en enero de 1938 firmó los convenios secretos con el cártel, ominosos acuerdos que fueron ignorados por el público hasta un cuarto de siglo después y que todavía están en vigencia. De acuerdo con sus términos, el país está obligado a comprar un cuarenta por ciento del petróleo crudo sin licitación y donde lo indiquen la Standard Oil, la Shell, la Atlantic y la Texaco, a los precios que el cártel fija. Además, el Estado, que conserva el monopolio de la refinación, paga todos los gastos de las empresas, incluyendo la propaganda, los salarios privilegiados y los lujosos muebles de sus oficinas7. Esso es progreso, canta la televisión, y el bombardeo de los avisos no cuesta a la Standard Oil ni un solo centavo. El abogado del Banco de la República tiene también a su cargo las relaciones públicas de la Standard Oil: el Estado le paga los dos sueldos.
Allá por 1939, la refinería de la ANCAP levantaba, exitosa, sus torres llameantes: el ente había sido mutilado gravemente a poco de nacer, como hemos visto, pero constituía todavía un ejemplo de desafío victorioso ante las presiones del cártel. El Jefe del Consejo Nacional del Petróleo de Brasil, general Horta Barbosa; viajó a Montevideo y se entusiasmó con la experiencia: la refinería uruguaya había pagado casi la totalidad de sus gastos de instalación durante el primer año de trabajo.
Gracias a los esfuerzos del general Barbosa, sumados al fervor de otros militares nacionalistas, Petrobrás, la empresa estatal brasileña, pudo iniciar sus operaciones en 1953 al grito de O petróleo é nosso! Actualmente, Petrobrás es la mayor empresa de Brasil8. Explora, extrae y refina el petróleo brasileño. Pero también Petrobrás fue mutilada. El cártel le ha arrebatado dos grandes fuentes de ganancias: en primer lugar, la distribución de la gasolina, los aceites, el querosene y los diversos fluidos, un estupendo negocio que la ESSO, la Shell y la Atlantic manejan por teléfono sin mayores dificultades y con tan buen resultado que éste es, después de la industria automotriz, el rubro más fuerte de la inversión norteamericana en Brasil; en segundo lugar, la industria petroquímica, generoso manantial de beneficios, que ha sido desnacionalizada, hace pocos años, por la dictadura del mariscal Castelo Branco. Recientemente, el cártel desencadenó una estrepitosa campaña destinada a despojar a Petrobrás del monopolio de la refinación. Los defensores de Petrobrás recuerdan que la iniciativa privada, que tenía el campo libre, no se había ocupado del petróleo brasileño antes de 19539, y procuran devolver a la frágil memoria del público un episodio bien ilustrativo de la buena voluntad de los monopolios. En noviembre de 1960, en efecto, Petrobrás encomendó a dos técnicos brasileños que encabezaran una revisión general de los yacimientos sedimentarios del país. Como resultado de sus informes, el pequeño estado nordestino de Sergipe pasó a la vanguardia en la producción de petróleo. Poco antes, en agosto, el técnico norteamericano Walter Link, que había sido el principal geólogo de la Standard Oil de Nueva Jersey, había recibido del Estado brasileño medio millón de dólares por una montaña de mapas y un extenso informe que tachaba de «inexpresiva» la espesura sedimentaria de Sergipe: hasta entonces había sido considerada de grado B, y Link la rebajó a grado C. Después se supo que era de grado A10. Según O'Connor, Link había trabajado todo el tiempo como un agente de la Standard, de antemano resuelto a no encontrar petróleo para que Brasil continuara dependiendo de las importaciones de la filial de Rockefeller en Venezuela.
