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sábado, 10 de septiembre de 2011

LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA (I-3-e). Eduardo Galeano

Autoras/es: Eduardo Galeano
(Fecha original: 1970)

PRIMERA PARTE
LA POBREZA DEL HOMBRE
COMO RESULTADO DE LA RIQUEZA DE LA TIERRA
3. LAS FUENTES SUBTERRÁNEAS DEL PODER
e. LOS MINEROS DEL ESTAÑO, POR DEBAJO Y POR ENCIMA DE LA TIERRA
Hace poco menos de un siglo, un hombre medio muerto de hambre peleaba contra las rocas en medio de las desolaciones del altiplano de Bolivia. La dinamita estalló. Cuando él se acercó a recoger los pedazos de piedra triturados por la explosión, quedó deslumbrado. Tenía, en las manos, trozos fulgurantes de la veta de estaño más rica del mundo. Al amanecer del día siguiente, montó a caballo rumbo a Huanuni. El análisis de las muestras confirmó el valor del hallazgo. El estaño podía marchar directamente de la veta al puerto, sin necesidad de sufrir ningún proceso de concentración. Aquel hombre se convirtió en el rey del estaño, y cuando murió, la revista Fortune afirmó que era uno de los diez multimillonarios más multimillonarios del planeta. Se llamaba Simón Patiño. Desde Europa, durante muchos años alzó y derribó a los presidentes y a los ministros de Bolivia, planificó el hambre de los obreros y organizó sus matanzas, ramificó y extendió su fortuna personal: Bolivia era un país que existía a su servicio.
A partir de las jornadas revolucionarias de abril de 1952, Bolivia nacionalizó el estaño. Pero ya para entonces, aquellas minas riquísimas se habían vuelto pobres.
En el cerro Juan del Valle, donde Patiño había descubierto el fabuloso filón, la ley del estaño se ha reducido ciento veinte veces. De las 156 mil toneladas de roca que salen mensualmente por las bocaminas sólo se recuperan cuatrocientas. Las perforaciones ya suman, en kilómetros, una distancia dos veces mayor que la que separa a la mina de la ciudad de La Paz: el cerro es, por dentro, un hormiguero agujereado por infinitas galerías, pasadizos, túneles y chimeneas. Va camino de convertirse en una cáscara vacía. Cada año pierde un poco más de altura, y el lento derrumbamiento le va carcomiendo la cresta: parece, de lejos, una muela cariada.
Antenor Patiño no sólo cobró una indemnización considerable por las minas que su padre había exprimido, sino que mantuvo, además, el control del precio y del destino del estaño expropiado. Desde Europa, no cesaba de sonreír. «Mister Patiño es el afable rey del estaño boliviano», seguirían diciendo las crónicas sociales muchos años después de la nacionalización. Porque la nacionalización, conquista fundamental de la revolución del 52, no había modificado el papel de Bolivia en la división internacional del trabajo. Bolivia continuó exportando el mineral en bruto, y casi todo el estaño se refina todavía en los hornos de Liverpool de la empresa Williams, Harvey and Co., que pertenece a Patiño. La nacionalización de las fuentes de producción de cualquier materia prima no es, como lo enseña la dolorosa experiencia, suficiente. Un país puede seguir tan condenado a la impotencia como siempre, aunque se haya hecho nominalmente dueño de su subsuelo. Bolivia ha producido, todo a lo largo de su historia, minerales en bruto y discursos refinados.1
Abundan la retórica y la miseria; desde siempre, los escritores cursis y los doctores de levita se han dedicado a absolver a los culpables. De cada diez bolivianos, seis no saben, todavía, leer; la mitad de los niños no concurre a la escuela. Recién en 1971, Bolivia ha de tener en funcionamiento su propia fundición nacional de estaño, levantada en Oruro al cabo de una historia infinita de traiciones, sabotajes, intrigas y sangre derramada . Este país que no había podido, hasta ahora, producir sus propios lingotes, se da el lujo, en cambio, de contar con ocho facultades de derecho destinadas a la fabricación de vampiros de indios.2
Almaraz contó la historia de un industrial, Mariano Peró, que libró una guerra solitaria, a lo largo de más de treinta años, para que el estaño boliviano se refinara en Oruro y no en Liverpool. En 1946, pocos días después de la caída del presidente nacionalista Gualberto Villarroel, Peró entró en el Palacio Quemado. Iba a recoger dos lingotes de estaño. Eran los primeros lingotes producidos en su fundición de Oruro, y ya no tenía sentido que aquel par de símbolos; que encarnaban a la nación, continuaran adornando el escritorio del presidente de la república.
Villarroel había sido ahorcado en un farol de la Plaza Murillo y el poder de la rosca oligárquica era restaurado a partir de su caída. Mariano Peró recogió los lingotes y se fue con ellos. Estaban manchados de sangre seca.
