Autoras/es: Máximo Gorki
La golpearon en el pecho. A través de la bruma que velaba sus ojos, vio ante sí al oficialete; tenía el rostro congestionado, tenso, y le gritó a la madre:
- ¡Largo de ahí, mujeruca!
Ella le miró de arriba abajo y vio a sus pies el asta de la bandera, partida en dos; de uno de los trozos colgaba un retazo de tela roja. Inclinándose, lo recogió. El oficial le arrancó el palo de las manos, lo tiró a un lado y vociferó pateando:
- ¡Largo de aquí, te digo!
Entre los soldados surgió potente y expandióse la canción: Arriba los pobres del mundo...
La golpearon en el pecho. A través de la bruma que velaba sus ojos, vio ante sí al oficialete; tenía el rostro congestionado, tenso, y le gritó a la madre:
- ¡Largo de ahí, mujeruca!
Ella le miró de arriba abajo y vio a sus pies el asta de la bandera, partida en dos; de uno de los trozos colgaba un retazo de tela roja. Inclinándose, lo recogió. El oficial le arrancó el palo de las manos, lo tiró a un lado y vociferó pateando:
- ¡Largo de aquí, te digo!
Entre los soldados surgió potente y expandióse la canción:
Arriba los pobres del mundo ...
Todo daba vueltas, vacilaba, se estremecía. Vibraba en el aire un ruido denso de alarma semejante al zumbido de los hilos telegráficos.
El oficial dio un respingo y chilló con rabia:
- ¡Silencio! ¡Dejen de cantar! Sargento Krainov ...
La madre, tambaleándose, se acercó al trozo de asta arrojado por el oficial y volvió a recogerlo.
- ¡Tápales la boca...!
La canción empezó a embrollarse, tembló, desgarróse y se apagó.
Alguien asió a la madre por los hombros, le dio la vuelta y la empujó por la espalda ...
- ¡Vete, vete...!
- ¡Despejen la calle! -mandó el oficial.
Diez pasos más allá la madre distinguió de nuevo una multitud compacta. La gente aullaba, gruñía, silbaba y, retrocediendo lentamente hacia el fondo de la calle, se iba desparramando por los patios.
- ¡Vete, diablo! -gritó junto a la misma oreja de la madre un soldado joven y bigotudo, plantándose a su lado, y la arrojó a la acera de un empellón.
Ella echó a andar apoyándose en el asta; se le doblaban las piernas. Para no caerse, se agarraba con la otra mano a las paredes y a las vallas.
Delante, retrocedía la gente; junto a ella y detrás, marchaban los soldados, gritando:
- ¡Largo, largo...!
Los soldados la adelantaron, ella se detuvo y miró en derredor. Al final de la calle, había también soldados, formando un espaciado cordón que impedía el acceso a la plaza, ya vacía. Delante, movíanse también las figuras grises, avanzando con lentitud hacia la gente ...
Quiso ella volver sobre sus pasos, pero inconscientemente siguió de nuevo hacia adelante; al llegar a una callejuela estrecha y desierta, entró en ella.
Detúvose otra vez, lanzó un hondo suspiro y se puso a escuchar. En algún sitio, delante, rugía la muchedumbre.
Apoyada en el asta, siguió andando, fruncidas las cejas, bañada en repentino sudor, moviendo los labios y balanceando el brazo; en su corazón brotaban como chispas las palabras; se inflamaban, apretujábanse, quemándola con el deseo insistente e imperioso de decirlas, de gritar ...
La callejuela torcía bruscamente hacia la izquierda, y al doblar la esquina, vio la madre un grupo de gente, grande y compacto; una voz decía fuerte, con energía:
- ¡No se lanza uno contra las bayonetas por hacerse el valiente, hermanos!
- ¡Cómo se han portado! ¿Eh? Se les venían encima, y ellos ... ¡firmes! Firmes, hermanos, sin miedo ...
- ¡Y qué templado el Pável Vlásov...!
- ¿ Y el jojol?
- Con las manos a la espalda y sonriéndose, el demonio ...
- ¡Queridos míos! ¡Buena gente! -gritó la madre, penetrando entre la multitud. Ante ella se apartaban con respeto. Alguien dijo riendo:
- ¡Mírala, con la bandera! ¡Lleva la bandera en la mano!
- ¡Calla'! -repuso severa otra voz.
La madre extendió los brazos, con amplio ademán ...
- ¡Escuchad, en nombre de Cristo! Todos vosotros sois hermanos ... todos. Sois hombres de bien ... Mirad sin temor ... ¿qué es lo que ocurre? Nuestros hijos, nuestra sangre, van por el mundo, marchan en busca de la verdad ... ¡para todos! Por vosotros todos, por vuestros pequeños, han emprendido su vía crucis ..., buscan unos días luminosos. Quieren otra vida, donde haya verdad, donde haya justicia ... ¡quieren el bien para todos!