También en Argentina las empresas extranjeras y sus múltiples ecos nativos sostienen siempre que el subsuelo contiene escaso petróleo, aunque las investigaciones de los técnicos de YPF, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, han indicado con toda certidumbre que en cerca de la mitad del territorio nacional subyace el petróleo, y que también hay petróleo abundante en la vasta plataforma submarina de la costa atlántica. Cada vez que se pone de moda hablar de la pobreza del subsuelo argentino, el gobierno firma una nueva concesión en beneficio de alguno de los miembros del cártel. La empresa estatal, YPF, ha sido víctima de un continuo y sistemático sabotaje, desde sus orígenes hasta la fecha. La Argentina fue, hasta no hace muchos años, uno de los últimos escenarios históricos de la pugna interimperialista entre Inglaterra, en el desesperado ocaso, y los ascendentes Estados Unidos. Los acuerdos del cártel no han impedido que la Shell y la Standard disputaran el petróleo de este país por medios a veces violentos: hay una serie de elocuentes coincidencias en los golpes de Estado que se han sucedido todo a lo largo de los últimos cuarenta años. El Congreso argentino se disponía a votar la ley de nacionalización del petróleo, el 6 de septiembre de 1930, cuando el caudillo nacionalista Hipólito Yrigoyen fue derribado de la presidencia del país por el cuartelazo de José Félix Uriburu. El gobierno de Ramón Castillo cayó en junio de 1943, cuando tenía a la firma un convenio que promovía la extracción del petróleo por los capitales norteamericanos. En septiembre de 1955, Juan Domingo Perón marchó al exilio cuando el Congreso estaba por aprobar una concesión a la California Oil Co. Arturo Frondizi desencadenó varias y muy agudas crisis militares, en las tres armas, al anunciar el llamado a licitación que ofrecía todo el subsuelo del país a las empresas interesadas en extraer petróleo: en agosto de 1959 la licitación fue declarada desierta. Resucitó en seguida y en octubre de 1960 quedó sin efecto. Frondizi realizó varias concesiones en beneficio de las empresas norteamericanas del cártel, y los intereses británicos -decisivos en la Marina y en el sector «colorado» del ejército- no fueron ajenos a su caída en marzo de 1962. Arturo Illia anuló las concesiones y fue derribado en 1966; al año siguiente, Juan Carlos Onganía promulgó una ley de hidrocarburos que favorecía los intereses norteamerícanos en la pugna interna.
El petróleo no ha provocado solamente golpes de Estado en América Latina.
También desencadenó una guerra, la del Chaco (1932-35), entre los dos pueblos más pobres de América del Sur: «Guerra de los soldados desnudos», llamó René Zavaleta a la feroz matanza recíproca de Bolivia y Paraguay11. El 30 de mayo de 1934 el senador por Louisiana, Huey Long, sacudió a los Estados Unidos con un violento discurso en el que denunciaba que la Standard Oil de Nueva jersey había provocado el conflicto y que financiaba al ejército boliviano para apoderarse, por su intermedio, del Chaco paraguayo, necesario para tender un oleoducto desde Bolivia hacia el río y, además, presumiblemente rico en petróleo: «Estos criminales han ido allá y han alquilado sus asesinos» -afirmó12. Los paraguayos marchaban al matadero, por su parte, empujados por la Shell: a medida que avanzaban hacia el norte, los soldados descubrían las perforaciones de la Standard en el escenario de la discordia. Era una disputa entre dos empresas, enemigas y a la vez socias dentro del cártel, pero no eran ellas quienes derramaban la sangre. Finalmente, Paraguay ganó la guerra pero perdió la paz. Spruille Braden, notorio personero de la Standard Oil, presidió la comisión de negociaciones que preservó para Bolivia, y para Rockefeller, varios miles de kilómetros cuadrados que los paraguayos reivindicaban.
