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viernes, 9 de septiembre de 2011

LA MADRE (II-4). Máximo Gorki

Autoras/es: Máximo Gorki
Alegremente, como si contara travesuras infantiles, Sofía empezó a referir a la madre sus trabajos de revolucionaria. Había tenido que vivir con nombre ajeno, sirviéndose de documentos falsos, disfrazándose para despistar a los agentes de la policía secreta; habíase visto obligada a cargar con puds de libros prohibidos y llevarlos a diferentes ciudades, a organizar evasiones de camaradas desterrados y acompañarlos al extranjero. (...) Cierta vez, llegó a una ciudad extraña, a casa de unos amigos; cuando subía la escalera, se dio cuenta de que la policía estaba haciendo un registro en la casa. Era ya tarde para retroceder; entonces llamó con audacia al piso de más abajo, y entrando con su maleta en la casa de unos desconocidos, les explicó francamente su situación. (...) Otra vez, vestida de monja, tomó asiento en el mismo vagón y en el mismo banco donde viajaba el agente de policía encargado de seguirla, el cual, alardeando de sus habilidades, le contó cómo se hacían esas cosas. Estaba seguro de que ella viajaba en el mismo tren, en un vagón de segunda clase; salía en cada parada, y, al volver, le decía:
- No se la ve; se ha debido acostar. También ellos se cansan, llevan una vida penosa ... ¡por el estilo de la nuestra!
La madre escuchaba riendo sus historias y la miraba con ojos cariñosos.
(Fecha original: 1907)


