Autoras/es: Máximo Gorki
Nikolái (...) dijo con precipitación:
- ¿No sabe usted, Nílovna?, hoy se ha escapado de la cárcel uno de nuestros camaradas. Pero, ¿quién será? No lo hemos logrado avenguar ...
Le flaquearon las piernas a la madre; invadida por la emoción, se sentó en una silla y preguntó en un susurro:
- ¿Puede que sea Pável?
- ¡Puede ser! -contestó Nikolái, encogiéndose de hombros-. Pero, ¿cómo ayudarle a que se esconda y dónde encontrarle? He estado andando por las calles a ver si le encontraba. Es una tontería, pero algo hay que hacer, y ahora me vuelvo a marchar ...
- ¡Yo también! -exclamó la madre.
- ¡Vaya usted a casa de Egor a ver si él sabe algo! -le propuso Nikolái, desapareciendo apresuradamente.
Ella se echó un pañuelo a la cabeza, y llena de esperanza salió a la calle en pos de él. Se le nublaban los ojos y el corazón le latía con violencia, obligándola casi a correr. Iba al encuentro de lo posible, con la cabeza baja, sin ver nada a su alrededor.
Un día Nikolái, siempre puntual, volvió del trabajo mucho más tarde que de costumbre y, sin quitarse el abrigo, frotándose excitado las manos, dijo con precipitación:
- ¿No sabe usted, Nílovna?, hoy se ha escapado de la cárcel uno de nuestros camaradas. Pero, ¿quién será? No lo hemos logrado avenguar ...
Le flaquearon las piernas a la madre; invadida por la emoción, se sentó en una silla y preguntó en un susurro:
- ¿Puede que sea Pável?
- ¡Puede ser! -contestó Nikolái, encogiéndose de hombros-. Pero, ¿cómo ayudarle a que se esconda y dónde encontrarle? He estado andando por las calles a ver si le encontraba. Es una tontería, pero algo hay que hacer, y ahora me vuelvo a marchar ...
- ¡Yo también! -exclamó la madre.
- ¡Vaya usted a casa de Egor a ver si él sabe algo! -le propuso Nikolái, desapareciendo apresuradamente.
Ella se echó un pañuelo a la cabeza, y llena de esperanza salió a la calle en pos de él. Se le nublaban los ojos y el corazón le latía con violencia, obligándola casi a correr. Iba al encuentro de lo posible, con la cabeza baja, sin ver nada a su alrededor.
¿Y si llego y él está allí?, fulguró la esperanza, dándole aún más impulso.
Hacía calor ... caminaba jadeante de fatiga; cuando llegó a la escalera de la casa de Egor, se detuvo sin fuerzas para seguir adelante, volvió la cabeza y, lanzando un sofocado grito de asombro, cerró los ojos por un instante: le había parecido que a la puerta estaba parado Nikolái Vesovschikov, con las manos metidas en los bolsillos. Pero cuando volvió a mirar, no había nadie ...
¡Habrá sido una figuración mía!, se dijo, subiendo la escalera con el oído atento. Abajo, en el patio, se oyó el ruido sordo de unos pasos lentos. Se detuvo en el rellano, se inclinó, miró hacia abajo y de nuevo vio la cara picada de viruelas, que le sonreía.
- ¡Nikolái! ¡Nikolái! -exclamó bajando a su encuentro, pero el corazón se le oprimía desilusionado.
- ¡Tú sube! ¡Sube! -repuso él en voz baja, haciéndole señas con la mano.
Subió corriendo por la escalera, entró en la habitación de Egor y, al verle tumbado en el diván, susurró jadeando:
- Nikolái se ha escapado de la cárcel ...
- ¿Cuál de ellos? -preguntó Egor con voz ronca, levantando la cabeza de la almohada-. Había dos ...
- Vesovschikov ... Ahora viene ...
- ¡Magnífico!
Vesovschikov ya estaba dentro de la habitación; echó el cerrojo a la puerta, se quitó la gorra y sonrió dulcemente, atusándose el pelo. Egor, apoyándose en los codos, incorporóse en el diván y exclamó moviendo la cabeza:
- Bienvenido.
Con una sonrisa ancha, Nikolái se acercó a la madre y le tomó la mano.