Muy cerca del último territorio de aquellas batallas están los pozos de petróleo y los vastos yacimientos de gas natural que la Gulf Oil Co., la empresa de la familia Mellon, perdió en Bolivia en octubre de 1969. «Ha concluido para los bolivianos el tiempo del desprecio» -clamó el general Alfredo Ovando al anunciar la nacionalización desde los balcones del Palacio Quemado. Quince días antes, cuando todavía no había tomado el poder, Ovando había jurado que nacionalizaría la Gulf, ante un grupo de intelectuales nacionalistas; había redactado el decreto, lo había firmado, lo había guardado, sin fecha, en un sobre. Y cinco meses antes, en el Cañadón del Arque, el helicóptero del general René Barrientos había chocado contra los cables de telégrafo y se había ido a pique. La imaginación no hubiera sido capaz de inventar una muerte tan perfecta. El helicóptero era un regalo personal de la Gulf Oil Co.; el telégrafo pertenece, como se sabe, al Estado. Junto con Barrientos ardieron dos valijas llenas de dinero que él llevaba para repartir, billete por billete, entre los campesinos, y algunas metralletas que no bien prendieron fuego comenzaron a regar una lluvia de balas en torno del helicóptero incendiado, de tal modo que nadie pudo acercarse a rescatar al dictador mientras se quemaba vivo.
Además de decretar la nacionalización, Ovando derogó el Código del Petróleo, llamado Código Davenport en homenaje al abogado que lo había redactado en inglés. Para la elaboración del Código, Bolivia había obtenído, en 1956, un préstamo de los Estados Unidos; en cambio, el Eximbank, la banca privada de Nueva York y el Banco Mundial habían respondido siempre con la negativa a las solicitudes de crédito para el desarrollo de YPFB, la empresa petrolera del Estado. El gobierno norteamericano hacía siempre suya la causa de las corporaciones petroleras privadas13. En función del código, la Gulf recibió, entonces, por un plazo de cuarenta años, la concesión de los campos más ricos en petróleo de todo el país. El código fijaba una ridícula participación del Estado en las utilidades de las empresas: por muchos años, apenas un once por ciento. El Estado se hacía socio en los gastos del concesionario, pero no tenía ningún control sobre esos gastos, y se llegó a la situación extrema en materia de ofrendas: todos los riesgos eran para YPFB, y ninguno para la Gulf. En la Carta de intenciones firmada por la Gulf a fines de 1966, durante la dictadura de Barrientos, se estableció, en efecto, que en las operaciones conjuntas con YPFB la Gulf recobraría el total de sus capitales invertidos en la exploración de un área, si no encontraba petróleo. Si el petróleo aparecía, los gastos serían recuperados a través de la explotación posterior, pero ya de entrada serían cargados al pasivo de la empresa estatal. Y la Gulf fijaría esos gastos según su paladar14. En esa misma Carta de intenciones, la Gulf se atribuyó también, con toda tranquilidad, la propiedad de los yacimientos de gas, que no se le habían concedido nunca. El subsuelo de Bolivia contiene mucho más gas que petróleo. El general Barrientos hizo un gesto de distracción: resultó suficiente. Un simple pase de manos para decidir el destino de la principal reserva de energía de Bolivia. Pero la función no había terminado.
Un año antes de que el general Alfredo Ovando expropiara la Gulf en Bolivia, otro general nacionalista, Juan Velasco Alvarado, había estatizado los yacimientos y la refinería de la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva jersey, en Perú. Velasco había tomado el poder a la cabeza de una junta militar, y en la cresta de la ola de un gran escándalo político: el gobierno de Fernando Belaúnde Terry había perdido la página final del convenio de Talara, suscrito entre el Estado y la IPC. Esa página misteriosamente evaporada, la página once, contenía la garantía del precio mínimo que la empresa norteamericana debía pagar por el petróleo crudo nacional en su refinería. El escándalo no terminaba allí. Al mismo tiempo, se había revelado que la subsidiaria de la Standard había estafado a Perú en más de mil millones de dólares, a lo largo de medio siglo, a través de los impuestos y las regalías que había eludido y de otras variadas formas del fraude y la corrupción. El director de la IPC se había entrevistado con el presidente Belaúnde en sesenta ocasiones antes de llegar al acuerdo que provocó el alzamiento militar; durante dos años, mientras las negociaciones con la empresa avanzaban, se rompían y comenzaban de nuevo, el Departamento de Estado había suspendido todo tipo de ayuda a Perú15. Virtualmente no quedó tiempo para reanudar la ayuda, porque la claudicación selló la suerte del presidente acosado. Cuando la empresa de Rockefeller presentó su protesta ante la corte judicial peruana, la gente arrojó moneditas a los rostros de sus abogados.
