Autoras/es: Máximo Gorki
De nuevo se oyó una llamada recia que interrumpió el discurso de Nikolái. Era Liudmila, que llegaba envuelta en un abrigo ligero, impropio de la estación, y con las mejillas rojas de frío. Mientras se quitaba los chanclos rotos, dijo con tono de enfado:
(Fecha original: 1907)- Ya está fijada la fecha del juicio; ¡dentro de una semana!
- ¿Eso es cierto? -gritó Nikolái desde su cuarto.
Fue la madre presurosa hacia él, sin saber si la emocionaba la alegría o el temor. Liudmila iba a su lado, diciendo con ironía y voz profunda:
- Es cierto. En la audiencia se declara abiertamente que el veredicto ya ha sido dictado. ¿Qué significa esto? ¿Teme el gobierno que los funcionarios traten a sus enemigos con blandura? Después de haber pervertido a sus servidores, con tanto celo y durante tanto tiempo, ¿no está seguro de que estén dispuestos a ser unos canallas...?
El domingo siguiente, al despedirse de Pável en el locutorio de la cárcel, sintió ella en la mano una bolita de papel. Estremeciéndose, como si se hubiera quemado la piel de la mano, miró al hijo con expresión suplicante e interrogadora, pero no encontró respuesta. Sus ojos azules tenían, como de costumbre, la sonrisa tranquila y firme que ella tan bien conocía.
- ¡Adiós! -le dijo suspirando.
El hijo le tendió de nuevo la mano; había en su rostro un temblor de caricia.
- ¡Adiós, madre!
Ella esperó, sin soltarle la mano.
- ¡No te intranquilices, no te enfades! -prosiguió él.
Aquellas palabras y el pliegue obstinado de la frente le dieron la respuesta.
- ¡Pierde cuidado! -murmuró ella, bajando la cabeza-. No vale la pena pensar en eso ...
Y salió presurosa sin mirarle, para no revelar sus sentimientos con las lágrimas, ni con el temblor de sus labios. Por el camino le parecía que los huesos de la mano que apretaba la esquela del hijo le dolían, y todo el brazo le pesaba, como si le hubieran dado un golpe en el hombro. Ya en casa, luego de poner en manos de Nikolái la esquela, quedó en pie ante él, y mientras esperaba a que terminase de estirar el papel, cuidadosamente enrollado, sintió de nuevo alentar la esperanza.
Pero Nikolái le dijo:
- ¡Claro está! Mire lo que dice: Camaradas, no nos evadiremos, no podemos hacerlo. Ninguno de nosotros. Perderíamos nuestra propia estimación. Ocupaos del campesino recién apresado. Merece vuestra solicitud y es digno de vuestros esfuerzos. Para él, esto es demasiado duro. Diariamente tiene choques con las autoridades. Ha pasado ya un día entero en el calabozo. Le van a atormentar hasta matarle. Todos intercedemos por él. Consolad a mi madre, cuidadla. Contadle esto, ella lo comprenderá todo.
La madre levantó la cabeza y dijo con voz baja y temblorosa:
- Bueno, ¿qué van a contarme? ¡Yo lo comprendo!
Nikolái se volvió de súbito, sacó el pañuelo del bolsillo y, sonándose con estrépito, murmuró:
- Me he resfriado, ya ve ...
Después se tapó los ojos con las manos, para ajustarse las gafas, y continuó, mientras paseaba por la habitación:
- Mire, es igual; de todos modos, no habríamos tenido tiempo ...
- ¡Qué le vamos a hacer! ¡Que le juzguen! -dijo la madre, fruncidas las cejas, pero el pecho se le iba llenando de una angustia húmeda, nebulosa.
- He recibido una carta de un camarada de Petersburgo ...
- Pero él también podrá escaparse de Siberia, ¿verdad?
- ¡Claro que si! El camarada dice que pronto será la vista de la causa, el veredicto ya se conoce: deportación para todos. ¿Lo ve? Estos bribones van a convertir su juicio en una vulgarísima comedia. Comprenda usted: el fallo se dicta en Petersburgo, antes de celebrarse el juicio ...
- ¡Déjelo, Nikolái Ivánovich! -repuso la madre resuelta-. No es preciso tranquilizarme ni explicarme. Pável no hará nada malo, no se atormentará en vano a sí mismo ni atormentará a los demás. Y a mí me quiere, ¡sí! ¿Ve usted?, piensa en mí. Ha escrito: explicadle, consoladla, ¿eh...?
El corazón le latía acelerado y la cabeza le daba vueltas de la excitación.
