Autoras/es: Eduardo Galeano
(Fecha original: 1970)
PRIMERA PARTE
LA POBREZA DEL HOMBRE
COMO RESULTADO DE LA RIQUEZA DE LA TIERRA
3. LAS FUENTES SUBTERRÁNEAS DEL PODER:
d. DIENTES DE COBRE SOBRE CHILE
El cobre no demoró mucho en ocupar el lugar del salitre como viga maestra de la economía chilena, al tiempo que la hegemonía británica cedía paso al dominio de los Estados Unidos. En vísperas de la crisis del 29 las inversiones norteamericanas en Chile ascendían ya a más de cuatrocientos millones de dólares, casi todos destinados a la explotación y el transporte del cobre. Hasta la victoria electoral de las fuerzas de la Unidad Popular en 1970, los mayores yacimientos del metal rojo continuaban en manos de la Anaconda Copper Mining Co. y la Kennecott Copper Co., dos empresas íntimamente vinculadas entre sí como partes de un mismo consorcio mundial.
En medio siglo, ambas habían remitido cuatro mil millones de dólares desde Chile a sus casas matrices, caudalosa sangre evadida por diversos conceptos, y habían realizado como contrapartida, según sus propias cifras infladas, una inversión total que no pasaba de ochocientos millones, casi todos prevenientes de las ganancias arrancadas al país1. La hemorragia había ido aumentando a medida que la producción crecía, hasta superar los cien millones de dólares por año en los últimos tiempos. Los dueños del cobre eran los dueños de Chile. El lunes 21 de diciembre del 70, Salvador Allende habla desde el balcón del palacio de gobierno a una multitud fervorosa; anuncia que ha firmado el proyecto de reforma constitucional que hará posible la nacionalización de la gran minería. En 1969, dice, la Anaconda ha logrado en Chile utilidades por 79 millones de dólares, que equivalen al ochenta por ciento de sus ganancias en todo el mundo: y sin embargo, agrega, la Anaconda tiene en Chile menos de la sexta parte de sus inversiones en el exterior. La guerra bacteriológica de la derecha, planificada campaña de propaganda destinada a sembrar el terror para evitar la nacionalización del cobre y las demás reformas de estructura anunciadas desde la izquierda, había sido tan intensa como en las elecciones anteriores. Los diarios habían exhibido pesados tanques soviéticos rodando ante el palacio presidencial de La Moneda; sobre las paredes de Santiago los guerrilleros barbudos aparecían arrastrando jóvenes inocentes rumbo a la muerte; se escuchaba el timbre de cada casa, una señora explicaba: «¿Tiene usted cuatro niños? Dos irán a la Unión Soviética y dos a Cuba.» Todo resultó inútil: el cobre «se pone poncho y espuelas», anuncia el presidente Allende: el cobre vuelve a ser chileno.
Los Estados Unidos, por su parte, con las piernas presas en la trampa de las guerras del sudeste asiático, no han ocultado el malestar oficial ante la marcha de los acontecimientos en el sur de la cordillera de los Andes. Pero Chile no está al alcance de una súbita expedición de marines, y al fin y al cabo Allende es presidente con todos los requisitos de la democracia representativa que el país del norte formalmente predica. El imperialismo atraviesa las primeras etapas de un nuevo ciclo crítico, cuyos signos se han hecho claros en la economía; su función de policía mundial se hace cada vez más cara y más difícil. ¿Y la guerra de precios? La producción chilena se vende ahora en mercados diversos y puede abrir amplios mercados nuevos entre los países socialistas; los Estados Unidos carecen de medios para bloquear, a escala universal, las ventas del cobre que los chilenos se disponen a recuperar. Muy distinta era, por cierto, la situación del azúcar cubana doce años atrás, destinada enteramente al mercado norteamericano y por entero dependiente de los precios norteamericanos. Cuando Eduardo Frei ganó las elecciones del 64, la cotización del cobre subió de inmediato con visible alivio; cuando Allende ganó las del 70, el precio, que ya venía bajando, declinó aún más. Pero el cobre, habitualmente sometido a muy agudas fluctuaciones de precios, había gozado de precios considerablemente altos en los últimos años y como la demanda excede a la oferta, la escasez impide que el nivel caiga muy abajo. A pesar de que el aluminio ha ocupado en gran medida su lugar como conductor de electricidad, el aluminio también requiere cobre, y en cambio no se han encontrado sucedáneos más baratos y eficaces para desplazarlo de la industria del acero ni de la química, y el metal rojo sigue siendo la materia prima principal de las fábricas de pólvora, latón y alambre2 .
