Autoras/es: Eduardo Galeano
(Fecha original: 1970)
SEGUNDA PARTE
EL DESARROLLO ES UN VIAJE
CON MÁS NAUFRAGOS QUE NAVEGANTES
2. LA ESTRUCTURA CONTEMPORANEA DEL DESPOJO:
j. LA MARGINACIÓN DE LOS HOMBRES Y LAS REGIONES
Grow with Brasil. Grandes avisos en los diarios de Nueva York exhortan a los empresarios norteamericanos a sumarse al impetuoso crecimiento del gigante de los trópicos. La ciudad de São Paulo duerme con los ojos abiertos; aturden sus oídos las crepitaciones del desarrollo; surgen fábricas y rascacielos, puentes y caminos, como brotan, de súbito, ciertas plantas salvajes en las tierras calientes.
(N. de la R.: ver como ejemplo este clip sobre Estrategia Corporativa
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Pero la traducción correcta de aquel eslogan publicitario sería, bien se sabe: «Crezca a costa del Brasil». El desarrollo es un banquete con escasos invitados, aunque sus resplandores engañen, y los platos principales están reservados a las mandíbulas extranjeras. Brasil tiene ya más de noventa millones de habitantes, y duplicará su población antes del fin del siglo, pero las fábricas modernas ahorran mano de obra y el intacto latifundio también niega, tierra adentro, trabajo. Un niño en harapos contempla, con brillo en la mirada, el túnel más largo del mundo, recién inaugurado en Río de Janeiro. El niño en harapos está orgulloso de su país, y con razón, pero él es analfabeto y roba para comer.
En toda América Latina, la irrupción del capital extranjero en el área manufacturera, recibida con tanto entusiasmo, ha puesto aún más en evidencia las díiferencias entre los «modelos clásicos» de industrialización, tal como se leen en la historia de los países hoy desarrollados, y las características que el proceso muestra en América Latina. El sistema vomita hombres, pero la industria se da el lujo de sacrificar mano de obra en una proporción mayor que la de Europa1. No existe ninguna relación coherente entre la mano de obra disponible y la tecnología que se aplica, como no sea la que nace de la conveniencia de usar una de las fuerzas de trabajo más baratas del mundo. Tierras ricas, subsuelos riquísimos, hombres muy pobres en este reino de la abundancia y el desamparo: la inmensa marginación de los trabajadores que el sistema arroja a la vera del camino frustra el desarrollo del mercado interno y abate el nivel de los salarios. La perpetuación del vigente régimen de tenencia de la tierra no sólo agudiza el crónico problema de la baja productividad rural, por el desperdicio de tierra y capital en las grandes haciendas improductivas y el desperdicio de mano de obra en la proliferación de los minifundios, sino que además implica un drenaje caudaloso y creciente de trabajadores desocupados en dirección a las ciudades. El subempleo rural se vuelca en el subempleo urbano, Crecen la burocracia y las poblaciones marginales, donde van a parar, vertedero sin fondo, los hombres despojados del derecho de trabajo.
Las fábricas no brindan refugio a la mano de obra excedente, pero la existencia de este vasto ejército de reserva siempre disponible permite pagar salarios varias veces más bajos que los que ganan los obreros norteamericanos o alemanes. Los salarios pueden continuar siendo bajos aunque aumente la productividad, y la productividad aumenta a costa de la disminución de la mano de obra. La industrialización «satelizada» tiene un carácter excluyente: las masas se multiplican a ritmo de vértigo, en esta región que ostenta el más alto índice de crecimiento demográfico del planeta, pero el desarrollo del capitalismo dependiente -un viaje con más náufragos que navegantes- margina mucha más gente que la que es capaz de integrar. La proporción de trabajadores de la industria manufacturera dentro del total de la población activa latinoamericana disminuye en vez de aumentar: había un 14,5 % de trabajadores en la década del cincuenta; hoy sólo hay un once y medio por ciento2. En Brasil, según un estudio reciente, «el número total de nuevos empleos que deberán crearse promediarán un millón y medio por año durante la próxima década»3. Pero el total de trabajadores empleados por las fábricas de Brasil, el país más industrializado de América Latina, suma, sin embargo apenas dos millones y medio.