- Su hijo, ¡es una persona magnífica! -exclamó Nikolái con una extraña resonancia-. ¡Yo le estimo mucho!
- ¡Mire, Nikolái Ivánovich, pensemos algo con respecto a Ribin! -propuso la madre.
Ella hubiera querido poner manos a la obra inmediatamente, ir a alguna parte, andar hasta quedar rendida ...
- Sí, en efecto -contestó Nikolái, paseando por la habitación-. Sería necesario ver a Sáshenka ...
- Vendrá. Siempre viene los días que visito a Pável.
Gacha la cabeza, pensativo, mordiéndose los labios y retorciéndose la barbita, Nikolái se sentó en el diván, junto a la madre.
- Lástima que no esté mi hermana ...
- No estaría mal organizar eso ahora, mientras Pável se encuentra allí, ¡le agradaría! -dijo la madre.
Guardaron silencio un momento, y de pronto, la madre añadió con lentitud, en voz queda:
- No comprendo por qué no quiere ...
Nikolái se puso en pie bruscamente, pero se oyó una llamada.
Ambos se miraron al instante.
- Será Sáshenka, ¡hum! -susurró Nikolái.
- ¿Cómo decírselo? -preguntó la madre en el mismo tono.
- Sí, ¿sabe usted...?
- Me da mucha lástima de ella ...
Se repitió el timbrazo, menos fuerte, como si la persona que estaba tras la puerta no se decidiera. Nikolái y la madre se levantaron y fueron a abrir al mismo tiempo, pero, al llegar a la puerta de la cocina, Nikolái, haciéndose a un lado, indicó:
- Vale más que sea usted ...
- Qué, no está de acuerdo, ¿verdad? -preguntó la joven con firmeza en cuanto la madre abrió la puerta.
- No.
- ¡Ya lo sabía! -repuso sencillamente Sáshenka, pero su cara palideció. Se desabrochó el abrigo, y, abrochándoselo de nuevo, intentó quitárselo, pero sin lograrlo. Luego agregó:
- Hace viento, está lloviendo, ¡qué asco! ¿Está bien de salud?
- Sí.
- Bien de salud y contento -repitió quedo Sáshenka, mirándose una mano.
- Escribe que hay que libertar a Ribin -le comunicó la madre, sin mirarla.
- ¿Sí? Yo creo que debíamos poner en práctica ese plan -dijo la muchacha con lentitud.
- ¡Yo también creo lo mismo! -dijo Nikolái, apareciendo en el umbral de la puerta-. ¡Buenos días, Sáshenka!
La joven le tendió la mano e inquirió:
- Entonces, ¿a qué se espera? ¿No están todos de acuerdo en que el plan es afortunado...?
- Pero, ¿quién lo va a organizar? Todos están ocupados ...
- ¡Encárguenme a mí de eso! -dijo con viveza la muchacha, poniéndose en pie-. Yo tengo tiempo.
- ¡De acuerdo! Pero hace falta preguntar a los otros ...
- Bien, ¡yo les preguntaré! Ahora mismo voy ...
Y de nuevo empezó a abrocharse el abrigo con movimientos seguros de sus finos dedos.
- Debería usted descansar -le propuso la madre.
Sonrió levemente la joven y respondió, dulcificando la voz:
- No se inquiete por mí, no estoy cansada ...
Y estrechándoles las manos en silencio, se marchó, de nuevo fría y severa.
La madre y Nikolái se acercaron a la ventana; estuvieron viendo cómo la muchacha atravesaba el patio y desaparecía tras la puerta.
Nikolái empezó a silbar suavemente; luego, sentóse a la mesa y se puso a escribir.
- Se ocupará de este asunto y encontrará alivio -dijo la madre pensativa, en voz queda.
- ¡Claro está! -replicó Nikolái, y volviéndose hacia ella, iluminado el bondadoso rostro por una sonrisa, le preguntó-: Usted, Nílovna. ¿no ha apurado ese cáliz, no ha conocido usted la añorante tristeza por el ser amado?
- ¡Qué ocurrencia! -exclamó ella-. ¿Qué pena podía yo tener? Lo que tenía era miedo de que me obligaran a casarme.
- ¿Y no le gustaba ninguno?
Reflexionó ella, y contestó:
- No recuerdo, querido. ¿Cómo no me iba a gustar...? Probablemente, me gustaría alguno, sólo que no me acuerdo.
Le miró sencillamente, con una tristeza serena, y concluyó:
- Mucho me pegó mi marido, y todo lo ocurrido antes es como si se me hubiera borrado de la memoria.
