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domingo, 23 de octubre de 2011

LA MADRE (II-17). Máximo Gorki

Autoras/es: Máximo Gorki


Le era grato satisfacer su viejo deseo: ¡ya estaba ella misma hablando de la verdad a las gentes!
- Con personas así, puede ir el pueblo; ellos no se contentarán con poco ni se detendrán hasta que no aniquilen todo el engaño, toda la maldad y la codicia; no se cruzarán de brazos hasta que todo el pueblo no se haya fundido en una sola alma y diga, con una sola voz: ¡ Yo soy el amo, yo mismo haré las leyes, iguales para todos!
Cansada, guardó silencio y miró a su alrededor. Había en su pecho un sentimiento tranquilo de que sus palabras no habían caído en el vacío.
(Fecha original: 1907)

La madre se detuvo en el umbral y, protegiéndose los ojos con la mano, echó una ojeada al interior de la isba. Era pequeña, reducida, pero de una limpieza que saltaba a la vista al instante. Por detrás del horno asomó una mujer joven, saludó en silencio, con una inclinación de cabeza, y desapareció. En el rincón de la habitación, frente a la puerta, había una lámpara encendida sobre una mesa.
El dueño de la casa estaba sentado, tamborileando en una esquina de la mesa, y miraba fijamente a la madre.
- ¡Entre usted! -le dijo al cabo de un momento-. ¡Tatiana, vete a llamar a Piotr, aprisa!
Salió la mujer, rápida, sin mirar a la recién llegada. Sentada frente al dueño en un banco, la madre paseaba la mirada en derredor. Su maleta no estaba a la vista. Un silencio agobiante llenaba la isba; solamente la lámpara de petróleo dejaba oír el leve chisporroteo de la llama. El rostro del mujik, preocupado y sombrío, oscilaba impreciso ante los ojos de la madre, provocando en ella una pena amarga.
- ¿Dónde está mi maleta? -preguntó de repente en voz alta, de un modo inesperado para ella misma.
El mujik encogióse de hombros y contestó pensativo:
- No se perderá ... y bajando la voz, añadió sombrío:
- Hace un rato, delante de la chiquilla, dije adrede que estaba vacía, ¡pero no lo está! ¡Tiene algo dentro que pesa mucho...
- ¿Y qué? -preguntó la madre.
Él se levantó, se le acercó, e inclinándose hacia ella, inquirió en voz baja:
- ¿Conoce usted a aquel hombre?
La madre se estremeció, pero respondió con firmeza:
- ¡Le conozco!
Esta breve respuesta parecía haberla iluminado por dentro, alumbrando todo en el exterior. Suspiró aliviada, se incorporó en el banco y sentóse con más aplomo.
El mujik sonrió con ancha sonrisa.
- Yo vi cuando usted le hizo una seña, y él le contestó; le pregunté al oído si conocía a la que estaba en la terracilla.
- ¿Y él qué dijo? -preguntó vivamente la madre.
- ¿Él? Dijo: somos muchos. ¡Sí! Muchos, eso dijo ...
Echó una mirada interrogadora a su huésped y continuó, volviendo a sonreír.
- ¡Es de una gran fuerza ese hombre...! ¡Valiente...! Dice sin rodeos: ¡yo he sido! Le pegan, y él no da su brazo a torcer ...
Su voz insegura y no fuerte, su rostro de facciones poco acusadas, y sus ojos, francos, serenos, tranquilizaban cada vez más a la madre. El agotamiento y la inquietud que sintiera en el pecho iban cediendo paso a una compasión, acre y punzante, hacia Ribin. Sin poder contener la ira, súbita y amarga, exclamó con sofocada voz:
- ¡Monstruos, bandidos...! y dejó escapar un sollozo.
El mujik se apartó de ella, moviendo sombrío la cabeza.
- ... ¡Las autoridades se han ganado buenos amigos ...!
Y de pronto, volviéndose de nuevo hacia la madre, le dijo en voz baja:
- Mire, yo adivino que en la maleta hay periódicos. ¿Es verdad?
- ¡Sí! -contestó sencillamente la madre, limpiándose las lágrimas-. A él se los traía.
Frunció el mujik el cefio, se agarró las barbas con la mano y guardó silencio, mirando a un rincón.
- Los recibíamos; los libros también nos llegaban. Conocemos a ese hombre ... ¡le veíamos!
Calló el mujik, quedó un momento pensativo y prosiguió:
- Y ahora, ¿qué va usted a hacer con eso, con la maleta?
Le miró la madre y le dijo con tono de reto:
- ¡Os la dejaré a vosotros...!
Él no manifestó asombro, ni protestó; limitó se a repetir conciso:
- A nosotros ...
Asintió con la cabeza, se soltó la barba y, después de alisársela, tomó asiento.
