Autoras/es: Máximo Gorki
Mientras desayunaban, Nikolái le contó:
- Desempeño en la administración comarcal un trabajo muy triste: observo cómo se arruinan nuestros campesinos ...
Y sonriendo con aire de culpa, repitió:
- La gente, extenuada por el hambre, va prematuramente a la tumba; los niños nacen débiles, mueren como las moscas en otoño; nosotros sabemos todo eso, conocemos las causas de estas calamidades, las examinamos y cobramos el sueldo. Y después, hablando con propiedad, no hacemos nada más ...
Cuatro días después de aquella visita, se dispuso a marcharse a la ciudad. Cuando el carro, cargado con sus dos arcones, salió del arrabal al campo, se volvió hacia atrás, y sintió de pronto que abandonaba para siempre el lugar donde había transcurrido un período sombrío y penoso de su vida y empezado otro, lleno de nuevas amarguras y alegrías, que devoraba los días con rapidez.
En la tierra, negra de hollín, como una colosal araña de un color rojo oscuro extendíase la fábrica, alzando a gran altura, hasta el cielo, sus chimeneas. Junto a ella, se apiñaban las casitas, de una sola planta, donde vivían los obreros.
Grises y achatadas, se apretujaban en compacto montón al extremo del pantano, mirándose lastimeras unas a otras con sus ventanitas empañadas. Sobre ellas se elevaba la iglesia, de color rojo oscuro, como la fábrica, con su campanario, más bajo que las chimeneas.
La madre lanzó un suspiro y se arregló el cuello de la blusa, que le oprimía la garganta.
- ¡Arre! -farfullaba el carretero, agitando las riendas sobre el caballo. Era un hombre patizambo, de edad indefinida, pelo escaso, descolorido, en cabeza y rostro, y ojos sin color determinado.
Balanceándose al andar, de un costado a otro, marchaba junto al carro; se veía a las claras que le era indiferente hacia dónde tirar: a la derecha o a la izquierda.
- ¡Arre! -decía con voz incolora, estirando ridículamente sus piernas zambas metidas en pesadas botas altas, cubiertas de barro seco. La madre echó una mirada en derredor. En los campos había el mismo vacío que en su alma ...
Moviendo tristemente la cabeza, el caballo hundía las patas con pesadez en la profunda arena, que, recalentada por el sol, crujía suavemente. Chirriaba el carro mal engrasado y roto, y junto con el polvo, todos los sonidos se iban quedando atrás ...
Nikolái Ivánovich vivía en una desierta calle de las afueras de la ciudad, en un pabelloncito verde, pegado a una sombría casa de dos pisos, que se venía abajo de vieja. Ante el pabellón había un frondoso jardincillo, y a las ventanas de las tres habitaciones de la vivienda se asomaban dulcemente ramas de lilas, de acacias y las plateadas hojas de unos esbeltos álamós blancos. Las habitaciones estaban limpias, en silencio; unas sombras temblaban mudas en el piso, formando caprichosos dibujos; en las paredes había largos estantes, repletos de libros, y retratos de personas de severo aspecto.
- ¿Estará usted bien aquí? -preguntó, Nikolái a la madre, conduciéndola a una habitación no muy grande, una de cuyas ventanas daba al jardincillo y la otra a un patio cubierto de tupida hierba. También en aquel cuarto, a lo largo de todas las paredes, se extendían armarios y estantes con libros.
- ¡Estaría mejor en la cocina! -repuso ella-. La cocinita es alegre, está limpia ...
Parecíale que él tenía temor de algo. Y cuando, con aire de cortedad y un tanto turbado, empezó a convencerla y ella accedió a quedarse allí, se puso alegre de pronto.
Las tres habitaciones estaban llenas de un aire especial, era fácil y grato respirar en ellas; pero la voz se volvía involuntariamente más baja, no se sentían deseos de hablar fuerte, ni de turbar la apacible meditación de aquellos hombres que miraban, reconcentrados, desde las paredes.
- ¡Hay que regar estas plantas! -dijo la madre, tocando la tierra de unas macetas de flores que había en las ventanas.
- Sí, sí -dijo con aire de culpa el dueño de la casa-. A mí me gustan las plantas, pero, ¿sabe usted?, no tengo tiempo de ocuparme de ellas.
Observándole, la madre diose cuenta de que, en su acogedora vivienda, Nikolái andaba con precaución, como un extraño, ajeno a cuanto le rodeaba. Aproximaba mucho el rostro a lo que miraba, ajustándose las gafas con los finos dedos de su mano derecha y, entornando los ojos, enfilaba con muda interrogación el objeto que le interesaba. A veces, tomaba una cosa en sus manos, se la acercaba a la cara y la palpaba minuciosamente con los ojos; parecía haber entrado en la habitación con la madre por vez primera y que, como a ella, todo allí le era desconocido, extraño. Y al verle así, la madre se sintió inmediatamente a sus anchas en aquellas habitaciones. Iba tras Nikolái, fijando en la memoria el sitio donde estaba cada cosa, preguntándole acerca de su régimen de vida; él contestaba en el tono culpable del hombre convencido de que no hace nada a derechas, pero que no sabe hacerlo de otro modo.