Él se volvió hacia la mesa, y ella salió de la habitación un momento; cuando volvió, Nikolái le dijo con mirada afectuosa, acariciando sus recuerdos con palabras tiernas y cálidas:
- Pues yo también, ¿sabe usted?, he tenido, como Sáshenka, una historia de amor. Quise a una muchacha magnífica, maravillosa... Tenía yo veinte años cuando la conocí, y desde entonces la sigo queriendo; ahora también la quiero, a decir verdad. La quiero lo mismo, con toda el alma, con gratitud y para siempre ...
En pie, junto a él, la madre veía sus ojos iluminados por una luz viva y cálida. Había apoyado la cabeza en los brazos, que descansaban en el respaldo de la silla, y miraba a algún lugar lejano; todo su cuerpo, delgado y esbelto, pero recio, parecía tendido hacia delante, como un tallo vuelto hacia la luz del sol.
- Pues entonces... ¡debería usted casarse! -le aconsejó la madre.
- ¡Oh! ¡Hace ya cinco años que está casada...!
- ¿Y por qué no se casó usted con ella antes?
Él quedó pensativo un momento y contestó:
- Verá usted, no nos salían bien las cosas: cuando yo estaba en la cárcel, ella estaba en libertad, y cuando yo me encontraba libre, ella estaba en la cárcel o en el destierro. Aquella situación era muy parecida a la de Sáshenka, se lo aseguro. Por último, la enviaron a Siberia por diez años, ¡terriblemente lejos! Yo, hasta quise seguirla allá. Pero los dos comprendimos que no hubiera estado bien. Allí conoció ella a otro hombre, un camarada mío, ¡muy buen muchacho! Luego se fugaron juntos y ahora viven en el extranjero; si ...
Cuando hubo acabado de hablar, se quitó las gafas, las limpió, miró los cristales al trasluz y empezó a limpiarlos de nuevo.
- ¡Ay, querido mío! -exclamó cariñosamente la madre, moviendo la cabeza. Le daba lástima y, al propio tiempo, había algo en él que la obligaba a sonreír con una sonrisa cálida y maternal. Él cambió de postura, tomó otra vez la pluma y, moviéndola al compás de sus palabras, dijo:
- La vida de familia resta energías al revolucionario, ¡las disminuye siempre! Los hijos, la falta de recursos, la necesidad de trabajar mucho para ganarse el pan... Y el revolucionario debe desarrollar su energía incansablemente, y cada vez de un modo más amplio y más profundo. Así nos lo exige la época en que vivimos; debemos ir siempre delante de todos, porque nosotros, los obreros, estamos destinados por la fuerza de la historia a destruir el viejo mundo, a crear una nueva vida. Y si nos quedamos atrás, vencidos por la fatiga o seducidos por la posibilidad cercana de un triunfo pequeño, hacemos mal, ¡eso es casi una traición a la causa! No hay nadie con quien podamos marchar juntos sin alterar nuestra fe, y nunca debemos olvidar que nuestro objetivo no son las pequeñas conquistas, sino la victoria completa.
Su voz era firme, el rostro se le había puesto pálido y en sus ojos ardía, contenida e igual, la fuerza de costumbre. De nuevo se oyó una llamada recia que interrumpió el discurso de Nikolái. Era Liudmila, que llegaba envuelta en un abrigo ligero, impropio de la estación, y con las mejillas rojas de frío. Mientras se quitaba los chanclos rotos, dijo con tono de enfado:
- Ya está fijada la fecha del juicio; ¡dentro de una semana!
- ¿Eso es cierto? -gritó Nikolái desde su cuarto.
Fue la madre presurosa hacia él, sin saber si la emocionaba la alegría o el temor. Liudmila iba a su lado, diciendo con ironía y voz profunda:
- Es cierto. En la audiencia se declara abiertamente que el veredicto ya ha sido dictado. ¿Qué significa esto? ¿Teme el gobierno que los funcionarios traten a sus enemigos con blandura? Después de haber pervertido a sus servidores, con tanto celo y durante tanto tiempo, ¿no está seguro de que estén dispuestos a ser unos canallas...?
Liudmila se sentó en el diván, frotándose con las manos las demacradas mejillas; en sus ojos mate ardía el desprecio y su voz se encolerizaba por momentos.
- No gaste usted pólvora en salvas, Liudmila -dijo Nikolái para tranquilizarla-. De todos modos, ellos no la van a oír ...
La madre escuchaba sus palabras con tensa atención, pero no comprendía nada, y repetía involuntariamente, para sus adentros, las mismas palabras:
El juicio, dentro de una semana ... ¡el juicio! Y de pronto, sintió la cercanía de algo despiadado, de una severidad humana.
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