Autoras/es: Eduardo Galeano
(Fecha original: 1970) SEGUNDA PARTE
EL DESARROLLO ES UN VIAJE
CON MÁS NAUFRAGOS QUE NAVEGANTES
2. LA ESTRUCTURA CONTEMPORANEA DEL DESPOJO:
a. UN TALISMÁN VACÍO DE PODERES
Cuando Lenin escribió, en la primavera de 1916, su libro sobre el imperialismo, el capital norteamericano abarcaba menos de la quinta parte del total de las inversiones privadas directas, de origen extranjero, en América Latina. En 1970, abarca cerca de las tres cuartas partes. El imperialismo que Lenin conoció -la rapacidad de los centros industriales a la búsqueda de mercados mundiales para la exportación de sus mercancías; la fiebre por la captura de todas las fuentes posibles de materias primas; el saqueo del hierro, el carbón, el petróleo; los ferrocarriles artículando el dominio de las áreas sometidas; los empréstitos voraces de los monopolios financieros; las expediciones militares y las guerras de conquista- era un imperialismo que regaba con sal los lugares donde una colonia o semicolonia hubiera osado levantar una fábrica propia. La industrializacion, privilegio de las metrópolis, resultaba, para los países pobres, incompatible con el sistema de dominio impuesto por los países ricos. A partir de la segunda guerra mundial se consolida en América Latina el repliegue de los intereses europeos, en beneficio del arrollador avance de las inversiones norteamericanas. Y se asiste, desde entonces, a un cambio importante en el destino de las inversiones. Paso a paso, año tras año, van perdiendo importancia relativa los capitales aplicados a los servicios públicos y a la minería, en tanto aumenta la proporción de las inversiones en petróleo y, sobre todo, en la industria manufacturera. Actualmente, de cada tres dólares invertidos en América Latina, uno corresponde a la industria.1
A cambio de inversiones insignificantes, las filiales de las grandes corporaciones saltan de un solo brinco las barreras aduaneras latinoamericanas, paradójicamente alzadas contra la competencia extranjera, y se apoderan de los procesos internos de industrialización. Exportan fábricas o, frecuentemente, acorralan y devoran a las fábricas nacionales ya existentes. Cuentan, para ello, con la ayuda entusiasta de la mayoría de los gobiernos locales y con la capacidad de extorsión que ponen a su servicio los organismos internacionales de crédito. El capital imperialista captura los mercados por dentro, haciendo suyos los sectores claves de la industria local: conquista o construye las fortalezas decisivas, desde las cuales domina al resto.
La OEA describe así el proceso: «Las empresas latinoamericanas van teniendo un predominio sobre las industrias y tecnologías ya establecidas y de menor sofisticación, mientras la inversión privada norteamericana, y probablemente también la proveniente de otros países industrializados, va aumentando rápidamente su participación en ciertas industrias dinámicas que requieren un grado de avance tecnológico relativamente alto y que son más importantes en la determinación del curso del desarrollo económico»2. Así, el dinamismo de las fábricas norteamericanas al sur del río Bravo resulta mucho más intenso que el de la industria latinoamericana en general. Son elocuentes los ritmos de los tres países mayores: para un índice 100 en 1961, el producto industrial en Argentina pasó a ser de 112,5 en 1965, y en el mismo período las ventas de las empresas filiales de los Estados tinidos subieron a 166,3. Para Brasil, las cifras respectivas son de 109,2 y 120; para México, de 142,2 y 186,83 .
El interés de las corporaciones imperialistas por apropiarse del crecimiento industrial latinoamericano y capitalizarlo en su beneficio no implica, desde luego, un desinterés por todas las otras formas tradicionales de explotación. Es verdad que el ferrocarril de la United Fruit Co., en Guatemala, ya no era rentable, y que la Electric Bond and Share y la International Telephone and Telegraph Corporation realizaron espléndidos negocios cuando fueron nacionalizadas en Brasil, con indemnizaciones de oro puro a cambio de sus instalaciones oxidadas y sus maquinarías de museo. Pero el abandono de los servicios públicos a cambio de actividades más lucrativas nada tiene que ver con el abandono de las materias primas. ¿Qué suerte correría el Imperio sin el petróleo y los minerales de América Latina? Pese al descenso relativo de las inversiones en minas, la economía norteamericana no puede prescindir, como hemos visto en otro capítulo, de los abastecimientos vitales y las jugosas ganancias. que le llegan desde el sur. Por lo demás, las inversiones que convierten a las fábricas latinoamericanas en meras piezas del engranaje mundial de las corporaciones gigantes no alteran en absoluto la división internacional del trabajo. No sufre la menor modificación el sistema de vasos comunicantes por donde circulan los capitales y las mercancías entre los países pobres y los países ricos. América Latina continúa exportando su desocupación y su miseria: las materias primas que el mercado mundial necesita y de cuya venta depende la economía de la región y ciertos productos industriales elaborados, con mano de obra barata, por filiales de las corporaciones multinacionales. El intercambio desigual funciona como siempre: los salarios de hambre de América Latina contribuyen a financiar los altos salarios de Estados Unidos y de Europa.