Con una tenacidad e insistencia inexorables, la memoria reproducía ante los ojos de la madre la escena del martirio de Ribin; su imagen le apagaba en el cerebro todos los pensamientos; el dolor y el agravio por lo ocurrido a aquel hombre ofuscaba todas sus sensaciones; no podía ya pensar en la maleta ni en nada más. De sus ojos brotaban incontenibles las lágrimas, su rostro tenía una expresión sombría y su voz no temblaba cuando le dijo al dueño de la isba:
- ¡Saquean, torturan, pisotean en el barro al hombre, los malditos!
- ¡La fuerza...! -respondió el mujik en voz baja-. ¡Tienen mucha fuerza!
- ¿Y de dónde la sacan? -exclamó la madre con pena-. De nosotros, del pueblo; ¡todo lo toman de nosotros!
Irritaba a la madre aquel mujik con su rostro claro, pero enigmático.
- ¡Sí! -dijo él, arrastrando la palabra-. La rueda ...
Prestando oídos con atención, alargó el cuello hacia la puerta y dijo con voz queda:
- Vienen.
- ¿Quiénes?
- Deben ser los nuestros ...
Entró su mujer, seguida de un mujik. Éste tiró a un rincón el gorro, se acercó deprisa al dueño de la casa y le preguntó:
- Bueno, ¿qué hay?
El dueño meneó la cabeza afirmativamente.
- Stepán -dijo la mujer, en pie junto al horno-, puede que ella quiera comer algo.
- No, ¡gracias, querida! -contestó la madre.
El recién llegado se acercó a la madre y con voz presurosa y quebrada empezó a hablar:
- Bueno, permítame que me presente. Me llamo Piotr Egórovich Riabinin, de apodo el Shilo. Entiendo algo de sus asuntos. Sé leer y escribir y no soy un imbécil que digamos ...
Tomó la mano que la madre le tendía, y estrechándosela con recia sacudida, se dirigió al dueño de la casa:
- Aquí tienes, Stepán, ¡fíjate! Yarvara Nikoláievna es una buena señora, ¡es verdad! Pero en lo tocante a estas cosas, dice que son tonterías, ¡delirios! Según ella, mozuelos y estudiantes atolondrados son los que se entretienen en amotinar al pueblo. Y sin embargo, tú y yo hemos visto a un hombre de respeto, a un mujik como es menester, que le han detenido, y ahora aquí tienes a una mujer, ya de edad, y que, a lo que se ve, no tiene sangre de señores. No se ofenda por la pregunta. ¿Qué eran sus padres?
Hablaba de prisa, con claridad, sin tomar aliento, temblándole nerviosamente la barbita; sus ojos entornados escrutaban el rostro y la figura de la madre. Con la ropa hecha jirones y desgreñado, parecía que acababa de salir de una pelea, en que hubiese vencido al adversario, y estar aún lleno de la gozosa excitación de la victoria. Le agradó a la madre por su vivacidad y porque, desde el principio, había hablado sencillamente, sin rodeos. Mirándole a la cara con expresión cariñosa, contestó ella a su pregunta. Él le volvió a sacudir fuertemente la mano y se echó a reír bajito, con una risilla seca y entrecortada.
- Trigo limpio, Stepán, ¿lo estás viendo? ¡Buen asunto! Ya te decía yo que es el pueblo mismo el que empieza a trabajar. La señora no dirá la verdad, porque la perjudica. Yo la respeto, ¿a qué decir otra cosa? Es una persona buena y quiere para nosotros el bien, pero poquito y sin que a ella le cause perjuicio. El pueblo quiere ir por lo derecho y no teme pérdidas ni daños, ¿no lo has visto? Para él la vida es mala, por todas partes tiene daños, a cualquier lado que se vuelva no encontrará más que el grito de: ¡alto!
- Ya veo -dijo Stepán, asintiendo con la cabeza, y en seguida añadió-: Está intranquila por su maleta.
Piotr guiñó el ojo a la madre con astucia y la tranquilizó con un ademán.
- ¡No pase cuidado! ¡Todo se hará como es debido, madre! Su maleta está en mi casa. Antes, cuando él me habló de usted y me dijo que usted también estaba metida en el asunto y que conocía a ese hombre, yo le contesté: mira, Stepán, no hay que dormirse, ¡la cosa es muy seria! Y usted, madre, por lo que se ve, también se olió en seguida, cuando estabamos a su lado, quiénes eramos nosotros. A las personas honradas se las conoce a la legua; andan pocas por las calles, ¡hay que decirlo francamente! Su maleta la tengo en mi casa ...
Se sentó a su lado y continuó, con un ruego en la mirada:
- Y si quiere usted vaciarla, ¡nosotros la ayudaremos con gusto! Necesitamos libros ...