- De no haberte visto, ¡habría tenido que volverme a la cárcel! No conozco a nadie en la ciudad, y, de haber ido al arrabal, me habrían echado el guante en el acto. Conforme iba andando, me decía: ¡Estúpido! ¿Por qué te has escapado? Y de pronto veo a Nílovna que corre. Y yo tras ella ...
- ¿Cómo te escapaste? -preguntó la madre.
Él se sentó torpemente en el borde del diván; turbado, encogióse de hombros y dijo:
- ¡Se presentó la ocasión! Estaba yo paseando, cuando los presos comunes empezaron a pegar al carcelero ... Allí hay uno que ha sido expulsado de la gendarmería por robo; espía, delata, ¡no deja vivir a nadie! Le pegaban, se armó jaleo, los celadores se asustaron, corrían, tocaban los pitos ... Me fijo y veo que las puertas están abiertas; veo una plaza, la ciudad ... Y salí sin apresurarme ... como en sueños. Me alejé un poco, y, al volver en mí, pensé: ¿Hacia dónde tirar? Miro, y las puertas de la cárcel ya estaban cerradas ...
- ¡Hum! -exclamó Egor-. Pues usted, señor mío, debió volverse, llamar cortésmente a la puerta y pedir que le admitieran, diciendo: dispensen, ha sido un momento de distracción ...
- ¡Sí! -continuó Nikolái sonriendo-. Esto es una tontería. Pero a pesar de todo, no me he portado bien con los camaradas; me fui sin decir palabra a nadie ... Voy andando por la calle y veo un entierro de un niño. Eché a andar detrás del ataúd, con la cabeza baja, sin mirar a nadie. Me estuve sentado en el cementerio un rato, el aire me refrescó la cabeza y se me ocurrió una idea ...
- ¿Una sola? -preguntó Egor y, suspirando, añadió-: Se encontraría a sus anchas ...
Vesovschikov sacudió la cabeza y rió sin ofenderse.
- Bueno, ahora no tengo la cabeza tan vacía como antes. Y tú, Egor Ivánovich, ¿sigues enfermo...?
- Cada cual hace lo que puede -contestó Egor con un acceso de tos blanda-. ¡Continúa!
- Después, me fui al museo del zemstvo. Allí estuve paseando y mirando; no hacía más que pensar: ¿Adónde voy a ir ahora? Hasta estaba furioso contra mí mismo. ¡Y sentía un hambre tremenda! Volví a salir a la calle y estuve deambulando, lleno de rabia ... Veía que los policías escudriñaban a todo el mundo. Pensaba: Bueno, con esta cara que tengo, ¡no hay quien me salve del juicio final! Y de repente, Nílovna, que viene corriendo hacia mí: yo me eché a un lado y seguí tras ella. ¡Y eso es todo!
- ¡Y yo que ni siquiera te advertí! -murmuró la madre, con aire de culpa. Observaba a Vesovschikov y le parecía encontrarle menos torpón.
- De seguro que los camaradas se inquietarán ... -dijo Nikolái, rascándose la cabeza.
- Y de los jefes, ¿no te da lástima? ¡También estarán inquietos! -observó Egor. Abrió la boca y empezó a mover los labios, como si estuviese masticando el aire-. Pero ¡basta de bromas! Hay que esconderte, lo cual no es fácil, aunque sí grato. Si yo pudiera levantarme ... -le dio un ahogo, se llevó las manos al pecho y empezó a frotárselo débilmente.
- ¡Estás enfermo de veras, Egor Ivánovich! -dijo Nikolái, bajando la cabeza. Suspiró la madre y recorrió con una mirada de inquietud la habitación, pequeña, angosta ...
- ¡Eso es cosa mía! -contestó Egor-. Usted, madrecita, pregúntele por Pável, ¡no hay por qué andarse con disimulos!
Vesovschikov sonrió con ancha sonrisa.
- Pável está bien. Tiene salud. Allí viene a ser como nuestro jefe. Es el que habla con las autoridades y, en general, el que manda. Le respetan ...
Vlásova movía la cabeza, escuchando el relato de Vesovschikov, y miraba de reojo al rostro tumefacto y cárdeno de Egor. Inmóvil, sin expresión, parecía extrañamente achatado; sólo los ojos, alegres y vivos, brillaban en él.
- ¡Si me dierais de comer...! ¡Palabra de honor que tengo mucha hambre! -exclamó inesperadamente Nikolái.