No faltan políticos y tecnócratas dispuestos a demostrar que la invasión del capital extranjero “industrializador” beneficia las áreas donde irrumpe. A diferencia del antiguo, este imperialismo de nuevo signo implicaría una acción en verdad civilizadora, una bendición para los paises dominados, de modo que por primera vez la letra de las declaraciones de amor de la potencia dominante de turno coincidiría con sus intenciones reales. Ya las conciencias culpables no necesitarían coartadas, puesto que no serían culpables: el imperialismo actual irradiaría tecnología y progreso, y hasta resultaría de mal gusto utilízar esta vieja y odiosa palabra para definirlo. Cada vez que el imperialismo se pone a exaltar sus propias virtudes, conviene, sin embargo revisarse los bolsillos. Y comprobar que este nuevo modelo de imperialismo no hace más prósperas a sus colonias aunque enriquezca a sus polos de desarrollo; no alivia las tensiones sociales regionales, sino que las agudiza; extiende aún más la pobreza y concentra aún más la riqueza: paga salarios veinte veces menores que en Detroit y cobra precios tres veces mayores que en Nueva York; se hace dueño del mercado interno y de los resortes claves del aparato productivo; se apropia del progreso, decide su rumbo y le fija fronteras; dispone del crédito nacional y orienta a su antojo el comercio exterior; no sólo desnacionaliza la industria, sino también las ganancias que la industria produce; impulsa el desperdicio de recursos al desviar la parte sustancial del excedente económico hacia afuera; no aporta capitales al desarrollo sino que los sustrae. La CEPAL ha indicado que la hemorragia (el desborde. N del recopilador) de los beneficios de las inversiones directas de los Estados Unidos en América Latina ha sido cinco veces mayor, en estos últimos años, que la transfusión de inversiones nuevas. Para que las empresas puedan llevarse sus ganancias, los países se hipotecan endeudándose con la banca extranjera y con los organismos internacionales de crédito, con lo que multiplican el caudal de las próximas sangrías. La inversión industrial opera, en este sentido, con las mismas consecuencias que la inversión «tradicional».
En el marco de acero de un capitalismo mundial integrado en torno a las grandes corporaciones norteamericanas, la industrialización de América Latina se identifica cada vez menos con el progreso y con la liberación nacional. El talismán fue despojado de poderes en las decisivas derrotas del siglo pasado, cuando los puertos triunfaron sobre los países y la libertad de comercio arrasó a la industria nacional recién nacida. El siglo XX no engendró una burguesía industrial fuerte y creadora que fuera capaz de reemprender la tarea y llevarla hasta sus últimas consecuencias. Todas las tentativas se quedaron a mitad del camino. A la burguesía industrial de América Latina le ocurrió lo mismo que a los enanos: llegó a la decrepitud sin haber crecido. Nuestros burgueses son, hoy día, comisionistas o funcionarios de las corporaciones extranjeras todopoderosas. En honor a la verdad, nunca habían hecho méritos para merecer otro destino.
La OEA describe así el proceso: «Las empresas latinoamericanas van teniendo un predominio sobre las industrias y tecnologías ya establecidas y de menor sofisticación, mientras la inversión privada norteamericana, y probablemente también la proveniente de otros países industrializados, va aumentando rápidamente su participación en ciertas industrias dinámicas que requieren un grado de avance tecnológico relativamente alto y que son más importantes en la determinación del curso del desarrollo económico»2. Así, el dinamismo de las fábricas norteamericanas al sur del río Bravo resulta mucho más intenso que el de la industria latinoamericana en general. Son elocuentes los ritmos de los tres países mayores: para un índice 100 en 1961, el producto industrial en Argentina pasó a ser de 112,5 en 1965, y en el mismo período las ventas de las empresas filiales de los Estados tinidos subieron a 166,3. Para Brasil, las cifras respectivas son de 109,2 y 120; para México, de 142,2 y 186,83 .