Cuentan que hace un siglo el dictador Mariano Melgarejo obligó al embajador de Inglaterra a beber un barril entero de chocolate, en castigo por haber despreciado un vaso de chicha. El embajador fue paseado en burro, montado al revés, por la calle principal de La Paz. Y fue devuelto a Londres. Dicen que entonces la reina Victoria, enfurecida, pidió un mapa de América del Sur, dibujó una cruz de tiza sobre Bolivia y sentenció: «Bolivia no existe.» Para el mundo, en efecto, Bolivia no existía ni existió después: el saqueo de la plata y, posteriormente, el despojo del estaño no han sido más que el ejercicio de un derecho natural de los países ricos. Al fin y al cabo, el envase de hojalata identifica a los Estados Unidos tanto como el emblema del águila o el pastel de manzana. Pero el envase de hojalata no es solamente un símbolo pop de los Estados Unidos:
es también un símbolo, aunque no se sepa, de la silicosis en las minas de Siglo XX o Huanuni: la hojalata contiene estaño, y los mineros bolivianos mueren con los pulmones podridos para que el mundo pueda consumir estaño barato. Media docena de hombres fija su precio mundial. ¿Qué significa, para los consumidores de conservas o los manipuladores de la bolsa, la dura vida del minero en Bolivia? Los norteamericanos compran la mayor parte del estaño que se refina en el planeta: para mantener a raya los precios, periódicamente amenazan con lanzar al mercado sus enormes reservas de mineral, compradas muy por debajo de su cotización, a precios de «contribución democrática», en los años de la segunda guerra mundial. Según los datos de la FAO, el ciudadano medio de los Estados Unidos consume cinco veces más carne y leche y veinte veces más huevos que un habitante de Bolivia. Y los mineros están muy por debajo del bajo promedio nacional. En el cementerio de Catavi, donde los ciegos rezan por los muertos a cambio de una moneda, suele encontrarse, entre las lápidas oscuras de los adultos, una innumerable cantidad de cruces blancas sobre las tumbas pequeñas. De cada dos niños nacidos en las minas, uno muere poco tiempo después de abrir los ojos.
El otro, el que sobrevive, será seguramente minero cuando crezca. Y antes de llegar a los treinta y cinco años, ya no tendrá pulmones.
El cementerio cruje. Por debajo de las tumbas, han sido cavados infinitos túneles, socavones de boca estrecha donde apenas caben los hombres que se introducen, como vizcachas, a la búsqueda del mineral. Nuevos yacimientos de estaño se han acumulado en los desmontes a lo largo de los años; toneladas de residuos sobre residuos han sido volcadas en gigantescas moles grises que han sumado, así, estaño al estaño del paisaje. Cuando cae la lluvia, que se arroja con violencia desde las nubes próximas, uno ve a los desocupados agacharse a lo largo de las calzadas de tierra de Llallagua, donde los hombres se emborrachan desesperadamente en las chicherías: van recogiendo y calibrando las cargas de estaño que la lluvia arrastra consigo. Aquí, el estaño es un dios de lata que reina sobre los hombres y las cosas, y está presente en todas partes. No sólo hay estaño en el vientre del viejo cerro de Patiño. Hay estaño, delatado por el brillo negro de la casiterita, hasta en las paredes de adobe de los campamentos. También tiene estaño la lama amarillenta que avanza arrastrando los desperdicios de la mina y lo tienen las aguas que fluyen, envenenadas, desde la montaña; se encuentra estaño en la tierra y en la roca, en la superficie y en el subsuelo, en las arenas y en las piedras del cauce del río Seco. En estas tierras áridas y pedregosas, a casi cuatro mil metros de altura, donde no crece el pasto y donde todo, hasta la gente, tiene el oscuro color del estaño, los hombres sufren estoicamente su obligado ayuno y no conocen la fiesta del mundo. Viven en los campamentos, amontonados en casas de una sola pieza de piso de tierra; el viento cortante se cuela por las rendijas. Un informe universitario sobre la mina de Colquiri revela que de cada diez varones jóvenes encuestados, seis duermen en la misma cama con sus hermanas, y agrega: «Muchos padres se sienten molestos cuando sus hijos los observan durante el acto sexual.» No hay baños; las letrinas son pequeños cobertizos públicos tapados de inmundicia y moscas: la gente prefiere los cenizales, baldíos abiertos, donde al menos circula el aire a pesar de la basura y los excrementos acumulados y de los cerdos que retozan felices. También es colectivo el servicio de agua: hay que esperar el momento en que el agua llega y apurarse, hacer la cola, recoger el agua de la pila pública en latas de gasolina o en tinajas. La comida es escasa y fea. Consiste en papas, fideos, arroz, chuño, maíz molido y algo de carne dura.