- Madrecita, en la alacena hay pan; después vaya por el pasillo y, en la segunda puerta, a la izquierda, llame. Le abrirá una mujer; dígale que venga y que traiga consigo todo lo que tenga de comestible.
- ¿Para qué todo? -protestó Nikolái.
- No te inquietes, que será poco ...
La madre salió, llamó a la puerta y prestó oídos; la habitación estaba en silencio; pensó en Egor con tristeza:
¡Se muere...!
- ¿Quién es? -preguntaron tras la puerta.
- De parte de Egor Ivánovich -contestó la madre sin alzar la voz-. Le pide que vaya usted a su casa ...
- Ahora voy -le contestaron sin abrir.
La madre esperó un poco y volvió a llamar. Entonces la puerta se abrió bruscamente y salió al pasillo una mujer alta, con gafas. Estirándose apresuradamente la arrugada manga de la blusa, preguntó a la madre con aspereza:
- ¿Qué desea usted?
- Vengo de parte de Egor Ivánovich ...
- ¡Ah! Vamos. Pero si yo la conozco a usted -exclamó la mujer en voz baja-. ¡Buenos días! Está esto tan oscuro ...
Vlásova la miró e hizo memoria de que algunas veces, de tarde en tarde, iba por casa de Nikolái.
¡Todos nuestros!, pasó fugaz por su mente.
Cediéndole el paso, la mujer obligó a la madre a ir delante y le preguntó:
- ¿Es que se encuentra mal?
- Sí, está acostado. Le ruega que lleve algo de comer ...
- Bueno, eso está de más ...
Cuando ambas entraron en el cuarto, las acogió un estertor:
- Me voy con mis antepasados, amiga mía. Liudmila Vasílievna, este hombre se ha ido de la cárcel sin permiso de la autoridad, ¡el muy impertinente! Ante todo, déle algo de comer, y luego, escóndale en alguna parte.
La mujer movió la cabeza y, mirando atentamente al enfermo a la cara, le dijo con severidad:
- Egor, debería haber mandado a buscarme en cuanto llegó gente. Y ya veo que, por dos veces, ha dejado usted de tomar la medicina. ¡Qué descuido es éste! Camarada, ¡venga usted conmigo! Ahora vendrán del hospital a llevarse a Egor.
- A pesar de todo, ¿tengo que ir? -preguntó éste.
- Sí. Yo estaré allí con usted.
- ¿Allí también? ¡Ay, Dios mío!
- ¡No diga tonterías!
Mientras hablaba, arregló la manta a Egor, tapándole el pecho, miró fijamente a Nikolái y calculó con la vista la medicina del frasco.
Hablaba con voz monótona y apagada, sus movimientos eran leves, tenía el rostro pálido y sus oscuras cejas casi se juntaban en el arranque de la nariz. Aquella fisonomía desagradaba a la madre; le parecía altanera, y sus ojos miraban sin brillo y sin sonrisa. Hablaba como si estuviera dando órdenes.
- ¡Nosotros nos vamos! -continuó-. En seguida estoy de vuelta. Usted déle a Egor una cucharada de esta medicina. No le permita que hable ...
Y salió, llevándose consigo a Nikolái.
- ¡Maravillosa mujer...! -dijo Egor suspirando-. ¡Magnífica...! Usted, madrecita, debería instalarse en su casa; ella está muy cansada ...
- ¡No hables! Toma, ¡mejor será que bebas...! -le rogó la madre con dulzura.
Él sorbió la medicina y, entornando un ojo, continuó:
- Es igual; aunque me calle, he de morir ...
Con el otro ojo miraba a la madre a la cara y sus labios se entreabrían lentamente en una sonrisa. La madre bajó la cabeza ... un sentimiento agudo de piedad hacía que se le saltaran las lágrimas.
- ¡No hay que apurarse!, esto es natural ... El placer de vivir lleva consigo la obligación de morir ...
La madre le puso la mano en la cabeza y dijo de nuevo en voz queda:
- Cállate, ¿quieres?
Él cerró los ojos, como para escuchar los estertores de su pecho, y prosiguió, obstinado:
- ¡Es absurdo que me calle, madrecita! ¿Qué salgo ganando con ello? Unos segundos más de agonía; en cambio, me pierdo el placer de hablar con una buena persona. Yo creo que en el otro mundo no hay tan buenas personas como en éste ...
