Fuga
Uno de estos días, Maité Piñero, recién venida de El Salvador, me trajo la noticia:
- Murió.
Un avión enemigo fue más rápido que él, Cuando el ataque cesó, sus compañeros lo enterraron. Lo enterraron al anochecer.
Todos se daban la espalda entre sí. Nadie mostraba la cara.
Fuga había llegado tres o cuatro ańos antes, y había llegado para quedarse. Al alba había llegado, en los días de la gran lluvia, y se había plantado en medio del campamento, bajo la lluvia, y la lluvia lo acribillaba y él seguía allí.
Y seguía allí, todavía, cuando el diluvio cesó: un burro, o la estatua de un burro, ya muy apaleado y destartalado, que con su único ojo miraba de manera impasible y para siempre. Los guerrilleros lo echaron. Lo insultaron, lo patearon, lo empujaron; y no hubo caso.
Así que se quedó. Lo llamaron Fuga, porque era el más veloz para escapar, en el desparramo de los bombardeos. Lo mandaban lejos, en difíciles misiones de lleva y trae, y siempre volvía. Los muchachos se movían noche y día, de un lado a otro, a través de las montańas quemadas de San Miguel, y él los encontraba siempre. Y cuando el ejército los cercaba, Fuga se las arreglaba para pasar, como si nada, por los campos minados, y como si nada atravesaba las filas enemigas con sus alforjas cargadas de café y tortillas y cigarrillos y balas.
- No nos traiciones, Fuga - le pedían.
Y él los miraba, sin parpadear, con su ojo solo.
El burrito conocía todo. Conocía las bases de operaciones y los escondrijos de armas y de víveres, los senderos y los atajos, el cruce elegido para la próxima emboscada; y también conocía a los amigos de la guerrilla de cada una de las aldeas. Y algo más, mucho más, todo lo demás conocía Fuga: él era el dueño de las confidencias. Porque el burrito sabía escuchar las penas y las dudas y las secretas bandidencias de cada uno; y hasta los machos más machos, hombres de hierro callado, se daban permiso para llorar con él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario