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lunes, 19 de septiembre de 2011

LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA (II-1-b). Eduardo Galeano

Autoras/es: Eduardo Galeano
(Fecha original: 1970)


SEGUNDA PARTE
EL DESARROLLO ES UN VIAJE
CON MÁS NAUFRAGOS QUE NAVEGANTES
1. HISTORIA DE LA MUERTE TEMPRANA
b. LAS DIMENSIONES DEL INFANTICIDIO INDUSTRIAL
Cuando nacía el siglo XIX, Alexander von Humboldt calculó el valor de la producción manufacturera de México en unos siete u ocho millones de pesos, de los que la mayor parte correspondía a los obrajes textiles. Los talleres especializados elaboraban paños, telas de algodón y lienzos; más de doscientos telares ocupaban, en Querétaro, a mil quinientos obreros, y en Puebla trabajaban mil doscientos tejedores de algodón1 En Perú, los toscos productos de la colonia no alcanzaron nunca la perfección de los tejidos indígenas anteriores a la llegada de Pizarro, «pero su importancia económica fue, en cambio, muy grande»2. La industria reposaba sobre el trabajo forzado de los indios, encarcelados en los talleres desde antes que aclarara el día hasta muy entrada la noche. La independencia aniquiló el precario desarrollo alcanzado.
En Ayacucho, Cacamorsa, Tarma, los obrajes eran de magnitud considerable. El pueblo entero de Pacaicasa, hoy muerto, «formaba un solo y vasto establecimiento de telares con más de mil obreros», dice Romero en su obra; Paucarcolla, que abastecía de frazadas de lana una región muy vasta, está desapareciendo «y actualmente no existe allí ni una sola fábrica»3. En Chile, una de las más apartadas posesiones españolas, el aislamiento favoreció el desarrollo de una actividad industrial incipiente desde los albores mismos de la vida colonial. Había hilanderías, tejedurías, curtiembres; las jarcias chilenas proveían a todos los navíos del Mar del Sur; se fabricaban artículos de metal, desde alambiques y cañones hasta alhajas, vajilla fina y relojes; se construían embarcaciones y vehículos4. También en Brasil los obrajes textiles y metalúrgicos, que venían ensayando, desde el siglo XVIII, sus modestos primeros pasos, fueron arrasados por las importaciones extranjeras. Ambas actividades manufactureras habían conseguido prosperar en medida considerable a pesar de los obstáculos impuestos por el pacto colonial con Lisboa, pero desde 1807, la monarquía portuguesa, establecida en Río de Janeiro, ya no era más que un juguete en manos británicas, y el poder de Londres tenía otra fuerza. «Hasta la apertura de los puertos, las deficiencias del comercio portugués habían obrado como barrera protectora de una pequeña industria local -dice Caio Prado Júnior-; pobre industria artesana, es verdad, pero asimismo suficiente para satísfacer una parte del consumo interno. Esta pequeña industria no podrá sobrevivir a la libre competencia extranjera, aún en los más insignificantes productos.»5 Bolivia era el centro textil más importante del virreinato rioplatense. En Cochabamba había, al filo del siglo, ochenta mil personas dedicadas a la fabricación de lienzos de algodón, paños y manteles, según el testimonio del intendente Francisco de Viedma. En Oruro y La Paz también habían surgido obrajes que, junto con los de Cochabamba, brindaban mantas, ponchos y bayetas muy resistentes a la población, las tropas de línea del ejército y las guarniciones de frontera. Desde Mojos, Chiquitos y Guarayos provenían finísimas telas de lino y de algodón, sombreros de paja, vicuña o carnero y cigarros de hoja. «Todas estas industrias han desaparecido ante la competencia de artículos similares extranjeros... », comprobaba, sin mayor tristeza, un volumen dedicado a Bolivia en el primer centenario de su independencia6 El litoral de Argentina era la región más atrasada y menos poblada del país, antes de que la independencia trasladara a Buenos Aires, en perjuicio de las provincias mediterráneas, el centro de gravedad de la vida económica y política. A principios del siglo XIX, apenas la décima parte de la población argentina residía en Buenos Aires, Santa Fe o Entre Ríos7. (Con ritmo lento y por medios rudimentarios se había desarrollado una industria nativa en las regiones del centro y el norte, mientras que en el litoral no existía, según decía en 1795 el procurador Larramendi, «ningún arte ni manufactura». En Tucumán y Santiago del Estero, que actualmente son pozos de subdesarrollo, florecían los talleres textiles, que fabricaban ponchos de tres clases distintas, y se producían en otros talleres excelentes carretas y cigarros y cigarrillos, cueros y suelas. De Catamarca nacían lienzos de todo tipo, paños finos, bayetillas de algodón negro para que usaran los clérigos; Córdoba fabricaba más de setenta mil ponchos, veinte mil frazadas y cuarenta mil varas de bayeta por año, zapatos y artículos de cuero, cinchas y vergas, tapetados y cordobanes. Las curtiembres y talabarterías más importantes estaban en Corrientes.
Eran famosos los finos sillones de Salta. Mendoza producía entre dos y tres millones de litros de vino por año, en nada inferiores a los de Andalucía, y San Juan destilaba 350 mil litros anuales de arguardiente. Mendoza y San Juan formaban «la garganta del comercio» entre el Atlántico y el Pacífíco en América del Sur