Después de regar las flores y colocar en ordenado montón las notas de música esparcidas por el piano, la madre se quedó mirando el samovar y dijo:
- Hay que limpiarlo ...
Pasó él los dedos por el metal empañado y, llevándose uno a la nariz, lo miró con seriedad. La madre sonrió cariñosamente.
Cuando se hubo acostado, al recordar lo que le había ocurrido aquel día, levantó con asombro la cabeza de la almohada y miró en derredor.
Por primera vez estaba en una casa ajena; sin embargo, ello no le causaba turbación. Pensó con solicitud en la vida de Nikolái y sintió el deseo de hacerle todo el bien posible, de llevar a su vida un poco de cariño y cálido aliento. Le conmovía la torpeza, la ineptitud ridícula de Nikolái, su alejamiento de lo habitual y la expresión inteligente e infantil a la vez de sus ojos claros.
Después, el pensamiento se detuvo con tenacidad en el hijo, y ante ella fue desplegándose nuevamente el día del Primero de Mayo, revestido todo de nuevos sonidos, reanimado con un sentido nuevo. Y la amargura de aquella jornada era, como toda ella, de un carácter especial; no obligaba a doblar la cerviz, como un puñetazo fuerte y entontecedor, sino que pinchaba el corazón con multitud de aguijonazos, haciendo brotar en él una cólera suave, enderezando la encorvada espalda.
Los hijos van por el mundo, pensaba ella, prestando atención a los desconocidos rumores de la vida nocturna de la ciudad. Se deslizaban por la abierta ventana, agitando el follaje del jardincillo, volando desde lejos, fatigados, pálidos, y morían silenciosamente en la habitación.
Al día siguiente, por la mañana temprano, limpió el samovar, hirvió agua en él, recogió los cacharros sin hacer ruido y sentóse en la cocina a esperar a que se despertase Nikolái.
Al fin resonó su tos, y entró por la puerta con las gafas en una mano y cubriéndose la garganta con la otra. Luego de contestar a sus buenos días, ella llevó el samovar al cuarto y él empezó a lavarse, salpicando de agua todo el suelo, dejando caer el jabón y el cepillo de dientes y refunfuñando contra sí mismo.
Mientras desayunaban, Nikolái le contó:
- Desempeño en la administración comarcal un trabajo muy triste: observo cómo se arruinan nuestros campesinos ...
Y sonriendo con aire de culpa, repitió:
- La gente, extenuada por el hambre, va prematuramente a la tumba; los niños nacen débiles, mueren como las moscas en otoño; nosotros sabemos todo eso, conocemos las causas de estas calamidades, las examinamos y cobramos el sueldo. Y después, hablando con propiedad, no hacemos nada más ...
- ¿Y usted, qué es?, ¿estudiante? -le preguntó la madre.
- No, soy maestro. Mi padre es director de una fábrica en Viatka, y yo me hice maestro. Pero, en la aldea, me puse a repartir libros a los mujiks y me metieron por eso en la cárcel; después estuve de dependiente en una librería, mas no fui cauto y me volvieron a meter en prisión; luego, me desterraron a Arjánguelsk. Allí tuve también algunos disgustillos con el gobernador de la provincia y me enviaron a orillas del mar Blanco, a una aldehuela, donde pasé cinco años.
Su voz resonaba, tranquila e igual, en la habitación clara, inundada de sol. La madre había oído ya muchas historias semejantes, sin comprender nunca por qué las contaban con tanta tranquilidad, refiriéndose a ellas como a algo inevitable.
- ¡Hoy vendrá mi hermana! -anunció él.
- ¿Está casada?
- Es viuda. Su marido estuvo deportado en Siberia, pero se escapó de allí y murió tuberculoso, en el extranjero, hace dos años ...
- ¿Ella es más joven que usted?
- Me lleva seis años. Yo le debo mucho. ¡Ya oirá usted cómo toca! Ese piano es suyo ... En general, aquí hay muchas cosas suyas; los libros son míos ...
- ¿Y dónde vive?
- ¡En todas partes! -contestó él sonriendo-. Dondequiera que hace falta una persona audaz, allí está ella.
- ¿También se dedica a esta causa? -preguntó la madre.
- ¡Claro está!
Él se marchó en seguida al trabajo, y la madre se puso a pensar en aquella causa a la que, de día en día, servían las gentes con firmeza y serenidad. Y se sintió ante ellos como ante una montaña en la oscuridad de la noche.
Cerca del mediodía apareció una dama vestida de negro, alta y bien proporcionada. Cuando la madre le abrió la puerta, ella dejó en el suelo un maletín amarillo y, tomando rápidamente la mano de Vlásova, le preguntó:
- ¿Usted es la madre de Pável Mijáilovich, verdad?
- Sí -contestó la madre, azorándose al ver la elegancia de su vestido.
- ¡Es usted tal como me la figuraba! Mi hermano me escribió diciéndome que vendría usted a vivir a su casa -dijo la señora, quitándose el sombrero delante del espejo-: Pável Mijáilovich y yo somos amigos desde hace tiempo. Él me ha hablado de usted con frecuencia.
