Autoras/es: Eduardo Galeano
(Fecha original del artículo: 1987)
Onetti
Quería pintar, y no podía. Quería
escribir y no sabía. A veces escribía algún cuento, y a veces se lo llevaba a
Juan Carlos Onetti.
El estaba siempre en cama, por pereza,
por tristeza, rodeado de pirámides de puchos, tras una muralla de botellas
vacías. Yo me sentía en la obligación de emitir frases inteligentísimas. El
maestro Onetti miraba al techo y no abría la boca más que para bostezar, fumar
y beber, lenta sueñera, pitadas lentas, tragos lentos, y
quizá mascullaba algún fruto de sus prolongadas meditaciones sobre la situación
nacional e internacional:
- La cosa se jodió -decía- el día que
los milicos y las mujeres aprendieron a leer.
Sentado a su orilla, yo esperaba que él
me dijera que aquellos cuentitos míos eran indudablemente geniales, pero él
callaba y a lo sumo gruñía o me estimulaba así:
-
Mirá, pibe. Si Beethoven hubiera nacido en Tacuarembó, hubiera llegado a ser
director de la banda del pueblo.
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