- ¡Quiere dárnoslos todos! -observó Stepán.
- ¡Muy bien, madre! ¡Ya les encontraremos acomodo!
Se puso en pie de un salto, echóse a reír y, paseando deprisa por la habitación, continuó satisfecho:
- Puede decirse que el caso es asombroso. Aunque, de lo más simple. Se rompe la cuerda por un lado y se compone por otro ... ¡No está mal...! El periódico, madre, es bueno y hace su efecto: abre los ojos a la gente. Para los señores no es muy agradable. Yo trabajo aquí, a unas siete verstas, de carpintero, en casa de una señora propietaria. Ella es buena mujer, hay que reconocerlo; nos da libros, alguna vez que otra lee uno, y se aclaran las cabezas. En general, le estamos agradecidos. Pero cuando yo le enseñé un número del periódico, hasta se ofendió un poco. ¡Déjese de esas cosas, Piotr! -me dijo-. Eso lo hacen muchachuelos sin seso, y no puede traerles más que calamidades ... la cárcel... Siberia.
Volvió a callarse bruscamente, reflexionó un poco e inquirió:
- Diga, madre, y ese hombre, ¿es pariente suyo?
- No -respondió ella-, es un extraño.
Piotr se echó a reír sin ruido, como muy satisfecho de algo, y movió la cabeza, pero inmediatamente a la madre le pareció que la palabra extraño no era apropiada para Ribin y que la ofendía a ella misma.
- No somos parientes -agregó-, pero le conozco hace mucho tiempo y le respeto como a un hermano ... mayor.
No había encontrado la palabra adecuada; ello le era desagradable, y no pudo contener un leve sollozo. Un silencio sombrío, expectante, llenaba la isba. Piotr tenía la cabeza ladeada sobre el hombro, como aguzando el oído. Stepán, acodado sobre la mesa, pensativo, continuaba tamborileando con los dedos. Su mujer estaba en la penumbra, apoyada en el horno. La madre sentía que no le quitaba ojo, y a veces, ella también la miraba a la cara, ovalada, cetrina, de nariz recta y mentón pronunciado, de brusco perfil. Sus ojos verdosos brillaban con expresión. vigilante y atenta.
- Es decir, ¡un amigo! -replicó Piotr en voz baja-. Y con carácter, ¡ya lo creo...! Sabe lo mucho que vale, ¡como debe ser! Ése es un hombre, Tatiana, ¿eh? Y aún dices ...
- ¿Está casado? -preguntó Tatiana, interrumpiéndole, y los finos labios de su boca, no grande, se apretaron con fuerza.
- ¡Es viudo! -replicó tristemente la madre.
- ¡Por eso se ha atrevido! -dijo Tatiana en voz baja y profunda. Un hombre casado no iría por ese camino, tendría miedo ...
- ¿Y yo? Estoy casado y, no obstante ... -manifestó Piotr.
- ¡Basta, compadre! -dijo la mujer sin mirarle y torciendo el gesto-. ¿Qué haces tú? Nada más que hablar, y raramente lees algún libro. Aunque andes cuchicheando con Stepán por los rincones, poco saca la gente con eso.
- A mí, ¡hay muchos que me escuchan! -repuso ofendido el mujik en voz baja-. Yo, aquí, soy una especie de levadura; en vano hablas tú así ...
Stepán miró en silencio a su mujer y volvió a bajar la cabeza.
- ¿Por qué se casarán los mujiks? -preguntó Tatiana-. Necesitan una trabajadora, dicen. ¿Para trabajar en qué?
- ¿No tienes bastante quehacer todavía? -dijo Stepán con voz sorda.
- ¿De qué sirve este trabajo? De todos modos, se vive sin matar el hambre, un día tras otro. Los hijos nacen, no hay ni tiempo para cuidarlos, por el trabajo este, que ni siquiera da pan.
Se acercó a la madre, sentóse a su lado y continuó hablando obstinadamente, sin queja ni tristeza.
- Dos hijos tuve yo. Uno, a los dos años, se me abrasó con agua hirviendo; el otro nació antes de tiempo, ¡por culpa de este trabajo maldito! ¿Tengo yo alegrías? Os digo que los mujiks hacen mal en casarse; con ello, solamente se atan las manos. Si estuvieran libres, lograrían poner las cosas en orden, como hace falta; lucharían por la verdad, ¡abiertamente, como ese hombre! ¿No digo bien, madre...?
- ¡Es cierto! -dijo la madre-. Sí, querida; de otro modo, en la vida no se puede vencer ...
- ¿Tiene usted marido?
- Murió. Tengo un hijo.
- ¿Y dónde está? ¿Vive con usted?
- Está en la cárcel -contestó la madre.
