Autoras/es: Máximo Gorki
La madre se sentía desvanecer de cansancio. La inquietud de Nikolái había despertado en ella el triste presentimiento de un drama.
¡Se muere!, golpeaba sordamente en su cabeza el sombrío pensamiento.
Pero cuando llegó a la sala, pequeña, clara y limpia, del hospital y oyó la risa ronca de Egor, que estaba sentado en el lecho, entre blancas almohadas, se tranquilizó de pronto. Sonriente, se detuvo en el umbral y oyó que el enfermo le decía al doctor:
Nikolái la acogió con una exclamación de inquietud:
- ¿Sabe usted? Egor está muy mal, gravísimo. Se lo han llevado al hospital; aquí ha estado Liudmila y le ruega que vaya usted a verla.
- ¿Al hospital?
Después de ajustarse las gafas con un movimiento nervioso, Nikolái le ayudó a ponerse la chaqueta y, estrechándole la mano con la suya, tibia y seca, le dijo con voz trémula:
- Llévese este paquete. ¿Está arreglado lo de Vesovschikov?
- Todo marcha bien ...
- Yo también iré a ver a Egor ...
La madre se sentía desvanecer de cansancio. La inquietud de Nikolái había despertado en ella el triste presentimiento de un drama.
¡Se muere!, golpeaba sordamente en su cabeza el sombrío pensamiento.
Pero cuando llegó a la sala, pequeña, clara y limpia, del hospital y oyó la risa ronca de Egor, que estaba sentado en el lecho, entre blancas almohadas, se tranquilizó de pronto. Sonriente, se detuvo en el umbral y oyó que el enfermo le decía al doctor:
- La cura es una reforma ...
- ¡No digas tonterías, Egor! -exclamó el doctor con voz aguda y preocupada.
- Y yo, como revolucionario, aborrezco las reformas ...
Con precaución, bajó el médico la mano de Egor y se la dejó sobre la rodilla, luego se levantó y, tirándose de la barba, pensativo, empezó a palpar las tumefacciones en la cara del enfermo.
La madre conocía bien al doctor; era uno de los camaradas más íntimos de Nikolái y se llamaba Iván Danílovich. Se acercó a Egor; éste, en cuanto la vio, le sacó la lengua. El médico volvió la cabeza.
- ¡Ah! ¿Es usted, Nílovna? ¡Buenos días! ¿Qué trae ahí?
- Deben ser libros.
- No puede leer -indicó el pequeño doctor.
- ¡Quiere hacer de mí un idiota! -se lamentó Egor.
Unos suspiros breves y penosos, acompañados de un estertor profundo, escapaban de su pecho; finas gotas de sudor le perlaban el rostro; levantando despacio las manos, pesadas e indóciles, se enjugaba la frente. La extraña inmovilidad de sus mejillas hinchadas le deformaba la cara bondadosa y ancha, cuyas facciones habían desaparecido bajo una máscara cadavérica; sólo los ojos, profundamente hundidos entre las tumefacciones, miraban claros, sonreían condescendientes ...
- ¡Ay, la ciencia! Estoy cansado, ¿puedo echarme...? -preguntó.
- ¡No! -respondió conciso el doctor.
- Bueno, pues me echaré en cuanto te vayas.
- Usted, Nílovna, ¡no se lo consienta! Arréglele las almohadas y, por favor, no hable con él; eso le perjudica ...
La madre asintió con una inclinación. El doctor salió, con cortos y apresurados pasos. Egor dejó caer hacia atrás la cabeza, cerró los ojos y quedó inmóvil; sólo sus dedos se estremecían suavemente. De las blancas paredes de la sala irradiaba un frío seco y una turbia pesadumbre. A través del ancho ventanal se veían las rizadas copas de los tilos; entre el follaje, polvoriento y sombrío, brillaban con claros fulgores unas manchas amarillas, frías primicias del naciente otoño.
- La muerte se acerca a mí lentamente, de mala gana ... -murmuró Egor, inmóvil, sin abrir los ojos-. Se ve que le da algo de lástima, por ser yo un chico tan sociable ...
- ¡Deberías callarte, Egor Ivánovich! -le rogó la madre acariciándole suavemente la mano.
- Espera, ya me voy a callar.
Jadeante, siguió articulando palabras con esfuerzo, interrumpidas por largas pausas de impotencia:
- ¡Es magnífico que esté usted con nosotros, es grato verle la cara! Al mirarla, me pregunto: ¿cómo acabará? Da pena cuando se piensa que a usted -como a todos- le espera la cárcel y toda clase de porquerías. ¿No tiene usted miedo a la cárcel?
