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domingo, 23 de octubre de 2011

LA MADRE (II-16). Máximo Gorki

Autoras/es: Máximo Gorki


Soltó un terrible juramento, miró de nuevo a Ribin y le dijo en voz alta:
- ¡Eh, tú! ¡Manos atrás!
- ¡No quiero que me las aten! -replicó Ribin-. No me propongo huir, no voy a pelearme, ¿por qué me vais a atar?
- ¿Qué? -preguntó el comisario, avanzando hacia él.
- ¡Basta ya de atormentar al pueblo, fieras! -continuó Ribin, levantando la voz-. Pronto llegará también para vosotros el día de la Justicia ...
El comisario se paró delante de él y se le quedó mirando a la cara, moviendo el bigote. Retrocedió después un paso y gritó asombrado, con voz silbante:
- ¡Ah, ah, ah, hijo de perra! ¿Qué palabras son ésas? Y de pronto golpeó con fuerza a Ribin en el rostro.
- ¡La verdad no se mata a puñetazos! -gritó Ribin, abalanzándose a él-. ¡Y tú no tienes derecho a pegarme, perro sarnoso!
(Fecha original: 1907)

Hacia la multitud venía el comisario de policía rural; hombre alto, fornido de cara redonda. Llevaba la gorra ladeada, una guía del bigote vuelta hacia arriba y la otra hacia abajo, lo que hacía parecer torcido su rostro, afeado por una sonrisa estúpida y muerta. Empuñaba el sable con la mano izquierda y braceaba con la derecha. Se oían sus pasos firmes y pesados. La muchedumbre le abría camino. Las fisonomías tomaron una expresión sombría, abatida; el clamoreo se apaciguó, descendiendo, como si se hundiese en la tierra. La madre percibía el temblor de la piel en su frente y una quemazón en los ojos. De nuevo sintió deseos de ir hacia la multitud; se inclinó hacia adelante y quedó como petrificada, con el cuerpo en tensión.
- ¿Qué ocurre? -preguntó el comisario, deteniéndose ante Ribin y mirándole de arriba abajo-. ¿Por qué no tiene las manos atadas? ¡Alguaciles, maniatadle!
Su voz era aguda y sonora, pero sin matices.
- Las tenía atadas, ¡pero la gente se las ha desatado! -contestó uno de los alguaciles.
- ¿Qué? ¿La gente? ¿Qué gente?
El comisario miró a la muchedumbre que le rodeaba en semicírculo, y con el mismo tono, con una voz blanca, sin altibajos, continuó:
- ¿Quién es la gente? Y golpeó con la empuñadura del sable el pecho del mujik de ojos azules.
- ¿Eres tú la gente, Chumakov? ¿Y quién más? ¿Tú, Mishin? Y con la mano derecha tiró de la barba a otro.
- ¡Disolveos, canallas...! Mirad, que si no... ¡vais a ver lo que es bueno...!
Ni en su voz ni en su rostro había irritación ni amenaza; hablaba con calma y golpeaba a la gente con movimientos seguros e iguales de sus brazos, largos y fuertes. Los grupos retrocedían ante él, bajando la cabeza y volviendo hacia otro lado la cara.
- Bueno, ¿a qué esperáis? -dijo a los alguaciles-. ¡Amarradle!
Soltó un terrible juramento, miró de nuevo a Ribin y le dijo en voz alta:
- ¡Eh, tú! ¡Manos atrás!
- ¡No quiero que me las aten! -replicó Ribin-. No me propongo huir, no voy a pelearme, ¿por qué me vais a atar?
- ¿Qué? -preguntó el comisario, avanzando hacia él.
- ¡Basta ya de atormentar al pueblo, fieras! -continuó Ribin, levantando la voz-. Pronto llegará también para vosotros el día de la Justicia ...
El comisario se paró delante de él y se le quedó mirando a la cara, moviendo el bigote. Retrocedió después un paso y gritó asombrado, con voz silbante:
- ¡Ah, ah, ah, hijo de perra! ¿Qué palabras son ésas? Y de pronto golpeó con fuerza a Ribin en el rostro.
- ¡La verdad no se mata a puñetazos! -gritó Ribin, abalanzándose a él-. ¡Y tú no tienes derecho a pegarme, perro sarnoso!
- ¿Que no? ¿Yo? -aulló el comisario, arrastrando las palabras. Y de nuevo lanzó el puño, apuntando a la cabeza de Ribin. Éste se agachó y el golpe se perdió en el aire. El comisario, tambaleándose, estuvo a punto de caer. Alguien resopló ruidosamente entre la multitud, conteniendo la risa, y de nuevo se oyó la voz furiosa de Ribin:
- ¡Te digo que no intentes pegarme, diablo!
El comisario miró en derredor. Silenciosos y sombríos, avanzaban los hombres en apretado y oscuro cerco ...
- ¡Nikita! -gritó el comisario, mirando a su alrededor-. ¡Eh, Nikita!
Un mujik rechoncho y fornido, con zamarra corta, se desprendió de la muchedumbre. Miraba al suelo, gacha la cabezota desgreñada.
- ¡Nikita! -dijo el comisario sin apresurarse y retorciéndose el bigote-. Alúmbrale una bofetada, ¡de las buenas!
El mujik dio un paso adelante, se detuvo frente a Ribin y levantó la cabeza. Ribin le arrojó a la cara palabras veraces y duras:
- ¡Mirad, buena gente, cómo las fieras os ahogan con vuestras propias manos! ¡Mirad, reflexionad!
El mujik alzó lentamente la mano y dio a Ribin un ligero golpe en la cabeza.
- ¿Acaso se pega así, hijo de perra? -chilló el comisario.
- ¡Eh, Nikita! -dijeron entre la multitud sin alzar la voz-. ¡Acuérdate de Dios!
- ¡Pégale, te digo! -gritó el comisario, empujando al mujik en el cogote.
El mujik se echó a un lado y dijo hosco, bajando la cabeza:
- ¡No, no lo haré...!
- ¿Qué?
El comisario, convulso el rostro, pataleó con rabia y se precipitó sobre Ribin, vomitando insultos. Resonó la bofetada con sordo chasquido; Mijaíl se tambaleó y blandió el puño, pero, de un segundo golpe, el comisario le derribó a tierra y empezó a saltar rugiendo a su alrededor, dándole patadas en la cabeza, en el pecho, en los costados ...
La multitud rugió hostil, balanceóse y avanzó hacia el comisario; éste, al darse cuenta, se apartó de un salto y desenvainó el sable.
- ¡Ah!, ¿vosotros también? ¿Os amotináis, eh...? ¿Conque esas tenemos...?
Su voz tembló, dio un agudo chillido y enronqueció como si se hubiese quebrado. Al mismo tiempo que la voz, perdió de repente toda su fuerza, encogió la cabeza entre los hombros, se encorvó y, girando en todas direcciones sus ojos vacíos, empezó a recular, tanteando cautelosamente el terreno con los pies. Mientras retrocedía, gritaba con voz enronquecida e inquieta:
- ¡Está bien! ¡Os lo entrego, me marcho! ¡Venga, tomadle! ¿No sabéis, canalla maldita, que es un criminal político, que va contra el zar, que organiza motines, no lo sabéis? ¿Y le defendéis, eh? ¿Sois todos rebeldes? ¡ Ah, ah...!
Inmóvil, sin pestañear, sin fuerzas ni pensamiento, la madre permanecía en pie, como sumida en una pesadilla, aplomada por el horror y la compasión. Como abejorros, zumbaban en sus oídos los gritos de la multitud, agraviados, sombríos, enfurecidos. Temblaba la voz del comisario, susurraban algunos murmullos ...
- ¡Si es culpable, júzgale!
- Perdónele, usía ...
- ¿Qué está usted haciendo? Eso no es lo que manda la ley ...
- ¿Acaso es posible esto? Si todos empiezan a pegar, ¿qué va a pasar entonces?
La gente se había dividido en dos grupos; uno rodeaba al comisario, gritaba, le exhortaba; otro, menos numeroso, permanecía alrededor del herido y hablaba en voz baja y pesarosa. Algunos hombres le levantaron, los alguaciles querían atarle de nuevo las manos ...
- ¡Esperad, malditos! -les gritaban.
Ribin se limpió el barro y la sangre de la cara, y miró silencioso en torno. Sus ojos resbalaron por la faz de la madre; ella se estremeció, tendió el cuerpo hacia él e involuntariamente movió una mano; Ribin se volvió hacia otro lado, pero al cabo de unos instantes, sus ojos se detuvieron de nuevo en el rostro de la madre. Le pareció a ella que se erguía, que levantaba la cabeza, que le temblaban las ensangrentadas mejillas ...
¡Me ha reconocido! ¿Será posible que me haya reconocido...? Y temblando de gozo, pena y espanto, le hizo una inclinación de cabeza. Pero al instante, advirtió que a su lado se encontraba el mujik de ojos azules y que también la miraba. Aquella mirada despertó inmediatamente en ella la conciencia del peligro ...
¿Qué estoy haciendo? ¡Me detendrán a mí también! El mujik dijo algunas palabras a Ribin, éste meneó la cabeza y con voz trémula, pero clara y animosa, repuso:
- ¡No importa! ¡No estoy solo en la tierra! Ellos nunca podrán apresar toda la verdad. Donde he estado, me recordarán, ¡eso es! Aunque hayan destruido el nido, y ya no queden allí camaradas y amigos ...
Esto me lo dice a mí, comprendió la madre al punto.
- Pero llegará el día en que las águilas alcen el vuelo libremente, ¡en que el pueblo se libere!
Una mujer trajo un cubo de agua y, lanzando ayes y lamentos, se puso a lavar la cara de Ribin. Su voz fina y quejumbrosa se mezclaba con las palabras de Mijaíl, impidiendo a la madre entenderlas. Se adelantó un grupo de mujiks, con el comisario de policía al frente.
Alguien gritó con voz recia:
- ¡Venga, un carro para llevar al preso! ¿A quién le toca el turno?
Luego se oyó la voz del comisario, nueva, como condolida:
- Yo puedo golpearte, pero tú a mí no; no puedes, ¡no te atreverás, imbécil!
- ¡Bien! ¿Y quién eres tú? ¿Dios? -gritó Ribin.
Una explosión de exclamaciones discordes ahogó su voz.
- ¡No discutas, amigo! Aquí, es la autoridad.
- ¡No se enfade, usía! El hombre está fuera de sí ...
- ¡Cállate, no seas tonto!
- Ahora te llevarán a la ciudad ...
- ¡Allí se respeta más la ley!
Los gritos de la multitud se hacían conciliadores y suplicantes, fundiéndose en una confusa agitación, y en ella todo era ya desesperanza y queja. Agarrándole de los brazos, los alguaciles condujeron a Ribin hasta la terracilla del ayuntamiento y desaparecieron con él tras la puerta. Poco a poco, los mujiks fueron dispersándose por la plaza. La madre vio que el de los ojos azules se dirigía hacia ella, mirándola a hurtadillas. Le empezaron a temblar las piernas; un sentimiento de angustia le oprimía el corazón, causándole náuseas.
¡No debo marcharme! -pensaba-. ¡No debo! Y agarrándose con fuerza a la baranda, esperó.
El comisario, en pie en lo alto de la terracilla del ayuntamiento, hablaba, manoteando mucho, en tono de reprimenda, y ya de nuevo con su voz blanca, desalmada:
- ¡Imbéciles, hijos de perra! No entendéis de nada y os metéis en un asunto semejante, ¡en un asunto de Estado! ¡Bestias! Deberíais estarme agradecidos, arrodillaros delante de mí, ¡por mi bondad! Si yo quisiera, iríais todos a presidio ...
Unos veinte mujiks le escuchaban descubiertos. Oscurecía y los nubarrones iban bajando. El de los ojos azules llegó a la terracilla y dijo, con un suspiro:
- ¡Así andan aquí las cosas...!
- ¡Ya lo veo! -repuso ella quedo.
Él la miró con expresión abierta y le preguntó:
- ¿En qué trabaja?
- Compro encajes a las campesinas, y también lienzo ...