América Latina es una caja de sorpresas; no se agota nunca la capacidad de asombro de esta región torturada del mundo. En los Andes, el nacionalismo militar ha resurgído con ímpetu, como un río subterráneo largamente escondido. Los mismos generales que hoy están llevando adelante, en un proceso contradictorio, una política de reforma y de afirmación patriótica, habían aniquilado poco antes a los guerrilleros. Muchas de las banderas de los caídos han sido recogidas, así, por sus propios vencedores. Los militares peruanos habían regado con napalm algunas zonas guerrilleras, en 1965, y había sido la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva jersey, quien les había proporcionado la gasolina y el know-how para que elaboraran las bombas en la base aérea de Las Palmas, cerca de Lima16.
1 Según los datos publicados por la Organización de Países Exportadores de Petróleo. Francisco Mieres, El petróleo y la problemática estructural venezolana, Caracas, 1969.
2 Informe del Senado de Estados Unidos; Actas secretas del cártel petrolero, Buenos Aires, 1961, y Harvey O'Connor, El Imperio del petróleo, La Habana, 1961.
3 Paul A. Baran y Paul M. Sweezy, El capital monopolista, México, 1970.. Las filiales de Venezuela produjeron, en 1957, más de la mitad de los beneficios recogidos por la Standard Oil de Nueva jersey en todas partes; en ese mismo año, las filiales venezolanas proporcionaron a la Shell la mitad de sus ganancias en el mundo entero
4 Michael Tanzer, The Political Economy of International Oil and the Underdeveloped Countrrss, Boston, 1969.
5 Harvey O'Connor, La crisis mundial del petróleo, Buenos Aires, 1963.
6 Jesús Silva Herzog, Historia de la expropiación de las empresas petroleras México. 1964
5 Harvey O'Connor, La crisis mundial del petróleo, Buenos Aires, 1963.
6 Jesús Silva Herzog, Historia de la expropiación de las empresas petroleras México. 1964
7 Vivian Trías, Imperialismo y petróleo en el Uruguay, Montevideo, 1963. Véase también el discurso del diputado Enrique Erro en el díario de sesiones de la Cámara de Re-presentantes, núm. 1211, tomo 577, Montevideo, 8 de septiembre de 1966.
8 Petrobrás figura en el primer lugar en la lista de las quinientas mayores empresas, publicada por Conjuntura econ6mica, vol. 24, núm. 9, Río de Janeiro, 1970.
9 Declaraciones del ingeniero Márcio Leite Cesarino, en Correio que Manha, Río de Janeiro, 28 de enero de 1967 10 Correio da Manhá publicó un amplio extracto del documento en su edición del 19 de febrero de 1967.
11 René Zavaleta Mercado, Bolivia. El desarrollo de la conciencia nacional, Montevideo, 1967.
12 El senador Long no ahorró ningún adjetivo a la Standard Oil: la llamó criminal, malhechora, facinerosa, asesina doméstica, asesina extranjera, conspiradora internacional, hato de salteadores y ladrones rapaces, conjunto de vándalos y ladrones. Reproducido en la Vista Guarania, Buenos Aires, noviembre de 1934.