Todo a lo largo de las faldas de la cordillera, Chile posee las mayores reservas de cobre del mundo, una tercera parte del total hasta ahora conocido. El cobre chileno aparece por lo general asociado a otros metales, como oro, plata o molibdeno. Esto resulta un factor adicional para estimular su explotación. Por lo demás, los obreros chilenos son baratos para las empresas: con sus bajísimos costos de Chile, la Anaconda y la Kennecott financian con creces sus altos costos en Estados Unidos, del mismo modo que el cobre chileno paga, por la vía de los «gastos en el exterior», más de diez millones de dólares por año para el mantenimiento de las oficinas en Nueva York. El salario promedio de las minas chilenas apenas alcanzaba, en 1964, a la octava parte del salario básico en las refinerías de la Kennecott en los Estados Unidos, pese a que la productividad de unos y otros obreros estaba al mismo nivel3.
No eran iguales, en cambio, ni lo son, las condiciones de vida. Por lo general, los mineros chilenos viven en camarotes estrechos y sórdidos, separados de sus familias, que habitan casuchas miserables en las afueras; separados también, claro está, del personal extranjero, que en las grandes minas habita un universo aparte, minúsculos estados dentro del Estado, donde sólo se habla inglés y hasta se editan periódicos para su uso exclusivo. La productividad obrera ha ido aumentando, en Chile, a medida que las empresas han mecanizado sus medios de explotación.
Desde 1945, la producción de cobre ha aumentado en un cincuenta por ciento, pero la cantidad de trabajadores ocupados en las minas se ha reducido en una tercera parte.
La nacionalización pondrá fin a un estado de cosas que se había hecho insoportable para el país, y evitará que se repita, con el cobre, la experiencia de saqueo y caída en el vacío que sufrió Chile en el ciclo del salitre. Porque los impuestos que las empresas pagan al Estado no compensan en modo alguno el agotamiento inflexible de los recursos minerales que la naturaleza ha concedido pero que no renovará. Por lo demás, los impuestos han disminuido, en términos relativos, desde que en 1955 se estableció el sistema de la tributación decreciente de acuerdo con los aumentos de la producción, y desde la «chilenización» del cobre dispuesta por el gobierno de Frei. En 1965 Freí convirtió al Estado en socio de la Kennecott y permitió a las empresas poco menos que triplicar sus ganancias a través de un régimen tributario muy favorable para ellas. Los gravámenes se aplicaron, en el nuevo régimen, sobre un precio promedio de 29 centavos de dólar por libra, aunque el precio se elevó, empujado por la gran demanda mundial, hasta los setenta centavos. Chile perdió, por la diferencia de impuestos entre el precio ficticio y el precio real, una enorme cantidad de dólares, como lo reconoció el propio Radomiro Tomic, el candidato elegido por la Democracia Cristiana para suceder a Freí en el período siguiente. En 1969, el gobierno de Freí pactó con la Anaconda un acuerdo para comprarle el 51 por ciento de las acciones en cuotas semestrales, en condiciones tales que desataron un nuevo escándalo político y dieron mayor impulso al crecimiento de las fuerzas de izquierda. El presidente de la Anaconda había dicho previamente al presidente de Chile, según la versión divulgada por la prensa: «Excelencia: los capitalistas no conservan los bienes por motivos sentimentales, sino por razones económicas. Es corriente que una familia guarde un ropero porque perteneció a un abuelo; pero las empresas no tienen abuelos. Anaconda puede vender todos sus bienes. Sólo depende del precio que le paguen.»