El mujik se acarició lentamente la barba. Luego, mirando en dirección al ayuntamiento, dijo sin alzar la voz, con hastío.
- Aquí no encontrará nada de eso.
La madre le miró de arriba abajo y esperó el momento propicio para entrar en la posada. El rostro del mujik era hermoso, tenía una expresión pensativa y ojos de triste mirar. Alto y ancho de espaldas, llevaba un caftán todo lleno de remiendos, camisa de percal limpia, un pantalón rojizo, de paño burdo, y destrozadas botas, sin calcetines ...
Sin saber por qué, la madre lanzó un suspiro de alivio y de pronto, obedeciendo a un instinto que se adelantaba a su pensamiento confuso, sorprendiéndose a sí misma, le preguntó:
- Y bien, ¿podría pasar la noche en tu casa?
Una vez hecha la pregunta, sus músculos, sus huesos, todo su cuerpo se puso en tensión. Se irguió, mirando al mujik con ojos fijos.
Por su mente pasaban veloces punzantes pensamientos:
¡Voy a perder a Nikolái Ivánovich! ¡No volveré a ver a Pável en mucho tiempo! ¡Me molerán a palos!
Mirando al suelo y sin apresurarse, el mujik contestó, cruzándose el caftán sobre el pecho:
- ¿Pasar la noche? Bueno. ¿Por qué no? Sólo que mi isba es mala ...
- ¡No estoy hecha a lujos! -contestó la madre, inconscientemente.
- ¡Bueno! -repitió el mujik, mirándola con fijeza.
Ya había anochecido, y en la oscuridad sus ojos brillaban con frío fulgor y su rostro parecía muy pálido. La madre, con la misma sensación que si descendiera por una montaña, le dijo en voz baja:
- Entonces, ahora mismo voy, y tú me llevarás la maleta ...
- Está bien.
Se encogió él de hombros, volvió a cruzarse el caftán y murmuró suavemente:
- Mire, ahí llega el carro ...
En la terracilla del ayuntamiento apareció Ribin; tenía otra vez las manos atadas, envueltas la cabeza y la cara en algo gris.
- ¡Adiós, buena gente! -resonó su voz entre las frías sombras del anochecer-. ¡Buscad la verdad y guardadla! Creed a los que os traigan la palabra limpia. ¡No escatiméis fuerzas en aras de la verdad...!
- ¡Calla, perro! -gritó desde alguna parte la voz del comisario-. ¡Alguacil, arrea los caballos, imbécil!
- ¿Qué es lo que podéis perder? ¿Cuál es vuestra vida?
El carro arrancó. Sentado entre dos alguaciles, gritó aún Ribin, sordamente:
- ¿Para qué os morís de hambre? Esforzaos por conseguir la libertad; ella os dará el pan y la verdad ... ¡Adiós, buenas gentes...!
El precipitado traqueteo de las ruedas, las pisadas de los caballos y las invectivas del comisario de policía envolvieron sus palabras y las entremezclaron, ahogándolas.
- ¡Se acabó! -dijo el mujik, sacudiendo la cabeza, y, dirigiéndose a la madre, continuó en voz baja-. Usted siéntese allí en la estación y espéreme, en seguida vengo a buscarla ...
La madre entró en la habitación de la posada, se sentó a la mesa ante el samovar, tomó un pedazo de pan, lo miró y, lentamente, lo volvió a dejar en el plato. No tenía hambre y de nuevo sintió náuseas. Algo, de una tibieza repugnante, que le quitaba las fuerzas, le chupaba la sangre del corazón y hacía que la cabeza le diera vueltas. Ante ella surgía la cara del mujik de ojos azules; extraña, como sin terminar, no le inspiraba confianza. Sin saber por qué, no quería pensar abiertamente que él podía entregarla, pero el pensamiento había ya surgido en su cerebro y sordo, inmóvil, le oprimía el corazón, como una losa.
¡Me ha visto! -razonaba con lentitud, sin fuerzas-. Me ha visto; se ha dado cuenta ... Pero el pensamiento no iba más allá, se hundía en un desaliento abrumador, en una viscosa sensación de náuseas.