8.
Los agentes comerciales de Manchester, Glasgow y Liverpool recorrieron Argentina y copiaron los modelos de los ponchos santiagueños y cordobeses y de los artículos de cuero de Corrientes, además de los estri
bos de palo dados vuelta «al uso del país». Los ponchos argentinos valían siete pesos; los de Yorkshire, tres. La industria textil más desarrollada del mundo triunfaba al galope sobre las tejedurías nativas, y otro tanto ocurría en la producción de botas, espuelas, rejas, frenos y hasta clavos. La miseria asoló las provincias interiores argentinas, que pronto alzaron lanzas contra la dictadura del puerto de Buenos Aíres. Los principales mercaderes (Escalada, Belgrano, Pueyrredón, Vieytes, Las lleras, Cerviño) habían tomado el poder arrebatado a España y el comercio les brindaba la posibilidad de comprar sedas y cuchillos ingleses, paños finos de Louviers, encajes de Flandes, sables suizos, ginebra holandesa, jamones de Westfalia y habanos de Hamburgo9. A cambio, la Argentina exportaba cueros, sebo, huesos, carne salada, y los ganaderos de la provincia de Buenos Aires extendían sus mercados gracias al comercio libre. El cónsul inglés en el Plata, Woodbine Parish, describía en 1837 a un recio gaucho de las pampas: «Tómense todas las piezas de su ropa, examínese todo lo que lo rodea y exceptuando lo que sea de cuero, ¿qué cosa habrá que no sea inglesa? Si su mujer tiene una pollera, hay diez posibilidades contra una que sea manufactura de Manchester. La caldera u olla en que cocina, la taza de loza ordinaria en la que come, su cuchillo, sus espuelas, el freno, el poncho que lo cubre, todos son efectos llevados de Inglaterra»10. Argentina recibía de Inglaterra hasta las piedras de las veredas.
Aproximadamente por la misma época, James Watson Webb, embajador de los Estados Unidos en Río de Janeiro, relataba: «En todas las haciendas del Brasil, los amos y sus esclavos se visten con manufacturas del trabajo libre, y nueve décimos de ellas son inglesas. Inglaterra suministra todo el capital necesario para las mejoras internas de Brasil y fabrica todos los utensilios de uso corriente, desde la azada para arriba, y casi todos los artículos de lujo o de uso práctico, desde el alfiler hasta el vestido más caro. La cerámica inglesa, los artículos ingleses de vidrio, hierro y madera son tan corrientes corno los paños de lana y los tejidos de algodón. Gran Bretaña suministra a Brasil sus barcos de vapor y de vela, le hace el empedrado y le arregla las calles, ilumina con gas las ciudades, le construye las vías férreas, le explora las minas, es su banquero, le levanta las lineas telegráficas, le transporta el correo, le construye los muebles, motores, vagones...»
11. La euforia de la libre importación enloquecía a los mercaderes de los puertos; en aquellos años, Brasil recibía también ataúdes, ya forrados y listos para el alojamiento de los difuntos, sillas de montar, candelabros de cristal, cacerolas y patines para hielo, de uso más bien improbable en las ardientes costas del trópico; también billeteras, aunque no existía en Brasil el papel moneda, y una cantidad inexplicable de instrumentos de matemáticas12. El Tratado de Comercio y Navegación firmado en 1810 gravaba la importación de los productos ingleses con una tarifa menor que la que se aplicaba a los productos portugueses, y su texto había sido tan atropelladamente traducido del idioma inglés que la palabra policy, por ejemplo, pasó a significar, en portugués, policía en lugar de política13. Los ingleses gozaban en Brasil de un derecho de justicia especial, que los sustraía a la jurisdicción de la justicia nacional: Brasil era «un miembro no oficial del imperio económico de Gran Bretaña»14.
A mediados de siglo, un viajero sueco llegó a Valparaíso y fue testigo del derroche y la ostentación que la libertad de comercio estimulaba en Chile: «La única forma de elevarse es someterse -escribió-- a los dictámenes de las revistas de modas de París, a la levita negra y a todos los accesorios que corresponden... La señora se compra un elegante sombrero, que la hace sentirse consumadamente parisiense, mientras el marido se coloca un tieso y alto corbatón y se siente en el pináculo de la cultura europea»
15 Tres o cuatro casas inglesas se habían apoderado del mercado del cobre chileno, y manejaban los precios según los intereses de las fundiciones de Swansea, Liverpool y Cardiff. El Cónsul General de Inglaterra informaba a su gobierno, en 1838, acerca del «prodigioso incremento» de las ventas de cobre, que se exportaba «principalmente, si no por completo, en barcos británicos o por cuenta de británicos»16. Los comerciantes ingleses monopolizaban el comercio en Santiago y Valparaíso, y Chile era el segundo mercado latinoamericano, en orden de importancia, para los productos británicos.
Los grandes puertos de América Latina, escalas de tránsito de las riquezas extraídas del suelo y del subsuelo con destino a los lejanos centros de poder, se consolidaban como instrumentos de conquista y dominación contra los países a los que pertenecían, y eran los vertederos por donde se dilapidaba la renta nacional.
Los puertos y las capitales querían parecerse a París o a Londres, y a la retaguardia tenían el desierto.