Es multitudinaria la invasión de los brazos provenientes de las zonas más pobres de cada país; las ciudades excitan y defraudan las expectativas de trabajo de familias enteras atraídas por la esperanza de elevar su nivel de vida y conseguirse un sitio en el gran circo mágico de la civilización urbana. Una escalera mecánica es la revelación del Paraíso, pero el deslumbramiento no se come: la ciudad hace aún más pobres a los pobres, porque cruelmente les exhibe espejismos de riquezas a las que nunca tendrán acceso, automóviles, mansiones, máquinas poderosas como Dios y como el Diablo, y en cambio les niega una ocupación segura y un techo decente bajo el cual cobijarse, platos llenos en la mesa para cada mediodía. Un organismo de las Naciones Unidas4 estima que por lo menos la cuarta parte de la población de las ciudades latinoamericanas habita «asentamientos que escapan a las normas modernas de construcción urbana», extenso eufemismo de los técnicos para designar los tugurios conocidos como favelas en Río de Janeiro, callampas en Santiago de Chile, jacales en México, barrios en Caracas y barriadas en Lima, villas miseria en Buenos Aires y cantegriles en Montevideo. En las viviendas de lata, barro y madera que brotan antes de cada amanecer en los cinturones de las ciudades, se acumula la población marginal arrojada a las ciudades por la miseria y la esperanza. Huaico significa, en quechua, deslizamiento de tierra, y huaico llaman los peruanos a la avalancha humana descargada desde la sierra sobre la capital en la costa: casi el setenta por ciento de los habitantes de Lima proviene de las provincias. En Caracas los llaman toderos, porque hacen de todo: los marginados viven de «changas», mordisqueando trabajo de a pedacitos y de cuando en cuando, o cumplen tareas sórdidas o prohibidas: son sirvientas, picapedreros o albañiles ocasionales, vendedores de limonada o de cualquier cosa, ocasionales electricistas o sanitarios o pintores de paredes, mendigos, ladrones, cuidadores de autos, brazos disponibles para lo que venga.
Como los marginados crecen más rapidamente que los «integrados», las Naciones Unidas presienten, en el estudio citado, que de aquí a pocos años «los asentamientos irregulares albergarán a una mayoría de la población urbana». Una mayoría de derrotados. Mientras tanto, el sistema opta por esconder la basura bajo la alfombra. Va barriendo, a punta de ametralladora, las favelas de los morros de la bahía y las villas miseria de la capital federal; arroja a los marginados, por millares y millares, lejos de la vista. Río de Janeiro y Buenos Aires escamotean el espectáculo de la miseria que el sistema produce; pronto no se verá más que la masticación de la prosperidad, pero no sus excrementos, en estas ciudades donde se dilapida la riqueza que Brasil y Argentina, enteros, crean.
Dentro de cada país se reproduce el sistema internacional de dominio que cada país padece. La concentración de la industria en determinadas zonas refleja la concentración previa de la demanda en los grandes puertos o zonas exportadoras.
El ochenta por ciento de la industria brasileña está localizado en el triángulo del sudeste -São Paulo, Río de Janeiro y Belo Horizonte- mientras el nordeste famélico tiene una participación cada vez menor en el producto industrial nacional; dos tercios de la industria argentina están en Buenos Aires y Rosario; Montevideo abarca las tres cuartas partes de la industria uruguaya, y otro tanto ocurre con Santiago y Valparaíso en Chile; Lima y su puerto concentran el sesenta por ciento, de la industria peruana5. El creciente atraso relativo de las grandes áreas del interior, sumergidas en la pobreza, no se debe a su aislamiento, como sostienen algunos, sino que, por el contrario, es el resultado de la explotación, directa o indirecta, que sufren por parte de los viejos centros coloniales convertidos, hoy, en centros industriales. «Un siglo y medio de historia nacional -proclama un líder sindical argentino-6 ha presenciado la violación de todos los pactos solidarios, la quiebra de la fe jurada en los himnos y las constituciones, el dominio de Buenos Aires sobre las provincias.