- ¡No! -contestó ella con sencillez.
- ¡Claro está! Y sin embargo, la cárcel es repugnante. Es la que me ha dejado inútil. Hablando con franqueza, yo no quiero morirme ...
¡Puede que no te mueras aún!, hubiera querido decir ella; más, al mirarle a la cara, guardó silencio.
- Habría podido trabajar todavía ... Pero si no se puede trabajar, ¿a qué vivir?, es una estupidez ...
Es justo, ¡pero no consuela! La madre recordó involuntariamente las palabras de Andréi y lanzó un profundo suspiro. Estaba cansadísima del ajetreo de la jornada, tenía hambre. El susurro monorrítmico y velado del enfermo llenaba la sala y reptaba impotente por las lisas paredes. Tras la ventana, las copas de los tilos semejaban bajos nubarrones, que impresionaban por su triste negrura. Todo se inmovilizaba de un modo extraño, con sombría quietud, en desalentada espera de la noche.
- ¡Qué mal me siento! -dijo Egor y, cerrando los ojos, guardó silencio.
- ¡Duérmete! -le aconsejó la madre-. Puede que te haga bien.
Después prestó oídos a la respiración del enfermo y miró en derredor; permaneció sentada unos minutos, inmóvil, invadida por una tristeza glacial, y se quedó traspuesta.
La despertó un sigiloso ruido junto a la puerta y, estremeciéndose, vio a Egor con los ojos abiertos.
- Me he dormido, perdona -dijo ella muy quedo.
- Y tú también perdona... -repitió él en igual tono.
Las sombras del crepúsculo acechaban por la ventana. Un frío turbio oprimía los ojos, todo se había empañado de un modo extraño y el rostro del enfermo se había vuelto oscuro. Oyóse un leve susurro y la voz de Liudmila.
- Están sentados a oscuras y cuchicheando. ¿Dónde está aquí el interruptor?
De pronto, la sala se inundó de una luz blanca y desagradable. En medio, se encontraba Liudmila, toda negra, alta, derecha ...
Egor se estremeció intensamente y se llevó una mano al pecho.
- ¿Qué te ocurre? -gritó Liudmila, corriendo hacia él. Él detuvo su mirada en la madre, y en aquel instante sus ojos parecían grandes, extrañamente claros ...
Abriendo mucho la boca, levantó la cabeza y tendió un brazo hacia adelante. La madre le tomó la mano con cuidado y le miró, conteniendo la respiración. Él, con un movimiento convulsivo y vigoroso, echó la cabeza atrás y dijo en voz alta:
- ¡No puedo más, se acabó!
Un leve temblor agitó su cuerpo, la cabeza cayó sin fuerza sobre un hombro, y en los ojos, muy abiertos, se reflejó, mortecina, la fría luz de la lámpara encendida sobre el lecho.
- ¡Querido mío! -musitó la madre.
Liudmila se separó lentamente del lecho, se detuvo ante la ventana y, mirando a lo lejos, dijo con una voz extraña y sonora, desconocida para la madre:
- ¡Ha muerto...
Se inclinó, apoyó los codos en el alféizar de la ventana y de pronto, como si le hubieran dado un golpe en la cabeza, cayó de rodillas sin fuerzas, tapóse la cara con ambas manos y prorrumpió en sordos gemidos.
Después de cruzarle sobre el pecho a Egor los pesados brazos y de colocarle en la almohada la cabeza, de una pesadez extraña, la madre, enjugándose las lágrimas, acercóse a Liudmila, se inclinó sobre ella y le acarició suavemente sus espesos cabellos. La mujer fue volviendo despacio hacia la madre los ojos mates, dilatados de manera anormal, se puso en pie y murmuró con labios trémulos:
- Vivimos juntos en el destierro, fuimos allá, estuvimos en las mismas cárceles ... A veces, aquello era insoportable, repugnante, a muchos les decaía el ánimo ...