Un silencio tímido, agazapado tras la ventana, había sustituido al estruendo anterior y ponía al desnudo algo depresivo, medroso, existente en la aldea, que agudizaba en el pecho de la madre la sensación de soledad, llenándole el alma de sombras grises y suaves como la ceniza.
Asomó la chiquilla a la puerta y, deteniéndose en el umbral, le preguntó:
- ¿Le traigo una tortilla?
- No. No tengo gana, con los gritos me han asustado ...
La niña se acercó a la mesa y animadamente, pero en voz baja, empezó a contar:
- ¡Cómo le pegaba el comisario! Yo estaba muy cerquita de él y vi que le rompía todos los dientes, y el hombre escupía sangre, una sangre espesa, espesa, negra... ¡Ya ni se le veían los ojos! Es de los que trabajan en el alquitrán. El sargento está ahí tumbado, borracho, y no deja de pedir vino. Dice que había una banda entera y que ese barbudo era el jefe, vamos, el atamán. Han cazado a tres y uno se ha escapado, según he oído. Han pescado además a un maestro de escuela, que también era de los suyos. ¡No creen en Dios y quieren convencer a la gente para que saquee las iglesias! ¡Fíjese como son! Algunos mujiks sentían lástima, pero otros dicen que habría que matarle. ¡Hay aquí algunos mujiks más malos...! ¡Huy, qué malos!
La madre escuchaba con atención aquel relato entrecortado y rápido, tratando de ahogar su inquietud, de disipar la angustia de la espera. La chiquilla debía estar encantada de que le concedieran tanta atención y charlaba atropelladamente, con vivacidad cada vez mayor, bajando la voz:
- Mi padre dice que todo proviene de la mala cosecha, todo. Es el segundo año que la tierra no da fruto, ¡estamos más desesperados...! Por eso se ven ahora mujiks como ésos, ¡qué desgracia! En las reuniones gritan, se pegan... Hace poco, cuando vendieron los bienes de Vasiukov, porque no había pagado los impuestos, él dio una bofetada al alcalde. ¡Ahí tienes mis atrasos!, le dijo.
Tras la puerta resonaron unos pasos lentos y pesados. Apoyando las manos en la mesa, la madre se levantó ...
Entró el campesino de ojos azules y, sin descubrirse, preguntó:
- ¿Dónde está el equipaje?
Levantó la maleta sin esfuerzo, la zarandeó y dijo:
- ¡Está vacía...! Marka, acompaña a la viajera a mi isba...
Y salió sin mirar a nadie.
- ¿Va a pasar la noche en el pueblo? ~preguntó la chiquilla.
- Sí. He venido en busca de encajes. Los compro ...
- Aquí no se hacen. Eso en Tinkovo y también en Dárino, pero aquí no -explicó la niña.
- Allí iré mañana ...
Al pagar el té, dio tres kopeks a la chiquilla; ésta se puso muy contenta. En la calle, pisando la tierra húmeda con los pies descalzos, le dijo:
- Si usted quiere, yo voy corriendo a Dárino y le digo a las mujeres que traigan aquí los encajes. Así ellas vendrán y usted no necesitará ir. Al fin y al cabo, son doce verstas de camino ...
- ¡No hace falta, querida! -respondió la madre, andando junto a la niña.
El aire frío la había despejado, y en ella iba surgiendo, lentamente, una decisión imprecisa, confusa, pero prometedora de algo, que se iba formando despacio; la madre, deseosa de acelerar su desarrollo, se preguntaba insistentemente:
¿Qué hacer? ¿Y si procedo abiertamente, confiando en su conciencia...?
Ya había anochecido, hacía frío y humedad. Las ventanas de las isbas brillaban con una luz mortecina, rojiza, inmóvil. En el silencio mugía soñoliento el ganado, se oían Voces secas y breves. Una sombría calma, meditativa y deprimente, envolvía el lugar ...
- ¡Aquí es! -dijo la chiquilla-. Mal albergue ha escogido usted; este mujik es muy pobre ...
A tientas, buscó la puerta, la abrió y gritó con viveza:
- ¡Tia Tatiana!
Y echó a correr. Desde la oscuridad, llegó su voz:
- Adios.

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