Estábamos muy en lo hondo del cerro Juan del Valle. El aullido penetrante de la sirena, que llamaba a los trabajadores de la primera punta, había resonado en el campamento varias horas antes. Recorriendo galerías, habíamos pasado del calor tropical al frío polar y nuevamente al calor, sin salir, durante horas, de una misma atmósfera envenenada. Aspirando aquel aire espeso -humedad, gases, polvo, humo---, uno podía comprender por qué los mineros pierden, en pocos años, los sentidos del olfato y el sabor. Todos masticaban, mientras trabajaban, hojas de coca con ceniza, y esto también formaba parte de la obra de aniquilación, porque la coca, como se sabe, al adormecer el hambre y enmascarar la fatiga, va apagando el sistema de alarmas con que cuenta el organismo para seguir vivo. Pero lo peor era el polvo. Los cascos guardatojos irradiaban un revoloteo de círculos de luz que salpicaban la gruta negra y dejaban ver, a su paso, cortinas de blanco polvo denso: el implacable polvo de sílice. El mortal aliento de la tierra va envolviendo poco a poco. Al año se sienten los primeros síntomas, y en diez años se ingresa al cementerio. Dentro de la mina se usan perforadoras suecas último modelo, pero los sistemas de ventilación y las condiciones de trabajo no han mejorado con el tiempo.
En la superficie, los trabajadores independientes usan picota y pesados combos de doce libras para pelear contra la roca, exactamente igual que hace cien años, y quimbaletes, cribas y cernidores para concentrar el mineral en la canchamina.
Ganan centavos y trabajan como bestias. Sin embargo, muchos de ellos tienen, al menos, la ventaja del aire libre. Dentro de la mina, en cambio, los obreros son presos condenados, sin apelación, a la muerte por asfixia.
Había cesado ya el estrépito de los barrenos y los obreros hacían una pausa mientras aguardábamos la explosión de más de veinte cargas de dinamita y anfo.
La mina también brinda muertes rápidas y sonoras: alcanza con equivocarse al contar las detonaciones, o con que la mecha demore más de lo debido en arder.
Alcanza también con que una roca floja, un
tojo, se desprenda sobre el cráneo. O alcanza con el infierno de la metralla: la noche de san Juan de 1967 fue la última cuenta de un largo rosario de matanzas. En la madrugada los soldados tomaron posición en las colinas, rodilla en tierra, y arrojaron un huracán de balas sobre los campamentos iluminados por las fogatas de la fiesta3
Saturnino Condori, viejo albañil del campamento minero de Siglo XX, está tendido desde hace más de tres años en una cama del hospital de Catavi. Es una de las víctimas de la matanza de la noche de san Juan, en 1967. Ni siquiera había festejado nada. Por trabajar el sábado 24, le habían ofrecido pagarle triple, así que decidió no sumergirse, a diferencia de todos los demás, en el delirio de la chicha y la farra. Se acostó temprano. Esa noche soñó con que un caballero le arrojaba espinas al cuerpo: «Espinas grandes me ha empujado». Se despertó varias veces, porque la lluvia de balas se desencadenó sobre el campamento desde las cinco de la mañana. «Mi cuerpo se ha deshecho, se ha descomponido, medio templación me ha agarrado, y yo asustado, y yo asustado, así, he estado. Mi señora me ha dicho: anda, escápate. Pero yo ¿qué había hecho? A ninguna parte no he salido. Andate, andate, me ha dicho. Tiroteos había de noche, qué será eso, qué será, pap-pap-pap-pap-pap. Y yo mismo despertando y durmiendo así de a ratos, y ni asimismo me he escapado, mi señora me ha dicho: pues andate, pues andate, escapa. Qué me van a hacer, le digo, yo soy un albañil particular, qué me van a hacer.» Se despertó a eso de las ocho de la mañana. Se irguió sobre la cama. La bala atravesó el techo, atravesó el sombrero de su mujer y se le metió en el cuerpo y le reventó la columna vertebral.). Pero la muerte lenta y callada constituye la especialidad de la mina. El vómito de sangre, la tos, la sensación de un peso de plomo sobre la espalda y una aguda opresión en el pecho son los signos que la anuncian. Después del análisis médico vienen los peregrinajes burocráticos de nunca acabar. Dan un plazo de tres meses para desalojar la casa.
Ya había cesado el estrépito de los barrenos y pronto la explosión atraparía aquella escurridiza veta de color café y forma de víbora. Entonces pudimos hablar.