El interés de las corporaciones imperialistas por apropiarse del crecimiento industrial latinoamericano y capitalizarlo en su beneficio no implica, desde luego, un desinterés por todas las otras formas tradicionales de explotación. Es verdad que el ferrocarril de la United Fruit Co., en Guatemala, ya no era rentable, y que la Electric Bond and Share y la International Telephone and Telegraph Corporation realizaron espléndidos negocios cuando fueron nacionalizadas en Brasil, con indemnizaciones de oro puro a cambio de sus instalaciones oxidadas y sus maquinarías de museo. Pero el abandono de los servicios públicos a cambio de actividades más lucrativas nada tiene que ver con el abandono de las materias primas. ¿Qué suerte correría el Imperio sin el petróleo y los minerales de América Latina? Pese al descenso relativo de las inversiones en minas, la economía norteamericana no puede prescindir, como hemos visto en otro capítulo, de los abastecimientos vitales y las jugosas ganancias. que le llegan desde el sur. Por lo demás, las inversiones que convierten a las fábricas latinoamericanas en meras piezas del engranaje mundial de las corporaciones gigantes no alteran en absoluto la división internacional del trabajo. No sufre la menor modificación el sistema de vasos comunicantes por donde circulan los capitales y las mercancías entre los países pobres y los países ricos. América Latina continúa exportando su desocupación y su miseria: las materias primas que el mercado mundial necesita y de cuya venta depende la economía de la región y ciertos productos industriales elaborados, con mano de obra barata, por filiales de las corporaciones multinacionales. El intercambio desigual funciona como siempre: los salarios de hambre de América Latina contribuyen a financiar los altos salarios de Estados Unidos y de Europa.
No faltan políticos y tecnócratas dispuestos a demostrar que la invasión del capital extranjero “industrializador” beneficia las áreas donde irrumpe. A diferencia del antiguo, este imperialismo de nuevo signo implicaría una acción en verdad civilizadora, una bendición para los paises dominados, de modo que por primera vez la letra de las declaraciones de amor de la potencia dominante de turno coincidiría con sus intenciones reales. Ya las conciencias culpables no necesitarían coartadas, puesto que no serían culpables: el imperialismo actual irradiaría tecnología y progreso, y hasta resultaría de mal gusto utilízar esta vieja y odiosa palabra para definirlo. Cada vez que el imperialismo se pone a exaltar sus propias virtudes, conviene, sin embargo revisarse los bolsillos. Y comprobar que este nuevo modelo de imperialismo no hace más prósperas a sus colonias aunque enriquezca a sus polos de desarrollo; no alivia las tensiones sociales regionales, sino que las agudiza; extiende aún más la pobreza y concentra aún más la riqueza: paga salarios veinte veces menores que en Detroit y cobra precios tres veces mayores que en Nueva York; se hace dueño del mercado interno y de los resortes claves del aparato productivo; se apropia del progreso, decide su rumbo y le fija fronteras; dispone del crédito nacional y orienta a su antojo el comercio exterior; no sólo desnacionaliza la industria, sino también las ganancias que la industria produce; impulsa el desperdicio de recursos al desviar la parte sustancial del excedente económico hacia afuera; no aporta capitales al desarrollo sino que los sustrae. La CEPAL ha indicado que la hemorragia (el desborde. N del recopilador) de los beneficios de las inversiones directas de los Estados Unidos en América Latina ha sido cinco veces mayor, en estos últimos años, que la transfusión de inversiones nuevas. Para que las empresas puedan llevarse sus ganancias, los países se hipotecan endeudándose con la banca extranjera y con los organismos internacionales de crédito, con lo que multiplican el caudal de las próximas sangrías. La inversión industrial opera, en este sentido, con las mismas consecuencias que la inversión «tradicional».
En el marco de acero de un capitalismo mundial integrado en torno a las grandes corporaciones norteamericanas, la industrialización de América Latina se identifica cada vez menos con el progreso y con la liberación nacional. El talismán fue despojado de poderes en las decisivas derrotas del siglo pasado, cuando los puertos triunfaron sobre los países y la libertad de comercio arrasó a la industria nacional recién nacida. El siglo XX no engendró una burguesía industrial fuerte y creadora que fuera capaz de reemprender la tarea y llevarla hasta sus últimas consecuencias. Todas las tentativas se quedaron a mitad del camino. A la burguesía industrial de América Latina le ocurrió lo mismo que a los enanos: llegó a la decrepitud sin haber crecido. Nuestros burgueses son, hoy día, comisionistas o funcionarios de las corporaciones extranjeras todopoderosas. En honor a la verdad, nunca habían hecho méritos para merecer otro destino.
1 Hace cuarenta años, la inversión norteamericana en industrias de transformación sólo representaba el 6 por 100 del valor total de los capitales de Estados Unidos en América Latina. En 1960, la proporción rozaba ya el 20 por 100, y luego continuó ascendiendo hasta cerca de la tercera parte del total. Naciones Unidas, CEPAL, El financiamiento externo de América Latina, Nueva York-Santiago de Chile, 1964, y Estudio económico de América Latina de 1967, 1968 y 1969.
2 Secretaría General de la Organización de Estados Americanos, El financiamiento externo para el desarrollo de la América Latina, Washington, 1969. Documento de distribución limitada; sextas reuniones anuales del CIES.
3 Datos del Departamento de Comercio de los Estados Unidos y del Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso. Secretaría General de la OEA, op. Cit.
No hay comentarios:
Publicar un comentario