13 Los ejemplos abundan en la historia, reciente o lejana. Irving Florman, embajador de los Estados Unidos en Bolivia, informaba a Donald Dawson, de la Casa Blanca, el 28 de diciembre de 1950: «Desde que he llegado aquí, he trabajado diligentemente en el proyecto de abrir ampliamente la industria petrolera de Bolivia a la penetración de la empresa privada norteamericana, y ayudar a nuestro programa de defensa nacional en vasta escala». Y también: «Sabía que a usted le interesaría escuchar que la industria petrolera de Bolivia y esta tierra entera están ahora bien abiertas a la libre iniciativa norteamericana. Bolivia es, por lo tanto, el primer país del mundo que ha hecho una desnacionalización, o una nacionalización a la inversa, y yo me siento orgulloso de haber sido capaz de cumplir esta tarea para mi país y la administración». La copia fotostática de esta carta, extraída de la biblioteca de Harry Truman, fue reproducida por NACLA Newsletter, Nueva York, febrero de 1969.
14 Marcelo Quiroga Santa Cruz, interpelación del 11 y 12 de octubre de 1966 en la Cámara de Diputados, en la Revista jurídica, edición extraordinaria, Cochabamba, 1967.
15 Cuando el escándalo estalló, la embajada de los Estados Unidos no guardó un prudente silencio. Uno de sus funcionarios llegó a afirmar que no existía ningún original del contrato de Talara. (Richard N. Goodwin, «El conflicto con la IPC: Carta de Perú». Reproducido de The New Yorker por Comercio exterior, México, julio de 1969.
16 Georgie Anne Geyer, Seized U. S. Oil Firm Made Napalm, en el New York Post, 7 de abril de 1969.
8 Petrobrás figura en el primer lugar en la lista de las quinientas mayores empresas, publicada por Conjuntura econ6mica, vol. 24, núm. 9, Río de Janeiro, 1970.
9 Declaraciones del ingeniero Márcio Leite Cesarino, en Correio que Manha, Río de Janeiro, 28 de enero de 1967 10 Correio da Manhá publicó un amplio extracto del documento en su edición del 19 de febrero de 1967.
11 René Zavaleta Mercado, Bolivia. El desarrollo de la conciencia nacional, Montevideo, 1967.
12 El senador Long no ahorró ningún adjetivo a la Standard Oil: la llamó criminal, malhechora, facinerosa, asesina doméstica, asesina extranjera, conspiradora internacional, hato de salteadores y ladrones rapaces, conjunto de vándalos y ladrones. Reproducido en la Vista Guarania, Buenos Aires, noviembre de 1934.
13 Los ejemplos abundan en la historia, reciente o lejana. Irving Florman, embajador de los Estados Unidos en Bolivia, informaba a Donald Dawson, de la Casa Blanca, el 28 de diciembre de 1950: «Desde que he llegado aquí, he trabajado diligentemente en el proyecto de abrir ampliamente la industria petrolera de Bolivia a la penetración de la empresa privada norteamericana, y ayudar a nuestro programa de defensa nacional en vasta escala». Y también: «Sabía que a usted le interesaría escuchar que la industria petrolera de Bolivia y esta tierra entera están ahora bien abiertas a la libre iniciativa norteamericana. Bolivia es, por lo tanto, el primer país del mundo que ha hecho una desnacionalización, o una nacionalización a la inversa, y yo me siento orgulloso de haber sido capaz de cumplir esta tarea para mi país y la administración». La copia fotostática de esta carta, extraída de la biblioteca de Harry Truman, fue reproducida por NACLA Newsletter, Nueva York, febrero de 1969.
14 Marcelo Quiroga Santa Cruz, interpelación del 11 y 12 de octubre de 1966 en la Cámara de Diputados, en la Revista jurídica, edición extraordinaria, Cochabamba, 1967.
15 Cuando el escándalo estalló, la embajada de los Estados Unidos no guardó un prudente silencio. Uno de sus funcionarios llegó a afirmar que no existía ningún original del contrato de Talara. (Richard N. Goodwin, «El conflicto con la IPC: Carta de Perú». Reproducido de The New Yorker por Comercio exterior, México, julio de 1969.
16 Georgie Anne Geyer, Seized U. S. Oil Firm Made Napalm, en el New York Post, 7 de abril de 1969.
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