Ejércitos y aduanas, leyes hechas por pocos y soportadas por muchos, gobiernos que con algunas excepciones han sido agentes del poder extranjero, edificaron esta orgullosa metrópoli que acumula la riqueza y el poder. Pero si buscamos la explicación de esa grandeza y la condena de ese orgullo, las hallaremos en los yerbales misioneros, en los pueblos muertos de la Forestal, en la desesperación de los ingenios tucumanos y las minas deJujuy, en los puertos abandonados del Paraná, en el éxodo de Berisso: todo un mapa de miseria rodeando un centro de opulencia afirmado en el ejercicio de un dominio interno que ya no se puede disimular ni consentir». En su estudio del desarrollo del subdesarrollo en Brasil, André Gunder Frank observó que, siendo Brasil un satélite de los Estados Unidos, dentro de Brasil el nordeste cumple a su vez una función satélite de la «metrópoli interna» radicada en la zona sudeste. La polarización se hace visible a través de rasgos numerosos: no sólo porque la inmensa mayoría de las inversiones privadas y públicas se ha concentrado en São Paulo, sino además porque esta ciudad gigante se apropia también, por medio de un vasto embudo, de los capitales generados por todo el país, a través de un intercambio comercial desventajoso, de una política arbitraria de precios, de escalas privilegiadas de impuestos internos y de la apropiación en masa de cerebros y mano de obra capacitada7.
La industrialización dependiente agudiza la concentración de la renta, desde un punto de vista regional y desde un punto de vista social. La riqueza que genera no se irradia sobre el país entero ni sobre la sociedad entera, sino que consolida los desniveles existentes e incluso los profundiza. Ni siquiera sus propios obreros, los «integrados» cada vez menos numerosos, se benefician en medida pareja del crecimiento industrial; son los estratos más altos de la pirámide social los que recogen los frutos, amargos para muchos, de los aumentos de la productividad.
Entre 1955 y 1966, en Brasil, la industria mecánica, la de materiales eléctricos, la de comunicaciones y la industria automotriz elevaron su productividad en cerca de un ciento treinta por ciento, pero en ese mismo período los salarios de los obreros por ellas ocupados sólo crecieron en valor real, en un seis por ciento8. América Latina ofrece brazos baratos: en 1961, el salario-hora promedio en Estados Unidos se elevaba a dos dólares; en Argentina era de 32 centavos; en Brasil de 28; en Colombia, 17; en México, 16; y en Guatemala apenas llegaba a diez centavos9.
Desde entonces, la brecha creció. Para ganar lo que un obrero francés percibe en una hora, el brasileño tiene que trabajar, actualmente, dos días y medio. Con poco más de diez horas de servicio el obrero estadounidense gana, en equivalencia, un mes de trabajo del carioca. Y para recibir un salario superior al correspondiente a una jornada de ocho horas del obrero de Rio de Janeiro, es suficiente que el inglés y el alemán trabajen menos de treinta minutos10. El bajo nivel de salarios de América Latina sólo se traduce en precios bajos en los mercados internacionales, donde la región ofrece sus materias primas a cotizaciones exiguas para que se beneficien los consumidores de los países ricos; en los mercados internos, en cambio, donde, la industria desnacionalizada vende manufacturas, los precios son altos, para que resulten altísimas las ganancias de las corporaciones imperialistas.
Todos los economistas coinciden en reconocer la importancia del crecimiento de la demanda como catapulta del desarrollo industrial. En América Latina, la industria, extranjerizada, no muestra el menor interés por ampliar, en extensión y en profundidad, el mercado de masas que sólo podría crecer horizontal y verticalmente si se impulsara la puesta en práctica de hondas transformaciones en toda la estructura económico-social, lo que implicaría el estallido de inconvenientes tormentas políticas. El poder de compra de la población asalariada, ya intervenidos o aniquilados o domesticados los sindicatos de las ciudades más industrializadas, no crece en medida suficiente, y tampoco bajan los precios de los artículos industriales: ésta es una región gigantesca, con un mercado potencial enorme y un mercado real reducido por la pobreza de sus mayorías.