En medio siglo, ambas habían remitido cuatro mil millones de dólares desde Chile a sus casas matrices, caudalosa sangre evadida por diversos conceptos, y habían realizado como contrapartida, según sus propias cifras infladas, una inversión total que no pasaba de ochocientos millones, casi todos prevenientes de las ganancias arrancadas al país1. La hemorragia había ido aumentando a medida que la producción crecía, hasta superar los cien millones de dólares por año en los últimos tiempos. Los dueños del cobre eran los dueños de Chile. El lunes 21 de diciembre del 70, Salvador Allende habla desde el balcón del palacio de gobierno a una multitud fervorosa; anuncia que ha firmado el proyecto de reforma constitucional que hará posible la nacionalización de la gran minería. En 1969, dice, la Anaconda ha logrado en Chile utilidades por 79 millones de dólares, que equivalen al ochenta por ciento de sus ganancias en todo el mundo: y sin embargo, agrega, la Anaconda tiene en Chile menos de la sexta parte de sus inversiones en el exterior. La guerra bacteriológica de la derecha, planificada campaña de propaganda destinada a sembrar el terror para evitar la nacionalización del cobre y las demás reformas de estructura anunciadas desde la izquierda, había sido tan intensa como en las elecciones anteriores. Los diarios habían exhibido pesados tanques soviéticos rodando ante el palacio presidencial de La Moneda; sobre las paredes de Santiago los guerrilleros barbudos aparecían arrastrando jóvenes inocentes rumbo a la muerte; se escuchaba el timbre de cada casa, una señora explicaba: «¿Tiene usted cuatro niños? Dos irán a la Unión Soviética y dos a Cuba.» Todo resultó inútil: el cobre «se pone poncho y espuelas», anuncia el presidente Allende: el cobre vuelve a ser chileno.
Los Estados Unidos, por su parte, con las piernas presas en la trampa de las guerras del sudeste asiático, no han ocultado el malestar oficial ante la marcha de los acontecimientos en el sur de la cordillera de los Andes. Pero Chile no está al alcance de una súbita expedición de marines, y al fin y al cabo Allende es presidente con todos los requisitos de la democracia representativa que el país del norte formalmente predica. El imperialismo atraviesa las primeras etapas de un nuevo ciclo crítico, cuyos signos se han hecho claros en la economía; su función de policía mundial se hace cada vez más cara y más difícil. ¿Y la guerra de precios? La producción chilena se vende ahora en mercados diversos y puede abrir amplios mercados nuevos entre los países socialistas; los Estados Unidos carecen de medios para bloquear, a escala universal, las ventas del cobre que los chilenos se disponen a recuperar. Muy distinta era, por cierto, la situación del azúcar cubana doce años atrás, destinada enteramente al mercado norteamericano y por entero dependiente de los precios norteamericanos. Cuando Eduardo Frei ganó las elecciones del 64, la cotización del cobre subió de inmediato con visible alivio; cuando Allende ganó las del 70, el precio, que ya venía bajando, declinó aún más. Pero el cobre, habitualmente sometido a muy agudas fluctuaciones de precios, había gozado de precios considerablemente altos en los últimos años y como la demanda excede a la oferta, la escasez impide que el nivel caiga muy abajo. A pesar de que el aluminio ha ocupado en gran medida su lugar como conductor de electricidad, el aluminio también requiere cobre, y en cambio no se han encontrado sucedáneos más baratos y eficaces para desplazarlo de la industria del acero ni de la química, y el metal rojo sigue siendo la materia prima principal de las fábricas de pólvora, latón y alambre2 .