Un sollozo, seco y fuerte, le oprimió la garganta; ella lo dominó, y acercando su cara a la de la madre, dulcificada por un sentimiento de ternura y tristeza que la rejuvenecía, prosiguió con rápido murmullo, entre sollozos sin lágrimas:
- Pero él estaba siempre alegre, bromeaba, reía, ocultando valientemente su padecimiento ... Trataba de reanimar a los débiles. Era tan bueno, tan sensible, tan cariñoso ... Allá, en Siberia, la inactividad corrompe a la gente y con frecuencia hace salir a la luz los malos instintos ... ¡Cómo sabía él luchar contra ellos...! ¡Qué gran camarada era, si usted supiese...! Su vida privada fue dura, dolorosa, pero nadie le oyó jamás una queja ... ¡nadie, jamás! Yo fui íntima amiga suya, debo mucho a su corazón; él me dio cuanto podía de su inteligencia, y, estando solitario, cansado, nunca me pidió a cambio cariño, ni solicitud ...
Se acercó a Egor, se inclinó hacia él, le besó la mano y le dijo en voz baja, con tristeza:
- ¡Camarada, querido mío, amado! ¡Gracias, gracias de todo corazón...! ¡Adiós! Trabajaré como trabajaste tú ... incansablemente, sin titubear ... ¡toda la vida...! ¡Adiós!
Los sollozos estremecían su cuerpo; jadeando, apoyó la cabeza en la cama, a los pies de Egor. La madre vertía en silencio abundantes lágrimas. Sin saber por qué, intentaba contenerlas, hubiera querido consolar a Liudmila con una caricia muy tierna y fuerte, hablarle de Egor con buenas palabras de amor y tristeza. A través de las lágrimas, miraba al rostro fláccido del muerto; a sus ojos, cubiertos por los párpados caídos, como en sueño; a los labios, ennegrecidos e inmóviles en una leve sonrisa ... Reinaba el silencio, había una triste claridad ...
Entró Iván Danílovich, con pasos cortos y apresurados, como siempre; se paró bruscamente en medio de la sala, con rápido movimiento se metió las manos en los bolsillos y preguntó nervioso, en voz alta:
- ¿Hace mucho tiempo?
Nadie le contestó. Vacilando suavemente sobre las piernas y enjugándose la frente, se acercó a Egor, le apretó la mano y se apartó a un lado.
- No es extraño; teniendo el corazón como lo tenía, esto debió haber ocurrido hace seis meses ... por lo menos ...
Su voz aguda, que resonaba extemporánea, con forzada tranquilidad, se quebró de pronto. Apoyada la espalda contra la pared, retorcíase la barba con dedos nerviosos, y parpadeando con frecuencia, miraba al grupo que formaban las dos mujeres junto a la cama ...
- ¡ Uno más! -dijo en voz queda.
Liudmila se levantó para abrir la ventana. Un momento después los tres se encontraban ante ella, muy apretados unos contra otros, mirando al rostro sombrío de la noche otoñal. Sobre las negras copas de los árboles centelleaban las estrellas, profundizando infinitamente la lejanía del cielo ...
Liudmila tomó del brazo a la madre y se apoyó silenciosa en su hombro. El doctor, gacha la cabeza, limpiaba las lentes con el pañuelo.
Fuera, en la calma de la noche, alentaban fatigados los vespertinos ruidos de la ciudad. El aire frío daba en los rostros y agitaba los cabellos. Liudmila se estremecía, las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Por el pasillo del hospital se agitaban sofocados y medrosos sonidos, un precipitado rumor de pasos, gemidos, susurros de tristeza.
Los tres, inmóviles junto a la ventana, miraban a las tinieblas, en silencio ...
La madre comprendió que estaba allí de más, y luego de desprender suavemente su brazo, se dirigió hacia la puerta, haciendo una inclinación de cabeza ante Egor.
- ¿Se marcha usted? -preguntó el doctor en voz baja y sin mirarla.
- Sí.
Ya en la calle, pensó en Liudmila, y al recordar sus parcas lágrimas, se dijo:
¡Ni siquiera sabe llorar...! Las últimas palabras de Egor le hicieron exhalar un tenue suspiro.
Caminando despacio por la calle, recordaba sus ojos vivos, sus bromas, sus relatos sobre la vida.
A las personas buenas les es difícil vivir y fácil morir. Y yo, ¿cómo moriré yo?
Luego se imaginó a Liudmila y al doctor junto a la ventana en la sala blanca, demasiado clara; detrás de ellos, los ojos sin vida de Egor, y llena de un sentimiento de compasión hacia la gente, suspiró con pena y apretó el paso, impulsada por un confuso sentimiento.
¡Hay que ir más de prisa!, pensaba, obedeciendo a una fuerza triste, pero alentadora, que la empujaba suavemente, desde su interior.
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