Virtualmente, la producción de las grandes ,fábricas de automóviles o refrigeradores se dirige al consumo de apenas un cinco por ciento de la población latinoamericana11. Apenas uno de cada cuatro brasileños puede considerarse un consumidor real. Cuarenta y cinco millones de brasileños suman la misma renta total que novecientos mil privilegiados ubicados en el otro extremo de la escala social12.
Las fábricas no brindan refugio a la mano de obra excedente, pero la existencia de este vasto ejército de reserva siempre disponible permite pagar salarios varias veces más bajos que los que ganan los obreros norteamericanos o alemanes. Los salarios pueden continuar siendo bajos aunque aumente la productividad, y la productividad aumenta a costa de la disminución de la mano de obra. La industrialización «satelizada» tiene un carácter excluyente: las masas se multiplican a ritmo de vértigo, en esta región que ostenta el más alto índice de crecimiento demográfico del planeta, pero el desarrollo del capitalismo dependiente -un viaje con más náufragos que navegantes- margina mucha más gente que la que es capaz de integrar. La proporción de trabajadores de la industria manufacturera dentro del total de la población activa latinoamericana disminuye en vez de aumentar: había un 14,5 % de trabajadores en la década del cincuenta; hoy sólo hay un once y medio por ciento2. En Brasil, según un estudio reciente, «el número total de nuevos empleos que deberán crearse promediarán un millón y medio por año durante la próxima década»3. Pero el total de trabajadores empleados por las fábricas de Brasil, el país más industrializado de América Latina, suma, sin embargo apenas dos millones y medio.
Es multitudinaria la invasión de los brazos provenientes de las zonas más pobres de cada país; las ciudades excitan y defraudan las expectativas de trabajo de familias enteras atraídas por la esperanza de elevar su nivel de vida y conseguirse un sitio en el gran circo mágico de la civilización urbana. Una escalera mecánica es la revelación del Paraíso, pero el deslumbramiento no se come: la ciudad hace aún más pobres a los pobres, porque cruelmente les exhibe espejismos de riquezas a las que nunca tendrán acceso, automóviles, mansiones, máquinas poderosas como Dios y como el Diablo, y en cambio les niega una ocupación segura y un techo decente bajo el cual cobijarse, platos llenos en la mesa para cada mediodía. Un organismo de las Naciones Unidas4 estima que por lo menos la cuarta parte de la población de las ciudades latinoamericanas habita «asentamientos que escapan a las normas modernas de construcción urbana», extenso eufemismo de los técnicos para designar los tugurios conocidos como favelas en Río de Janeiro, callampas en Santiago de Chile, jacales en México, barrios en Caracas y barriadas en Lima, villas miseria en Buenos Aires y cantegriles en Montevideo. En las viviendas de lata, barro y madera que brotan antes de cada amanecer en los cinturones de las ciudades, se acumula la población marginal arrojada a las ciudades por la miseria y la esperanza. Huaico significa, en quechua, deslizamiento de tierra, y huaico llaman los peruanos a la avalancha humana descargada desde la sierra sobre la capital en la costa: casi el setenta por ciento de los habitantes de Lima proviene de las provincias. En Caracas los llaman toderos, porque hacen de todo: los marginados viven de «changas», mordisqueando trabajo de a pedacitos y de cuando en cuando, o cumplen tareas sórdidas o prohibidas: son sirvientas, picapedreros o albañiles ocasionales, vendedores de limonada o de cualquier cosa, ocasionales electricistas o sanitarios o pintores de paredes, mendigos, ladrones, cuidadores de autos, brazos disponibles para lo que venga.