Algunos días más tarde, la madre y Sofía se presentaron ante Nikolái ataviadas como mujeres pobres de ciudad, con unos vestidos usados de percal, unas chaquetillas, zurrón a la espalda y báculo en mano. Con aquel vestido Sofía parecía más baja y su pálido rostro, más severo.
Al despedirse de su hermana, Nikolái le estrechó la mano con fuerza, y una vez más observó la madre la sencillez y apacibilidad de sus relaciones. Ni besos, ni palabras cariñosas; pero, sin embargo, aquellas personas se trataban con tanta sinceridad y solicitud ... Donde había vivido ella, las gentes se besaban mucho, se decían con frecuencia palabras de ternura y siempre se estaban mordiendo los unos a los otros, como perros hambrientos.
Las mujeres pasaron en silencio por las calles de la ciudad, salieron al campo y continuaron, hombro con hombro, por un ancho camino, lleno de baches y carriles, entre dos hileras de viejos abedules.
- ¿No se cansará? -preguntó la madre a Sofía.
- ¿Cree que no tengo costumbre de andar? Esto no es nuevo para mí ...
Alegremente, como si contara travesuras infantiles, Sofía empezó a referir a la madre sus trabajos de revolucionaria. Había tenido que vivir con nombre ajeno, sirviéndose de documentos falsos, disfrazándose para despistar a los agentes de la policía secreta; habíase visto obligada a cargar con puds de libros prohibidos y llevarlos a diferentes ciudades, a organizar evasiones de camaradas desterrados y acompañarlos al extranjero. En su casa estuvo instalada una imprenta clandestina, y cuando los gendarmes se enteraron, un momento antes de que llegaran a registrar, tuvo tiempo de vestirse de doncella y salir de casa, topando con sus huéspedes junto al portón; sin abrigo, con una cofia en la cabeza y una lata de petróleo en la mano, en invierno, con una helada terrible, cruzó la ciudad de extremo a extremo. Cierta vez, llegó a una ciudad extraña, a casa de unos amigos; cuando subía la escalera, se dio cuenta de que la policía estaba haciendo un registro en la casa. Era ya tarde para retroceder; entonces llamó con audacia al piso de más abajo, y entrando con su maleta en la casa de unos desconocidos, les explicó francamente su situación.
- Pueden entregarme si quieren, pero yo no creo que lo hagan -dijo convencida.
Muy asustados, estuvieron toda la noche en vela, esperando a cada momento que llamara la policía, pero no se decidieron a entregarla, y a la mañana siguiente se rieron con ella de los gendarmes.
Otra vez, vestida de monja, tomó asiento en el mismo vagón y en el mismo banco donde viajaba el agente de policía encargado de seguirla, el cual, alardeando de sus habilidades, le contó cómo se hacían esas cosas. Estaba seguro de que ella viajaba en el mismo tren, en un vagón de segunda clase; salía en cada parada, y, al volver, le decía:
- No se la ve; se ha debido acostar. También ellos se cansan, llevan una vida penosa ... ¡por el estilo de la nuestra!
La madre escuchaba riendo sus historias y la miraba con ojos cariñosos. Alta y flaca, de piernas bien formadas, Sofía caminaba con paso firme y ligero. En su porte, en sus palabras y hasta en el timbre mismo de su voz animosa aunque un tanto opaca, en toda su esbelta figura había mucho de salud espiritual y una jubilosa audacia. Sus ojos miraban todo con expresión juvenil y por todas partes veía algo que aumentaba su lozana alegría.
- ¡Mire qué pino tan hermoso! -exclamó Sofía, mostrándole a la madre un árbol. La madre se detuvo a mirarlo; el pino no era más alto ni más frondoso que los demás.
- ¡Buen árbol! -repuso sonriendo. Y veía cómo el viento jugueteaba con los cabellos canos sobre las orejas de Sofía.
- ¡Una alondra! -los ojos grises de Sofía se encendieron acariciadores, y su cuerpo pareció levantarse de la tierra al encuentro de aquella música que sonaba invisible en la límpida altura. A veces, se agachaba con flexibilidad, arrancaba una florecilla silvestre y con sus dedos leves, finos y ágiles, rozaba y acariciaba amorosamente sus temblorosos pétalos. Y entonaba en voz queda alguna bella canción.
Todo ello iba acercando el corazón de la madre a aquella mujer de ojos claros, e involuntariamente se aproximaba a ella, tratando de llevar el mismo paso. Pero, de cuando en cuando, surgía de pronto en las palabras de Sofía algo brusco, que la madre consideraba superfluo, despertándole un pensamiento de temor.
No le va a gustar a Mijaíl ...
Mas, un instante después, Sofía volvía a hablar con sencillez, cordialmente, y la madre, sonriendo, la miraba a los ojos.
- ¡Qué joven es usted aún! -dijo, luego de un suspiro.
- ¡Oh, tengo ya treinta y dos años! -exclamó Sofía.
Vlásova sonrió.
- No es eso lo que quiero decir. Por la cara, se le podrían echar más, pero cuando se mira a sus ojos, cuando se la oye, se asombra una y la tomaría por una muchacha. Su vida es intranquila y difícil, peligrosa; pero su corazón sonríe.
- Yo no siento que me sea difícil, y no puedo imaginarme una vida mejor ni más interesante que ésta ... La voy a llamar a usted Nílovna. El nombre de Pelagueia no le va bien.
- ¡Llámeme como quiera! -replicó la madre pensativa-. Llámeme como le guste. No hago más que mirarla a usted, la escucho, pienso ... Me agrada ver que conoce el camino para llegar al corazón humano. Ante usted la persona abre su corazón sin timidez, sin recelo; ante usted se descubre el alma por sí sola. Pienso en todos vosotros. Venceréis al mal en la vida, sin duda alguna, ¡lo venceréis!
- ¡Nosotros venceremos, porque estamos con el pueblo trabajador! -dijo Sofía con seguridad, en voz alta-. En él, todo está por descubrir, con él hay posibilidades para todo, todo se puede alcanzar. Pero hay que despertarle la conciencia, a la que no dan libertad de crecer ...
Sus palabras produjeron en el corazón de la madre un sentimiento complejo; sin saber por qué, le daba lástima de Sofía, una lástima cordial, no ultrajante, y quería oír de ella otras palabras, más sencillas.
- ¿Quién la recompensará por sus trabajos? -preguntó en voz baja, tristemente.
Sofía contestó con altivez, al menos así le pareció a la madre.
- ¡Ya tenemos recompensa! Hemos encontrado una vida que nos satisface, vivimos con todas las potencias de nuestra alma. ¿Qué más se puede desear?
La madre la miró y bajó la cabeza, pensando de nuevo:
No le va a gustar a Mijaíl ...
Aspirando a pleno pulmón el aire suave, agradable, caminaban sin prisa, pero a paso ligero, y a la madre le parecía que iba en peregrinación: Se acordó de su niñez y de aquella buena alegría que la animaba cuando, en día de fiesta, salía de su aldea y marchaba a un lejano monasterio, donde había una imagen milagrosa.
A veces, Sofía cantaba con poca voz, pero de un modo bello, nuevas canciones que hablaban del cielo y del amor, y otras veces empezaba a declamar de pronto versos sobre el campo, los bosques, el Volga, y la madre escuchaba sonriendo, y sin querer balanceaba la cabeza al ritmo de aquellos versos, impulsada por su melodía.
En su pecho todo era apacible, tibio y soñador, como en un viejo jardincillo en una tarde de estío.

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