1 Alexander von Humboldt, Ensayo sobre el reino de la Nueva España, México, 1944.
2 Emilio Romero, Historia económica del Perú, Buenos Aires, 1949.
3 Ibid.
4 Hernán Ramírez Necochea, Antecedentes económicos de la independencia de Cbile, Santiago de Chile, 1959.
5 Caio Prado Júnior, Historia económica del Brasil, Buenos Aires, 1960.
6 The University Sociery, Bolivia en el primer centenario le su independencia, La Paz, 1925.
7 Luis C. Alen Lascano,
Imperialismo y comercio libre, Buenos Aires, 1963.
8 Pedro Santos Martirez, Ias industrias durante el virreinato (1776-1810), Buenos Aires, 1969.
9 Ricardo Levene, introducción
a Documentos para la historia argentina, 1915, en Obras completas, Buenos Aires, 1962.
10 Woodbine Parish, Buenos Aires y las Provincias del Rio de la Plata. Buenos Aires, 1958.
11 Paulo Schilling,
Brasil para extranjeros, Montevideo, 1966.
12 Alan K. Manchester, British Preeminente in Brazil: its Rise and Decline, Chapel Hill, Carolina del Norte, 1933.
13
Celso Furtado, Formación económica del Brasil, México-Buenos Aires, 1959.
14 J. F Normano, Evolucão económica do Brasil, São Paulo, 1934.
15 Gustavo Beyhaut, Raíces contemporáneas de América Latina, Buenos Aires, 1964.
16 Hernán Ramírez Necochea, Historia del imperialismo en Chile, Santiago de Chile, 1960.

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