Como los marginados crecen más rapidamente que los «integrados», las Naciones Unidas presienten, en el estudio citado, que de aquí a pocos años «los asentamientos irregulares albergarán a una mayoría de la población urbana». Una mayoría de derrotados. Mientras tanto, el sistema opta por esconder la basura bajo la alfombra. Va barriendo, a punta de ametralladora, las favelas de los morros de la bahía y las villas miseria de la capital federal; arroja a los marginados, por millares y millares, lejos de la vista. Río de Janeiro y Buenos Aires escamotean el espectáculo de la miseria que el sistema produce; pronto no se verá más que la masticación de la prosperidad, pero no sus excrementos, en estas ciudades donde se dilapida la riqueza que Brasil y Argentina, enteros, crean.
Dentro de cada país se reproduce el sistema internacional de dominio que cada país padece. La concentración de la industria en determinadas zonas refleja la concentración previa de la demanda en los grandes puertos o zonas exportadoras.
El ochenta por ciento de la industria brasileña está localizado en el triángulo del sudeste -São Paulo, Río de Janeiro y Belo Horizonte- mientras el nordeste famélico tiene una participación cada vez menor en el producto industrial nacional; dos tercios de la industria argentina están en Buenos Aires y Rosario; Montevideo abarca las tres cuartas partes de la industria uruguaya, y otro tanto ocurre con Santiago y Valparaíso en Chile; Lima y su puerto concentran el sesenta por ciento, de la industria peruana5. El creciente atraso relativo de las grandes áreas del interior, sumergidas en la pobreza, no se debe a su aislamiento, como sostienen algunos, sino que, por el contrario, es el resultado de la explotación, directa o indirecta, que sufren por parte de los viejos centros coloniales convertidos, hoy, en centros industriales. «Un siglo y medio de historia nacional -proclama un líder sindical argentino-6 ha presenciado la violación de todos los pactos solidarios, la quiebra de la fe jurada en los himnos y las constituciones, el dominio de Buenos Aires sobre las provincias.
Ejércitos y aduanas, leyes hechas por pocos y soportadas por muchos, gobiernos que con algunas excepciones han sido agentes del poder extranjero, edificaron esta orgullosa metrópoli que acumula la riqueza y el poder. Pero si buscamos la explicación de esa grandeza y la condena de ese orgullo, las hallaremos en los yerbales misioneros, en los pueblos muertos de la Forestal, en la desesperación de los ingenios tucumanos y las minas deJujuy, en los puertos abandonados del Paraná, en el éxodo de Berisso: todo un mapa de miseria rodeando un centro de opulencia afirmado en el ejercicio de un dominio interno que ya no se puede disimular ni consentir». En su estudio del desarrollo del subdesarrollo en Brasil, André Gunder Frank observó que, siendo Brasil un satélite de los Estados Unidos, dentro de Brasil el nordeste cumple a su vez una función satélite de la «metrópoli interna» radicada en la zona sudeste. La polarización se hace visible a través de rasgos numerosos: no sólo porque la inmensa mayoría de las inversiones privadas y públicas se ha concentrado en São Paulo, sino además porque esta ciudad gigante se apropia también, por medio de un vasto embudo, de los capitales generados por todo el país, a través de un intercambio comercial desventajoso, de una política arbitraria de precios, de escalas privilegiadas de impuestos internos y de la apropiación en masa de cerebros y mano de obra capacitada7.
La industrialización dependiente agudiza la concentración de la renta, desde un punto de vista regional y desde un punto de vista social. La riqueza que genera no se irradia sobre el país entero ni sobre la sociedad entera, sino que consolida los desniveles existentes e incluso los profundiza. Ni siquiera sus propios obreros, los «integrados» cada vez menos numerosos, se benefician en medida pareja del crecimiento industrial; son los estratos más altos de la pirámide social los que recogen los frutos, amargos para muchos, de los aumentos de la productividad.
Entre 1955 y 1966, en Brasil, la industria mecánica, la de materiales eléctricos, la de comunicaciones y la industria automotriz elevaron su productividad en cerca de un ciento treinta por ciento, pero en ese mismo período los salarios de los obreros por ellas ocupados sólo crecieron en valor real, en un seis por ciento8. América Latina ofrece brazos baratos: en 1961, el salario-hora promedio en Estados Unidos se elevaba a dos dólares; en Argentina era de 32 centavos; en Brasil de 28; en Colombia, 17; en México, 16; y en Guatemala apenas llegaba a diez centavos9.