El corazón se le desgarraba en el pecho, sentía ahogo, tenía la garganta seca y ardiente. En lo más profundo de su ser nacían palabras de inmenso amor que abrazaban a todos y a todo, y le quemaban la lengua, impulsándola a hablar cada vez con más fuerza y soltura.
Veía que todos la escuchaban callados, percibió que la gente reflexionaba, rodeándola en apretado círculo, y en ella aumentó el deseo -ya completamente claro- de arrastrarlos hacia alla, en pos del hijo, tras Andréi y los demás, a quienes habían abandonado en manos de los soldados, a quienes habían dejado solos.
Recorriendo con la mirada las caras atentas y sombrías que la rodeaban, prosiguió, con dulzura y fuerza:
- Van nuestros hijos por el mundo en busca de la alegría, en beneficio de todos y en nombre de la verdad de Cristo, ¡contra todo aquello de que se valen los malvados, los engañadores, los avarientos, para aprisionarnos, ponernos las cadenas y estrangularnos! ¡Queridos míos! Por el pueblo entero, por todo el mundo, por todos los trabajadores, se ha levantado nuestra sangre joven ... No os separéis de ellos, no reneguéis de ellos, no abandonéis a vuestros hijos en un camino solitario. Compadeceos ..., tened confianza en los corazones de los hijos; han hecho nacer la verdad y por ella perecen. ¡Tened fe en ellos!
Se le quebró la voz y se tambaleó agotada; alguien la sostuvo por el brazo ...
- ¡Es Dios el que habla! -gritó una voz sorda y agitada-. ¡Es Dios, buena gente! ¡Escuchadla!
Otro se compadeció de ella:
- ¡Cómo sufre!
Le objetaron en tono de reproche:
- No sufre; lo que hace es fustigarnos a nosotros, los imbéciles, ¡compréndelo!
Una voz aguda y trémula se alzó sobre la multitud:
- ¡Cristianos! Mitia, mi hijo, un alma pura, ¿qué es lo que ha hecho? Seguir a sus camaradas, ir tras sus camaradas queridos ... Tiene razón en lo que dice, ¿por qué abandonamos a nuestros hijos? ¿Qué mal nos han hecho?
Aquellas palabras hicieron temblar a la madre, y las contestó con dulces lágrimas.
- ¡Vete a casa, Nílovna! ¡Anda, madre! ¡Estás deshecha! -dijo en voz alta Sisov.
Estaba pálido, tenía la barba revuelta y temblorosa. De pronto frunció el ceño, envolvió a todos en una mirada severa, irguióse y dijo con voz clara:
- Mi hijo Matvéi murió aplastado en la fábrica, ya lo sabéis. Pero si viviera, yo mismo le habría mandado con ellos, yo mismo le habría dicho: ¡Anda, ve tú también, Matvéi! ¡Ve, esta es una causa justa, una causa honrada!
Se interrumpió, guardó silencio y todos callaron sombríos, dominados por algo inmenso, nuevo, pero que ya no les asustaba. Sisov alzó la mano, la agitó en el aire y prosiguió:
- Os habla un viejo, ¡todos me conocéis! Treinta y nueve años llevo trabajando aquí, hace cincuenta y tres que vivo en la tierra ... A mi sobrino, un mozo honrado, inteligente, se lo han vuelto a llevar hoy. Iba también delante, al lado de Vlásov, junto a la bandera ...
Dejó caer el brazo, se le crispó la cara y, tomando la mano de la madre, continuó:
- Esta mujer ha dicho la verdad. Nuestros hijos quieren vivir con honra, según la razón, y nosotros los hemos abandonado, ¡nos hemos ido, sí! ¡Vuélvete a casa, Nílovna...!
- ¡Queridos míos! -dijo la madre, mirando a todos con los ojos arrasados en lágrimas-. ¡Para nuestros hijos es la vida; para ellos, la tierra...!
- ¡Vete, Nílovna! Anda, toma el palo -le dijo Sisov, tendiéndole el trozo de asta.
Contemplaban a la madre con tristeza, con respeto; un rumor de compasión la seguía. Sisov iba abriéndole paso silencioso, la gente se apartaba sin decir palabra y, obedeciendo a una fuerza imprecisa que les atraía hacia la madre, la seguían, despacio, cambiando a media voz breves palabras.
A la puerta de su casa, se volvió la madre hacia ellos; apoyándose en el trozo de asta los saludó, inclinó se y dijo en voz baja, con tono de agradecimiento:
- Gracias a todos ... y recordando otra vez su pensamiento, el nuevo pensamiento que le parecía habíase engendrado en su corazón, añadió:
- Nuestro Señor Jesucristo no habría existido si los hombres no hubieran perecido por su gloria ...
La muchedumbre la miró en silencio.
Ella se inclinó una vez más ante la gente y entró en casa. Sisov la siguió, gacha la cabeza.
La gente quedó a la puerta, cambiando algunas reflexiones. Después se dispersaron, sin apresurarse.
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