Todo a lo largo de las faldas de la cordillera, Chile posee las mayores reservas de cobre del mundo, una tercera parte del total hasta ahora conocido. El cobre chileno aparece por lo general asociado a otros metales, como oro, plata o molibdeno. Esto resulta un factor adicional para estimular su explotación. Por lo demás, los obreros chilenos son baratos para las empresas: con sus bajísimos costos de Chile, la Anaconda y la Kennecott financian con creces sus altos costos en Estados Unidos, del mismo modo que el cobre chileno paga, por la vía de los «gastos en el exterior», más de diez millones de dólares por año para el mantenimiento de las oficinas en Nueva York. El salario promedio de las minas chilenas apenas alcanzaba, en 1964, a la octava parte del salario básico en las refinerías de la Kennecott en los Estados Unidos, pese a que la productividad de unos y otros obreros estaba al mismo nivel3.
No eran iguales, en cambio, ni lo son, las condiciones de vida. Por lo general, los mineros chilenos viven en camarotes estrechos y sórdidos, separados de sus familias, que habitan casuchas miserables en las afueras; separados también, claro está, del personal extranjero, que en las grandes minas habita un universo aparte, minúsculos estados dentro del Estado, donde sólo se habla inglés y hasta se editan periódicos para su uso exclusivo. La productividad obrera ha ido aumentando, en Chile, a medida que las empresas han mecanizado sus medios de explotación.
Desde 1945, la producción de cobre ha aumentado en un cincuenta por ciento, pero la cantidad de trabajadores ocupados en las minas se ha reducido en una tercera parte.
La nacionalización pondrá fin a un estado de cosas que se había hecho insoportable para el país, y evitará que se repita, con el cobre, la experiencia de saqueo y caída en el vacío que sufrió Chile en el ciclo del salitre. Porque los impuestos que las empresas pagan al Estado no compensan en modo alguno el agotamiento inflexible de los recursos minerales que la naturaleza ha concedido pero que no renovará. Por lo demás, los impuestos han disminuido, en términos relativos, desde que en 1955 se estableció el sistema de la tributación decreciente de acuerdo con los aumentos de la producción, y desde la «chilenización» del cobre dispuesta por el gobierno de Frei. En 1965 Freí convirtió al Estado en socio de la Kennecott y permitió a las empresas poco menos que triplicar sus ganancias a través de un régimen tributario muy favorable para ellas. Los gravámenes se aplicaron, en el nuevo régimen, sobre un precio promedio de 29 centavos de dólar por libra, aunque el precio se elevó, empujado por la gran demanda mundial, hasta los setenta centavos. Chile perdió, por la diferencia de impuestos entre el precio ficticio y el precio real, una enorme cantidad de dólares, como lo reconoció el propio Radomiro Tomic, el candidato elegido por la Democracia Cristiana para suceder a Freí en el período siguiente. En 1969, el gobierno de Freí pactó con la Anaconda un acuerdo para comprarle el 51 por ciento de las acciones en cuotas semestrales, en condiciones tales que desataron un nuevo escándalo político y dieron mayor impulso al crecimiento de las fuerzas de izquierda. El presidente de la Anaconda había dicho previamente al presidente de Chile, según la versión divulgada por la prensa: «Excelencia: los capitalistas no conservan los bienes por motivos sentimentales, sino por razones económicas. Es corriente que una familia guarde un ropero porque perteneció a un abuelo; pero las empresas no tienen abuelos. Anaconda puede vender todos sus bienes. Sólo depende del precio que le paguen.»
1 Las mismas empresas industrializaban el mineral chileno en sus fábricas lejanas. Anaconda Americ an Brass, Anaconda Wire and Cable y Kennecott Wire and Cable figuran entre las principales fábricas de bronce y alambre del mundo entero. José Cademartori, La economia chilena, Santiago de Chile, 1968.
2 R. J. Grant-Suttie, Sucedáneos del cobre, en Finanzas y Desarrollo, revista del FMI y el BIRF, Washington, junio de 1969.
3 Mario Vera y Elmo Catalán, La encrucijada del cobre. Santiago de Chile, 1965.
No hay comentarios:
Publicar un comentario