Desde entonces, la brecha creció. Para ganar lo que un obrero francés percibe en una hora, el brasileño tiene que trabajar, actualmente, dos días y medio. Con poco más de diez horas de servicio el obrero estadounidense gana, en equivalencia, un mes de trabajo del carioca. Y para recibir un salario superior al correspondiente a una jornada de ocho horas del obrero de Rio de Janeiro, es suficiente que el inglés y el alemán trabajen menos de treinta minutos10. El bajo nivel de salarios de América Latina sólo se traduce en precios bajos en los mercados internacionales, donde la región ofrece sus materias primas a cotizaciones exiguas para que se beneficien los consumidores de los países ricos; en los mercados internos, en cambio, donde, la industria desnacionalizada vende manufacturas, los precios son altos, para que resulten altísimas las ganancias de las corporaciones imperialistas.
Todos los economistas coinciden en reconocer la importancia del crecimiento de la demanda como catapulta del desarrollo industrial. En América Latina, la industria, extranjerizada, no muestra el menor interés por ampliar, en extensión y en profundidad, el mercado de masas que sólo podría crecer horizontal y verticalmente si se impulsara la puesta en práctica de hondas transformaciones en toda la estructura económico-social, lo que implicaría el estallido de inconvenientes tormentas políticas. El poder de compra de la población asalariada, ya intervenidos o aniquilados o domesticados los sindicatos de las ciudades más industrializadas, no crece en medida suficiente, y tampoco bajan los precios de los artículos industriales: ésta es una región gigantesca, con un mercado potencial enorme y un mercado real reducido por la pobreza de sus mayorías.
Virtualmente, la producción de las grandes ,fábricas de automóviles o refrigeradores se dirige al consumo de apenas un cinco por ciento de la población latinoamericana11. Apenas uno de cada cuatro brasileños puede considerarse un consumidor real. Cuarenta y cinco millones de brasileños suman la misma renta total que novecientos mil privilegiados ubicados en el otro extremo de la escala social12.
1 Las filiales norteamericanas ocupaban en la industria europea, en 1957 -no existen datos más recientes-, una proporción de mano de obra, en relación con el capital invertido, más alta que en América Latina. Secretaría General de la OEA, op. cit.
2 Naciones Unidas, CEPAL, op. Cit.
3 F. S. O'Brien, The Brazilian Population and Labor Force in 1968, documento para discusión interna, Ministério doPlanejamento e Coordenação Geral, Rio de Janeiro, 1969.
4 Naciones Unidas, CEPAL, Estudio económico de América Latina, 1967, Nueva York-Santiago de Chile, 1968.
5 Naciones Unidas, CEPAL, Op. Cit.
6 Raimundo Ongaro, carta desde la prisión, De Frente, Buenos Aires, 25 de septiembre de 1969.
7 André Gunder Frank, Capitalism and Underdevelopment in Latin America, Nueva York, 1967.
8 Ministério do Planejamento e Coordenação Económica, op. cit.
9 Z. Romarova, La expansión económica de Estados Unidos en América Latina, Moscú, s. f.
10 Datos de Serge Bim, técnico norteamericano en organización del trabajo, según Jornal do Brasil, Río de janeiro, 5 de enero de 1969.
11 André Gunder Frank, op. cit.
12 Naciones Unidas, CEPAL. Estudio sobre la distribución del ingreso en América Latina, Nueva York- Santiago de Chile, 1967. «En la Argentina tuvo lugar, en los años anteriores a 1953, un proceso significativo de redistribución progresiva del ingreso. De los tres años para los que se dispone de información más detallada fue precisamente ese el año en que fue menor la desigualdad, en tanto que fue mucho mayor en 1959... En México, en el período más extenso comprendido entre los años 1940 y 1964... hay indicaciones que permiten suponer que la pérdida no fue sólo relativa sino también absoluta para el 20 por 100 de las familias de ingresos más bajos.».
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