La madre le interrumpió intranquila:
- Va a volver esa señora y me va a reñir por dejarte hablar ...
- No es una señora, sino una revolucionaria, una camarada, un alma maravillosa ... Reñirla, la reñirá de todas maneras. Siempre está riñendo a todos ...
Y lentamente, moviendo los labios con esfuerzo, Egor empezó a contar la historia de la vida de su vecina. Sus ojos sonreían; la madre veía que la impacientaba adrede, y mirándole a la cara, azulada, cubierta de sudor, pensaba alarmada:
¡Se muere...! Entró Liudmila y, después de haber cerrado cuidadosamente la puerta, dijo, dirigiéndose a Vlásova:
- Es imprescindible que su conocido se disfrace y se marche cuanto antes de mi casa; así es que usted, Pelagueia Nílovna, vaya ahora mismo a conseguirle un traje y tráigaselo. Lástima que no esté aquí Sofía, porque esto de esconder gente es su especialidad.
- ¡Mañana llega! -repuso la madre, echándose el pañuelo sobre los hombros.
Siempre que le daban algún encargo, le entraba un fuerte deseo de cumplirlo deprisa y bien, y ya no podía pensar en nada más que en su tarea. Bajando las cejas, preguntó diligente:
- Piense usted cómo vamos a vestirle.
- ¡Es igual! Se irá de noche ...
- De noche es peor, hay menos gente por la calle; se fijan más, y él no es muy hábil ...
Egor soltó una carcajada ronca.
- ¿Se podrá ir a verte al hospital? -preguntó la madre.
Él, tosiendo, asintió con la cabeza. Liudmila miró a la madre a la cara con sus negros ojos y le propuso:
- ¿Quiere usted que le velemos por turno? ¿Sí? ¡Bueno! Ahora, váyase en seguida ...
Y con ademán afectuoso, pero autoritario, tomó a la madre de un brazo, la sacó al pasillo y le dijo en voz baja:
- ¡No se ofenda porque la despache así! Pero es que le perjudica el hablar ... y aún tengo esperanza ... Juntó las manos, crujiéronle los dedos, y los párpados, fatigados cayeron sobre sus ojos ...
Aquella explicación confundió a la madre, y murmuró:
- ¿Qué le pasa a usted?
- ¡Tenga cuidado con los espías! -le recomendó la mujer en voz baja. Llevóse las manos a la cara y se frotó las sienes; tembláronle los labios, y su expresión se hizo más dulce.
- ¡Ya sé...! -contestó la madre, no sin cierto orgullo.
Al llegar a la puerta, se detuvo un instante, se arregló el pañuelo y echó en derredor una mirada, disimuladamente, pero con sagacidad.
Sabía distinguir, casi sin equivocarse, a los agentes de la policía entre la multitud de la calle. Le era bien conocida la acentuada despreocupación con que caminaban, la afectada soltura de sus ademanes, la expresión de cansancio y fastidio reflejada en sus rostros, el tímido centelleo, confuso y mal disimulado, de sus ojos huidizos y desagradablemente penetrantes.
Aquella vez no distinguió sus caras conocidas y, sin apresurarse, echó a andar por la calle; después tomó un coche y dijo al cochero que la llevara al mercado. Al comprar el traje para Nikolái, regateó sin piedad con el comerciante, mientras cubría de improperios al borracho de su marido, a quien tenía que vestir de nuevo cada mes. Aquel cuento hizo poca impresión en los vendedores, pero a ella la satisfizo en extremo; por el camino había ido pensando que, desde luego, la policía tendría que caer en la cuenta de la necesidad de un disfraz para Nikolái y que mandaría sus agentes al mercado. Con las mismas ingenuas precauciones, volvió a casa de Egor; después, tuvo que acompañar a Nikolái al otro extremo de la ciudad. Iba cada uno por un lado de la calle, y a la madre le resultaba divertido y agradable ver cómo Vesovschikov caminaba pesadamente, la cabeza gacha, enredándosele las piernas en los largos faldones del rojizo abrigo y poniéndose bien el sombrero, que se le calaba hasta la nariz. En una de las calles desiertas, les salió al encuentro Sáshenka, y la madre, luego de despedirse de Vesovschikov con una inclinación de cabeza, se volvió a casa.
Pero Pável sigue preso ... Y Andriusha ..., iba ella pensando tristemente.
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