Y sintió que aquellas palabras, juntamente con la pena que le causaban siempre, llenábanle el pecho de un orgullo sereno.
- Ya es la segunda vez que le encierran por haber comprendido la verdad divina e ir sembrándola abiertamente. ¡Es joven, guapo, inteligente...! Suya fue la idea del periódico, y él quien puso a Ribin en el buen camino, ¡aunque Ribin es dos veces mayor! Ahora, juzgarán a mi hijo por todo esto y le condenarán; pero se fugará de Siberia y volverá a dedicarse a su obra ...
Según iba hablando, el sentimiento de orgullo alzábase más y más en su pecho, y, al crear la imagen del héroe, le pedía nuevas palabras, le apretaba la garganta.
Necesitaba equilibrar con algo luminoso y sensato todo lo sombrío que viera durante el día y que le había oprimido la cabeza con su horror absurdo, con su cínica crueldad. Y obedeciendo inconscientemente a aquella exigencia de su alma buena, reunía todo lo mejor que había visto de claro y puro en un solo fuego, que la cegaba con limpio resplandor ...
- Ya han nacido muchos hombres así y nacerán aún más, y todos ellos lucharán hasta la muerte por conseguir la libertad y la justicia para las gentes ...
Se había olvidado de toda prudencia y, aunque no mencionaba nombres, contaba todo lo que sabía acerca del trabajo clandestino para liberar al pueblo de las cadenas de la codicia. Al dibujar las imágenes queridas a su corazón, iba poniendo en sus palabras toda la fuerza, todo el amor desbordante que tan tarde había despertado en su pecho, bajo los inquietantes golpes de la vida, y ella misma admiraba, con una alegría ardiente, a las personas que se iban alzando en su memoria, iluminadas y embellecidas por su sentimiento.
- La obra se lleva a cabo por toda la tierra, por todas las ciudades; la fuerza de las buenas gentes no se puede medir ni calcular; crece cada vez más y continuará creciendo hasta que llegue la hora de nuestra victoria.
Su voz fluía igual, encontraba ya las palabras fácilmente y, como perlas multicolores, las ensartaba con rapidez en el hilo sólido del deseo de purificar su corazón del lodo y la sangre de la jornada. Veía que los mujiks parecían haber echado raíces donde su palabra los había encontrado; sin hacer el más leve movimiento, la observaban graves; oía la respiración jadeante de la mujer, sentada a su lado, y todo aquello reforzaba su creencia en lo que decía y prometía a las gentes ...
- Todos los que viven mal, los agobiados por la miseria y la injusticia, los sometidos por los ricos y sus servidores, todos, todo el pueblo debe ir en ayuda de quienes perecen por ellos en la cárcel y aceptan tormentos y la muerte. Desinteresadamente, ellos explicarán dónde está el camino de la felicidad para todos; sin engaño, dirán que recorrerlo es duro; ellos no arrastran a nadie a la fuerza, pero cuando entras en sus filas, ¡no las dejas ya nunca, porque ves que todo es verdad, que ese es el camino y no otro!
Le era grato satisfacer su viejo deseo: ¡ya estaba ella misma hablando de la verdad a las gentes!
- Con personas así, puede ir el pueblo; ellos no se contentarán con poco ni se detendrán hasta que no aniquilen todo el engaño, toda la maldad y la codicia; no se cruzarán de brazos hasta que todo el pueblo no se haya fundido en una sola alma y diga, con una sola voz: ¡ Yo soy el amo, yo mismo haré las leyes, iguales para todos!
Cansada, guardó silencio y miró a su alrededor. Había en su pecho un sentimiento tranquilo de que sus palabras no habían caído en el vacío.
Los mujiks la miraban, esperando algo más. Piotr tenía cruzados los brazos sobre el pecho, entornados los ojos, y en sus pecosas mejillas temblaba una sonrisa. Stepán, apoyado con un codo en la mesa, inclinaba todo el cuerpo hacia adelante, alargado el cuello, como si estuviera aún escuchando. Su rostro, que permanecía en sombra, adquiría facciones más perfectas. Su mujer, sentada junto a la madre, estaba encorvada, con los brazos sobre las rodillas, mirándose a los pies.
- ¡Eso es! -murmuró Piotr, y moviendo la cabeza, se sentó con cuidado en el banco.
Stepán se enderezó lentamente, miró a su mujer y extendió los brazos en el aire, como si quisiera abrazar algo ...
- Desde luego, si uno se pone a la obra -comenzó en tono pensativo- debe hacerla de veras, con toda el alma ...
Piotr terció tímidamente:
- Sí, ¡sin mirar atrás...!
- ¡Los planes son grandes! -continuó Stepán.
- ¡Para toda la tierra! -volvió a añadir Piotr.

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