El bulto de la coca hinchaba la mejilla de cada obrero y por las comisuras de los labios corrían los chorros verdosos. Un minero pasó, apurado, chapoteando barro por entre los rieles de la galería. «Ese es un nuevo», me dijeron. «¿Has visto? Con su pantalón del ejército y su chomba amarilla se ve tan joven. Ha entrado ahorita y cómo trabaja. Todavía es un hacha. Todavía
no siente.» Los tecnócratas y los burócratas no mueren de silicosis, pero viven de ella. El gerente general de la COMIBOL, Corporación Minera Boliviana, gana cien veces más que un obrero. Desde un barranco que cae a pico hacia el cauce del río, en el límite de Llallagua, puede verse la pampa de María Barzola. Se llama así en homenaje a la militante obrera que hace treinta años cayó, al frente de una manifestación, con la bandera de Bolivia cosida al cuerpo por las ráfagas de las ametralladoras. Y más allá de la pampa de María Barzola puede verse la mejor cancha de golf de toda Bolivia: es la que usan los ingenieros y los principales funcionarios de Catavi. El dictador René Barrientos había reducido a la mitad los salarios de hambre de los mineros, en 1964, y al mismo tiempo había elevado las retribuciones de los técnicos y los burócratas prominentes. Los sueldos del personal superior son secretos. Secretos y en dólares. Hay un todopoderoso grupo asesor, formado por técnicos del Banco Interamericano de Desarrollo, la Alianza para el Progreso y la banca extranjera acreedora, cuyos consejos orientan a la minería nacionalizada de Bolivia, de tal manera que, a esta altura, la COMIBOL, convertida en un Estado dentro del Estado, constituye una propaganda viva contra la nacionalización de cualquier cosa. El poder de la vieja rosca oligárquica ha sido sustituido por el poder de los numerosísimos miembros de una «nueva clase» que ha dedicado sus mejores, esfuerzos a sabotear por dentro a la minería estatal. Los ingenieros no sólo torpedearon todos los proyectos y planes destinados a la creación de una fundición nacional, sino que, además, han contribuido a que las minas del Estado quedaran encerradas en los límites de los viejos yacimientos de Patiño, Aramayo y Hochschild, en acelerado proceso de agotamiento de reservas.
Entre fines de
1964 y abril de 1969, el general Barrientos rompió la barrera del sonido en la entrega de los recursos del subsuelo boliviano al capital imperialista, con la complicidad abierta de los técnicos y los gerentes. Sergio Almaraz ha contado, en uno de sus libros4 la historia de la concesión de los desmontes de estaño a la International Mining Processing Co. Con un capital declarado de apenas cinco mil dólares, la empresa de tan pomposo nombre obtuvo un contrato que le permitirá ganar más de novecientos millones.


1 El New York Times del 13 de agosto de 1969 lo definía en esos términos, al describir en éxtasis las vacaciones del duque y la duquesa de Windsor en el castillo del siglo xvi que Patino posee en los alrededores de Lisboa. «Nos gusta dar a los sirvientes algo de calma y de paz», confesaba la señora, mientras explicaba a Charlotte Curtis su programa del día. Después, es el tiempo de las vacaciones de montaña en Suiza; los fotógrafos y los periodistas se abalanzaban sobre los condes y los artistas de moda en Saint Moritz. Una millonaria de cincuenta años acaba de perder a su segundo marido, vicepresidente de la Ford, y sonríe ante los flashes: anuncia su próximo matrimonio con un jovencito que la toma del brazo y mira con ojos asustados. Al lado, otra pareja del gran mundo. Él es un hombre de baja estatura y rasgos de indio; cejas espesas, ojos duros, nariz aplastada, pómulos salientes.
Antenor Patiño continúa pareciendo boliviano. En una revista, Antenor aparece disfrazado de príncipe oriental, con turbante y todo, entre varios príncipes auténticos que se han reunido en el palacio del barón Alexis de Rédé: la princesa Margarita de Dinamarca, el príncipe Enrique, María Pía de Saboya y su primo el príncipe Miguel de BorbónParma, el príncipe Lobckowitz y otros trabajadores.)
2 Cuando el general Alfredo Ovando anunció, en julio de 1966, que se había llegado a un acuerdo con la empresa alemana Klochner para instalar los hornos estatales, dijo que tendrían un nuevo destino «esas pobres minas que solamente han servido, hasta ahora, para abrir socavones en los pulmones de nuestros hermanos mineros». Esos hombres que dan su vida por el mineral, escribía Sergio Àlmaraz (El poder y la caída. Es estaño en la historia de Bolivia, La PazCochabamba, 1967), «no lo poseen. Nunca lo poseyeron; ni antes ni después de 1952. Porque lo que sucede es que el estaño nada vale en cuanto a aprovechamiento inmediato si no es bajo el brillante aspecto de un lingote. El mineral, polvo pesado de terroso aspecto, ciertamente no sirve para nada que no sea para volcarlo en la boca de un horno».
3 «Cuando me siento, borracho estoy. Tres, cuatro, veo a la gente No puedo comer solo. Una huahua soy, pues. Un niño » 
4 Sergio Almaraz Paz, op. cit.

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