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domingo, 30 de octubre de 2011

Cuentos para la diversidad: 9. Dos padres

Autoras/es: José Luis Muñoz (*)
(Fecha original del libro: 2005) 

Relato recomendado para niños/as +14

En el verano del 92 se produjo definitivamente la ruptura entre mis padres. Creo que no llegaron nunca a discutir, al menos yo no oí una palabra más alta que la otra, llevaron la separación con absoluta discreción. Me tomaron en un aparte, ambos, y se encerraron conmigo en el comedor de casa. Yo estaba nervioso pues, por una u otra razón, intuía lo que iban a decirme.
–Mira, –empezó mi madre– tu padre y yo… –y, como se detuviera, estremecida por una emoción que le venía de muy adentro, fui yo el que seguí, con brutalidad.
–No os queréis y os vais a separar, ya lo sé.
Yo sabía muchas cosas. Sabía que habían dejado de quererse exactamente cuando cumplí los doce años. Fue un cumpleaños triste. Se esforzaron por reír, por aplaudir cuando soplé la docena de velas de cera roja. Dicen que el matrimonio es la tumba del amor, que esos amores eternos que se ven en las películas románticas son eso, películas románticas, que el cansancio y la monotonía, como yo cuando juego una y otra vez a lo mismo, desgasta las ilusiones.
Me dijeron que todo iba a seguir igual para mí. Pero yo intuí que no iba a ser así. Si ellos se separaban, yo debía elegir entre uno de los dos.
Durante noches me mantuve despierto deshojando la margarita. Hasta que llegó el momento y tuvimos otra pequeña reunión los tres. Papá se iba de casa, Mamá se quedaba en la que vivíamos, y yo debía elegir cuál de los dos iba a acompañarme hasta que me hiciera un adulto. Ambos me miraron muy intensamente. Eso, lo supe más adelante, era chantaje emocional.
–Con Papá.
Mamá lloró. No lo hizo delante de mí, sino que al cabo de un instante dejó la habitación oí como se encerraba en el lavabo.
–Gracias, hijo –mi padre me abrazó con fuerza.
Mi padre era escritor. Escribía novelas policíacas, historias de detectives y asesinos que no me deja leer que hasta que llegue a ser mayor de edad.
Alquiló una casa en el campo, en las afueras de la ciudad, cercana a un lago, una vieja vivienda de madera cuyos escalones crujían y cuyas puertas chirriaban al girar sobre sus goznes. Compramos un perro. Creo que lo hizo para paliar mi tristeza por la separación. El perro, un cachorro de labrador de color negro al que llamé Seta, me hacía compañía mientras mi padre escribía.
Un día vino un amigo suyo a comer. Se llamaba Augusto y era pintor, de cuadros, no de paredes. Aquella fue una comida espantosa: Papá hablaba de literatura y de libros, y Augusto de sus pintores favoritos, de los museos que había visitado últimamente. Se hizo de noche y Augusto se quedó a dormir. A la mañana siguiente, cuando me levanté, me los encontré desayunando en el porche. Augusto era muy distinto a Papá: delgado, alto, elegante, llevaba el cabello muy corto y cuidado, y literalmente se bañaba en una colonia que apestaba y que mantenía alejado a Seta.
–Se quedará unos días con nosotros.
Los días se convirtieron en semanas. Un día, Augusto se trasladó con sus caballetes, sus pinturas, sus lienzos y pinceles, y se instaló en la buhardilla.
–¿Vivirá con nosotros? –Sí, ¿te importa? –No, ¿es tu amigo? Tardó en contestar.
–Sí, es mi amigo.
Cada fin de semana marchaba a casa de Mamá. Tener unos padres separados provoca que ambos te mimen en exceso. Mamá siempre me compraba unos dulces exquisitos rellenos de pasta de almendra dulce y recubiertos con azúcar glass.
–¿Cómo va todo, Pequeño? –Bien. Un amigo de Papá se ha instalado en casa.
–¿Un amigo? –Augusto. Es un pintor. Pinta unos cuadros muy extraños.
Cuando me devolvió el domingo por la noche, mi madre entró en la casa. Me di cuenta de que buscaba con cierta ansia al pintor. Y lo vio.
Y lo vi yo. Mi padre y él estaban sentados en el sofá, frente al fuego de la chimenea, en una actitud familiar, con las manos enlazadas que se soltaron al oír que entrábamos.
–Ah, Rosa, te presento a Augusto, un amigo.
Aquella noche, mientras dormía, o lo hacía ver, Papá entró en mi dormitorio, encendió la luz y se sentó en el borde de mi cama.
–Verás, tengo que decirte una cosa.
Me incorporé y me senté. Abrí mucho los ojos, tras restregármelos con los puños y bostezar, y presté toda la atención que era posible a las dos de la madrugada.
–Te debes de haber extrañado de la presencia de mi amigo… –No, si me cae bien.
–Él te aprecia mucho. Me ha dicho que te enseñará a pintar. ¿Te gustaría pintar cuadros? –¿En serio te ha dicho eso? Me encantaría.
–Será como tu segundo padre. ¿Qué te parece? –¿Mi padre?, ¿dos padres? –Exacto, dos padres.
Siempre fui un chico con mente avanzada, que captaba las cosas antes de que fueran evidentes. Por esa razón, mi pregunta le desconcertó.
–¿Sois como novios? –Somos como novios –me miró fijamente a los ojos–. Dos hombres se pueden querer, como dos mujeres. Es algo hermoso, natural, bueno. Se lo he dicho a tu madre.
–¿Qué ha dicho Mamá? –Se ha echado a reír. Como lo oyes. A reír.
Tener dos padres funciona. Supone que siempre uno de ellos, por lo menos, se ocupa de ti, te ayuda en los deberes, te lleva al cine, sale a pasear contigo en la bicicleta o te acompaña con el perro. Cuando Augusto me viene a buscar a la salida del colegio, mis compañeros de clase me preguntan quién es, y yo les contesto que mi padre.
–No mientas. Tu padre es otro.
–Lo siento, chicos, pero yo tengo dos padres.
 

(*) Extraído de:
Colección Cuentos para la diversidad. COGAM. Colectivo de Gays, Lesbianas y Tansexuales de Madrid

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