Tenía la voz algo ronca, hablaba con lentitud, pero sus movimientos eran rápidos y enérgicos. Sus grandes ojos grises sonreían juveniles y claros; unas finas arruguitas irradiaban ya hacia sus sienes, y sobre sus pequeñas orejas brillaban unas hebras de plata.
- ¡Quisiera comer algo! -declaró-. Ahora estaría bien tomar una taza de café ...
- En seguida lo voy a hacer -respondió la madre, y sacando una cafetera del armario, preguntó bajito-: ¿Pero es que Pável habla de mi?
- Mucho ...
Sacó una petaquita de piel, encendió un cigarrillo y, paseando por la habitación, preguntó:
- ¿Siente mucha inquietud por él?
Observando cómo temblaban bajo la cafetera las azuladas lenguas de fuego del infiernillo de alcohol, la madre sonreía. Su azoramiento ante la dama había desaparecido, sumiéndose en la profundidad de su alegría.
¿De modo que habla de mí? ¡Qué bueno es! -pensó mientras decía pausadamente:
- Naturalmente, es doloroso, pero antes era peor, ahora ya sé que no está solo ...
Y mirando a la cara de la mujer, le preguntó:
- ¿Cuál es su nombre?
- Sofía -contestó ella.
La madre la examinaba con penetrante mirada. Había en aquella mujer un algo atrevido, demasiada desenvoltura y precipitación.
Mientras bebía el café deprisa, a pequeños sorbos, dijo con seguridad:
- Lo importante es que no estén mucho tiempo en la cárcel, que los juzguen en seguida. Y en cuanto los destierren, organizaremos la fuga de Pável Mijáilovich; es imprescindible aquí.
La madre la miró con recelo, y ella, luego de buscar con los ojos un sitio donde tirar la colilla, la hundió en la tierra de una maceta.
- ¡Así se marchitan las flores! -observó la madre maquinalmente.
- ¡Dispense! -repuso Sofía-. Nikolái también me lo dice siempre. -y sacando la colilla del tiesto, la tiró por la ventana.
La madre la miró turbada a la cara y balbuceó con tono de culpa:
- Perdóneme usted. Lo he dicho sin pensar. ¿Acaso puedo yo reprenderla?
- ¿Y por qué no, si soy una descuidada? -contestó Sofía, encogiéndose de hombros-. ¿Hay más café? ¡Gracias! ¿Y por qué una sola taza? ¿Es que no va usted a tomar?
Y de pronto, cogió por los hombros a la madre, la atrajo hacia sí y, mirándola a los ojos, le preguntó asombrada:
- ¿Es posible que le dé a usted reparo?
La madre, sonriendo, contestó:
- Acabo de reprenderla por lo de la colilla, ¡y me pregunta usted si me da reparo!
Y sin ocultar su estupor añadió, como interrogando:
- Llegué ayer aquí, y me porto igual que si estuviera en mi casa; no temo a nada, digo lo que se me antoja ...
- ¡Y así debe ser! -exclamó Sofía.
- Se me va la cabeza y me siento como extraña a mí misma prosiguió la madre-. Ocurría antes que andaba una dando vueltas y más vueltas alrededor de una persona, antes de decirle algo, de corazón, mientras que ahora, siempre tengo el alma abierta y digo en seguida lo que antes ni siquiera habría pensado ...
Sofía encendió otro cigarrillo, iluminando en silencio a la madre con la mirada acariciadora de sus ojos grises.
- ¿Dice usted que organizar la fuga de Pável? ¿Y cómo va a vivir fugitivo? -preguntó la madre, planteando la cuestión que la inquietaba.
- ¡Eso es facilísimo! -contestó Sofía, echándose más café-. Vivirá como viven decenas de fugitivos ... Verá usted, yo ahora acabo de ir a recibir y a despedir a uno, ¡que es también persona muy valiosa! Fue deportado por cinco años y ha estado en el destierro tres meses y medio.
La madre la miró fijamente, sonrió y, moviendo la cabeza, dijo en voz queda:
- Sí, por lo visto, ese día, el Primero de Mayo, ¡me ha trastornado! Estoy desorientada, es como si fuera por dos caminos a la vez: tan pronto me parece que lo comprendo todo, como, de repente, que caigo entre tinieblas. Así me pasa ahora con usted; la miro, veo que es usted una señora, y se ocupa de estas cosas ... Conoce usted a Pável y le aprecia. Se lo agradezco ...
- ¡Bah, a quien hay que agradecérselo es a usted! -respondió Sofía riendo.
- ¿Qué he hecho yo? ¡No fui yo quien le enseñó lo que sabe! -respondió la madre, luego de un suspiro.
Sofía dejó la colilla en el platito de la taza; con brusco movimiento, echó hacia atrás la cabeza, sus dorados cabellos se le esparcieron por la espalda en espesas crenchas y salió de la habitación diciendo:
- Bueno, ya es hora de que me quite de encima todos estos esplendores ...
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